La condesa y el monasterio, último capítulo




Todas estas calamidades fueron consecuencia directa de lo acontecido en la fortaleza por culpa de la abstinencia y del Epimedium. Algo que nuestro señor jamás perdonó a la condesa. Y los salacereños tampoco, si se hubieran  enterado. Pero el pueblo jamás es sabedor de lo que se cocina en las estancias del señor.
Pasado un tiempo un exceso de celo de la cocinera, (quien recordando lo dicho por su señora sobre la sanación del alma, dio Epimedium  por  su cuenta y razón al hijo menor de los condes), dejó en cueros vivos el secreto de la condesa, como era previsible que sucediera tarde o temprano. El muchacho contaba trece años y había perdido el apetito porque andaba lánguido descubriendo los primeros desórdenes corporales y las primeras fiebres que provoca el amor, cuando la bondadosa Teresa quiso devolverle las ganas de comer con una infusión cargada de aquella planta que sanara al conde y que ella había guardado previsoramente,  provocándole una, digamos reacción, que duro dos días. La condesa comprendió enseguida de donde procedía el estimulante y trató de que su esposo no se enterase, pero fue inútil porque los llantos histéricos  del muchacho se escuchaban en toda la ciudad. Esto puso sobre aviso a nuestro señor de la existencia de la famosa pradera. El conde, con un ataque de ira, ordenó arrancarla por completo y hacer un rastreo exhaustivo de otras partes de la montaña donde por cualquier circunstancia pudiera existir un ignoto brote de Epimedium, con la advertencia de que si quedaba un solo tallo de aquella planta infame el culpable del descuido pagaría con la horca. De este modo fue erradicada la planta del país para siempre jamás, lo cual traería graves consecuencias en el futuro tanto para el rey como para alguno de sus súbditos. Pero no adelantemos acontecimientos. A la condesa, no obstante, no la erradicó de su vida porque ya sabemos que no era aconsejable económicamente. El muchacho volvió a la normalidad una vez que se pasó el efecto; aunque la niña de sus sueños no quiso ni verlo nunca mas, por llorica.

Como estaba refiriendo a vuestras mercedes, antes de irme por las ramas: el Corregidor era una figura mas propia de  concejos de realengo  que  no de señorío como era el caso de la villa de Saláceres, pero el monarca no iba a perder el momio de meter  mano en las boyantes  arcas de un municipio que disfrutaba un próspero comercio con España y donde capitales de dentro y de fuera de las fronteras, eran invertidos con creciente lucro bajo la supervisión y el asesoramiento de banqueros judíos llegados de España cuando la expulsión. 
Los hebreos obligados a exiliarse de Sefarat fueron recibidos con los brazos abiertos en una nación  incipiente que andaba necesitada de gentes experimentadas en casi todas las disciplinas y mas en las económicas,  fundamentales para cimentar con vigor cualquier aventura ya sea colectiva o individual. Digamos mejor, para contar las cosas como realmente fueron, que algunos judíos expulsados de España - no demasiados, porque entonces serían mas que los hispatanos y no habría negocio- hallaron en la diminuta monarquía el lugar idóneo para ejercer sin trabas su profesión.
Pronto se notó su influencia en el país cuya economía comenzó una línea ascendente vertiginosa que hubo que frenar para contener el aumento generalizado de los precios evitando con ello que la inflación  dejara en paños menores a la hacienda y por ende al país y a los paisanos.      
En la vecina España, sin ir mas lejos,  la inflación se expandía sin control, el precio del grano había subido nada menos que un cincuenta por ciento  y las cargas impositivas tanto en productores como en consumidores eran excesivas. Debido a todo esto cada vez existían menos negocios y mercaderes y empresarios dejaban los suyos en cuanto podían adquirir un titulo nobiliario que apenas tenia carga fiscal. Varios de los que no pudieron o no quisieron acceder a esta nobleza de baratillo emigraron a Hispatania donde asentaron  sus negocios amparándose en las exenciones fiscales que se ofrecían a los extranjeros, contribuyendo así a diversificar la producción con la incorporación de nuevos oficios y profesiones y a lograr para el país  una economía ágil y competitiva, con el reclamo que ello representaba dentro y fuera de los límites del reino
Todos estos movimientos generaban copiosos beneficios a la hacienda  que ningún monarca espabilado iba a dejar escapar. Aunque debamos decir, empero, que los impuestos  eran mas que llevaderos. Por ello, llegaban sin cesar capitales de ambos lados de las fronteras, buscando refugio en el pequeño y bien administrado país, porque la economía ibérica  se hallaba de nuevo en una tesitura bastante desafortunada debido a los excesivos gastos en guerras y se columbraba una inevitable bancarrota, que el dinero pareciendo cobrar vida y pensar por su cuenta ante tales contingencias,  había anticipado con tiempo de sobra para ponerse a cubierto, precisamente en Hispatania y sobre todo en Saláceres, ciudad de moda en aquel momento.

Retornando a lo nuestro: Corregidor, Alcalde Mayor y Alguacil mayor y menores eran del todo excesivos en un municipio de menos de millar y medio de habitantes, de los cuales la mitad eran ancianos  y niños que unos por exceso y los otros por defecto, no tenían edad ni capacidad para delinquir, y que por si no bastaba, tenía un pacto de hermandad con la capital del reino, Madisboa, para asegurar el tránsito entre vecinos y mercancías  por el único camino real que existía y que estaba libre por completo de bandolerismo.
No se precisaban guardias en una villa de gente ocupada y tranquila, hasta que a finales del año 1585, el nombramiento del nuevo Corregidor, un español protegido del rey,  trajo consigo un Alguacil Mayor y dos Menores que terminaron por convertirse en el único problema existente.

 FIN

La condesa y el monasterio, capítulo III


Sucedía, que nuestra señora, estaba cansada de vivir como los montaraces- era una opinión harto subjetiva, porque los montaraces jamás tuvieron palacios- y una noche hastiada de predicar en tierra yerma agarró, como si dijéramos,  la cabra por los cuernos y en un arranque de valerosa audacia, dio un ultimátum al conde:
__O nos vamos a la capital o cierro con llave la puerta de mi alcoba.
Nuestro señor, aturdido, le hizo notar que tal actitud era faltar a las sagradas leyes del matrimonio santificado por la iglesia que les unía, como debe ser en estos casos en los que la nobleza, haciendo honor a su condición, tiene el deber de dar ejemplo al pueblo. Pero la condesa se parapetó tras su amenaza, aduciendo que tenerla allí encerrada entre cabras era también faltar al sagrado juramento que le hiciera en su día, cuando ella era aun joven e ingenua, y se casó con el convencida de que ciertamente viviría mejor que la reina. Tal vez a la  condesa se le hubiera olvidado, estas cosas ocurren con los años sin que concurra mala intención, que se casó con el conde, hombre de apariencia física mas bien discreta y de maneras nada pulcras para lo que se podía esperar de un noble,  con el propósito de ascender varios peldaños de golpe en el escalafón  puesto que su padre era un hidalgo adinerado pero nada mas.
Nuestro señor insistió con otros argumentos mas tangibles y mas materialistas: “ahora querida mía, en este momento puntual en el cual la villa  estaba cobrando auge no le parecía apropiado, ni a él ni a ninguno de sus consejeros, cambiar de residencia y abandonar la creciente bonanza económica en manos de terceros, tenidos por fieles pero que nunca se sabe”.
Apoyando el manifiesto, su señoría quiso dar ejemplo de resistencia haciendo alarde de una abstinencia espartana, aparentando no dar trascendencia alguna al hecho de permanecer a dos velas en asuntos de cama, porque era mucho mas importante y mas decisivo para el futuro de la villa y de sus arcas velar por el monto pecuniario que llevaba implícito el traslado pausado pero sin tregua de gentes, fortunas y negocios que abandonaban la capital y buscaban nuevos aires en Saláceres.
El se debía a su señorío, los demás asuntos eran cosas baladíes. Esta frase bien podía haber sido el lema en su escudo de armas.
Nuestra señora respondió que “muy bien, como vos queráis esposo”. Pero tras estas palabras sumisas en apariencia, la taimada condesa, lejos de conformarse se dirigió a las cocinas a disponer con la cocinera, a solas las dos, que a partir de ese preciso momento la comida de régimen severo que hacía el conde por orden de sus facultativos personales, fuera aderezada con unas hojas de Epimedium.
__Es vigorizante y vitamínica y levanta el ánimo que es justo lo que nuestro señor necesita. Los doctores saben de sanar el cuerpo, pero el alma precisa también remedio y este es el mejor. Me lo han dado los buenos frailes. Por ello tiene que constituir un secreto. Jamás debe salir de esta estancia. Debes jurarlo bajo pena de excomunión.
La cocinera juró azarada y nuestra señora se fue tan contenta creyéndose a salvo de posibles indiscreciones. En el fondo era bastante ingenua.
Teresa la guisandera, que había nacido en la Fortaleza donde su madre desempeñó antes el mismo oficio y conocía y apreciaba al conde desde niños, se aplicó con la hierba creyendo de muy buena fe que su señora obraba con tan recta intención como ella. Había tomado buena nota de la planta por si en el futuro se volvía a necesitar y ya no estaba la condesa, que nunca se sabe. Porque había jurado no contarlo, pero guardar unas hojas como recordatorio nadie se lo había prohibido.
 Fueron cayendo las semanas y el conde, espoleado por el Epimedium, comenzó a flaquear. Al no dar su noble esposa muestra alguna de avenirse, nuestro señor aventuró la posibilidad de amancebarse con alguna señora mas indulgente y a la que no le importara vivir alejada, era un decir, de la corte. Nuestra señora respondió que por ella como si se hacia traer un harén del Oriente, pero ella se iba y con ella los dineros de su padre, que una vez  separadas las camas, no hay porqué compartir las haciendas.
Oída esta peligrosa puntualización, el conde reunió su consejo privado y ante la perspectiva de ruptura conyugal y desgajamiento patrimonial, éste último de consecuencias gravísimas, se tomó el acuerdo de acceder y trasladarse en contra de lo que hubieran sido su deseos, a la capital dejando en la villa un Alcalde Mayor como representante en asuntos legales, pero sin ninguna competencia en asuntos económicos para los cuales permaneció un retén de hombres de su absoluta confianza.
Esta hubiera sido mas que  suficiente representación,  pero el rey, alerta a todo y siguiendo los pasos de sus primos los reyes españoles, decidió aprovechar la coyuntura y enviar su propio apoderado,  institucionalizando así de derecho en Hispatania la presencia activa de los oficiales regios en la gestión interna de los municipios, obstaculizando de paso los sueños de independencia que abrigaban los condes desde generaciones. Al oponerse nuestro señor con vehemencia y con todo tipo de argumentos mas o menos pertinentes, el rey, a quien sentaba muy mal que le llevaran la contraria, no solo nombró al Corregidor, faltaría mas,  sinó que convirtió el señorío solariego en behetría; de linaje eso si, no por hacerle favor al conde y su descendencia sino porque “mas vale lo malo conocido”. Así mismo se lo dijo el rey, con estas palabras. Además con la behetría creaba dos impuestos a su favor que pagaban sus nuevos súbditos: el de servicio, para hacer frente a gastos extraordinarios, como guerras por ejemplo, aunque luego acabaron por ser habituales, como sucede siempre y la fonsadera, un rescate que pagaba el campesino a cambio de no acudir al fonsado, es decir de no ser alistado en caso de guerra. Aunque debo referir a vuestras mercedes que los salacereños jamás hicieron uso de su derecho electivo y los condes se sucedieron como siempre lo habían hecho. En compensación los nobles pagaban, motu proprio, la fonsadera para que ninguno de sus campesinos fuera alistado en las múltiples guerras en las que Hispatania acompañaba a la vecina España.
 Favor por favor.
El último capítulo, la próxima semana...

La condesa y el monasterio, capítulo II


Era el día de la Candelaria; un rayo de sol de inicios de febrero  menos rastrero que sus antecesores de enero, irrumpió por la ventana iluminando el scriptorium. El aragonés se permitió un respiro y se dejó entibiar las manos por la agradable y cálida caricia; cuando  retornó la vista al manuscrito pudo distinguir en la esquina inferior derecha y en lo que al principio consideró solamente una mancha de tinta, ciertos rasgos de letras. Acercando el pergamino a la ventana para aprovechar la luz por completo, logró descifrar palabras sueltas que fue anotando y al final con la ayuda del cielo revelada en forma de rayo de sol milagroso pudo completar una frase definitiva y esclarecedora. La letra era tan pequeña y tan rudimentaria y estaba tan junta, que resultaba ya de por si difícil de leer, parecía un  jeroglífico,  y el agua se había sumado con entusiasmo a la dificultad.
Lo leyó varias veces para convencerse colocando y recolocando las letras y las palabras que faltaban hasta completar la frase tal y como pensaba que el monje la habría escrito:
Planta llamada alimento de cabra en China, que calienta y vigoriza el núcleo de energía del cuerpo colaborando con prodigalidad a la conservación de las especies”.
Ahí estaba. Las cabras chinas comían de esa planta y procreaban como conejas. Eso había querido decir el monje. Algo había oído él de una planta con esas propiedades, pero jamás pensó que el monasterio la poseyera ni mucho menos que la estuvieran ingiriendo. El primero de los botánicos había anotado con mucha discreción, casi camufladas, las virtudes de la planta en lo referente a la procreación, inútiles para la vida monástica. Quizá no se había atrevido a exponerlas con mas claridad por si ello era mal interpretado, pero su celo profesional evitó que las soslayara, por suerte para la presente comunidad.
Al buen fraile aragonés se le humedecieron los ojos y mirando hacia el sol providencial dio gracias a Dios mentalmente. No gritó eureka porque no conocía a Arquímedes, ni era dado a exteriorizar sentimientos, pero la emoción del hallazgo propició una nueva acometida de la libídine. Rebosando alegría, volvió a sumergirse en el pilón antes de acudir a comunicar con el prior.
Este al recibir la nueva, se precipitó de hinojos ante la cruz de su despacho y rompió a llorar como un infante. Llanto de alegría no  solo por la liberación de la comunidad sino por la suya propia; era ya incapaz de aguantar mas represión; tenía la espalda en carne viva, incluso asomaba el hueso por varios sitios lo que dejó perplejo al médico cuando lo examinó. Ocurría que el virtuoso hermano padecía los problemas urinarios propios de la edad y tomaba, desde el principio,  ración doble de tisana de Epimedium. Si la solución hubiera tardado unos días mas, hubiera muerto despellejado vivo sin remedio.
Una vez comprobado que era, en efecto, la planta de las cabras la causante del desquicie, el prior resolvió que nadie debería mortificarse por lo sucedido ya que habían sido forzados a ello sin que fuera posible impedir la lógica reacción corporal al bebedizo vigorizante.
 __Así que sugiero a vuestras paternidades, olvidar lo sucedido para que ello no interfiera en la buena convivencia que debemos volver a observar tal y como hacíamos antes. Si alguno piensa que sus desahogos con mujeres y hombres- ¡cuanto esfuerzo le costaba decir estas cosas!- fueron, digamos, agresivos y por ende humillantes para los otros, le exhorto a solicitar humildemente perdón, de rodillas si es preciso, y a imponerse la penitencia que sea menester para aliviar su conciencia. Sin pasarse, que ya estuvo bien de excesos.
Así se hizo. Sucedió sin embargo que alguna de las señoras fautoras quiso repetir- ya sabíamos que la mayoría colaboró-y al negarse rotundamente los monjes tuvieron contra ellos violentas y agresivas reacciones con patadas en la entrepierna, puñetazos, arañazos  y hasta mordiscos que los pacientes frailes soportaron con estoicismo y con la mansedumbre propia de  su condición, lo que sirvió de expiación añadida para hacerse perdonar los excesos a los que les forzó la dichosa tisana, que encima tenía un mal sabor insoportable.
Suprimida, pues, de la dieta la maldita planta china de los cojones-los frailes decían palabras malsonantes como todo el mundo-la vida volvió por donde solía y el prior mejorado de su espalda   celebró un Tedeum y santificó el día en el que el boticario dio con la solución del enigma.
¿Qué por que al hermano Judas no le había afectado?. Muy sencillo. Porque el fraile hacía semanas que ayunaba, como  sabemos,  a pan y agua como auto castigo por haber sucumbido a los placeres de la carne- antes del caos y sin ayuda exógena- mediante los encantos de la mujer del sacristán, no una, ni dos, ni tres, sino treinta veces, mencionando como veces a las ocasiones, que era como el cándido fraile las contabilizaba; pero stricto sensu, habían sido treinta ocasiones, dieciséis a cuatro veces por ocasión y el resto a tres porque no hubo tiempo para mas; hagan las cuentas vuestras mercedes si les place, que a mi no se me dan bien los números. Nadie se había enterado en el cenobio. Nadie. El mismo, lleno a rebosar de  dolor de contrición y chorreando por los poros propósito de enmienda, se confesó, se absolvió y se impuso la penitencia: ayunar a pan y agua para que el cuerpo, así flagelado, no se escapara del control de la mente y no volviera a caer en la tentación, aunque Beatriz se contoneara a todas horas por delante de sus ojos y al ver que el lascivo movimiento no surtía efecto, se sacara los pechos y se levantara las faldas. El hermano Judas, hombretón del norte de Portugal que se había hecho monje para hacer tres comidas diarias ( porque en su casa se comía, con suerte, una vez al día y el observaba desde niño a los frailes del monasterio de su pueblo gordos y lustrosos, aparte de extenderse por el lugar un olor a guiso permanente y tentador),  tenía tanta hambre que era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera comida. Si la mujer hubiera sido un poco mas consecuente con el diablo que se cansó de susurrarle al oído que  se pusiera en los pechos quesos de cabra y se metiera en los calzones una ristra de chorizos dejando asomar alguno como reclamo, otro hubiera sido el resultado. Pero se ve que el diablo que le tocó en suerte era novato y no tenía el suficiente poder de convicción o no sabía ilustrar las tentaciones. 

El pecado y la penitencia del hermano Judas simplificaron las cosas para el boticario puesto que al no consumir los mismos alimentos que el resto, quedaba demostrado que tenía que ser algo de la dieta general lo que había provocado el erótico acceso. Y es que los caminos que el Señor nos muestra como guía pueden ser muy sinuosos como estamos comprobando y males menores ayudan a veces  a resolver males mayores.
Una vez descubierta la planta culpable de la posesión cuasi demoníaca que había sumido en un caos su santa casa, trocando la castidad en lascivia y la mansedumbre en desenfreno, el prior ordenó arrancarla de raíz y quemarla lejos del convento, no fuera que aspirar el humo produjera un efecto similar o mayor aún.
Los jornaleros contratados al efecto para la exterminación, que no sufrieron efectos secundarios que sepamos, la quemaron en los pedregales lejos del recinto, pero se ve que alguna semilla se libró del asado y arraigó para deleite  de las cabras y de los pastores y supongo que de algún otro mortal sabedor de la existencia de la pradera.
Esto le refirió, punto por punto,  el sindico del gremio de pastores al criado de la condesa y éste a su señora con los mismos pormenores.
Entonces ella tuvo la idea.

Continuará la próxima semana...