El hombre lobo de la isla de los cuatro bosques



Le gustaba viajar en dirección al sol, por eso aquella tarde cabalgó hacia el oeste, aun sabiendo que el camino terminaría forzosamente en el mar tras una hora de viaje mas o menos.
    Vivir en una isla pequeña es lo que tiene.
   Aunque no todo eran inconvenientes. Muchas veces, sobre todo cuando se encaminaba al este, podía regresar a dormir a casa. De ese modo viajar resultaba económico, teniendo en cuenta que se sabía la isla de memoria y en los viajes casi nunca topaba con novedades.
Sin embargo, cuando como hoy partía hacia poniente tenía, por fuerza, que pernoctar en destino, porque regresar de noche no era aconsejable. Lo aprendían desde pequeños. Vivir en una isla donde en cada bosque hay un bandido desalmado, feroz, hambriento  y armado hasta los dientes, es lo que tiene.
   Los cuatro bandidos que tenía la isla, estaban hambrientos porque los bosques eran poco extensos y ellos, tras años de vida montaraz, ya habían devorado todo lo comestible que contenían, aves nocturnas incluidas. Así que cuando viajabas cruzando la foresta, siempre de día, en grupo y con escolta armada, no escuchabas ningún pájaro cantar, ni te saltaba al paso liebre alguna, ni se adivinaban animales al acecho  o a resguardo tras una mata de espinos, ni pendían frutos de los árboles, ni tan siquiera las zarzas tenían moras. Todo se lo habían devorado los bandoleros.
Cuando apareció el hambre, trataron de acercarse a los pueblos a por comida, pero cada bosque contaba con su respectivo guarda que jamás se internaba en la espesura, por si acaso, y aguardaba en las inmediaciones a que su bandido asomara la punta de la perilla para descerrajarle un tiro o mejor dos, si se dejaba.
   De este modo los forajidos estaban cada vez mas delgados y eran cada vez mas voraces.

   En un pasado reciente, el bandido del bosque del este, que era el mas próximo a la costa, se había aventurado a acercarse a la playa para pescar algo o por lo menos recoger alguna cosa de valor que el mar hubiera acercado a tierra. Por culpa del hambre estaba dispuesto a trasmutarse en traficante o en cambiador, según  se terciara. Pero la isla estaba tan aislada en medio del océano que sólo arribaban con las mareas huesos de ballena, con tanta profusión, que la gente los ignoraba hartos de fabricar adornos y armas con ellos. Tampoco la pesca le fue favorable. Entre las rocas solamente nadaban morenas, mas voraces aun que ellos. Lo había comprobado cuando una le llevó, de un bocado, media mano derecha. La otra media fue pasto para la gangrena y el mismo se la amputó de un tajazo con su alfanje, antes de que le comiera todo el brazo. Aparte de a disparar con la zurda, aprendió que los tiburones, aunque sean pequeños, son muy peligrosos.
   Los otros tres bandidos conocedores de los hechos, no intentaron salir de la espesura ¿para que?
Al que campeaba por el bosque del norte hacía ya tiempo que no se le veía, ni se le escuchaba, ni se le olía. Jamás se había lavado. Tal vez se lo devoró la mugre, sentenció el guarda, pero continuaré patrullando, por si acaso. Y porque, de lo contrario, perdería el empleo.
   Sin embargo, el bandido del bosque del sur que era el mas joven de todos, sentía además de hambre,  la necesidad de visitar el “Afrodita” lupanar equidistante entre el pueblo y su bosque; pero sin dinero era ocioso aventurarse a salir siquiera de su escondite. Llevaba días observando que nadie visitaba el local ni de día, ni menos aún de noche.
   Me acerco, entro, encañono a las mozas, elijo una, me la traigo, me hace el trabajo y luego, la dejo ir. No tienen porqué tomarlo a mal.
   Se acercó al atardecer. Ni siquiera habían colgado el farol a la puerta. No era necesario. Había luna llena. O nueva. Eran visibles desde bien lejos. Cuando estaba a un paso del primer escalón, un aullido prolongado le hizo detenerse en seco.
   Mierda, el hombre lobo. Corre, corre, no sea que te descubra. Corre y súbete a un árbol. Ponte  a salvo. Mierda. Por algo no venían clientes.
   Y es que, para abundar en la desgracia, desde hacía unos cuantos meses había aparecido un licántropo en la isla.  Había transcurrido, por lo menos, un siglo desde que al último lo devorara un oso, cuando todo el centro de la isla era una sola masa forestal densa y frondosa.. Hoy en día ya no había osos, pero en cambio había reaparecido el hombre lobo. Siempre hay sucesos desagradables.
Así que nadie debería viajar de noche solo ni por los montes, ni por los escarpados caminos  costeros, porque el licántropo atacaba en cualquier lugar, a cubierto o a cielo raso. Pero para temer al lobishome  se necesitaba que hubiera luna llena o ¿era nueva?, bueno se necesitaba luna redonda. Entonces había peligro; si la luna era una hoz, no, pero si como hoy era un plato, mejor quitarse de en medio.
   El bandido del bosque del oeste iba a comprobarlo esta misma noche.

   Cuando a nuestro viajero amigo del sol, le comunicaron la aparición del nuevo hombre lobo y le advirtieron del asunto de la luna anduvo un tiempo perplejo y taciturno: Nunca había sabido distinguir la luna llena de la luna nueva y no quería preguntar, no fuera que lo tomaran por tonto y dejaran de comprarle los relojes de arena que fabricaba y que eran su sustento.
   Ser pobre es lo que tiene.
   Además, el también tenía problemas cuando había luna llena ¿o era con la nueva?
Otra gente sufría dolores en las articulaciones cada vez que cambiaba el tiempo; a el le atormentaban cuando cambiaba la luna. Padecía unos dolores desgarradores, como si se descoyuntara. Es lo que les sucede desde siempre a los séptimos hijos nacidos después de mellizos y que se quedan dormidos alguna noche, desnudos bajo la luna llena o la luna nueva. Eso le había advertido su abuela: En tiempos venideros, tendrás muchos problemas cuando llene la luna. Y él se había resignado.
   Es lo que tiene ser tan sufrido.

   Esa tarde, el caballo iba cada vez mas lento; a este paso, la noche les encontraría antes de llegar a poblado. Esto sucedió, en efecto. Cuando llegó al pueblo las barcas estaban todas en tierra, las redes tendidas sin terminar de coser y las casas cerradas a cal y canto, pese a que la luna alumbraba como si fuera el sol. Ni que decir tiene que no había un alma por la calle.
   Claro, se dijo, es la luna del lobo. Y ahora ¿Qué voy a hacer? Ni se molestó en acerarse al hostal. Desde hacía un buen rato le dolía todo el cuerpo, las manos se le estaban agarrotando. Es de llevar tanto tiempo agarrado a las riendas. No tendré mas remedio que regresar. Tuvo que apearse del caballo. Los pies ya no se sujetaban dentro de los estribos. El animal pareció aliviado y se alejó al trote. ¿Dónde vas? Vuelve. Vuelve. ¿Será desagradecido? Me ha dejado aquí tirado, no puedo creerlo. Y ahora que hago, ¿por donde regreso? Dios, que dolor. Le picaba todo el cuerpo. Cada vez que le sucedía algo así, terminaba por ponerse a cuatro patas. Era lo único que le aliviaba. Los primeros pasos resultaban torpes, pero  a medida que caminaba se iba notando mas ligero y cómodo en la nueva postura, hasta que se daba cuenta de que era capaz de correr tanto o más que el caballo. No te necesito descastado, le gritó mientras le adelantaba. El animal, resoplando nervioso,  ya se  había internado en el amenazante bosque y el lo siguió decidiendo, sobre la marcha, fiarse del instinto de su montura.
   Los animales tienen mucha perspicacia.

   Le olió enseguida: olía a bandido. ¿A que otra cosa podía oler, si por la noche no hay nadie mas en el bosque? Sintió crujir las hierbas a su derecha en una carrera que pretendía ser sigilosa y que tal vez lo fuera para otro que no tuviera el sentido del oído tan desarrollado. Aunque alumbraba la luna llena o nueva, el bosque era muy tupido en aquella zona y la luz no penetraba. Los pasos se detuvieron unos metros por delante de el. De pronto, una sombra saltó a la calzada y aguardó agazapada y acechante. Cuando la tuvo de frente optó por detenerse también y esperar. En buena ley, no sabía que otra cosa podía hacer. Levantó la cabeza. Notó como las orejas se apuntaban y se movían hacia delante. El bandido lo vio en ese preciso momento, lanzó un alarido de horror y salió a galope, desapareciendo  por el mismo sitio por donde había aparecido.
   Que raro, se dijo, tampoco debo ser tan feo. Bueno, mejor así. No tengo ganas de morir esta noche. Continuó, no obstante, la vertiginosa carrera hasta su casa. Entró y atrancó la puerta. Pensó que no volvería a ver a su caballo y se sorprendió cuando le oyó trotar y dirigirse al corral. No salió, porque cuando estaba llegando, media hora antes por su reloj de arena, escuchó al guarda de la zona lanzar alaridos: el lobishome, el lobishome, antes de que un disparo le rozara la pata trasera izquierda. Como para volver a salir de casa. Había tenido mucha suerte esa noche. Había escapado del bandido, del hombre lobo y del guarda. Mientras permanecía tumbado y fatigado en el suelo de la cocina contemplando la luna a través de las ripias del tejado, pensó en el susto del bandido cuando lo tuvo delante. Jamás se lo hubiera imaginado. Si lo contaba seguro que nadie le creería. Así que para que molestarse. Sin embargo se sintió tan contento que aulló de alegría. Un aullido limpio y prolongado que heló la sangre de nuevo al bandido del bosque del oeste  y a todo el que lo escuchó en la noche silenciosa del licántropo en la que nadie dormía ni se sentía a salvo. Nadie, excepto él.
   Ser hombre lobo es lo que tiene.


3 comentarios:

Nieves dijo...

Vaya una vida más dura y ajetreada la de este pobre hombre lobo, aunque viva en una isla tan maravillosa jejeje.... Un beso Mª Jose y que tengas una feliz semana restante,

Maria Jose Mallo dijo...

Lo pasan peor todavía los bandidos de los bosques, muertos de hambre...ja,ja. El hombre lobo es un poco despistado, el pobre.
Feliz semana para ti también. Un besin.

Anónimo dijo...

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