Los crímenes de las cuatro estaciones

El alguacil, primera parte

Guzmán  Ibáñez,  el alguacil mayor,  era tan feo como aseguran quienes lo han visto que es el demonio. No había nacido así, bien es verdad; su fisonomía fue mudando con los años maltratada por los avatares de su vida azarosa. La otrora abundante cabellera se evaporó cocida en su jugo dentro del morrión, a la misma vez que órganos y extremidades, se malograban o se transformaban bregando en lides desiguales contra  picas, espadas, arcabuces, caballerías, turcos y gigantes.Tuerto desde aquella noche nefasta, con las piernas arqueadas por fracturas mal curadas, los brazos rayados a cuchilladas y los dientes escasos,  era un despojo de los Tercios, como tantos y tantos había en Europa. Soldado del Tercio viejo de Sicilia, desde los veintidós años, acumuló méritos de sobra para haber ascendido siquiera a cabo grado al que se llegaba tras cinco años de servicio como mínimo, y que no alcanzó por provenir de un bajísimo estrato social, dándose el caso de remontar sobre él compañeros con menos arrestos y menos antigüedad, pero con mejor cuna, aunque a Guzmán tampoco le importaba demasiado.

   Durante sus años en Italia, aprticipó en un sinfín de batallas con desigual fortuna apra él y para Esapña. En sus primeros viajes pasaba la travesía vomitando pese al jengibre que les daban con la comida y a la nicotiana que masticaban por su cuenta; le llevó su tiempo curarse de mareos cosa lógica, por otra parte, ya que cuando llegó a Valencia para embarcarse jamás había visto el mar y el único barco que conocía eran las barcazas que cruzaban el Tormes, en las que no daba tiempo a marearse. Se sintió aliviado cuando llegó a Siracusa pensando, erradamente, que no volvería a navegar en mucho tiempo. Anduvo una temporada ocupado, con las compañías recién llegadas, en fortificar la isla, repeler a los corsarios, rehacer la guarnición y solventar escaramuzas contra insurgentes isleños sublevados al dominio de España, pero a los pocos meses, Ibañez fue enviado con efectivos del tercio siciliano a emprender la conquista del Peñón de Velez de la Gomera que Felipe II tuvo a bien arrebatar a Muley Mohamed, señor del territorio donde se ubicaba, frente al reino de Granada, mediante empresa encomendada a García de Toledo virrey de Cataluña en ese momento y más tarde de Sicilia.
   Tras la victoria en el Peñon, donde Guzmán se dejó los incisivos superiores y en compensación se llevó dos cuchilladas en el brazo zurdo, los efectivos del tercio de Sicilia, tuvieron que encaminarse a Córcega a sofocar la rebelión de Sampietro Corso, empeñado en apartar a su isla de la dominación genovesa, apoyado por turcos y franceses; pero el antes corsario y ahora almirante otomano Dragut  (Turgut Reis), se plantó frente a Sicilia con treinta y dos galeras, modificando los planes de la armada española, que envió a Córcega solamente los efectivos que no procedían del tercio siciliano.
 Más adelante, parte el Tercio a defender Malta, sede de los  Caballeros de San Juan de Jerusalén que estaba siendo atacada por los otomanos con la ayuda de Dragut, empeñado en hostigar a España por el método que fuera, pero al poco de haber zarpado de Siracusa un temporal les obliga a volver. Navegando rumbo a puerto, en el fragor de la tempesad, el palo de mesana de la moderna galera donde navegaba Guzmán, se rompió a varios pies de altura. El viento soplaba furioso de popa. Guzmán junto con otros camaradas trataban de deshacerse de la vela mesana, que se había hinchado en su parte baja como una vejiga de cerdo, estorbando el buen rumbo de la nave, cuando una ola enfurecida lo lanzó contra la crujía con tal furia que le rompió varios huesos de la pierna derecha. La escuadra se hizo a la mar semanas más tarde tras reparar los desperfectos, pero Guzmán tuvo que quedarse forzosamente en tierra. Recién recuperado fue enviado a La Goleta con el tercio de Nápoles y dos mil soldados más de diferentes unidades. El turco apretaba y España tenía que estar en varios sitios a al vez. Fueron años duros. El Mediterráneo era un puchero en ebullición permanente donde se escaldaban cristianos y sarracenos bajo la dirección de Felipe y de Solimán, empecinados en predicar la guerra santa como pretexto para la mutua expansión, lo que provocaba sangrientos choques con diversa fortuna para ambos, aunque últimamente la batalla se había inclinado del lado turco y provocado alguna que otra desbandada cristiana de la que los capitanes aliados se culpaban mutuamente. Faltaba cohesión en las filas coaligadas. Faltaba un general capaz de hacerse respetar por la miscelánea de capitanes absurdamente enfrentados entre sí. El papa y el rey de España se desesperaban, hasta que ocurrió la gloria de Lepanto que oportunamente referiré a vuestras mercedes.

    Tras el enfrentamiento de Lepanto,  en el que resultó malherido como era de prever, permaneció largo tiempo hospitalizado en Mesina antes de regresar a España,  con otros cuatro mil heridos y mutilados,  para acabar de curarse varios flechazos turcos, que dieron casi tanta guerra como a don Juan de Austria la escuadra entera de Ali Pachá, y un tiro de arcabuz sarraceno que le destrozó la clavícula izquierda y que le dejó sobre el pecho una estrellada cicatriz a modo de condecoración.  Mientras se reponía  en Madrid  y a diferencia de otros camaradas que habían tomado la decisión de no volver a la mar utilizando la picaresca personal, jamás contempló la posibilidad de no retornar al ejército. Los tercios eran para él algo tan fundamental y cotidiano como respirar. Algo natural. Contaba los días para poder embarcarse de nuevo hacia Italia o hacia donde le llevara el destino. Cuando adivinaba el viento del este, abría la ventana y buscaba el levante, como un musulmán la Meca, aspirando el aire con avaricia confiando en que le llegara el olor a mar que tan buenos augurios le traía y  pasándose la lengua por los labios para tratar inútilmente de saborear la sal. Se asfixiaba tierra adentro. Una vez que abandonó el hospital y palpó la certidumbre de que la anhelada reincorporación se hacía imposible- el capitán general había licenciado a todos los heridos graves-tornó a sentirse de nuevo huérfano, arrojado por los suyos a la calle y abandonado a su suerte como un trasto inútil a la espera de que el tiempo y la intemperie hagan su trabajo y lo consuman. Turbado al principio por la consternación, su actitud se tornó airada exasperación cuando se convenció de que la puerta del ejercito estaba definitivamente atrancada para el, pese a tener una hoja de servicio llena de hazañas. Para esto hubiera sido mejor que lo dejaran morir sobre la cubierta de la galera, como un perro,  rebozado en sangre propia y ajena, retorciéndose de dolor, pero cubierto de gloria. Como debe morir un soldado: en combate, no de hambre por las calles de Madrid.
   Sin casa, sin familia y sin dinero, porque la licencia llegó, pero no la paga, creyó por un momento que los ojos se le iban a llenar de lágrimas al tiempo que le asaltaba el imperioso deseo de gritar de rabia, tal y como hacía de niño cuando las cosas se volvían negras como un pozo. Pero alejando de si esos impulsos tan primitivos y recuperando la compostura que debe blasonar a un hombre como él, blasfemó contra Dios, maldijo a España, renegó del Tercio, insultó a los corchetes, apaleó a un perro solitario hasta la muerte y sintiéndose aliviado se dirigió a la “Cueva del Francés” a emborracharse con orujo para ir luego en busca de alguna mujer necesitada de caricias y de reales y escasa de escrúpulos. Seguro que el diablo acabaría proveyendo.
   En cuanto abandonó el hospital se halló del todo perdido en la vida civil tras media existencia como soldado. Encontró acomodo durante un tiempo con un viejo conocido salmantino, funcionario en la corte, quien lo alojó con él y su familia en la planta baja de una vivienda que compartía con los dueños, en virtud de la Regalía de Aposento. Este era un impuesto que obligaba a los residentes con casa de dos o más plantas a disponer de una parte para aposentar empleados reales, pues la vivienda en Madrid era harto escasa en aquellos momentos de aluvión de funcionarios y cortesanos sobre la capital. Ese era el tributo que los ciudadanos pagaban por la dudosa fortuna de que Madrid pasara a ser la capital permanente del reino de España.
   Guzmán había pensado embarcar  para Sicilia y unirse a la chusma que rodea desde siempre a los ejércitos ejecutando tareas diversas. Su amigo se lo quitó de la cabeza ¿Dónde vas a estar mejor que en la patria?, le interpelaba, dando rimbombancia a la palabra patria. Pero Guzmán dudaba a esas alturas de que tuviera una. Te buscaré algo en la administración, no desesperes, le decía intentando disuadirle, pero convencido de que no lo estaba logrando.
   Por aquellos días el consistorio madrileño llegó al acuerdo, providencial, de construir un  alhorí para almacenar el trigo comprado, que hasta ahora se guardaba en casas particulares que tuvieran almacén. Un vecino de la nueva capital, Pablo Martínez Zamorano,  tenía una casa y corral, pegado a la parte posterior del ayuntamiento, y el concejo decidió expropiar parte del tal corral para edificar el pósito. Para ello hicieron comparecer a dos oficiales albañiles a fin de medir los pies necesarios para la construcción y tasarlos. Uno de los oficiales, Alonso Martínez era cuñado de su amigo salmantino y contrató a Guzmán como ayudante. Tras hacer la medición se expropian “diez y seis pies de ancho y lo largo de toda la casa del ayuntamiento, desde la calle hasta fin della”  y se tasa el corral en 12.000 maravedís, exento de alcabalas. De acuerdo el propietario, el ayuntamiento decide iniciar las obras  “luego que haga tiempo dispuesto para ello”   y a Guzmán se le atenúa un poco la desesperación pensando que tendrá ocupación durante bastante tiempo. Así pudo haber sido, en efecto, a no ser por otro ayudante de talante incomodo y punzante como un tábano en verano que se dedicó a injuriar de continuo a Guzmán y a otro compañero antiguo militar también, llamándolos mercenarios, ladrones, violadores, asesinos de niños__ que todos los soldados sois la misma mierda__ y otras lindezas por el estilo. Alonso Martínez trató de poner orden y de calmar los ánimos en un gesto mas voluntarioso que efectivo, porque el otro continuó jornada tras jornada con sus zafias diatribas contra ellos y contra los Tercios en general, cuando Guzmán harto hasta la desesperación, le marcó la cara de un jabeque y se despidió del trabajo antes de tener que ensartarlo con la espada.
   Comprendiendo que lo suyo era batirse con los aceros, buscó trabajo por su cuenta en la calle como saldador de cuentas ajenas, que era oficio de muchos en aquel momento. El dinero andaba muy escaso, daría para sobrevivir un mes a duras penas y necesitaba con urgencia una ocupación si no quería convertirse en salteador de caminos, oficio que también probó más adelante, pero que en este momento no contemplaba. Así que comenzó a frecuentar, revuelto en un heterogéneo y siniestro grupo, la Cuesta de las Perdices y no tardó en encontrar clientela, puesto que uno de los intermediarios era un antiguo camarada, preboste en el Tercio, aunque de diferente compañía, quien careciendo de una pierna, se ganaba la vida también del modo que malamente podía. Había infinidad de disputas pendientes en aquellos tiempos por suerte para el y para los demás de su mismo oficio. Aunque los clientes de Guzmán tuvieron, en algunas ocasiones, cierto copete  ( para los de más fuste había espadas mejores),  la mayoría de encargos procedían de gente del pueblo llano buscando quitarse de en medio un amante, un rival o un competidor en el terreno que fuera, ajustado de precio.
 Una y otra clientela convergían, no obstante, en dos puntos: la falta de arrestos para solucionar sus pendencias y la escasez de guita para poder contratar espadachín mas capaz. Si añadimos la rapiña del intermediario que vivía de la diferencia entre lo cobrado al cliente y lo pagado al sicario, tendremos lo poco que por fuerza se embolsaba Guzmán . Eran años difíciles y todo el mundo sacaba de donde se pudiera.

   Aquella noche la victima designada iba a ser, precisamente, su antiguo sargento del Tercio. Guzmán lo ignoraba y nunca pudo averiguar si su colega el preboste lo sabía o no, simplemente le había dado la dirección y advertido que el individuo saldría del caserón del corredor a las diez. Un caballero al que tenía que enviar al otro barrio  porque el marido de la dama, impedido para el amor por heridas de guerra, en este caso en Flandes, no consentía que esta gozara ni siquiera de vez en cuando, por compasión. El cura había sido muy claro: unidos en la fortuna y en el infortunio. El esposo además de inútil no quería ser cornudo, aunque una cosa condujera irremediablemente a  la otra en la mayoría de las ocasiones. Por todo ello,  una vez certificada la infidelidad de la esposa y averiguada la identidad del amante no quedaba otra que pasar a mayores y como la bizarría del marido corría pareja con su capacidad amatoria no hubo mas remedio que contratar un matón barato y rezar para que anduviera inspirado esa noche. Era todo bastante patético.


Continuará...

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