Los crímenes de las cuatro estaciones

El alguacil, segunda


Guzmán llegó puntual y se dispuso a esperar fuera del ángulo de visión de cualquiera que abandonara la casa; se quitó la capa para que no estorbara y la dejó sobre la tapia del huerto del vecino convento de las monjas llamadas  Baronesas; ¡qué tiempos aquellos en los que la enrollaba airosamente al brazo a guisa de broquel!, ahora ya no estaba la cosa para alardes ni florituras. Se atusó el coleto de cuero marrón con la diestra mientras con la zurda palpaba la vizcaína y le daba una palmadita como a un camarada. Tras el incidente del ojo había pensado en abandonarla un tiempo,  como se abandona una novia mientras se va a hacer fortuna. Estimaba que perdido de vista el flanco izquierdo  la precisión del brazo menguaría y con ello la navaja pasaría a ser quizá una traba ante un enemigo que podía advertir, por la poca eficacia, la merma de facultades y envalentonarse. Pero, mientras practicaba con apremiante empeño para recobrar la fuerza del derecho, tuvo ocasión de comprobar con alborozo, como la excelente vista de la costumbre hacía su trabajo con el izquierdo sin necesidad de que el ojo informara previamente al cerebro. Incluso una noche, resolvió una pendencia con la daga, desjarretando a un listo que le asaltó en la calle.

   El amante se retrasaba. Creyéndolo más puntual, se había precipitado al quitarse la capa. 
La noche de febrero era clara y la brisa cortaba, tanto por lo menos, como la tizona. Le habían contado cierta vez en Italia, unos portugueses que habían viajado por la ruta de  Magallanes, que en los extremos del orbe conocido el frío era tal que un manto de hielo cubría la tierra permanentemente. Se imaginaba que algo así sucedería en Madrid cualquier año de estos, porque los inviernos eran cada vez más gélidos. Comenzó una especie de zapateo contra el suelo para calentarse, y ya estaba sopesando recoger la capa cuando, por fin, se abrió la cancela con sigilo, dibujándose  en la noche una oscura silueta embozada con un sombrero de ala ancha adornado con plumas de colores que Guzmán, daltónico a mas de tuerto, fue incapaz de identificar.
   Cuando ya el embozado enfilaba el camino, relajado y feliz tras un tiempo de amor, el largo y lúgubre siseo de un acero abandonando la vaina tomó la calle silenciosa. Si esto acontecía en las noches de cualquier ciudad, como no fueras siquiera mediocre con la espada, ya podías poner raudo, tierra de por medio. Estando solos, como era lo corriente, tu verdugo y tú sin testigos incómodos, no debería haber dudas. No obstante, mientras salías por pies, fuera conveniente ponerte a bien con el de arriba, porque  iban a por ti con ordenes de matar y  a no ser que la diosa fortuna tuviera ganas de besarte en la boca esa noche, que no era lo corriente, tu suerte estaba echada: Un puñal en la espalda no daba ni tiempo a decir adiós.
   Por eso a cualquiera se le habrían puesto los pelos de punta, pero el amante se detuvo apenas un segundo contando los siseos: sólo uno por fortuna. Rápidamente sus aceros  asomaron listos para la defensa. Pronto se oyó, entre el silencio, el choque de espadas casi siempre precursor de un homicidio, moneda corriente en las noches de la  villa y corte, a pesar de las insistentes demandas de Felipe II al alcalde, don Rodrigo Vázquez, para que hiciera cumplir sus pragmáticas, bajo amenaza de perder la estimación real y con ella la vara de alcalde. Pero así y todo la riñas seguían siendo habituales en las noches de la capital del reino por muchos edictos y muchos corchetes que el edil hiciera circular por las calles, donde algunos, como ya sabemos era el caso de Guzmán, no tenían más remedio que batirse para sobrevivir.
Este, había esperado plantado casi en medio de la calle con los pies en ángulo, como le habría enseñado su maestro de  esgrima si lo hubiera tenido alguna vez y el ademán impasible aunque bastante poco compuesto. La espada en la derecha y la vizcaína en la zurda brillaban siniestramente bajo la exigua luz del único farol de la calle, enfrentado al portalón de las Baronesas. Era ciertamente para echar a correr.
   Cuando el rival le adivinó y enseñó el acero, Guzmán inclinó la cabeza hacia delante para observar mejor como el otro, en menos que se suspira,  soltaba el fiador con la zurda dejando caer la capa y echaba mano a los riñones para liberar la vizcaína.
   __Esto no me gusta nada__ pensó__ pero nada, nada.
   Tras los primeros toques, intentó confundirle los aceros- le había entrado prisa- pero el rival sabía lo que se traía entre manos el filhoputa. Molesto por su buen hacer y porque no dejaba de imprecarle__  parece un loro, cojones__ le descargó una estocada enfilada al corazón que hubiera descolocado peligrosamente a otro más ahuevado pero que éste paró con una sangre fría asombrosa.
   Era templado el muy bellaco.
   Tras unas cuantas acometidas, trabados ambos con espada y vizcaína, Guzmán notó un fuerte dolor en el hombro derecho, a la par que el otro le empujaba violentamente, llamándolo hideputa y mentando entre dientes, a todos sus muertos. Al intentar recomponerse, la hoja del rival se metió ligera como una víbora por entre los gavilanes mordiéndole la mano. Aprovechando la oportunidad que brindaba el puntazo,  el amante  le lanzó  unas cuantas estocadas a la derecha  logrando cerrarle contra el muro del convento dejándolo en un momento sin espacio y sin daga. Rápido como el rayo, le lanzó una finta con la cuchilla que hizo volar la tizona de Guzmán quien, en un amen, se encontró con la punta del acero enemigo en la garganta.
   Fue visto y no visto. Había que reconocer que el amante era muy buen espadachín. Un profesional.
   __Hasta aquí llegamos__ se dijo Guzmán con resignación.
   Cuando el rival retrocedió el brazo para clavarle la hoja y atravesarle el gaznate de parte a parte, reparó, ayudado por la tenue luz del farol,  en el rostro de su atacante que se hallaba aculado sobre la pared, sin sombrero, resollando y sangrando por la mano como un cerdo y aunque con mas años y menos pelo, creyó reconocerlo.
   __¿Guzmán?. Guzmán Ibáñez.
   Guzmán tenía los ojos cerrados, pero identificó de inmediato la voz tantos años escuchada durante su vida militar.
   __¡Sargento! ¡Sargento Iriarte!.
   El sargento de su compañía, era un hombre con mucho aplomo y muchos arrestos a quien compañeros  y  soldados respetaban y temían. Era aún
 apuesto aunque tenía el cuerpo lleno de marcas y cicatrices de flechas y arcabuces enemigos. Nadie se explicaba cómo había sobrevivido a Lepanto y sus proezas en combate se confundían con leyendas de tan inusitadas como eran. Iriarte iba a abrazarlo, pero lo pensó mejor. Dejemos las efusiones para otro momento, que un puñal en algún sitio seguro que lleva y no están los tiempos para hacer el primo.
   __¿Cómo has venido en esto?
   __Ya veis. ¿Qué queréis que os diga?
   __¿Te contrató el marido?
   __Supongo. No hablé con él vino a verme un emisario.
   __¿Ya te han pagado?.
   __Siempre cobro la mitad por adelantado.
   Antonio Iriarte se lo quedó mirando mientras Guzmán envolvía la herida con la capa y presionaba para que dejara de sangrar. Sintió lástima y asco a la vez. Ibáñez, había sido un soldado valiente y temerario, elegido personalmente por él para la infantería de la galera de don Álvaro de Bazán y ahora se veía forzado, como tantos, a ganarse la vida de ese modo tan infame aunque llevara encima un montón de cartas de recomendación, entre ellas la suya. La mayoría terminaban así, de asesinos a sueldo, pasando a mejor vida cualquier noche de una cuchillada. Eso teniendo suerte, sin ella, la alternativa  solía ser desangrarse  lentamente en un callejuela oscura, maloliente y solitaria,  amen de pudrirse en la cárcel  o morir en la horca,  si los corchetes eran capaces de echarles el guante.
   __¿Tienes donde esconderte?
   __Si señor.
   __Muy bien. Mañana vete al amanecer al convento dominico de la calle de Los Remedios, mi hermano es allí prior, te darán asilo de momento mientras te buscamos una ocupación decente; si quieres, por supuesto
   __Desde luego señor. Gracias__dijo Guzmán con cara de incredulidad. No terminaba de convencerse de que acababa de topar con una racha de buena suerte.
   El sargento dejo que recogiera la espada y la daga. Guzmán le besó la mano.
   __¿Qué haces? Vámonos de aquí, rápido.

   Después de todo no se sintió tan mal. Que lo hubiera vencido Iriarte no era ningún desdoro.  Recordaba las cosas que se contaban de él en el Tercio. Había oído que en la batalla de Mülhberg, donde el Tercio de Sicilia anduvo echando una mano, una vez que el alférez encargado de portar la bandera cayó muerto, Iriarte con el brazo izquierdo medio colgando de un arcabuzazo, asomando por el agujero el hueso del codo astillado, y el derecho ocupado con la espada recogió la bandera y la sujetó con la boca, tarea ardua porque la enseña con su mástil pesaba sus buenas diez libras, mientras continuaba matando herejes y cuidando del buen orden de la formación. Además, la bandera debía llevarse en vertical puesto que el ver la enseña caída o arrastrada bajaba la moral de la tropa. También se cuenta que fue el quien, en medio del caos de la batalla de Lepanto, saltando de La Real a La Sultana, abriéndose paso con la espada a través de la confusión en la que  moros y cristianos se mataban indiscriminadamente, porque ya no se distinguían igualados por el humo y la sangre,  se encaró nada menos que con Ali Pachá, al que dejó en cubierta malherido para acudir a auxiliar a un capitán de la flota de socorro, al que tenían acorralado tres corsarios de Uluch Ali, recibiendo varias cuchilladas y un disparo de arcabuz en plena espalda cuando regresaba para tratar de evitar que un galeote cortara la cabeza de Ali Pachá con su hacha de abordaje. Pensaba que el generalísimo turco merecía un final más digno. Tampoco pudo evitar que otro soldado se la presentara a don Juan de Austria ensartada en una pica. El sargento fue testigo de cómo el hermano bastardo del rey Felipe, descompuso sus agraciadas facciones en  una mueca de repugnancia mientras ordenaba arrojarla al mar. Luego Iriarte, cayó desplomado herido como venía por ocho flechazos y cuatro tiros de arcabuz.    Todos creyeron que había muerto.
   Que este soldado le hubiera desarmado era casi un honor.
   Desde que aquel gigante le guindara el ojo, sus facultades estaban mermadas, era consciente de ello, pero no obstante ¿Cómo ganarse la vida?, tenía que seguir alquilando su espada y hasta ahora le había ido bastante bien: una cuchillada en el brazo, aquella noche en la que perdió la capa en una partida de naipes y por ende, no la pudo utilizar de broquel, y un puñal que un enemigo traicionero le lanzó  a la espalda, cuando ya se iba creyéndolo muerto. No podía uno fiarse ni de los difuntos. Menos mal que llevaba poco impulso y se clavó en la banda del tahalí; la herida fue apenas un  roce. De toda su andadura como delincuente solamente recordaba como una pesadilla la pelea con aquella especie de monstruo enorme y peludo que apareció  detrás de la litera de un noble al que asaltó con su compinche de entonces, Joao el portugués, sin encomendarse ni a dios ni al diablo, pensando que era pan comido, porque solo le acompañaba un jinete en la mula delantera a quien el luso dejó tieso lanzándole un puñal a la yugular. La bestia iba a pie detrás y se les abalanzó sin miramientos, partiendo por la mitad a su compañero de un tajazo y arremetiendo a continuación contra él con la fuerza de una galerna en alta mar. En el instante en que Guzmán, descolocado por la furia de la acometida,  bajó un poco la guardia, un puñal se clavó en su ojo izquierdo y porque entonces aún era rápido y había un callejón lateral providencial por el que perderse y huir, si no, no lo habría podido contar. Así y todo, el gigante persiguiéndole, le propinó otro tajo en el hombro derecho con toda la mala idea de seccionarle el brazo. Si no fuera por la distancia y el tahalí de cuero, que actuaron como escudo amortiguando el golpe, aquella infausta noche, hubiera resultado tuerto y manco.  Mirando hacia atrás comprobó que el gigante no le seguía; no iba a dejar solo a su señor, por suerte. Intentó mover el brazo y al notar que podía se tranquilizó un poco. Sangraba pero no demasiado, para lo que el pensaba que debería sangrar. Sin embargo el puñal en el ojo era otro cantar. No intentó sacarlo, temiendo que impulsado por el acero saliera todo lo que hubiera dentro de la cavidad,  hasta los sesos inclusive. Se detuvo un instante para coger aire; cualquiera que lo hubiera visto tambaleante,  la espada desenvainada y la cabeza levantada  con el puñal asomando del ojo zurdo, pensaría que la muerte había trocado la guadaña por la daga, mucho mas manejable y discreta y que el buen hombre (es un decir caritativo que se emplea para los moribundos) se dirigía al mas allá con la frente bien alta, siguiendo al mismísimo diablo.¿Porque adonde se puede ir así, si no al infierno? Pero Guzmán era duro como el acero,  pese a las guerras y a la mala vida y casi a tientas, porque la vista del ojo que conservaba se había vuelto borrosa, logró llegar hasta la casa de su amiga de entonces, una mujer venida de las Indias Occidentales, a la que el Santo Oficio tenía en el punto de mira  porque conocía bien las hierbas capaces de curar cualquier tipo de males. Y esos saberes solo podían ser inspirados en alguien como ella-una hereje asquerosa- por el diablo y a esos contubernios se les llamaba aquí y en toda tierra de lentejas civilizada, brujería.
   Ella le cortó primero la hemorragia del hombro presionando sobre la herida y le colocó un trapo empapado en grasa. Después le tumbó en el camastro y le sacó el puñal. Fue tarea laboriosa; la hoja había penetrado casi medio palmo, pero no se había metido en el hueso del cráneo ni había comprometido, por ende,  estructuras importantes del cerebro; Este es un sitio muy delicado, decía para si la mujer con buen criterio; tampoco perdió el ojo, todo quedó en su sitio. Lucero se preocupaba mas por la sangre derramada y por las fiebres que le asaltarían a las pocas horas a consecuencia del trazado de la cuchillada mas profundo que extenso.
   Le lavó ambas heridas con cuidado y con esmero, sin prisa, de adentro hacia fuera, colocó sobre las dos paños con grasa, los tapó con otros limpios y los sujetó con tiras de tela. Al final Guzmán se había quedado casi inconsciente. Ella aprovechó para ir a buscar junto al arroyo apio para la fiebre. También recogió cierto liquen bueno para las heridas. Regresó a la casa y tras comprobar que el herido continuaba tranquilo se fue al campo a  recolectar árnica para hacer un ungüento contra el dolor y ledum.
   Guzmán estuvo diez días transitando arriba y abajo por el puente sobre el abismo entre el mas allá y el mas acá. Recordaba haber visto mucho fuego al fondo, unas hogueras inmensas, pero no supo distinguir si era el infierno o la Inquisición. Al final la fiebre remitió y aunque perdió la visión del ojo, logró recuperar la movilidad y casi toda la fuerza del brazo, esencial para poder ganarse la vida o la muerte, según se  mire.
   Era consciente de que la india le había salvado y de que tenía con ella una deuda impagable, sin embargo no tuvo empacho en ponerle los cuernos con una oronda andaluza propietaria de una taberna en las afueras. Una noche cuando estaba en la cama con la ventera se presentó Lucero, la muy bruja. No hizo más que entrar, comprobar el adulterio y salir. No dijo una palabra, ni buena ni mala,  pero Guzmán comprendió por su mirada que no podía volver por la casa. Envió a su nuevo compinche por sus cosas: su ropa, el resto de las armas, las hojas de tabaco y un cuartillo de orujo que el compañero bebió casi entero por el camino, por suerte para Guzmán ya que Lucero, la india, la muy puta, se había apresurado a añadirle un veneno que llevó para el otro barrio al infeliz mozo en un santiamén y que produjo en Guzmán, solo por haber tomado un trago  para animarse, una descomposición de vientre que a punto estuvo de hacerle morir deshidratado. Pasó cuatro días con sus noches junto al arroyo, evacuando, lavándose, porque aunque no era muy limpio, no había quien soportara el hedor y bebiendo agua fresca para mitigar la sed y aplacar el ardor que sentía por dentro.

   Guzmán, dudaba si acercarse al convento precisamente de dominicos, sin embargo pensó que no tenía nada que perder ya que cualquier noche iba a morir en una riña o incluso de hambre cuando nadie le ofreciera trabajo puesto que su merma de facultades era mas que evidente; los adversarios se le escapaban vivos con demasiada frecuencia y la competencia era feroz. Pero  al final, tuvo mucha más suerte que otros compañeros de armas. Los dominicos le dieron asilo y le colocaron,  a las pocas semanas, como familiar de la Inquisición.  No volvió a saber de su sargento al que dejó recado dándole las gracias y rogándole que no volviera por la casa del corredor, no fuera ser que el nuevo sicario tuviera más pericia.

   El trabajo de familiar consistía en acompañar a los inquisidores, efectuar detenciones, custodiar reos, asistir a los autos de fe y otra misiones de apoyo de las que pondré un ejemplo a vuestras mercedes: si se recibía un chivatazo de que en alguna librería se vendía tal o cual libro sospechoso, los familiares ocupaban todas las librerías de Madrid hasta que la Inquisición lo comprobaba una a una.
   Eran la policía de calle del Santo Oficio.
   De todas las tareas del nuevo empleo la que menos le gustó al principio, fue presenciar la muerte en la hoguera; el olor que despiden los cuerpos al arder, le parecía nauseabundo. Le impregnaba la pituitaria y todo le olía  durante días, a carne chamuscada, pero terminó por acostumbrarse como solemos hacer los humanos mas pronto que tarde. Un buen día uno de los reos destinados a arder en la hoguera era nada menos que Lucero. Por fin le habían echado el guante. Iba con otros sesenta y ocho. La mañana del día del auto de fe, tras el sermón, el relator separó de los demás a los once acusados de brujería, les hizo comparecer uno a uno, les enumeró los cargos y les leyó la sentencia: 
Lucero Didaz:  por ser amiga del diablo, habiéndose hallado en sus genitales la marca del maligno, haber reconocido tener coyunda con el afirmando sentir multitud de orgasmos-el relator levantó la vista y la observó fugazmente- malograr embarazos con el propósito de devorar los fetos, causar epidemias, sequías, tormentas y todo tipo de males: muerte en la hoguera.
   Los once brujos iban a ser quemados vivos, nada de compasivo garrote.
   __Pero ¿qué dice este hombre de devorar fetos y copular con el diablo?__ se preguntaba Ibáñez asombrado por lo que acababa de escuchar.
   Vuestras mercedes se habrán sorprendido como Guzmán, pero deben saber que en aquel tiempo desdichado los elementos eróticos eran muy fuertes en una sociedad reprimida, regida por  hombres y con inquisidores provenientes casi siempre del clero; célibes y por ende castos. Al menos nominalmente.
   La curiosidad del inquisidor por la actividad sexual de la acusada con el diablo era insaciable. Se les interrogaba sobre la cantidad y la calidad de los orgasmos en las supuestas cópulas y sobre todo se les pedía con morbosa insistencia una descripción minuciosa del miembro del demonio (enorme y frío, según todos los informes). Las mujeres acusadas de brujería eran en su mayoría jóvenes y buscar la marca del diablo en sus cuerpos, fue tarea apetecida por los inquisidores, generalmente varones, quienes afeitaban e inspeccionaban con esmero los genitales de la acusada.
   Se decía que el diablo marcaba los cuerpos del brujo o la bruja una vez hecho el pacto y concedidos los poderes sobrenaturales que decían los inquisidores les otorgaba. Según esto las brujas acudían en determinadas fechas a reuniones nocturnas con el diablo llamadas sabbat a las que se desplazaban volando sobre palos o convertidas en animales, lobos con preferencia, y en las que tenían unión carnal con él.
   Todas estas creencias de fuerte carácter misógino, se vieron favorecidas por los muchos tratados de brujería escritos en la época como el Malleus Maleficarum, que considera a las mujeres moralmente más débiles y por ello presas fáciles para el Maligno.












   Lucero estaba cambiada, lo que era lógico por otra parte después de pasar por las manos del Santo Oficio. Demacrada, delgada, los ojos hundidos. Aquellos ojos rasgados, negros y profundos como el mar océano que la separaba de su patria, miraban sin ver. Ni siquiera reconoció a Guzmán o por lo menos no dio muestras de ello. Apenas se la veía entre los demás. Era como un alfiler perdido en un ejército de lanzas.
   No sintió lástima ninguna. Le había curado, era cierto, pero luego lo estropeó tratando de envenenarle. Se tenía merecida la hoguera, por rencorosa y por bruja. El hecho de que le hubiera puesto los cuernos no era excusa para lo que hizo, además la andaluza era solo un pasatiempo. Tenía ganas de estar con una mujer oronda, estaba harto de las pocas carnes de la india.
De todos modos no estuvo presente cuando ardió.



Continuará...

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