El espía alemán


Del libro "El Eco del Bosque"
La ensenada de Artedo

Jugaban al güa en la plaza y recogieron las canicas a toda prisa cuando sintieron bajar por la pendiente el destartalado autobús de línea.
   —Que viene el Luarca, recoge, recoge, venga.
   Se apoyaron en fila india contra la pared de la iglesia, para ver descender a los viajeros. Esa era otra de sus distracciones. El Luarca hacía dos visitas al pueblo: una por la mañana y la última, bien entrada la tarde. En época de escuela, siempre llegaban tarde a la clase matinal, porque no se despegaban de la plaza, hasta que se iba el autobús.
   Eran la lista de viajeros en carne y hueso. Si alguien quería saber si fulano o mengano se había ido de viaje preguntaba a cualquiera de los tres. Daban la información como si fuera el parte de guerra, con todo lujo de detalles, número de viajeros, cestos o maletas y hasta la ropa que llevaban puesta.
Esa tarde el autocar les trajo una sorpresa. Regresaron todos los viajeros que se habían ido por la mañana mas un desconocido. Un hombre de mediana edad, alto, rubio, enjuto, con gafas y cara de  despiste. Los tres se le colocaron al lado inmediatamente y lo examinaron sin ningún pudor de arriba abajo. El extraño se dejó examinar y luego les preguntó:
   —¿Queda muy lejjjos la fonda?.
   Ellos negaron con la cabeza al unísono.
   —¿Querrrreis enseñarrrme el camino?.
   Asintieron todos a la vez y se colocaron delante haciendo una seña con la cabeza para que los siguiera.
   Al llegar el viajero les entregó unas pesetas como propina.__ Grrrasias__les dijo.
   —Es usted extranjero —Afirmó el más hablador de los tres.
   —Si, he venido a conoserrr la costa.

   No se habló de otra cosa esos días en el pueblo. El recién llegado causó tanta curiosidad entre los mayores como en los chicos. El dueño de la fonda informó orgulloso y encantado de la vida, a los convecinos con los tres chiquillos en primera fila.
   —Es alemán. Me dijo Paco, el chofer del Luarca, que hay otros dos en San Esteban.
   Luego bajando mucho la voz, tanto que casi no se oyó, sentenció: espías, son espías alemanes.
   Los chicos abrieron mucho los ojos. Espías, espías en Cudillero. Tenemos que investigar.
   Esa tarde se reunieron en la vieja barca varada  y medio podrida, del abuelo del menor de los tres  a tratar el asunto.
    — Es que hay una guerra en Europa.
   —¿Que es Europa?
   —Unos países de por ahí afuera.
   —¿Nosotros no somos de  Europa?
   —No.
   —¿De dónde somos?
   —De España, pareces tonto.
   —¿Va a volver la guerra aquí otra vez?
   —No, si nosotros controlamos al espía.
   —¿Que tenemos que hacer?
   —No perderlo de vista.
   Se escupieron las manos antes de estrecharlas. Era su manera de sellar un pacto. Fueron en busca del espía a toda prisa. En ese momento no se hallaba en el pueblo, se enteraron  en la taberna del puerto, donde se reunían los hombres.
   —Marchó temprano.
   —¿En qué? —preguntó el chico mayor muy sorprendido; ellos no lo habían visto coger el Luarca.
   —Lo llevo Ramón en el coche de punto a San Esteban.
   —¿Para encontrarse con los otros?
   —No lo sé. Ramón solo dijo que lo llevó a San Esteban.
   —Vaya una manera de investigar. Lo lleva de viaje y ni siquiera vigila para ver que hace. Puede haber cogido el tren.
   —¿Y a vosotros que os importa lo que haga o deje de hacer?. Venga, fuera de aquí ahora mismo —Dijo el fondista, molesto porque unos mocosos le dieran lecciones de cómo espiar.
   Así no iban a enterarse de nada. Tenían que seguirlo ellos. Esperaron pacientemente a que regresara el autocar. Llegó, con retraso como siempre pero el alemán no volvió. Ni con Ramón tampoco.
   —Menudo fastidio y ahora ¿Qué hacemos?
   Volvieron a la taberna. Nadie sabía nada. En cuanto Pedro, el dueño, los vio los echo de allí a patadas.
   A la tarde siguiente el teutón regresó en el coche de línea.
   —Menos mal —dijeron a la vez.

    El mediano de los tres comentó el asunto mientras cenaban, con su hermano mayor que ya iba a la mar.
   —Ese hombre anda mirando y anotando los calados de las playas. Sobre todo el de Artedo.
   —¿Para qué?
   —Posiblemente para que entre algún barco a cargar gasolina o níquel de Navia o a desembarcar heridos o yo que sé. Pero para algo de eso, seguro.
   —¿Y por qué no entran aquí en Cudillero?
   —Tu estas tonto. No ves que España es neutral. No pueden hacer eso. No pueden dejarse ver por los puertos.
   —Ah —contestó el niño sin entender nada.
   Corrió a contárselo a los otros.

   —Dice mi padre que en Artedo hay una sima. Que de repente la profundidad es enorme. Que es peligroso bañarse en la playa cuando la bajamar, porque entras caminado mucho rato y el agua no te cubre, pero de repente ¡pum!, la sima, y te ahogas.
   —¿Vendrá un barco con alemanes heridos?
   —Tal vez. Tenemos que procurar no perderlo de vista.
   Al día siguiente por la tarde, el espía subió al coche de Ramón y se fue. Los chicos ya le habían aleccionado para que vigilara si se encontraba con los otros dos o si tomaba el tren para Oviedo.
   —Vale, no os preocupéis que os lo contaré todo.
   Pero el taxi regresó al poco rato. No había tenido tiempo de llegar a San Esteban.
   —¿A dónde lo llevaste?.
   —A la playa de Artedo. Tengo que volver a recogerlo a las seis.
   —Vamos a decir en casa que nos vamos al río a pescar, cogemos un bocadillo y nos llegamos a Artedo.
   La madre del mayor puso muchos impedimentos.
   —No vas al río que te ahogas
   —Pero si el agua nos da por la rodilla.
   —Hay una zona mas profunda
   —No vamos a llegar hasta allí, mama. Esta muy lejos. Venga, déjame ir de una vez. Te prometo que no va a pasar nada. Venga, mujer…
   —Bueno. Pero como te ahogues, ni se te ocurra volver, porque te mato.
   —Que cosas tan raras dice tu madre.
   Caminaron en dirección al puerto, allí torcieron a la izquierda para coger una senda muy empinada, que cortaba la montaña y terminaba en al carretera general. Desde allí hasta Artedo eran cuatro kilómetros.
   —Tengo hambre —decía el menor— ¿Por qué no nos sentamos y comemos el bocadillo?
   —Aquí no come nadie hasta que lleguemos, mas te vale metértelo en la cabeza.

   Después de una hora larga llegaron al pueblo. Bajaron hacía la playa y cuando estaban a medio camino, vieron al alemán venir hacia ellos fumando tranquilamente, con los prismáticos en bandolera y una bolsa en la mano. Esperaron agachados para ver que hacía.
   Cuando llegó más o menos a la mitad de la playa, se sentó sobre un peñasco que sobresalía en las dunas de piedra, sacó algunos aparatos de la bolsa, que colocó con cuidado a su lado sobre la grava, cogió los prismáticos y se puso a otear el horizonte.
   Los chicos descendieron el empinadísimo camino rápidamente y se parapetaron tras las piedras. Estaban en la misma horizontal que el espía.
Transcurrió el tiempo. El teutón miraba el reloj y luego el horizonte. Los chicos hacían lo mismo. El pequeño se aburrió y sacó el bocadillo. El sol ya estaba bajando hacia el mar para pasar la noche.
   De pronto algo brillo en frente de donde estaba el hombre. Algo lejano emergía y brillaba bajo el adormilado sol.
   —Parece un tubo.
   En ese momento, el mar se agitó y un enorme pez gris apareció en la superficie.
   —Socorro, socorro —Comenzó a gritar el más pequeño, mientras intentó echar a correr. El mayor lo sujetó por las piernas y le hizo caer. Luego le taparon la boca.
   —Cállate. Cállate, ya.
   —¿Qué es eso?
   —Un submarino, ¿no lo ves?
   El sumergible hizo varias señales luminosas. El alemán respondió y  al poco rato el U-Boot  se sumergió. El espía recogió sus cosas y se dispuso a subir hacia el pueblo, por donde estaban los chicos. Estos se habían dejado caer al otro lado de la duna de piedras desapareciendo por completo del campo de visión del espía.

   Cuando regresaron era ya de noche cerrada. La madre del mayor, le había estado buscando en las casas de los otros. Las dos madres restantes se unieron a la búsqueda. Cuando le echó la vista encima, se saco la alpargata de esparto y se dirigió hacia el con no muy buenas intenciones.
   —No me pegues, que no me he ahogado
   —Te voy a dar yo a ti guasa. Espérame ahí.
   Los tres recibieron algunos alpargatazos y quedaron castigados el resto de la semana.
   Se juramentaron no decir nada del submarino, en represalia.

    A la noche siguiente, hubo mucho revuelo en el puerto. Varios bidones de gasolina estaban alineados detrás de la lonja de pescado y algunos barcos de pequeño porte preparados para hacerse a la mar.
   —¿Donde vais? —preguntó el mediano a su hermano.
   —Vamos a  Artedo a llevar gasolina a un submarino alemán nodriza.
   —¿Que es nodriza?
   —Como una vaca lechera. Oye, vete a casa que estás castigado, y no cuentes esto por ahí.
   Al chico le pillaba de camino la casa del mayor.
   —¿Te ha pegado tu madre?
   —Un poco, si
   —Me ha dicho mi hermano que eso que vimos es una vaca lechera alemana y ellos van a llevarle gasolina.
   —Joer, un submarino nodriza, que pasada.
   A la mañana siguiente, el alemán se iba con su escaso equipaje en el Luarca.   El mayor lo vio desde al ventana.
   —Alemaaaan.
   El espía se volvió y lo saludó con la mano. Cuando se disponía a subir, se dio la vuelta y entregó algo a un hombre mientras le señalaba al chico en la ventana.
   Eran los prismáticos. Se los había regalado.

   Durante meses siguió el suministro de combustible y víveres. El U-Boot emergía en la ensenada de Artedo  tranquilamente durante el día para que la tripulación descansara y recargar aire y baterías.
   —¿Como son los alemanes? —preguntaba el pequeño a su hermano
   —¿Ya no te acuerdas del espía? Son como él, altos y rubios.
   —¿Siempre viene el mismo submarino?
  —A cargar gasolina y aceite, sí. Luego hay otro que viene a cargar níquel y además,  hay otros cuatro lobos grises que vienen a resguardarse.
   —¿No son vacas lecheras?
   —No, esos son lobos grises.

   Estaban durmiendo, cuando se empezaron a escuchar voces y carreras a toda prisa en dirección al puerto.
   El mayor llegó el primero.
   Un marinero contaba lo sucedido.
  —Fue un “mosquito” ingles. Apareció de repente, el submarino se sumergió a toda prisa, pero seguro que lo alcanzó. Soltaba bombas a diestro y siniestro. Al explotar levantaban columnas de agua tan altas como la torre de la iglesia. Salimos de allí a toda máquina. Creímos que nos iba a perseguir. Se metió para el pueblo y luego, dio la vuelta y se largó. Mañana  por la mañana volveremos para ver si hay supervivientes, que no creo.
 Los chicos esperaban en el puerto junto con más gente el regreso de los barcos de auxilio. No encontraron nada.

   Los lobos grises no volvieron a aparecer por allí. Llegaron noticias de que casi toda la flota de submarinos del Atlántico había sido hundida por los ingleses.
   También se dijo, que al capitán del U-Boot nodriza, le había sido concedida la cruz de hierro.
   Cuando el mayor de los tres muchachos, ya adolescente, fue por primera vez a la mar, precisamente a pescar palometa en la ensenada de Artedo, justo en borde de la sima perfectamente reconocible porque el mar cambia de color, comenzó a gritar acodado en la borda:
   —Capitán, te han dado la cruz de hierro. Capitaaaan……
  —Cállate de una vez —le reprendía el patrón— no busques problemas. Olvida esa historia.

   El U-boot sigue allí hundido, con su capitán y toda la tripulación.

Se aparece como un fantasma a los submarinistas, en la profundidad de la sima, cuando afloja la resaca.

U-Boot alemán