Los mellizos de la comarca, último capítulo



El día señalado para el combate, su madre, representó el papel de dama con pañuelo, y cuatro testigos, dos por hermano se dispusieron a dar fe de lo que aconteciera. Ambos contendientes llegaron en sus monturas engualdrapadas, portando su estandarte, que era el mismo puesto que no habían tenido tiempo de confeccionar uno propio y su lanza de punta roma, que en este caso era una pulida estaca de madera de fresno, dispuesta para la acometida decisiva.
Cuando la madre agitó, a regañadientes, el blanco lienzo, los hermanos espolearon las monturas y se fueron al encuentro el uno del otro. Todos contuvieron la respiración. Los dos testigos de cada hermano pidieron mentalmente por el suyo. La madre cerró los ojos. Un oooooh le hizo abrirlos antes de lo que esperaba. Sucedió que los jinetes se habían separado demasiado y la excesiva distancia propició que ni siquiera se rozaran con la seudo lanza, dándose solamente aire al pasar a galope.
Se acabó la justa, dijo la madre. Pero ellos decidieron repetir acercándose más el uno al otro. De este modo no tenían más remedio que tocarse. Así sucedió, en efecto, pero no se derribaron.
Ahora si que acabó, repitió la madre. Los mellizos eran desobedientes y tercos por naturaleza, siempre lo habían sido (como su verdadero padre que se empeñó en engendrarles una noche en el suelo de la habitación mientras el señor marido dormía a pata suelta sobre el artilugio y para no ser oído porque cuando yacía con hembra  gritaba como un cerdo por San Martín, se había colocado una especie de cepo en la boca que por poco lo asfixia, lo cual aconteció otra noche en otro solado y con otra esposa ajena también ) y continuaron con la pelea primero a caballo, como por lo visto ordenaba el reglamento, pero ante la imposibilidad de derribarse, echaron pie a tierra y se dieron estacazos sobre las respectivas lorigas hasta terminar desfallecidos, luchando a cuatro patas, molidos mutuamente a palos, pero sin un ganador.
La madre arrebató la espada a uno de  los testigos, se plantó entre ambos y sentenció: empate. O sea que cada uno coja su legado y terminemos de una vez, si no queréis que yo os ensarte. Debería de haberos matado el día que nacisteis. Tenía que haberos ahogado mientras os lavaba en el río. Eso tenía que haber hecho, dijo la paciente y algo puta mujer escupiéndoles a la cara.
Así que cada hermano se fue a su territorio el uno como príncipe y el otro como señor. Luego los títulos variarían a rey y conde. Nunca jamás los descendientes de ambos se llevaron bien, siendo continuos los hostigamientos sobre todo por parte del príncipe, mejor pertrechado que el señor del meandro. Cuando la villa del recodo comenzó a prosperar cesó el acoso y sobrevino una tregua expectante hasta que el último de los Manueles, aprovechó la salida del conde del recinto y metió mano en las arcas de la ciudad a la que veía progresar con recelo y codicia.
La monarquía a título de rey había devenido, más o menos, en época de los reyes católicos de Castilla. Parece ser que a la reina católica no le sentó nada bien que hubiera una tercera monarquía en la península, con lo  que le había costado reducir a los nazaríes de Granada, pero tuvo que resignarse, porque la hacienda castellana no estaba para más gastos en contiendas; por eso lo dejaron así y porque era insignificante, para que engañarnos.
La todavía comarca, aprovechando la afortunada coyuntura, tomó cuerpo como país propiamente dicho. Fue alumbrada como nación,  medida y bautizada; una mezcla de Hispania y Lusitania, para quedar bien con todos, y a la capital, dos docenas de casas de adobe mas una de piedra sin desbastar que era la del rey, de idéntico modo: Madisboa. Lustros  mas tarde una pariente de Carlos I casó con el heredero, porque las bodas, en aquellos tiempos, eran mas baratas que las guerras. De ese modo quedaban emparentados per sécula seculorum, aunque la reina consorte acabó sus días en el río no se sabe si accidentalmente o convenientemente ayudada. Por esa época el país era ya una nación floreciente y el rey tenía multitud de amantes, como corresponde a un monarca importante.
El minúsculo territorio, perdón, país, había sabido acoger a muchos expulsados de la colindante España, principalmente banqueros judíos, como ya conocen vuestras mercedes, y se sirvió de su inteligencia y de su dinero para prosperar bastante mas que sus dos vecinos, que si hubiera sido de mayor extensión ahora mismo los peninsulares todos, sin excepción ni de baleares, ni de canarios, ni de madeirenses, ni de azorianos, serian hispatanos sin remedio.

Algunos investigadores imaginativos columbran que tal vez un túnel natural comunique los montes hispatanos con los españoles próximos a la costa andaluza de Huelva y fuera por este método que los hombres pintores del Mesolítico vieron los barcos fenicios y los hispatanos actuales las naves que fueron y regresaron del Nuevo Mundo. Sea como fuere, la nación inició un comercio con las tierras descubiertas por Colón,  próspero y continuo sin saber cuando ni de donde  aparecieron las naos, en un país sin mar, con las que se dedicaron a surcar el océano sin descanso y a comerciar con mercancías valiosas y por ende productivas. Tengo que hacer notar aquí con sumo agrado que jamás los hispatanos mercadearon con semejantes, renunciando a participar en un negocio, el de tráfico de esclavos, tan productivo como vergonzoso para aquellos países que lo propiciaron y que trocaron el sufrimiento humano en un negocio rentabilísimo y por ende duradero.
Es harto curioso, convendrán conmigo, que el país mantuviera durante años una armada importante, que acompañó siempre a la española en lances por el Mediterráneo contra berberiscos, italianos y turcos y en alguna otra en los Mares del Norte de peor memoria, dado que Hispatania es evidente que no tiene costa. La flota hispatana tuvo como base el puerto de Cádiz, pagando buenos doblones por el amarre a la siempre codiciosa y casi siempre maltrecha hacienda hispana, que luego eran recuperados con creces cobrando por los barcos y los hombres al rey de España, incluso, a veces, al mismísimo papa de Roma, según las necesidades del momento.
Es una nación que siempre supo navegar entre dos aguas, pese a no tener mar. Quizá es un don hispatano y de ahí la larga supervivencia sin conflictos y con una envidiable prosperidad.
Resulta también curioso que hayan mantenido un fructífero tránsito comercial entre Las Indias Occidentales y la Península, sin asaltos de ladrones marítimos con patente o sin ella. Es chocante que los corsarios ingleses estuvieran siempre enterados de cuando se hacían a la mar los galeones españoles que eran asaltados nada mas dejar puerto o llegando al de destino y que los hispatanos se libraran siempre del abordaje arribando a Cádiz con  las mercancías al completo que luego vendían a buen precio en España en sustitución de las nacionales rapiñadas por los corsarios ingleses. Es Hispatania un ejemplo de aprovechamiento en beneficio propio de los errores y las ambiciones de sus vecinos lusos e hispanos; que amigo y pariente como era el rey de los dos peninsulares, estaba al día de todos los vaivenes de las saludes, guerras, alianzas, enemistades y haciendas, pudiendo por ello, enfilar siempre el mejor camino para beneficio propio y de la nación que gobernaba sin mucho esfuerzo, es de ley que se diga, porque los hispatanos fueron siempre tan obedientes como miméticos.
En este tiempo en el cual les hablo la monarquía hispatana se hallaba en la frontera, detenida justo en la raya, de un cambio de titular, dado que su majestad Juan II se encontraba aquejado de las mismas fiebres tercianas que habían matado a Carlos I de España, traídas se piensa, por algún viajero o por alguna mercancía ( fruta, especias), llegadas de la comarca de La Vera extremeña. Aunque. tras la muerte del primer Carlos se hubieran prohibido la importación de productos cacereños, en este momento hacía años que el comercio se había reanudado y se sospecha, parece que con fundamento, de un sabotaje puesto que nadie mas en Hispatania se contagió consumiendo sin parar los hispatanos productos de la Vera, por lo que aseguran los mal pensados, que alguien introdujo el mal, no se sabe cómo, ex profeso para el monarca, como si de cangrejos de río se tratara.
Los peor pensados aun, afirman que fue su hijo el príncipe, cansado de esperar a que su padre muriera de una vez para heredar el trono, siendo como son de longevos y de tercos los monarcas de Hispatania.
 Porque al futuro rey ya se le estaba pasando el arroz.



2 comentarios:

Anónimo dijo...


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