Cuento de Navidad



¿Por que piensas que llegamos para robar? Porque eso es lo que hacemos nosotros.
                           
Esta  Navidad en lugar de una historia imaginaria quiero contaros una verdadera, o mejor muchas historias verdaderas.

¿Alguien recuerda a los refugiados sirios que llegan a la isla de Lesbos y luego emprenden otro largo viaje pretendiendo llegar a Alemania, donde creen, erradamente, que les espera el paraíso? Pregunto, porque últimamente han desaparecido de los telediarios y de todas partes. Después de los atentados de París, han dejado de mostrarnos las imágenes de niños muertos en las playas y de gentes desesperadas tratando como pueden de llegar a tierra europea auxiliados o rescatados por voluntarios, entre ellos españoles, con muy buena ánimo y mucha disposición pero insuficientes a todas luces, mientras la opulenta Europa, si todavía opulenta, mira para otro lado. Parece que ellos no fueran víctimas del mismo fanatismo que nosotros. ¿O no somos iguales?

También dejaron de llegar pateras a las costas españolas, ni nadie salta la valla de Melilla, ni se tira al agua en Ceuta. ¿Qué raro no? Ya nadie habla de acoger refugiados, parece como si todo se hubiera resuelto de repente. Es época de elecciones y la economía va bien, ¿va bien? ¿Recordáis Palestina? Allí nació Jesús, si éste que está de cumpleaños cada año desde hace 2015. ¿Por qué en vez de festejarle a él, no hacemos algo por los niños que por no tener no tienen ni esperanza?

Os propongo “ahorrar” un poquito de lo mucho que nos gastamos a lo tonto en estas fiestas y pensar en esta gente que carece de todo contra su voluntad. Porque no es que lo hayan malgastado viviendo por encima de sus posibilidades, como dice alguno de nuestros preclaros políticos que hacemos nosotros, si no que entre todos, porque todos somos responsables, les obligamos a dejar sus casas y su vida y a huir con su familia para tratar de salvaguardar lo más preciado que les queda: sus vidas y las de los suyos, que ya vemos que muchas desgraciadas veces resulta imposible.

Y hablando de España y de su bonanza económica ¿Recordáis el anuncio del bocadillo mágico? “Pan con pan y nos imaginamos lo de dentro,” o la abuela que no come porque “no tiene hambre.”

Hay muchas maneras de ayudar. No olvidándolos la primera y luego dando algo de lo mucho que tenemos a alguna organización sin ánimo de lucro, de las muchas que colaboran y echan una mano a tanta gente. Todos conocemos alguna. No obstante, yo dejo aquí unas direcciones útiles, pero hay muchas más, todas necesitadas de ayuda.

El Dios de ellos lo agradecerá y al nuestro seguro que no le importa que compremos menos cosas inútiles estos días.

Mi deseo de todo lo mejor para el próximo año.



Los crímenes de las cuatro estaciones

El alguacil, segunda


Guzmán llegó puntual y se dispuso a esperar fuera del ángulo de visión de cualquiera que abandonara la casa; se quitó la capa para que no estorbara y la dejó sobre la tapia del huerto del vecino convento de las monjas llamadas  Baronesas; ¡qué tiempos aquellos en los que la enrollaba airosamente al brazo a guisa de broquel!, ahora ya no estaba la cosa para alardes ni florituras. Se atusó el coleto de cuero marrón con la diestra mientras con la zurda palpaba la vizcaína y le daba una palmadita como a un camarada. Tras el incidente del ojo había pensado en abandonarla un tiempo,  como se abandona una novia mientras se va a hacer fortuna. Estimaba que perdido de vista el flanco izquierdo  la precisión del brazo menguaría y con ello la navaja pasaría a ser quizá una traba ante un enemigo que podía advertir, por la poca eficacia, la merma de facultades y envalentonarse. Pero, mientras practicaba con apremiante empeño para recobrar la fuerza del derecho, tuvo ocasión de comprobar con alborozo, como la excelente vista de la costumbre hacía su trabajo con el izquierdo sin necesidad de que el ojo informara previamente al cerebro. Incluso una noche, resolvió una pendencia con la daga, desjarretando a un listo que le asaltó en la calle.

   El amante se retrasaba. Creyéndolo más puntual, se había precipitado al quitarse la capa. 
La noche de febrero era clara y la brisa cortaba, tanto por lo menos, como la tizona. Le habían contado cierta vez en Italia, unos portugueses que habían viajado por la ruta de  Magallanes, que en los extremos del orbe conocido el frío era tal que un manto de hielo cubría la tierra permanentemente. Se imaginaba que algo así sucedería en Madrid cualquier año de estos, porque los inviernos eran cada vez más gélidos. Comenzó una especie de zapateo contra el suelo para calentarse, y ya estaba sopesando recoger la capa cuando, por fin, se abrió la cancela con sigilo, dibujándose  en la noche una oscura silueta embozada con un sombrero de ala ancha adornado con plumas de colores que Guzmán, daltónico a mas de tuerto, fue incapaz de identificar.
   Cuando ya el embozado enfilaba el camino, relajado y feliz tras un tiempo de amor, el largo y lúgubre siseo de un acero abandonando la vaina tomó la calle silenciosa. Si esto acontecía en las noches de cualquier ciudad, como no fueras siquiera mediocre con la espada, ya podías poner raudo, tierra de por medio. Estando solos, como era lo corriente, tu verdugo y tú sin testigos incómodos, no debería haber dudas. No obstante, mientras salías por pies, fuera conveniente ponerte a bien con el de arriba, porque  iban a por ti con ordenes de matar y  a no ser que la diosa fortuna tuviera ganas de besarte en la boca esa noche, que no era lo corriente, tu suerte estaba echada: Un puñal en la espalda no daba ni tiempo a decir adiós.
   Por eso a cualquiera se le habrían puesto los pelos de punta, pero el amante se detuvo apenas un segundo contando los siseos: sólo uno por fortuna. Rápidamente sus aceros  asomaron listos para la defensa. Pronto se oyó, entre el silencio, el choque de espadas casi siempre precursor de un homicidio, moneda corriente en las noches de la  villa y corte, a pesar de las insistentes demandas de Felipe II al alcalde, don Rodrigo Vázquez, para que hiciera cumplir sus pragmáticas, bajo amenaza de perder la estimación real y con ella la vara de alcalde. Pero así y todo la riñas seguían siendo habituales en las noches de la capital del reino por muchos edictos y muchos corchetes que el edil hiciera circular por las calles, donde algunos, como ya sabemos era el caso de Guzmán, no tenían más remedio que batirse para sobrevivir.
Este, había esperado plantado casi en medio de la calle con los pies en ángulo, como le habría enseñado su maestro de  esgrima si lo hubiera tenido alguna vez y el ademán impasible aunque bastante poco compuesto. La espada en la derecha y la vizcaína en la zurda brillaban siniestramente bajo la exigua luz del único farol de la calle, enfrentado al portalón de las Baronesas. Era ciertamente para echar a correr.
   Cuando el rival le adivinó y enseñó el acero, Guzmán inclinó la cabeza hacia delante para observar mejor como el otro, en menos que se suspira,  soltaba el fiador con la zurda dejando caer la capa y echaba mano a los riñones para liberar la vizcaína.
   __Esto no me gusta nada__ pensó__ pero nada, nada.
   Tras los primeros toques, intentó confundirle los aceros- le había entrado prisa- pero el rival sabía lo que se traía entre manos el filhoputa. Molesto por su buen hacer y porque no dejaba de imprecarle__  parece un loro, cojones__ le descargó una estocada enfilada al corazón que hubiera descolocado peligrosamente a otro más ahuevado pero que éste paró con una sangre fría asombrosa.
   Era templado el muy bellaco.
   Tras unas cuantas acometidas, trabados ambos con espada y vizcaína, Guzmán notó un fuerte dolor en el hombro derecho, a la par que el otro le empujaba violentamente, llamándolo hideputa y mentando entre dientes, a todos sus muertos. Al intentar recomponerse, la hoja del rival se metió ligera como una víbora por entre los gavilanes mordiéndole la mano. Aprovechando la oportunidad que brindaba el puntazo,  el amante  le lanzó  unas cuantas estocadas a la derecha  logrando cerrarle contra el muro del convento dejándolo en un momento sin espacio y sin daga. Rápido como el rayo, le lanzó una finta con la cuchilla que hizo volar la tizona de Guzmán quien, en un amen, se encontró con la punta del acero enemigo en la garganta.
   Fue visto y no visto. Había que reconocer que el amante era muy buen espadachín. Un profesional.
   __Hasta aquí llegamos__ se dijo Guzmán con resignación.
   Cuando el rival retrocedió el brazo para clavarle la hoja y atravesarle el gaznate de parte a parte, reparó, ayudado por la tenue luz del farol,  en el rostro de su atacante que se hallaba aculado sobre la pared, sin sombrero, resollando y sangrando por la mano como un cerdo y aunque con mas años y menos pelo, creyó reconocerlo.
   __¿Guzmán?. Guzmán Ibáñez.
   Guzmán tenía los ojos cerrados, pero identificó de inmediato la voz tantos años escuchada durante su vida militar.
   __¡Sargento! ¡Sargento Iriarte!.
   El sargento de su compañía, era un hombre con mucho aplomo y muchos arrestos a quien compañeros  y  soldados respetaban y temían. Era aún
 apuesto aunque tenía el cuerpo lleno de marcas y cicatrices de flechas y arcabuces enemigos. Nadie se explicaba cómo había sobrevivido a Lepanto y sus proezas en combate se confundían con leyendas de tan inusitadas como eran. Iriarte iba a abrazarlo, pero lo pensó mejor. Dejemos las efusiones para otro momento, que un puñal en algún sitio seguro que lleva y no están los tiempos para hacer el primo.
   __¿Cómo has venido en esto?
   __Ya veis. ¿Qué queréis que os diga?
   __¿Te contrató el marido?
   __Supongo. No hablé con él vino a verme un emisario.
   __¿Ya te han pagado?.
   __Siempre cobro la mitad por adelantado.
   Antonio Iriarte se lo quedó mirando mientras Guzmán envolvía la herida con la capa y presionaba para que dejara de sangrar. Sintió lástima y asco a la vez. Ibáñez, había sido un soldado valiente y temerario, elegido personalmente por él para la infantería de la galera de don Álvaro de Bazán y ahora se veía forzado, como tantos, a ganarse la vida de ese modo tan infame aunque llevara encima un montón de cartas de recomendación, entre ellas la suya. La mayoría terminaban así, de asesinos a sueldo, pasando a mejor vida cualquier noche de una cuchillada. Eso teniendo suerte, sin ella, la alternativa  solía ser desangrarse  lentamente en un callejuela oscura, maloliente y solitaria,  amen de pudrirse en la cárcel  o morir en la horca,  si los corchetes eran capaces de echarles el guante.
   __¿Tienes donde esconderte?
   __Si señor.
   __Muy bien. Mañana vete al amanecer al convento dominico de la calle de Los Remedios, mi hermano es allí prior, te darán asilo de momento mientras te buscamos una ocupación decente; si quieres, por supuesto
   __Desde luego señor. Gracias__dijo Guzmán con cara de incredulidad. No terminaba de convencerse de que acababa de topar con una racha de buena suerte.
   El sargento dejo que recogiera la espada y la daga. Guzmán le besó la mano.
   __¿Qué haces? Vámonos de aquí, rápido.

   Después de todo no se sintió tan mal. Que lo hubiera vencido Iriarte no era ningún desdoro.  Recordaba las cosas que se contaban de él en el Tercio. Había oído que en la batalla de Mülhberg, donde el Tercio de Sicilia anduvo echando una mano, una vez que el alférez encargado de portar la bandera cayó muerto, Iriarte con el brazo izquierdo medio colgando de un arcabuzazo, asomando por el agujero el hueso del codo astillado, y el derecho ocupado con la espada recogió la bandera y la sujetó con la boca, tarea ardua porque la enseña con su mástil pesaba sus buenas diez libras, mientras continuaba matando herejes y cuidando del buen orden de la formación. Además, la bandera debía llevarse en vertical puesto que el ver la enseña caída o arrastrada bajaba la moral de la tropa. También se cuenta que fue el quien, en medio del caos de la batalla de Lepanto, saltando de La Real a La Sultana, abriéndose paso con la espada a través de la confusión en la que  moros y cristianos se mataban indiscriminadamente, porque ya no se distinguían igualados por el humo y la sangre,  se encaró nada menos que con Ali Pachá, al que dejó en cubierta malherido para acudir a auxiliar a un capitán de la flota de socorro, al que tenían acorralado tres corsarios de Uluch Ali, recibiendo varias cuchilladas y un disparo de arcabuz en plena espalda cuando regresaba para tratar de evitar que un galeote cortara la cabeza de Ali Pachá con su hacha de abordaje. Pensaba que el generalísimo turco merecía un final más digno. Tampoco pudo evitar que otro soldado se la presentara a don Juan de Austria ensartada en una pica. El sargento fue testigo de cómo el hermano bastardo del rey Felipe, descompuso sus agraciadas facciones en  una mueca de repugnancia mientras ordenaba arrojarla al mar. Luego Iriarte, cayó desplomado herido como venía por ocho flechazos y cuatro tiros de arcabuz.    Todos creyeron que había muerto.
   Que este soldado le hubiera desarmado era casi un honor.
   Desde que aquel gigante le guindara el ojo, sus facultades estaban mermadas, era consciente de ello, pero no obstante ¿Cómo ganarse la vida?, tenía que seguir alquilando su espada y hasta ahora le había ido bastante bien: una cuchillada en el brazo, aquella noche en la que perdió la capa en una partida de naipes y por ende, no la pudo utilizar de broquel, y un puñal que un enemigo traicionero le lanzó  a la espalda, cuando ya se iba creyéndolo muerto. No podía uno fiarse ni de los difuntos. Menos mal que llevaba poco impulso y se clavó en la banda del tahalí; la herida fue apenas un  roce. De toda su andadura como delincuente solamente recordaba como una pesadilla la pelea con aquella especie de monstruo enorme y peludo que apareció  detrás de la litera de un noble al que asaltó con su compinche de entonces, Joao el portugués, sin encomendarse ni a dios ni al diablo, pensando que era pan comido, porque solo le acompañaba un jinete en la mula delantera a quien el luso dejó tieso lanzándole un puñal a la yugular. La bestia iba a pie detrás y se les abalanzó sin miramientos, partiendo por la mitad a su compañero de un tajazo y arremetiendo a continuación contra él con la fuerza de una galerna en alta mar. En el instante en que Guzmán, descolocado por la furia de la acometida,  bajó un poco la guardia, un puñal se clavó en su ojo izquierdo y porque entonces aún era rápido y había un callejón lateral providencial por el que perderse y huir, si no, no lo habría podido contar. Así y todo, el gigante persiguiéndole, le propinó otro tajo en el hombro derecho con toda la mala idea de seccionarle el brazo. Si no fuera por la distancia y el tahalí de cuero, que actuaron como escudo amortiguando el golpe, aquella infausta noche, hubiera resultado tuerto y manco.  Mirando hacia atrás comprobó que el gigante no le seguía; no iba a dejar solo a su señor, por suerte. Intentó mover el brazo y al notar que podía se tranquilizó un poco. Sangraba pero no demasiado, para lo que el pensaba que debería sangrar. Sin embargo el puñal en el ojo era otro cantar. No intentó sacarlo, temiendo que impulsado por el acero saliera todo lo que hubiera dentro de la cavidad,  hasta los sesos inclusive. Se detuvo un instante para coger aire; cualquiera que lo hubiera visto tambaleante,  la espada desenvainada y la cabeza levantada  con el puñal asomando del ojo zurdo, pensaría que la muerte había trocado la guadaña por la daga, mucho mas manejable y discreta y que el buen hombre (es un decir caritativo que se emplea para los moribundos) se dirigía al mas allá con la frente bien alta, siguiendo al mismísimo diablo.¿Porque adonde se puede ir así, si no al infierno? Pero Guzmán era duro como el acero,  pese a las guerras y a la mala vida y casi a tientas, porque la vista del ojo que conservaba se había vuelto borrosa, logró llegar hasta la casa de su amiga de entonces, una mujer venida de las Indias Occidentales, a la que el Santo Oficio tenía en el punto de mira  porque conocía bien las hierbas capaces de curar cualquier tipo de males. Y esos saberes solo podían ser inspirados en alguien como ella-una hereje asquerosa- por el diablo y a esos contubernios se les llamaba aquí y en toda tierra de lentejas civilizada, brujería.
   Ella le cortó primero la hemorragia del hombro presionando sobre la herida y le colocó un trapo empapado en grasa. Después le tumbó en el camastro y le sacó el puñal. Fue tarea laboriosa; la hoja había penetrado casi medio palmo, pero no se había metido en el hueso del cráneo ni había comprometido, por ende,  estructuras importantes del cerebro; Este es un sitio muy delicado, decía para si la mujer con buen criterio; tampoco perdió el ojo, todo quedó en su sitio. Lucero se preocupaba mas por la sangre derramada y por las fiebres que le asaltarían a las pocas horas a consecuencia del trazado de la cuchillada mas profundo que extenso.
   Le lavó ambas heridas con cuidado y con esmero, sin prisa, de adentro hacia fuera, colocó sobre las dos paños con grasa, los tapó con otros limpios y los sujetó con tiras de tela. Al final Guzmán se había quedado casi inconsciente. Ella aprovechó para ir a buscar junto al arroyo apio para la fiebre. También recogió cierto liquen bueno para las heridas. Regresó a la casa y tras comprobar que el herido continuaba tranquilo se fue al campo a  recolectar árnica para hacer un ungüento contra el dolor y ledum.
   Guzmán estuvo diez días transitando arriba y abajo por el puente sobre el abismo entre el mas allá y el mas acá. Recordaba haber visto mucho fuego al fondo, unas hogueras inmensas, pero no supo distinguir si era el infierno o la Inquisición. Al final la fiebre remitió y aunque perdió la visión del ojo, logró recuperar la movilidad y casi toda la fuerza del brazo, esencial para poder ganarse la vida o la muerte, según se  mire.
   Era consciente de que la india le había salvado y de que tenía con ella una deuda impagable, sin embargo no tuvo empacho en ponerle los cuernos con una oronda andaluza propietaria de una taberna en las afueras. Una noche cuando estaba en la cama con la ventera se presentó Lucero, la muy bruja. No hizo más que entrar, comprobar el adulterio y salir. No dijo una palabra, ni buena ni mala,  pero Guzmán comprendió por su mirada que no podía volver por la casa. Envió a su nuevo compinche por sus cosas: su ropa, el resto de las armas, las hojas de tabaco y un cuartillo de orujo que el compañero bebió casi entero por el camino, por suerte para Guzmán ya que Lucero, la india, la muy puta, se había apresurado a añadirle un veneno que llevó para el otro barrio al infeliz mozo en un santiamén y que produjo en Guzmán, solo por haber tomado un trago  para animarse, una descomposición de vientre que a punto estuvo de hacerle morir deshidratado. Pasó cuatro días con sus noches junto al arroyo, evacuando, lavándose, porque aunque no era muy limpio, no había quien soportara el hedor y bebiendo agua fresca para mitigar la sed y aplacar el ardor que sentía por dentro.

   Guzmán, dudaba si acercarse al convento precisamente de dominicos, sin embargo pensó que no tenía nada que perder ya que cualquier noche iba a morir en una riña o incluso de hambre cuando nadie le ofreciera trabajo puesto que su merma de facultades era mas que evidente; los adversarios se le escapaban vivos con demasiada frecuencia y la competencia era feroz. Pero  al final, tuvo mucha más suerte que otros compañeros de armas. Los dominicos le dieron asilo y le colocaron,  a las pocas semanas, como familiar de la Inquisición.  No volvió a saber de su sargento al que dejó recado dándole las gracias y rogándole que no volviera por la casa del corredor, no fuera ser que el nuevo sicario tuviera más pericia.

   El trabajo de familiar consistía en acompañar a los inquisidores, efectuar detenciones, custodiar reos, asistir a los autos de fe y otra misiones de apoyo de las que pondré un ejemplo a vuestras mercedes: si se recibía un chivatazo de que en alguna librería se vendía tal o cual libro sospechoso, los familiares ocupaban todas las librerías de Madrid hasta que la Inquisición lo comprobaba una a una.
   Eran la policía de calle del Santo Oficio.
   De todas las tareas del nuevo empleo la que menos le gustó al principio, fue presenciar la muerte en la hoguera; el olor que despiden los cuerpos al arder, le parecía nauseabundo. Le impregnaba la pituitaria y todo le olía  durante días, a carne chamuscada, pero terminó por acostumbrarse como solemos hacer los humanos mas pronto que tarde. Un buen día uno de los reos destinados a arder en la hoguera era nada menos que Lucero. Por fin le habían echado el guante. Iba con otros sesenta y ocho. La mañana del día del auto de fe, tras el sermón, el relator separó de los demás a los once acusados de brujería, les hizo comparecer uno a uno, les enumeró los cargos y les leyó la sentencia: 
Lucero Didaz:  por ser amiga del diablo, habiéndose hallado en sus genitales la marca del maligno, haber reconocido tener coyunda con el afirmando sentir multitud de orgasmos-el relator levantó la vista y la observó fugazmente- malograr embarazos con el propósito de devorar los fetos, causar epidemias, sequías, tormentas y todo tipo de males: muerte en la hoguera.
   Los once brujos iban a ser quemados vivos, nada de compasivo garrote.
   __Pero ¿qué dice este hombre de devorar fetos y copular con el diablo?__ se preguntaba Ibáñez asombrado por lo que acababa de escuchar.
   Vuestras mercedes se habrán sorprendido como Guzmán, pero deben saber que en aquel tiempo desdichado los elementos eróticos eran muy fuertes en una sociedad reprimida, regida por  hombres y con inquisidores provenientes casi siempre del clero; célibes y por ende castos. Al menos nominalmente.
   La curiosidad del inquisidor por la actividad sexual de la acusada con el diablo era insaciable. Se les interrogaba sobre la cantidad y la calidad de los orgasmos en las supuestas cópulas y sobre todo se les pedía con morbosa insistencia una descripción minuciosa del miembro del demonio (enorme y frío, según todos los informes). Las mujeres acusadas de brujería eran en su mayoría jóvenes y buscar la marca del diablo en sus cuerpos, fue tarea apetecida por los inquisidores, generalmente varones, quienes afeitaban e inspeccionaban con esmero los genitales de la acusada.
   Se decía que el diablo marcaba los cuerpos del brujo o la bruja una vez hecho el pacto y concedidos los poderes sobrenaturales que decían los inquisidores les otorgaba. Según esto las brujas acudían en determinadas fechas a reuniones nocturnas con el diablo llamadas sabbat a las que se desplazaban volando sobre palos o convertidas en animales, lobos con preferencia, y en las que tenían unión carnal con él.
   Todas estas creencias de fuerte carácter misógino, se vieron favorecidas por los muchos tratados de brujería escritos en la época como el Malleus Maleficarum, que considera a las mujeres moralmente más débiles y por ello presas fáciles para el Maligno.












   Lucero estaba cambiada, lo que era lógico por otra parte después de pasar por las manos del Santo Oficio. Demacrada, delgada, los ojos hundidos. Aquellos ojos rasgados, negros y profundos como el mar océano que la separaba de su patria, miraban sin ver. Ni siquiera reconoció a Guzmán o por lo menos no dio muestras de ello. Apenas se la veía entre los demás. Era como un alfiler perdido en un ejército de lanzas.
   No sintió lástima ninguna. Le había curado, era cierto, pero luego lo estropeó tratando de envenenarle. Se tenía merecida la hoguera, por rencorosa y por bruja. El hecho de que le hubiera puesto los cuernos no era excusa para lo que hizo, además la andaluza era solo un pasatiempo. Tenía ganas de estar con una mujer oronda, estaba harto de las pocas carnes de la india.
De todos modos no estuvo presente cuando ardió.



Continuará...

Los crímenes de las cuatro estaciones

El alguacil, primera parte

Guzmán  Ibáñez,  el alguacil mayor,  era tan feo como aseguran quienes lo han visto que es el demonio. No había nacido así, bien es verdad; su fisonomía fue mudando con los años maltratada por los avatares de su vida azarosa. La otrora abundante cabellera se evaporó cocida en su jugo dentro del morrión, a la misma vez que órganos y extremidades, se malograban o se transformaban bregando en lides desiguales contra  picas, espadas, arcabuces, caballerías, turcos y gigantes.Tuerto desde aquella noche nefasta, con las piernas arqueadas por fracturas mal curadas, los brazos rayados a cuchilladas y los dientes escasos,  era un despojo de los Tercios, como tantos y tantos había en Europa. Soldado del Tercio viejo de Sicilia, desde los veintidós años, acumuló méritos de sobra para haber ascendido siquiera a cabo grado al que se llegaba tras cinco años de servicio como mínimo, y que no alcanzó por provenir de un bajísimo estrato social, dándose el caso de remontar sobre él compañeros con menos arrestos y menos antigüedad, pero con mejor cuna, aunque a Guzmán tampoco le importaba demasiado.

   Durante sus años en Italia, aprticipó en un sinfín de batallas con desigual fortuna apra él y para Esapña. En sus primeros viajes pasaba la travesía vomitando pese al jengibre que les daban con la comida y a la nicotiana que masticaban por su cuenta; le llevó su tiempo curarse de mareos cosa lógica, por otra parte, ya que cuando llegó a Valencia para embarcarse jamás había visto el mar y el único barco que conocía eran las barcazas que cruzaban el Tormes, en las que no daba tiempo a marearse. Se sintió aliviado cuando llegó a Siracusa pensando, erradamente, que no volvería a navegar en mucho tiempo. Anduvo una temporada ocupado, con las compañías recién llegadas, en fortificar la isla, repeler a los corsarios, rehacer la guarnición y solventar escaramuzas contra insurgentes isleños sublevados al dominio de España, pero a los pocos meses, Ibañez fue enviado con efectivos del tercio siciliano a emprender la conquista del Peñón de Velez de la Gomera que Felipe II tuvo a bien arrebatar a Muley Mohamed, señor del territorio donde se ubicaba, frente al reino de Granada, mediante empresa encomendada a García de Toledo virrey de Cataluña en ese momento y más tarde de Sicilia.
   Tras la victoria en el Peñon, donde Guzmán se dejó los incisivos superiores y en compensación se llevó dos cuchilladas en el brazo zurdo, los efectivos del tercio de Sicilia, tuvieron que encaminarse a Córcega a sofocar la rebelión de Sampietro Corso, empeñado en apartar a su isla de la dominación genovesa, apoyado por turcos y franceses; pero el antes corsario y ahora almirante otomano Dragut  (Turgut Reis), se plantó frente a Sicilia con treinta y dos galeras, modificando los planes de la armada española, que envió a Córcega solamente los efectivos que no procedían del tercio siciliano.
 Más adelante, parte el Tercio a defender Malta, sede de los  Caballeros de San Juan de Jerusalén que estaba siendo atacada por los otomanos con la ayuda de Dragut, empeñado en hostigar a España por el método que fuera, pero al poco de haber zarpado de Siracusa un temporal les obliga a volver. Navegando rumbo a puerto, en el fragor de la tempesad, el palo de mesana de la moderna galera donde navegaba Guzmán, se rompió a varios pies de altura. El viento soplaba furioso de popa. Guzmán junto con otros camaradas trataban de deshacerse de la vela mesana, que se había hinchado en su parte baja como una vejiga de cerdo, estorbando el buen rumbo de la nave, cuando una ola enfurecida lo lanzó contra la crujía con tal furia que le rompió varios huesos de la pierna derecha. La escuadra se hizo a la mar semanas más tarde tras reparar los desperfectos, pero Guzmán tuvo que quedarse forzosamente en tierra. Recién recuperado fue enviado a La Goleta con el tercio de Nápoles y dos mil soldados más de diferentes unidades. El turco apretaba y España tenía que estar en varios sitios a al vez. Fueron años duros. El Mediterráneo era un puchero en ebullición permanente donde se escaldaban cristianos y sarracenos bajo la dirección de Felipe y de Solimán, empecinados en predicar la guerra santa como pretexto para la mutua expansión, lo que provocaba sangrientos choques con diversa fortuna para ambos, aunque últimamente la batalla se había inclinado del lado turco y provocado alguna que otra desbandada cristiana de la que los capitanes aliados se culpaban mutuamente. Faltaba cohesión en las filas coaligadas. Faltaba un general capaz de hacerse respetar por la miscelánea de capitanes absurdamente enfrentados entre sí. El papa y el rey de España se desesperaban, hasta que ocurrió la gloria de Lepanto que oportunamente referiré a vuestras mercedes.

    Tras el enfrentamiento de Lepanto,  en el que resultó malherido como era de prever, permaneció largo tiempo hospitalizado en Mesina antes de regresar a España,  con otros cuatro mil heridos y mutilados,  para acabar de curarse varios flechazos turcos, que dieron casi tanta guerra como a don Juan de Austria la escuadra entera de Ali Pachá, y un tiro de arcabuz sarraceno que le destrozó la clavícula izquierda y que le dejó sobre el pecho una estrellada cicatriz a modo de condecoración.  Mientras se reponía  en Madrid  y a diferencia de otros camaradas que habían tomado la decisión de no volver a la mar utilizando la picaresca personal, jamás contempló la posibilidad de no retornar al ejército. Los tercios eran para él algo tan fundamental y cotidiano como respirar. Algo natural. Contaba los días para poder embarcarse de nuevo hacia Italia o hacia donde le llevara el destino. Cuando adivinaba el viento del este, abría la ventana y buscaba el levante, como un musulmán la Meca, aspirando el aire con avaricia confiando en que le llegara el olor a mar que tan buenos augurios le traía y  pasándose la lengua por los labios para tratar inútilmente de saborear la sal. Se asfixiaba tierra adentro. Una vez que abandonó el hospital y palpó la certidumbre de que la anhelada reincorporación se hacía imposible- el capitán general había licenciado a todos los heridos graves-tornó a sentirse de nuevo huérfano, arrojado por los suyos a la calle y abandonado a su suerte como un trasto inútil a la espera de que el tiempo y la intemperie hagan su trabajo y lo consuman. Turbado al principio por la consternación, su actitud se tornó airada exasperación cuando se convenció de que la puerta del ejercito estaba definitivamente atrancada para el, pese a tener una hoja de servicio llena de hazañas. Para esto hubiera sido mejor que lo dejaran morir sobre la cubierta de la galera, como un perro,  rebozado en sangre propia y ajena, retorciéndose de dolor, pero cubierto de gloria. Como debe morir un soldado: en combate, no de hambre por las calles de Madrid.
   Sin casa, sin familia y sin dinero, porque la licencia llegó, pero no la paga, creyó por un momento que los ojos se le iban a llenar de lágrimas al tiempo que le asaltaba el imperioso deseo de gritar de rabia, tal y como hacía de niño cuando las cosas se volvían negras como un pozo. Pero alejando de si esos impulsos tan primitivos y recuperando la compostura que debe blasonar a un hombre como él, blasfemó contra Dios, maldijo a España, renegó del Tercio, insultó a los corchetes, apaleó a un perro solitario hasta la muerte y sintiéndose aliviado se dirigió a la “Cueva del Francés” a emborracharse con orujo para ir luego en busca de alguna mujer necesitada de caricias y de reales y escasa de escrúpulos. Seguro que el diablo acabaría proveyendo.
   En cuanto abandonó el hospital se halló del todo perdido en la vida civil tras media existencia como soldado. Encontró acomodo durante un tiempo con un viejo conocido salmantino, funcionario en la corte, quien lo alojó con él y su familia en la planta baja de una vivienda que compartía con los dueños, en virtud de la Regalía de Aposento. Este era un impuesto que obligaba a los residentes con casa de dos o más plantas a disponer de una parte para aposentar empleados reales, pues la vivienda en Madrid era harto escasa en aquellos momentos de aluvión de funcionarios y cortesanos sobre la capital. Ese era el tributo que los ciudadanos pagaban por la dudosa fortuna de que Madrid pasara a ser la capital permanente del reino de España.
   Guzmán había pensado embarcar  para Sicilia y unirse a la chusma que rodea desde siempre a los ejércitos ejecutando tareas diversas. Su amigo se lo quitó de la cabeza ¿Dónde vas a estar mejor que en la patria?, le interpelaba, dando rimbombancia a la palabra patria. Pero Guzmán dudaba a esas alturas de que tuviera una. Te buscaré algo en la administración, no desesperes, le decía intentando disuadirle, pero convencido de que no lo estaba logrando.
   Por aquellos días el consistorio madrileño llegó al acuerdo, providencial, de construir un  alhorí para almacenar el trigo comprado, que hasta ahora se guardaba en casas particulares que tuvieran almacén. Un vecino de la nueva capital, Pablo Martínez Zamorano,  tenía una casa y corral, pegado a la parte posterior del ayuntamiento, y el concejo decidió expropiar parte del tal corral para edificar el pósito. Para ello hicieron comparecer a dos oficiales albañiles a fin de medir los pies necesarios para la construcción y tasarlos. Uno de los oficiales, Alonso Martínez era cuñado de su amigo salmantino y contrató a Guzmán como ayudante. Tras hacer la medición se expropian “diez y seis pies de ancho y lo largo de toda la casa del ayuntamiento, desde la calle hasta fin della”  y se tasa el corral en 12.000 maravedís, exento de alcabalas. De acuerdo el propietario, el ayuntamiento decide iniciar las obras  “luego que haga tiempo dispuesto para ello”   y a Guzmán se le atenúa un poco la desesperación pensando que tendrá ocupación durante bastante tiempo. Así pudo haber sido, en efecto, a no ser por otro ayudante de talante incomodo y punzante como un tábano en verano que se dedicó a injuriar de continuo a Guzmán y a otro compañero antiguo militar también, llamándolos mercenarios, ladrones, violadores, asesinos de niños__ que todos los soldados sois la misma mierda__ y otras lindezas por el estilo. Alonso Martínez trató de poner orden y de calmar los ánimos en un gesto mas voluntarioso que efectivo, porque el otro continuó jornada tras jornada con sus zafias diatribas contra ellos y contra los Tercios en general, cuando Guzmán harto hasta la desesperación, le marcó la cara de un jabeque y se despidió del trabajo antes de tener que ensartarlo con la espada.
   Comprendiendo que lo suyo era batirse con los aceros, buscó trabajo por su cuenta en la calle como saldador de cuentas ajenas, que era oficio de muchos en aquel momento. El dinero andaba muy escaso, daría para sobrevivir un mes a duras penas y necesitaba con urgencia una ocupación si no quería convertirse en salteador de caminos, oficio que también probó más adelante, pero que en este momento no contemplaba. Así que comenzó a frecuentar, revuelto en un heterogéneo y siniestro grupo, la Cuesta de las Perdices y no tardó en encontrar clientela, puesto que uno de los intermediarios era un antiguo camarada, preboste en el Tercio, aunque de diferente compañía, quien careciendo de una pierna, se ganaba la vida también del modo que malamente podía. Había infinidad de disputas pendientes en aquellos tiempos por suerte para el y para los demás de su mismo oficio. Aunque los clientes de Guzmán tuvieron, en algunas ocasiones, cierto copete  ( para los de más fuste había espadas mejores),  la mayoría de encargos procedían de gente del pueblo llano buscando quitarse de en medio un amante, un rival o un competidor en el terreno que fuera, ajustado de precio.
 Una y otra clientela convergían, no obstante, en dos puntos: la falta de arrestos para solucionar sus pendencias y la escasez de guita para poder contratar espadachín mas capaz. Si añadimos la rapiña del intermediario que vivía de la diferencia entre lo cobrado al cliente y lo pagado al sicario, tendremos lo poco que por fuerza se embolsaba Guzmán . Eran años difíciles y todo el mundo sacaba de donde se pudiera.

   Aquella noche la victima designada iba a ser, precisamente, su antiguo sargento del Tercio. Guzmán lo ignoraba y nunca pudo averiguar si su colega el preboste lo sabía o no, simplemente le había dado la dirección y advertido que el individuo saldría del caserón del corredor a las diez. Un caballero al que tenía que enviar al otro barrio  porque el marido de la dama, impedido para el amor por heridas de guerra, en este caso en Flandes, no consentía que esta gozara ni siquiera de vez en cuando, por compasión. El cura había sido muy claro: unidos en la fortuna y en el infortunio. El esposo además de inútil no quería ser cornudo, aunque una cosa condujera irremediablemente a  la otra en la mayoría de las ocasiones. Por todo ello,  una vez certificada la infidelidad de la esposa y averiguada la identidad del amante no quedaba otra que pasar a mayores y como la bizarría del marido corría pareja con su capacidad amatoria no hubo mas remedio que contratar un matón barato y rezar para que anduviera inspirado esa noche. Era todo bastante patético.


Continuará...

Los crímenes de las cuatro estaciones


Capitulo I, última parte




Tras ello, recobrando  el sosiego,  osciló la cabeza a derecha e izquierda y respiró hondo varias veces para concentrarse y comenzar a sacar conclusiones. Era lo que había visto hacer tantas veces a su jefe el inquisidor antes de  cada interrogatorio (luego éste se persignaba y  encomendado a Dios comenzaba a torturar a los reos). Pasando por alto las cruces del maestro, que tampoco era menester imitarlo al ciento por ciento,  se dispuso a comenzar las pesquisas con la intención, loable pero inútil, de detener al culpable;  Con la mente ya clara, se le ocurrió que tenían que haber sido dos, dado el visible ensañamiento con la víctima, moza bigarda y recia por lo que dedujo que un solo individuo, digamos normal,  no hubiera podido con ella. El mismo servía como ejemplo de tal aseveración dado que había tratado de violentarla, sin conseguirlo, una tarde que se la encontró desprevenida evacuando aguas menores en el corral, resultando muy mal parado en el intento; aconteció que la muy ladina haciendo alarde de una agilidad más propia de gato que de mujer, se había incorporado de un salto  y  le había propinado de entrada un buen rodillazo en sus partes intimas y de remate un golpe en la cabeza con una sartén de hierro de las que fabricaba su padre, que atraída por su cráneo como si fuera un imán,  encajó como un manguito en su coronilla.  Eran famosas en toda la comarca las sartenes del herrero de  Saláceres y Guzmán había probado aquella tarde sus bondades, y había descubierto el porqué de su extendida y bien ganada fama de solidez. Desde entonces, cada vez que le echaba la vista encima a una sartén, fuera o no del herrero de la villa, le vibraba la cabeza.  Recobró el conocimiento, bien entrada la noche sobre un pedregal extramuros del pueblo, con la única compañía de una cabra que se entretenía en comerle las medias  y con la sartén a guisa de celada con el mango de sobrenuca. A consecuencia de lo acontecido esa tarde, sufrió la entrepierna dolorida mas una sensación de peso y opresión en la cabeza durante varios días- ya se le había olvidado el efecto de llevar morrión- y cultivó  una creciente antipatía por la moza y por su padre. Aunque tuvo que reconocer que podían haberlo arrojado al río de cabeza si hubieran querido desembarazarse de él para siempre.

   Si fuera un poco apercibido, que no era el caso, hubiera interpretado que precisamente el ensañamiento señalaba la probabilidad de un solo asesino, el cual ante la resistencia de la muchacha, no tuvo más remedio que golpearla para reducirla y poder luego rematarla a placer por estrangulamiento o asfixiarla igual aunque comprobara que ya estaba muerta. También habría deducido que el asesino parecía tener una extraña y lúgubre querencia  a la muerte por asfixia, porque de lo contrario  los golpes en la cabeza hubieran sido más que suficiente para acabar con su vida.
Esto, si solo pretendiera matar por matar. O dicho de otro modo: si se conformara con matar del modo que pudiere.
   Piensen vuestras mercedes.

   Tuvieron que ser por lo menos dos, había aseverado convencido a la vuelta del escenario del crimen  delante de todos los vecinos reunidos en la plaza, levantado los dedos índice y corazón en lo que parecía más una señal de victoria. Echó un vistazo en derredor a sus aturdidos conciudadanos y escupiendo al suelo, juró por el rey nuestro señor y sus muertos, los del rey, que detendría a los culpables.
   El pueblo se echó a temblar.
   La gente se dispersó a toda prisa y tras pasar el día ocupados en sus tareas sin mucho afán, puesto que el corazón y la cabeza se les iban a la par tras la infeliz muchacha y sus padres, procedieron a encerrarse en sus casas en cuanto la tarde enrojeció por el oeste; ni rosarios, ni ángelus, ni misas vespertinas, ni visitas furtivas y apresuradas a alcobas ajenas ni nada parecido. Si alguien enfermaba, se dejaba el aviso al médico para la mañana siguiente. Mas le valía al paciente que el mal no fuera grave por la cuenta que le traía. Si apremiaba el amor, habría que esperar a  una hora más propicia, siempre de día, aunque la noche fuera más cómplice y más discreta para estos menesteres. Así se hubiera aparecido la mismísima virgen del ocaso, nadie asomaría la nariz.
   Cosa extraña, teniendo en cuenta que el crimen sucedió a plena luz del día.
   Pero no era ese el motivo, las buenas gentes de la villa recelaban del asesino suelto por allí, aún pensando muchos con bastante lógica, que no iba a dedicarse a matar todos los días; pero, temían  bastante más al alguacil.  Su nulidad como investigador, era suplida echando el guante sin miramientos a cualquier cosa que se moviera por la noche sin motivo suficiente, o incluso con él, para el movimiento. Si se cometía algún delito, los alguaciles, se pasaban el día como solían bebiendo gratis en las tabernas o acechando a las mozas y por la noche rondaban el pueblo buscando al culpable, porque el delincuente siempre vuelve al lugar del crimen; era una máxima que Guzmán había aprendido en España en sus años de servidor del Santo Oficio, aunque le añadió una variante propia: vuelve por la noche. Esto último era lo que solía  hacer cuando mal vivía en Madrid, ganándose escasamente el pan y el vino como sicario. Era una extraña costumbre, la de pasear la calle donde había matado la noche anterior, que podía haberle costado algún disgusto extra. 
   Este hombre, o lo que quiera que fuera, tenía la arraigada creencia de que la noche se hizo para que descansen las gentes decentes. Quien sale al sereno es para delinquir: espiar tras las puertas, meterse en cama ajena, dirimir querellas con nocturnidad, robar, violar e incluso matar como había sucedido hoy. Aunque hubiera acontecido por la mañana; seguro que los criminales ya estaban en su puesto desde la noche anterior y no mataron porque no había victima a esas horas.
   Ni que decir tiene que jamás prendía al verdadero culpable, puesto que conociendo los razonamientos del alguacil, cuando alguien delinquía-siempre de modo venial, ya les digo que esta era una villa tranquila- el interfecto no volvía a trasnochar;  era la condena que  se auto imponía, terminando por pagar las culpas casi siempre, algún forastero desinformado y por ende desprevenido. Por eso fue que, el día de autos obedeciendo una misteriosa consigna, todo el mundo procuró recogerse al atardecer y si te he visto no me acuerdo hasta el día siguiente.

   Guzmán, comenzó a sacar conclusiones:  El cadáver había aparecido tras  los arbustos cercanos al río, los asesinos la habían apartado del lugar habitual donde las mujeres lavaban, tal vez para no ser descubiertos. Ella debió resistirse y fue por eso que la golpearon con una piedra, luego la arrastraron para ponerse a cubierto de mirones hasta el lugar donde la estrangularon, aunque posiblemente ya estaba muerta a consecuencia de los golpes. Guzmán había deducido que fueron dos como ya escuchamos, uno la golpeó y otro la estranguló. Porque todo el mundo tiene derecho a una oportunidad, incluso para asesinar.
   __O sea que la mataron dos veces__ había aseverado uno de los alguacilillos de nombre Tadeo. Los dos eran tardos pero éste lo era con más generosidad
  No le remangaron la saya, ni le bajaron los calzones, ni la dejaron con las piernas abiertas ( para que molestarse en cerrarlas) quiere esto decir que no abusaron de ella afirmó Guzmán a los atribulados padres; pero ni siquiera les sirvió de consuelo
   Quizá no les dio tiempo, pensaba  para sus adentros,  es que si no, no comprendo para que la asaltaron.
   Mandó prender al padre para interrogarle, aunque no fue él quien descubrió el cadáver si no su mujer, cuando se extrañó de que tardara tanto en regresar y salió a buscarla, temiendo que estuviera pelando la pava con algún mancebo desocupado y por ende dispuesto con presteza a  amores furtivos y ocasionales.  Luego quiso sondear, como quien no quiere la cosa, a la mujer.
   __¿Por qué estaba lavando tan temprano, eh?
   __Es la hora que tú has marcado.
   Los alguaciles menores asintieron.
   __ Guzmán, te lo ruego, a esa hora yo estaba herrando el caballo de Benito precisamente__ gemía el padre , como si no tuviera ya bastante con la muerte de la hija.
   Benito era el otro alguacil menor, algo menos tardo que Tadeo.
   __Varios vecinos me vieron trabajando desde  el amanecer. Benito, además, estuvo un buen rato conmigo y mi mujer había acudido a misa de alba. Pregunta a  los frailes.
   Tuvo que soltarlos de mala gana porque la coartada era buena, había testigos de fiar.
   De pronto, recordó al boyero.
   Era cierto, había regresado de España la noche anterior, le contó durante el interrogatorio, si, hice el viaje solo, pero una vez aquí, me fui derecho a mi casa y a la cama. Mi mujer y mis hijos son testigos. ¿Por qué no han de valer? Ellos son quienes me vieron. Me desperté esta mañana con los gritos del herrero. Guzmán negaba impasible con la cabeza.
   __Esperad, esperad, si, me vio alguien más. Se me había olvidado. El albéitar. Vino muy temprano, mi esposa le fue a buscar porque la asna se puso de parto. El me vio dormido en mi cama. Preguntadle.
   Guzmán le preguntó, aunque se tomó su tiempo. Mientras, retuvo al boyero en el calabozo. Le había tomado manía y le hacía ilusión joderle la vida durante unas horas.
   Decía la verdad, desde antes del amanecer, el albéitar estaba en la casa ayudando a parir a la burra mientras él andaba en brazos del sueño como un bendito. Los gritos del padre les alertaron a todos.
   Demostrada la inocencia del carretero, prendió a otros vecinos. Los que vivían en las proximidades del río eran los más idóneos para cargar con la culpa, puesto que la ocasión hace al delincuente. Adivinar el móvil era lo más fácil. Seguro que la moza arremangó la saya para no mojarse y enseño las carnes turbando a más de uno, porque la visión de un tobillo femenino obnubila los pensamientos y desata los instintos. Si lo sabría él. Mandó traerlos a su presencia, y tras torturarlos por su empecinamiento en declararse inocentes, lo que les que acarreó secuelas para toda su vida,  dio por concluida la investigación el día en el que un par de frailes giróvagos  tuvieron la mala fortuna de pasar por la villa.
   Le vino al pelo y a los vecinos también, que cayeran por allí, aunque estuviera probado y comprobado que no tenían nada que ver en el luctuoso asunto.
   Llegaron cuatro días después.
   Dio la casualidad que esa primera mañana de primavera, el dueño de la taberna donde los alguaciles comían y bebían gratis, vio pasar a un fraile minutos antes de que apareciera el cuerpo de la joven estrangulada, por el único camino que conducía  a la puerta de la muralla que daba al arroyo.
Al fraile lo vio regresando por el camino de la puerta del arroyo, así se lo había explicado a Guzmán. Era uno solo, alto y con buen porte. No le vio la cara porque se la ocultaba la capucha, pero le chocó que calzara medias y zapatos picados de caballero y no las rústicas y desgastadas abarcas de cuero, que por lo menos, los frailes del convento de la villa solían calzar. Se lo comentó a Guzmán, pero este lo pasó por alto. Parecía un enigma que solo  servía para complicar las cosas. El misterio del fraile con zapatos.
   Sin embargo la tarde en la que arribaron los pobres peregrinos lo recordó de pronto.
   Ese día le pareció oportuno y absolutamente aprovechable. Excusando los zapatos, porque los giróvagos iban casi descalzos, el testimonio servía a la perfección. Hizo comparecer al tabernero.
   __Si quieres que no volvamos por la taberna, tienes que decir lo que yo te mande.
   El tabernero no es que fuera tonto; precisamente por eso, entendió la frase al revés:
   __Si quieres que no salgamos de tu taberna, no digas lo que yo te mande.
   __Diré lo que vuestra merced me ordene.
   __Muy bien. Me habías dicho que viste dos frailes ¿no es eso?.
­­    __No,vi solamente uno
   __¿Qué?.
   El tabernero se dio un puñetazo en la cabeza. Parecía que adivinara las intenciones del alguacil.
   __Si, vi a dos, uno se acercó a mi puerta a pedir algo de comer y el otro, el otro…__El pobre ventero carecía de imaginación y mentía mal, en consecuencia.
   __No hace falta precisar. Los viste ir en dirección al arroyo y minutos más tarde los viste regresar ¿no es eso?.
   __Si, sí señor.
   __Muy bien, ya tenemos asesinos.
   Así pues, descartado el coloso, contando los padres y el boyero con coartada fiable, no habiendo podido demostrar la implicación de ningún otro vecino, y no  teniendo ni remotísima idea de que había sucedido con la muchacha,  prendió a los giróvagos y  tras un juicio por llamarlo de algún modo, donde primero se les torturó y luego se les leyó una versión de los hechos elaborada a medida por el alguacil y el Alcalde Mayor que tenía el mismo o parecido talante, se les declaró culpables, porque “habían confesado” y  se les ahorcó en la plaza, para escarmiento de futuros y por supuesto, foráneos, asesinos de mujeres.
   Al dueño de la taberna le remordió un poco la conciencia, porque no era mal hombre, solo estaba muy harto de los alguaciles. Al final se consoló pensando que de todos modos  acabarían muertos en cualquier camino.
   __Que mas da antes que después…y así me libro yo de éstos.
   Resulta útil ser práctico en la vida.
  A pesar de los ahorcamientos, nadie se creyó que los infelices vagabundos fueran los culpables y continuaron mirándose con recelo unos a otros y sobre todo a los alguaciles, por si alguno fuera el asesino. Debo decir aquí,  para no confundir a vuestras mercedes, que ninguno de los tres lo fue. Simplemente porque no se terció.


Los crímenes de las cuatro estaciones.

Basada en mi novela El asesino de las cuatro estaciones, iré publicando una versión resumida, muy resumida, con lo esencial para seguir bien la historia, a fin de que la podáis leer los que no tuvisteis ocasión de hacerlo.



Capítulo I, primera parte





Aquel día, primero de todos los días de la primavera, hacia ya varias jornadas que la intuición pusiera sobre aviso al alguacil y el no era de esos que miran para otro lado  por cobardía o por comodidad.  Cuando casi dos años atrás, llegara a Saláceres, había descubierto con asombro que uno de sus convecinos más ilustres era don Nuño García de las Asturias su primer capitán del Tercio en cuya compañía se alistara en Salamanca, hacía más de veinte años, (Guzmán siempre le creyó madrileño, no había ni imaginado que pudiera ser hispatano) y pensó en acudir de inmediato a presentarle sus respetos. Pero su sexto sentido le tomó con firmeza del brazo soplándole al oído la conveniencia de echar la vista atrás y repasar a fondo antes de tomar cualquiera decisión, su vida fuera del ejercito, mucho más corta en extensión pero bastante más plena en conflictos, excesos y atropellos, donde a lo largo de los  años había ido almacenando enemigos y uno nunca sabe cuántas veces se cruzan los destinos de las personas sin que nos apercibamos de ello. Hay que aprender a ser prudente para sobrevivir sin excesivos sobresaltos. Por ello, reconsiderando la primaria intención, creyó más conveniente guardar las distancias por el momento y averiguar, antes de obrar, mas cosas sobre el capitán. Para iniciar las pesquisas, se dirigió a la taberna del portugués donde era sabedor que un criado de la casa pasaba sus ratos libres y así como quien no quiere la cosa,  con unos vinos y una abundante ración de queso de cabra, le interrogó discretamente acerca de don Nuño. Por este alimenticio método, tras escuchar un resumen sobre la vida de ahora mismo del capitán, que no le interesaba en absoluto, quiso saber pormenores de estos últimos diez años en la biografía del marqués. El criado de natural locuaz y más en este momento por efecto del vino, refirió con buen ánimo- rehuyendo prudentemente, no obstante, los detalles que no venían a cuento-como su señor había retornado con heridas muy graves de Lepanto, y tras curarse por completo, lo que ocupó luengos meses de su vida, había decidido permanecer en Saláceres y había emprendido, por ello,  viaje de regreso a España para vender la mansión familiar y traer desde la capital sus pertenencias.
   __Yo les acompañé_ dijo el mozo_, porque había muchas cosas que recoger y empaquetar debidamente protegidas y clasificadas; faena dura y prolongada, necesitaban a alguien fuerte, trabajador y con buena cabeza como yo. La última noche en Madrid, cuando mi amo regresaba a su casa en la calle del Arenal tras pasar la velada con unos familiares, su litera fue asaltada por unos bandidos que asesinaron al muchacho que iba en la mula delantera y que era, nada menos, que el hijo de Almanso Vivar su alférez en el Tercio. Almanso, el gigante,  que les seguía a pie se lanzó a repeler la agresión matando al asesino de su hijo e hiriendo puede que mortalmente al otro- confió el criado a un cada vez mas atónito Guzmán, bajando el tono como si no estuviera hablando con el alguacil y temiera que éste le pudiera escuchar- y salvando con ello la vida del capitán.
   __¡Vaya por Dios!, que terrible historia. ¿Almanso es también hispatano?.
   __No señor, es salmantino. De un pueblo próximo a la frontera.
   __¿Que ha sido de él, murió por desventura?
   __No, no señor. Parece que enfermó de un extraño mal, no sé explicarme. No puede salir a la calle, eso creo que le pasa. Vive en España, en su pueblo. Creo que su mujer se volvió loca tras la muerte del hijo. El señor marqués le visita de vez en cuando, pero sólo le acompaña Cirilo, su hombre de total confianza.

   Desde ese mismo instante Guzmán veneró la intuición, mucho más prudente y sabia que el instinto y  desde esa precisa noche,  con la ampulosidad y la gravedad que proporcionaban invariablemente a su discurso los vahos del alcohol, determinó para su gobierno porque a nadie más le atañía, que la balanza de la razón debiera inclinarse siempre bastante más del lado intuitivo. Era algo que de ahora en adelante, él iba a tener en cuenta. Porque el instinto tendrá buenas intenciones, iba reflexionando en voz alta por la calle apuntando con el dedo índice a la oscuridad, no hay porqué dudarlo, pero es más limitado, mas local, solo percibe lo que está bien en su reino, por así decirlo. La intuición, sin embargo, es más larga, mucho más universal. El es sólo un impulso, pero ella es una certeza. La mejor compañera de viaje que se puede tener. Si fuera una mujer me casaría con ella sin dudar, le espetó a un fragante limonero que ni se inmutó con la noticia.
   Tras dormir la mona, al rememorar por la mañana las novedades aprendidas, notó como le comenzaba a resquemar el desasosiego en el estómago. Mal síntoma que solo se calmaba cuando  el alcohol alcanzaba el nivel adecuado para ahogar la memoria. Predispuesto por estos trajines, comenzó a tener extraños sueños que tomó por premonitorios, pero que las más de las veces solo eran descabelladas imágenes que los vapores del vino ayudaban a traer del mundo onírico; que éstos influyen en el inconsciente en igual proporción que todo lo demás.
   Guzmán trataba de imponerles  a porfía un orden sistemático, porque estaba convencido de que intentaban prevenirle, pero era inútil. Casi siempre se trataba de episodios inconexos que podían tener cierta lógica dentro del sueño, pero que la perdían por completo al despertar y la mayoría de los días no conseguía ni siquiera recordarlos. Sin embargo, la última noche de aquel invierno, fue asombrado testigo desde su cama de cómo una armadura gigantesca, llegada no se sabe cuándo, ni de qué manera, se paseaba por la villa haciendo vibrar el suelo con cada paso y temblar a los limoneros cuyos frutos, amarillos como la envidia, se desprendían en cascada desgajados por aquel zarandeo extremo sin causa mecánica perceptible. Anduvo sin rumbo dando vueltas, hasta que se esfumó del mismo modo que apareció. No vio adonde se dirigía, pero pudo imaginárselo. Acto seguido, apareció el boyero. ¿Qué pinta este aquí?  preguntó Guzmán hablando fuera del sueño. Sin obtener respuesta, continuó observando con forzosa atención como  el hombre se afanaba en buscar un sitio lo suficientemente discreto para descargar lejos de miradas entrometidas y curiosas, eludiendo hacerlo en su cobertizo como siempre lo había hecho. Fue tan secreto el depósito, que ni siquiera él desde su privilegiada posición logró ver de qué se trataba. Otro cualquiera hubiera pensado en una partida de armas de fuego, terminantemente prohibidas por la ley en Hispatania y que podían servir para  que el pueblo, harto de los tres alguaciles, iniciara una revolución o en su defecto un  levantamiento. Pero Guzmán, no contemplaba nada parecido, siendo como eran los hispatanos  gente pacífica, casi abúlica cuando se trataba de novedades y más aún de desórdenes.  Además, si el sueño trataba de advertirle- de lo que estaba convencido- lo único que en estos momentos le hacía sentir vulnerable y por ende lo único que temía, no precisaba ni pólvora ni proyectiles.
   Por eso apenas amaneció y sin yacer con la novicia como antes solía cada mañana, dado que por la noche andaba demasiado borracho para el menester, se levantó a toda prisa con intención de salir a la calle a investigar la llegada de mercancías procedentes de España, por si fuera necesario adoptar disposiciones defensivas extraordinarias. Antes debía recoger, de camino, a  sus dos compinches;  mejor salir acompañado por si las moscas.
   Era  21 de marzo 1587. La primavera había estallado hacía apenas unas horas,  desparramando sobre la villa y sus gentes toda su carga de luz, colores y aromas. Las flores de los limoneros se habían  abierto apenas el sol evaporó el rocío y un intenso olor a  azahar se colaba por todos los resquicios. No parecía un día propicio para  que ocurriera nada desagradable, pero Guzmán presumía de tener un sexto sentido que, cuando le funcionaba, no le fallaba jamás; aquello que preveía se cumplía a tutiplén. Confirmando el presagio,  nada más poner el pie en los adoquines, unos lamentos estremecedores ascendieron por la calle de Los Limones donde residía, pidiendo justicia humana y divina, que no hay otras.
   __¿Donde está Dios?__ decía la voz del hombre__ ¿Donde? Mi hija, mi pobre hija. Guzmán, Guzmán, justicia, por piedad, justicia.
   Detrás del herrero, que era quien de esa manera gritaba, se había ido añadiendo una pequeña turba de gentes curiosas y sorprendidas, que mudaron en recelosas y luego en acaloradas al ir comprendiendo lo que había ocurrido y rodearon al alguacil exigiendo justicia a pleno pulmón en espontánea solidaridad con el padre de la víctima, como suele acontecer en estos desgraciados casos.
   __¿Que ha sucedido, porqué gritáis así?
   __Mi hija, mi pobre hija….piedad Guzmán por Dios misericordioso.
   El pobre herrero se dejó caer de rodillas y abrazado a las piernas del alguacil no paraba de sollozar. Uno de los vecinos, casualmente el boyero, se dispuso a referir lo acontecido ante la escasa posibilidad de que al  padre le saliera inteligible la explicación, asfixiado como estaba por el llanto, con la consiguiente pérdida, en repeticiones y aclaraciones, de un tiempo precioso para la investigación.
    __Su hija ha aparecido muerta junto al río, parece ser que estrangulada__ El trajinante se explicaba bien. Era directo y preciso.
   Cuando viajaba, siempre solo, hablaba con los bueyes o consigo mismo dando extensos circunloquios para que la plática le cundiera, porque es más fácil aprovechar el asunto que surja  y extenderse, aunque no todos dan el mismo juego,  que discurrir paliques nuevos. Un insignificante “va a llover” se convertía entonces en un “mirando con atención el cielo cubierto de nubes en lontananza, aun sobre cielo portugués, es posible adivinar sin ser demasiado advertido la pronta venida de una tempestad, espero que no de grandes dimensiones, para que el camino no  mude en lodazal, las ruedas no se atasquen y el agua no nos empape demasiado causándonos frío e incomodidad, queridos compañeros, que ya bastante difícil es de por si el camino, etc., etc.”¿Comprenden vuestras mercedes lo que quiero decir?. Para compensar, cuando hablaba con un semejante era lo más concreto posible. De lo contrario su vida se convertiría en un soliloquio perenne e insoportable.
   Mientras Guzmán le escudriñaba con su ojo hábil para ese menester y para todos,  por si lograba adivinar en su atezado rostro el encubrimiento artero de alguna novedad amenazante,  media villa se fue juntando en derredor al irse propagando la noticia del suceso. También aparecieron los dos alguaciles menores atraídos por el tumulto. El alguacil mayor consideró mentalmente la probabilidad de que la armadura hubiera tenido la ocurrencia de matar a la joven, aunque no era capaz de adivinar el motivo, ni creía que se hubiera molestado en venir para eso.
   Pensativo, se abrió con los otros dos camino entre la multitud y se encaminó hacia el arroyo donde decía el coro de vecinos que estaba el cadáver de la muchacha. No es que nadie lo hubiera visto, pero eso era lo que afirmaba el padre y no iba a mentir en un caso así; por eso todo el mundo lo dio por cierto. A medio trayecto Guzmán se volvió hacia la gente:
   __Quietos aquí, no deis un paso más. Esto es cosa nuestra. Al que desobedezca lo ensarto_ _amenazó echando mano al pomo de la toledana.
  El  desasosiego se fue apoderando de Saláceres al extenderse prontamente la noticia por cada rincón de la villa,  como un can enloquecido  extendería la rabia, de la aparición  del cadáver de la hija del herrero estrangulada, con el cráneo hundido a golpes y la cara desfigurada. Que su madre solo pudo reconocerla por la ropa, repetía la gente horrorizada.
   Hasta ese día los únicos sucesos dignos de aparecer en la crónica negra de la ciudad, si la hubiere, eran en orden decreciente a su impacto vecinal: las tropelías de los alguaciles, la huida del boticario con la mujer del barbero,  y una riña a capa y espada el día del Corpus que se saldó con los dos reñidores muertos. Uno en el acto con las tripas fuera y el otro, días más tarde en el hospital del convento benedictino, a pesar de todos los saberes de la medicina y de las oraciones de los buenos frailes.
   Aunque la tranquilidad en la villa se había ido deteriorando, nunca desde los tiempos primeros del desplazamiento ciudadano hacia Saláceres hasta hoy, había habido un crimen y menos de esas características. Por eso la gente se sobrecogió primero y mudó a recelosa después. A ver si ahora se iba a convertir en costumbre lo de asesinar mujeres.

   Cuando Guzmán vio el cadáver, lo primero que apreció fue un amasijo de pelo, sangre y  otros fluidos que expulsa el cuerpo, amalgamado con restos ocres de cuarcita, existente a carretadas junto al  río, porque este la arrastraba inmisericorde en sus crecidas desde la sierra. Si el asesino hubiera sido el hombre de la armadura no hubiera necesitado piedra:  un golpe ligero con la manopla fuera más que suficiente para hundirle el cráneo y si se hubiera visto tentado a utilizar un pedrusco le hubiera dejado la cabeza plana, como si una rueda de molino de grandes dimensiones  le hubiera pasado por encima. Además, convencer  a los vecinos de que un gigante de hierro había llegado al pueblo no se sabía bien cuando, ni de dónde y ni siquiera como,  logrando pasar desapercibido hasta hoy para matar a la muchacha así por las buenas, hubiera resultado tarea estéril a la par que estrafalaria. Los salacereños pensarían que la imaginación del alguacil corría paralela a su ineficacia. No se lo hubiera creído ni su compinche Tadeo, ingenuo hasta la desesperación y que era capaz de creerse cualquiera otra cosa.

   Posiblemente aquello que la premonición onírica se esmeró en adelantar fuera esto, la llegada de un asesino o dos- por el tamaño de la armadura bien podían ser más de uno- ocultos para matar con alevosía a quien hallaran a mano. Ya sabemos que los sueños emplean las más de las veces para advertirnos, retorcidas metáforas difíciles o imposibles de interpretar  y él obsesionado como estaba con el gigante lo hacía protagonista cada vez que la intuición daba un  aldabonazo de alarma en el portón de la consciencia. Así que decidió descartarle allí mismo como viajero y por ende como asesino. Seguramente aparecería por la villa, pero aun no había llegado el día.