El eco del bosque


Era la morada perfecta para mi. Separada varios kilómetros del pueblo mas cercano y en plena naturaleza. En concreto en las lindes de un bosque selvático, reserva de la biosfera, donde no esperaba ser molestada por nada ni por nadie.

La casa era una cabaña de piedra muy bien restaurada, a la que se accedía por una carretera de montaña bastante sinuosa, con una finca alrededor que llegaba hasta el bosque. Sin cobertura para el móvil. Genial.
Allí me instalé en el otoño con mi perro y mis dos gatos, dispuesta a pintar sin descanso y tener todo a punto en la primavera, para la gran exposición de Nueva York. Contraté en el pueblo los servicios de un lugareño para aprovisionar a la cabaña de leña y para tener el prado, por el que yo pensaba dar largos paseos, segado y limpio.

Los primeros días no pinté en absoluto; prefería contemplar la naturaleza que se mostraba en mi horizonte con toda su generosidad y plenitud. Rebaños de corzos, venían por la tarde a pastar en mi prado, unos zorros aparecían por la noche y se paseaban tranquilamente por el porche. Vi jabalíes, oí aullar lobos, contemplé volar águilas, en fin pensé, va a ser imposible trabajar aquí.

Poco a poco y con bastante esfuerzo, conseguí empezar mi trabajo y organizarme. Así tuve tiempo para todo.
Con la sinfonía nº nueve de Dvorak como mi eterna música de fondo, el pincel se deslizaba al compás de las notas, del mismo modo que la orquesta obedece a la batuta del director.
Algunos críticos, los de muy mala baba, afirman que mis cuadros son siempre la sinfonía repetida con distintos colores y que los herederos de Dvorak debería cobrarme derechos de autor. Ignorantes y cabrones. Eso es lo que son.

Mi perro disfrutaba como yo, correteaba todo el día libremente y acababa la jornada rendido. Le gustaba internarse en el bosque, cosa que me preocupó en principio, pero luego comprobé como dentro de un rato regresaba sin ningún problema. Así que me calmé y disfruté.
Esto es lo mas parecido al Paraíso. Pienso repetir cada año. Que suerte he tenido encontrando este sitio.

Un mal día Thor no volvió. Vino la noche pero él no había regresado del bosque. Salí a llamarlo. Hasta ese día no me había acercado a la espesa selva que me rodeaba. Penetrabas unos metros y comenzaba a rodearte una niebla espesa, mayor cuanto mas avanzabas y de pronto, la oscuridad se volvía absoluta.
Daba miedo.
Llamé al perro. No obtuve respuesta.
La humedad y el frío se hacían sentir enseguida.
Escuché con atención, por si lo oía ladrar o quejarse. Nada. Retrocedí hasta casi el límite y volví a llamar: Thor, Thor, Thoooor. Parecía oírse, muy débil, una especie de eco. Que raro. No es mi voz.
Avancé unos pasos y volví a llamar: Thor, Thooooor. Entonces se oyó con mas claridad, aunque muy lejano, mientra notaba moverse las copas de los árboles. Era como un coro de voces susurrantes:
Si, Thor.
Pensé que había alguien en el bosque mofándose de mi y me pareció de mal gusto e incluso peligroso, así que corrí hacia la casa. Llamé y recogí a los gatos y atranqué las puertas. Esa noche no logré dormir.
El perro jamás regresó.
Al día siguiente se lo comenté al lugareño de nombre Fermín.
Hay muchos animales en el bosque, es lo mas normal que no volviera. Del asunto del eco se rió abiertamente. ¡Ay, esta gente de ciudad!.
Pasó una semana y no conseguía olvidarme de mi perro. Mira que si anda perdido por la espesura. Deduje que en ese tiempo ya algún animal salvaje habría dado buena cuenta de él. Los ojos se me llenaron de lágrimas. ¡Pobre Thor!. Confío en que no haya sufrido.

Después de siete días de tranquilidad, en las dos noches siguientes desaparecieron los gatos. Ni rastro de ellos. Nunca volvieron.
No se preocupe, esto está lleno de alimañas. Yo creo que duraron demasiado.
Así me consolaba Fermín.
Ya había segado el prado y traído un par de cargas de leña con el tractor, pero quiso ir a por una tercera.
El invierno va a ser muy frío. Vendrá bien la leña.
Estuvo toda la tarde en el bosque. Se hizo de noche y no volvió.
Llamé a los guardas. Vinieron, se adentraron y lo llamaron. El silencio era total. El bosque a esas horas no tenía ni un sonido. Es extraño, porque yo he oído berrear a los corzos, aullar a los lobos, ladrar a los zorros, silbar a los búhos…
Ni rastro, tampoco del tractor.
Se habrá despistado. Volveremos mañana en cuanto amanezca.
Volvieron reforzados por la guardia civil. Yo quise acompañarles. Uno de los guardias me permitió ir con él.
Llegamos hasta donde se espesa el bosque. Allí llamamos: Fermín, Fermín, Fermiiiiiiiin.
Pareció escucharse un eco muy lejano. ¿No ha oído?. Lo mismo es él.
Si es él, los otros le escucharán. No se preocupe. Están acostumbrados a buscar gente perdida por ahí.
No lo encontraron. Ni ese día, ni al siguiente que vinieron con mas efectivos. Ni una pista, ni del tractor tampoco.
No parecieron extrañarse mucho, lo cual me resultó chocante. Pero como la policía nunca es muy explícita, quedó dentro de lo razonable.

Pasaron unos días. Yo, todas las mañanas lo primero que hacía nada mas levantarme era mirar, para ver si había regresado, herido quizá.
Esa mañana el corazón se me puso a mil.
Estaba el tractor.
Justo en la linde del bosque. Me acerqué corriendo. De Fermín ni trazas.
No tiene gracia, no tiene ninguna gracia, dije a voz en grito como una loca.
Después de mirar hasta debajo del tractor y luego de dudarlo bastante, me interné en la selva hasta la espesura y allí llamé de nuevo:
Fermín, por favor. Fermín, Fermiiiiiiin.
Lo volví a oír. Igual que con Thor. Un eco, como un coro muy lejano, mientra las copas se agitaban, repetía ahogadamente:
Si, Fermín.
Con el pelo de punta, eché a correr hasta la casa, cerré y llamé a la guardia civil.

Empolvaron el tractor buscando huellas. Estaban las de Fermín, las de su mujer, las mías y ninguna mas.
Se lo llevaron. Fermín no apareció.
Ya en la casa, el teniente me sugirió instalarme en el pueblo para pasar el invierno.
Ni lo sueñe. Voy a quedarme aquí. No pienso pisar el bosque, no se preocupe.
¿Tiene un arma?.
Si, en la casa hay una escopeta de caza.
¿ Sabe utilizarla?.
Si, uno de mis maridos era cazador. Con él aprendí.
Ponga unas luces sensibles en el perímetro de la casa. Si aparece algo, se encenderán y estará prevenida.
De acuerdo.
Instalé unas, bastante altas, con célula fotoeléctrica y sensor de movimiento y calor. La luz se encendía al anochecer a un nivel bajo y, si detectaba movimiento o calor, aumentaba la intensidad a su máximo nivel.
El instalador sugirió colocar el sensor al mínimo.
Si ponemos mas, un simple zorro hará que aumenten la intensidad. Tiene que acercarse algo mas grande para que funcionen.
Al teniente le pareció demasiado poco, pero lo pusimos así.
Busqué la escopeta. Era un modelo artesanal y caro Holland & Holland, de doble seguro.

Comenzó a nevar. Nevó todo el día y toda la noche, hasta alcanzar un espesor considerable. Tenía las estufas de leña a tope. Había suficiente combustible. Fermín había traído de sobra. ¡ Pobre Fermín!. Pensaba mucho en su mujer. Sin saber que habría sido de él. Sin haber podido recuperar ni siquiera el cuerpo.

Bastante elevadas sobre la nieve, las luces cumplían su función. Hasta ahora habían permanecido en su nivel bajo. Tanto fue así que me olvidé de ellas.
Seguía pintando a muy buen ritmo. La vida volvió a la normalidad. Lo sucedido habían sido unos desgraciados accidentes y el eco del bosque, una ilusión acústica imposible de explicar por mi, que, como decía uno de mis ex, sólo se pintar y gracias.

Una noche, estaba sentada en el salón tomando café al lado de la estufa y con la luz apagada, cuando me dí cuenta que las luces brillaban con toda intensidad.
Dejé la taza , cogí la escopeta y me acerqué a la ventana . No vi a nadie. Observé bien sobre la nieve. Nada, pero las luces estaban a tope. De pronto, bajaron.
Tenía el corazón en la garganta. Esperé un buen rato atenta al menor rumor. El silencio era total. No vi ni oí absolutamente nada.
Me quedé dormida recostada en el sofá. Por la mañana me dolía todo el cuerpo. Salí y miré la capa de nieve. Era imposible que hubiera huellas. Estaba nevando copiosamente.
Pasaron varias noches mas sin que las luces aumentaran su brillo.
Faltaba poco para Navidad.
La víspera de Nochebuena hubo una tormenta como nunca he visto otra. La noche estuvo ininterrumpidamente iluminada. Los relámpagos y los rayos eran azules y continuos. Como si dos bandos opuestos estuvieran tenazmente ocupados en una batalla de colores y explosiones.
Se fue la luz y lo peor: el teléfono.
Ni una y otro se recuperaron para la siguiente noche. Preparé velas y busqué mas munición, por si acaso.
Revolviendo en las gavetas de la vieja cómoda donde encontré los anteriores cartuchos, una cosa llamó mi atención.
Era algo parecido a un diario. Estaba debajo de una caja de Habanos sin abrir. Lo saqué y me dispuse a hojearlo.
Si, era un diario, pero todas las hojas estaban arrancadas.
Que extraño.
Cuando me disponía a regresarlo a su sitio, distinguí algo escrito a lápiz en una esquina del interior de la tapa posterior. Estaba muy borroso. Decía algo así:
“Cuidado con el eco del bosque. Si lo escuchas sal de aquí inmediatamente. Aunque haya tres metros de nieve. Llama al 112 y di que te estás muriendo. Que envíen un helicóptero. TE LO RUEGO: NO LO OLVIDES.”
Se me encogió el corazón y el estómago. Me temblaban las piernas. Me aproximé a la vela y lo volví a leer.
Así que no he sido la única que lo oyó. Existe el eco del bosque. Y por lo visto no presagia nada bueno.
Intenté sacar conclusiones: lo escuché cuando Thor desapareció y con Fermín. Ninguno volvió. El perro puede explicarse: se internó demasiado, posiblemente siguiendo algo, y una alimaña lo atrapó. Pero ¿y Fermín? que nació y se crió aquí y conoce el bosque como su casa. ¿ Y, quien devolvió el tractor?
Pensé en hacer caso de la advertencia del diario. Dadas las circunstancias, ya no me pareció mala idea irme al pueblo. Pero hoy va a ser imposible. No hay manera de llamar a nadie.
En cuanto arreglen el teléfono lo haré. Avisaré y haré que vengan a buscarme.
No obstante, seguía muy inquieta.
Pensar en coger el auto y conducir era un suicidio. Claro que si yo no podía salir, del mismo modo, nadie podría acercarse. Eso me tranquilizó un poco.
Llegó la noche. Cené sopa caliente y me dispuse a acostarme. No podía hacer nada mas.

Antes de irme a la cama, eché un último vistazo. Estaba de pie junto a la ventana cuando, de pronto, se encendieron las luces. Di un salto hacia atrás. Por fin volvió la luz, me dije mas tranquila, mientras iba directa al interruptor.
No, no había luz.
Pero, ¿Cómo demonios…?. Apreté varias veces la llave, nada. Fui a la de la cocina. Nada tampoco.
Sin embargo las de afuera brillaban con su máxima intensidad. Al poco, se apagaron. No disminuyeron de nivel, se apagaron.
Me acerqué corriendo a la ventana.
Las luces se encendieron de nuevo, deslumbrándome. Esperé un rato….Siguieron encendidas. Escudriñé la noche y no vi absolutamente nada ni nadie.
Cogí el rifle y me senté en una silla al lado de la ventana.
Las luces se apagaron.
Cuando acerqué mi cara al cristal, se encendieron sobresaltándome.
De pronto, comenzaron a encenderse y apagarse alternativamente. Primero con pausas largas y luego a toda velocidad, como si se hubieran vuelto locas. A la vez, se oía un ruido procedente del bosque, un rumor creciente, como un viento fuerte.
Me levanté de un salto. Creí distinguir unas sombras que se movían, muchas, muchas sombras…parecían árboles que pasaban por delante de las luces a gran velocidad, en todas direcciones. O se está moviendo el bosque o se mueve la casa…
Me estoy volviendo loca. Dios, tengo alucinaciones.
¿Quien esta ahí?. Me puse a gritar. Hagan el favor de dejarme en paz.
¿Me oyen?. Déjenme en paz.
Las luces seguían con su frenética intermitencia.
Por fin se apagaron. Desaparecieron las sombras. También cesó el ruido.
Mientras apuntaba hacia la nada, comencé a gritar de nuevo.
Déjenme en paz. Déjenme en paz. Déjenme en paaaaaaaaaaz…

Lo último que escuché fue un murmullo, justo a mis espaldas, mientras una brisa movía las cortinas y hacia tintinear las lámparas.
Algo parecido a un eco de voces susurrantes repitió ahogadamente:
Si, en paz.

La leyenda de los cementerios


Siempre que viajo a Galicia, una de las cosas que me fascinan del viaje, son dos cementerios barrocos prácticamente iguales que están situados a muy poca distancia uno del otro y en distintos lados de la carretera en la provincia de Lugo, poco antes de llegar a Villalba.
Son pequeños y sobre las tapias sobresalen los pináculos de las tumbas, rematados con una cruz, igual que encajes de piedra.
Pura filigrana, delicada tracería digna de la mejor catedral.( La foto esta hecha desde el coche y no les hace justicia).

Siempre me pregunto por qué tan cerca dos cementerios iguales. Buscando una respuesta, dí con la leyenda.
Es posible que me la inventara. No recuerdo bien.


Corría el siglo XVII.
En dos pueblos vecinos de la provincia de Lugo dos hidalgos estaban enfrentados, como casi siempre pasa, por las tierras.
Además en aquel siglo se inició en Galicia una autentica “ fiebre del oro”. Se había corrido el rumor de que en las mámoas (monumentos megalíticos funerarios, llamados así por su parecido con un pecho femenino), existía oro y plata como en las tumbas de America. El origen fue el permiso concedido por Felipe III a un clérigo amigo, llegado de América, para excavar dichos monumentos en busca de oro, tan necesario para la corona en aquellos momentos, quien se iba a beneficiar de la mayor parte de lo hallado.

Entre las tierras de los dos señores había varias mámoas.
Uno de ellos don Mencio, se puso manos a la obra, mientras su vecino don Ferrán, mas prudente y menos avaricioso, decidió que aunque hubiera oro, cosa que dudaba, hay que dejar a los muertos descansar en paz ; si se han enterrado con sus tesoros, así deben permanecer por los siglos de los siglos. Nunca le pareció bien que la corona lo autorizara, ni mucho menos que se intentara aprovechar de las supuestas riquezas, que nunca aparecieron.
Lo único que se consiguió fue destruir material prehistórico.

Don Ferrán tenia una hija, Griselda, melosa, rubia y delicada, que estaba enamorada y era correspondida por el hijo de don Mencio, quien se oponía a esta relación,__ con esa paliducha__, porque quería casar a su hijo con la heredera de un mercader de Ribadeo, muy adinerado, de quién se decía en la mariña que era un pirata moro. Los jóvenes se veían, con la complicidad de ambas madres, que habían sido amigas, de niñas, y soñaban con que sus hijos se unieran en matrimonio y tener nietos en común.

En poco tiempo, fue tan grande la expoliación de mámoas, con peleas y asesinatos incluidos, que el rey decidió poner horcas al lado de ellas para detener su violación, ya que cada tumba excavada por lugareños, suponía una merma para las arcas reales, tan maltrechas después de que al rey y a su valido, el duque de Lerma, se les hubiera ocurrido la genialidad de expulsar a los moriscos.
Como no sirvió de mucho, Felipe III amenazó a los responsables judiciales con encarcelarlos a ellos si no detenían, de una vez por todas, a los culpables, lo cual desató una serie de denuncias falsas, que dieron lugar a miles de procesos .
Mas que la caza de brujas de la Inquisición.
Mucho mas.
No debe existir pueblo en Galicia donde no haya permanecido por los siglos, noticia de esto.
Don Mencio, sobornando a diestro y siniestro y matando si era menester, no dejó mámoa intacta. Como estaba en connivencia con la autoridad, y necesitando un culpable denunciaron a don Ferrán. ¿Que mejor cabeza de turco, si además, había criticado abiertamente al rey?. Fue apresado y llevado a la Corte, para servir de escarmiento, dada su posición, y allí fue juzgado y condenado a morir en la horca . Atendiendo a su linaje se conmutó la muerte por ahorcamiento por el degollamiento, mas rápido y menos plebeyo.

Su hija, emprendió varios viajes a la Corte para implorar perdón y tratar de ver a su padre. Tarea muy difícil, ya que el rey había extremado los castigos, al resultar imposible detener las excavaciones. Y eso que era un monarca sin carácter…
En uno de estos viajes encontró la muchacha la muerte a manos de unos salteadores de caminos. El hijo de don Mencio huyó de casa para acompañarla y fue muy mal herido en la reyerta donde Griselda perdió la vida.
La madre, desesperada, mandó construir un cementerio nuevo para ella, de lo que se encargó un cantero venido de Italia que traía las nuevas técnicas del Barroco.

Es el primero de los dos que encontramos de camino a Santiago.

Pasados unos meses el hijo de don Mencio, a quien su padre fue a recoger malherido a una venta de Castilla, se quitó la vida, ya que no quería desposar a la hija del moro. Quiso correr la misma suerte que Griselda de la que seguía enamorado.
Rogó a su padre que lo enterraran junto a ella.
Este ignoró tal deseo y aunque ambas madres le suplicaron muchas veces que accediera a que reposaran juntos, fue en vano.

Uno de los brujos que tenía contratados para esconxurar las excavaciones, sobornado por la madre del muchacho, le advirtió que debería acceder a que su hijo tuviera la misma tumba que su amada. Entonces don Mencio, interpretando la advertencia a su manera, mandó construir otro cementerio idéntico en su pueblo, para enterrar a su hijo en “la misma tumba”.

Es el otro cementerio.

Se dice en la Galicia rural de aquellos contornos tan verde y recogida, tan mágica y misteriosa, que cuando por las noches la neblina y la llovizna, envuelven el paraje en un húmedo abrazo, el amante va a la tumba de la amada y se le ve por la carretera flotando entre la bruma con un resplandor especial.
Yo nunca lo vi.
Pero me gustaría mucho verlo.
Si alguno lo veis cuando vais a Galicia, hacedme el favor de contarlo aquí.

No tiene pérdida. Lleva ropajes del siglo XVII.