Los crimenes de las cuatro estaciones

El alguacil, última


Este individuo, le pidió al Corregidor poder incorporar como alguaciles menores a su nuevo compinche Benito y al hermano de éste, un retrasado llamado Tadeo, hermanos de un querido amigo del tercio muerto en Lepanto a los que protegía desde que empezó con el Santo Oficio y que le eran fieles como canes. El Corregidor le hizo notar que, en una ciudad tan, tan pequeña, no había presupuesto para otros dos alguaciles.
   __No se preocupe vuestra señoría. Vivirán de las multas.
   __Este es un pueblo de gente pacífica. No obstante lo consultaré con el Alcalde Mayor.
   Era un pueblo pacífico, en efecto, pero repentinamente dejó de serlo y las multas pasaron de inexistentes a cuantiosas. Todo estaba multado. En vez de disfrutar de la paz de la villa y del poco trabajo, la vida de Guzmán había entrado en una barahúnda de violencia y atropellos tal, que le resultaba imposible vivir si no era de ese modo: en lucha continua contra el mundo, pero desde una posición de superioridad que llevara aparejada la impunidad más descarada y absoluta. Esto último le devino como eterna secuela de su paso por el Santo Oficio. Por ello militarizó la vida de la gente sencilla de la villa. Esta tenía dos partes bien diferenciadas: la de los artesanos, pequeños comerciantes y labradores, de casas bajas y trazado irregular y la parte nueva con palacios y casas de varios pisos, calles rectas tiradas a línea y plazas espaciosas. En esta última no conocían a los alguaciles, aunque Guzmán fuera uno de los vecinos. En la primera los sufrían de continuo.
Había horas específicas para ir a por agua, a por leña, a lavar al arroyo o simplemente para ir al corral a hacer las necesidades. Por ello los alguaciles eran felices cuando había una epidemia de cagalera. Los salacereños gastaban mas dineros en satisfacer las multas por acudir al corral fuera de horario que en pagar al galeno o al boticario. Para estos casos especiales,  los alguaciles, habían conminado a unos cuantos haraganes, que los que pululan por todas partes, para que les hicieran de vigías, situados en árboles o lugares estratégicos a fin de tener controlado al personal, puesto que ellos no podían estar bebiendo y vigilando a la vez. En varias ocasiones las salacereñas habían sacudido el árbol hasta hacer caer al ojeador que se rompía la crisma en el aterrizaje o con mejor suerte, varios huesos menos comprometidos para la existencia o hacían ademán de talar el tronco con una sierra, lo que provocaba que el interfecto tratara de bajar arrojándose de cabeza antes de esperar a desplomarse con atalaya y todo.
   Los dineros recaudados por las infracciones se repartían así: el cincuenta por ciento de todo para Guzmán y el resto a pachas para los hermanos Benítez, que así se apellidaban las dos alhajas llegadas a la villa desde España como las fiebres tercianas.
   Por si esto fuera poco, comían  y bebían de balde donde se les antojaba. Se convirtieron, en muy poco tiempo, en  los nuevos señores de la villa. Robaban lo que les apetecía: cerdos, gallinas, fruta, ropa, armas, caballos. Como le echaran el ojo a alguna mujer ya podía andarse con tiento que ni aún así, se libraba de la persistencia en meterle mano o lo que se terciara de los tres vigilantes de la ley y el orden, que habían caído sobre Saláceres como una horda de buitres sobre una cabra moribunda.
   Los padres, maridos, novios o hermanos ya ni se molestaban en  defenderlas, ni en denunciar la agresión, ni menos aun en vengarlas. Esto último, que al principio era lo primero que se les pasaba por la sesera, había sido a estas alturas desechado por completo, ante el hecho consumado y por tanto irremediable. El mirar para otro lado se había convertido en una costumbre familiar, porque la venganza solamente aumentaba los problemas. Un alguacil agredido era un enemigo de por vida, puesto que los agresores eran fácilmente identificables, incluso para alguien tan mostrenco como Benito y Tadeo, por no decir Guzmán.
   Además los agravios eran asunto compartido y por ende llevadero. Hacía ya tiempo que el saludo habitual entre salacereños varones de clase media hacia abajo,  había mudado de un elevar el mentón con energía no exenta de alegría cada vez que se topaban a  un encogerse de hombros resignado.
   A las mujeres  les sentó como la peste esta abulia familiar. La agresión sin vindicta era una ofensa doble y un motivo de pena mayor aun, porque la indiferencia familiar  ante una vejación es mas cruel y duele mucho mas que esta, por incomprensible y por injusta.
   Por todo ello,  las mujeres de Saláceres se reunieron un buen día en el corral de la viuda del cuchillero, que era el mayor de la villa, para considerar la posibilidad de constituir,  llevándolo a cabo ante el total acuerdo, una asociación que denominaron Liga de Mujeres Agredidas con varios objetivos:
   Primero: aprender a defenderse tal y como lo había hecho Justina, la ahora asesinada hija del herrero. Ella y otras mozas bragadas y recias se encargarían de adiestrar  a las demás
   Segundo: vengar la ofensa por el modo que se pudiera: a pedradas, a estacazos, etc. Daba igual el tiempo que se tardara. A cada  agresor se le asignaría un grupo de mujeres y más pronto o más tarde terminaría por sufrir algún accidente  desafortunado.
   Tercero: prestar auxilio de compañía y consuelo a las víctimas, sobre todo a las más sensibles, para que el agravio no se convirtiera en una condena.
   Cuando ya estaba cerrada la sesión, la hija del panadero propuso otra moción que fue aprobada por unanimidad: Infligir castigo al novio o marido que tras la agresión  mirara  con  asco o desdén o ambos, a la agredida  sin otro motivo para ello que el  de haber sido deshonrada por las malas. Era lo que le había sucedido a ella y no volvió a levantar cabeza hasta que al novio le metieron un pepino por el trasero tal y como a Benito, que había sido el agresor. Con éste procedieron de la siguiente manera: Cinco mujeres les estaban esperando emboscadas cuando regresaban borrachos para dormir la mona.  María la lavandera, moza entrada en carnes como le gustaban a Tadeo le salió al paso y le distrajo, sacándole del camino. Las otras tres se echaron encima de Benito, tapándole la cabeza con un saco e inmovilizándolo, mientras la quinta le bajaba los calzones y le encajaba la hortaliza en el recto. Consumado el hecho y siendo apercibida por un silbido,  María  atizaba en plenos morros a un Tadeo babeante y excitado con la batea de lavar, saltándole varios dientes.
   Esto mismo podrían haber hecho los hombres con mayor facilidad, pero no tenían arrestos, ni iniciativa, ni vergüenza, ni compasión, ni nada. En puridad, eran unos cabestros.
   Las mujeres de la Liga, no contentas del todo con los resultados decidieron en asamblea tomar otra determinación. Aunque las agredidas eran preferentemente solteras, o viudas se acordó que en los días posteriores a cualquier nuevo asalto y mientras este no fuera vengado convenientemente las esposas en solidaridad no volvieran a yacer con los maridos. De este modo la vendetta era mas participativa. Hubo infinidad de problemas domésticos a cuenta de esto. Mujeres amenazadas, insultadas e incluso golpeadas por maridos encendidos, lo que llevó a mas de una a claudicar, pero en general la disposición fue bastante bien llevada a término.
   Con todas estas novedades las agresiones disminuyeron pero ni mucho menos se detuvieron. Los alguaciles hacían gala de una lujuria impenitente animada, siempre,  por el alcohol. Para cortar el problema no hubo otra que pasar a mayores. Las mujeres de la Liga contaron para ello con la ayuda de algunos hombres con vergüenza los que todavía quedaban en la villa, por suerte.
   Ya se lo referiré a vuestras mercedes a su debido tiempo.
   Al margen de la Liga y sobre todo tras el último acuerdo, el pueblo llano que los odiaba a muerte por tantos motivos, constituyó una comisión para  elevar una queja ante el Alcalde Mayor. Estuvieron tan cargantes que éste no tuvo otra que trasladarla  al Corregidor, quien ya había advertido en anteriores ocasiones que su egregia persona no estaba allí para solucionar zarandajas entre vecinos y vecinos o entre vecinos y alguaciles que venía a ser lo mismo. Además  el inquisidor había sido muy claro: que Guzmán se quede ahí para siempre.
A ver quién era el guapo que osaba llevar la contraria a la Santa Inquisición de España y Portugal.






Los crímenes de las cuatro estaciones


El alguacil, tercera





Transcurrido un tiempo, tampoco hizo falta demasiado, se había ganado totalmente la confianza de sus superiores.  Como era también carcelero, se unía con entusiasmo a las torturas de los reos. Había descubierto el placer que produce, en gentes como él, infligir dolor impunemente e incluso provocar la muerte del preso de modo atroz, si se te va la mano; sin pretenderlo, por supuesto.
 Había dos métodos de tortura que le gustaban sobremanera. Uno de ellos era la toca, muy en boga en aquel siglo. El tormento consistía en poner en la boca del preso un paño de lino con los que se hacían las tocas que cubrían la cabeza de las mujeres. Esta tela se introducía por la boca hasta la traquea y posteriormente se vertía  agua sobre ella. Al empaparse la tela provocaba una sensación de ahogo con arcadas y vómitos e incluso, si no se interrumpía a tiempo, la muerte por asfixia. Otro de los favoritos de Guzmán era el péndulo. Con el se abría toda buena sesión de tortura. Era como el aperitivo antes del banquete. Aun Galileo no había enunciado la ley del péndulo simple, cuando ya la Santa Inquisición había descubierto su utilidad.
   En este caso las manos del reo eran atadas a la espalda y éste era suspendido por ellas a bastante altura. El balanceo producía la luxación de los hombros, codos y muñecas. Además era habitual añadir peso a los pies del preso y fustigarlo durante el proceso con una vara. Era un martirio de lo más completo.
  Pero lo mejor continuaba siendo la impunidad de responsabilidades y de conciencia,  que de esta última sino exime por lo menos atenúa lo suficiente. En el caso de Guzmán  no era tanto impunidad de conciencia (porque careciendo  por completo de la segunda se hacía innecesaria la primera) como conciencia de impunidad. La sensación de estar por encima de la ley, era única. ¿Qué mas se podía pedir? La eximente de responsabilidades era una bicoca, un dulce para  golosos como él y otros muchos en el Santo Oficio.
   Por mor de una limpieza de sangre más que dudosa y de una hombría de bien inexistente,  Ibáñez  se había transformado en valedor de la causa divina pero eso si, puesta  al servicio de la monarquía terrena, porque aunque la Inquisición debía contar con la aprobación de Roma, era un instrumento de la monarquía a quien  mas que el celo por la defensa de la fe, le movía la obtención de riqueza mediante la confiscación de bienes, sobre todo si el reo los poseía en abundancia.
 Muchos fieles adinerados, verdaderos cristianos viejos, se veían como consecuencia de todo ello, delatados por enemigos, competidores, criados u otras personas incluso aun menos adecuadas para tal menester, siendo condenados por el tribunal como herejes relapsos,  quedando privados de sus propiedades, que es estos casos pasaban casi integras a las arcas reales.
   No obstante, los inquisidores que al principio habían alabado su buena disposición y se habían aprovechado de ella cuando se acumulaba el trabajo, terminaron por hartarse de sus atrocidades. Acordaron entre todos encontrar el modo de librarse de él sin que sospechara, porque sabía demasiado además de ser muy bueno levantando falsos testimonios y en aquella época no estaba el búcaro para rosas. Las rencillas y las zancadillas entre los miembros del Santo Oficio eran más frecuentes de lo que debieran. Además el puesto de familiar estaba cada vez más solicitado, incluso por caballeros, ya que la limpieza de sangre que el empleo acreditaba permitía alcanzar muchas prebendas  y ya quedamos en que eran tiempos difíciles para todo el mundo. Guzmán se había convertido en una molestia y  se necesitaban plazas libres con urgencia porque el rey había prohibido que se crearan nuevas dado que había mas familiares ya que inquisidores. Urgía pues una solución.
   Uno de sus jefes,  amigo personal del recién nombrado Corregidor de Saláceres, desde sus tiempos de estudiantes en Salamanca, recibió con la buena nueva del ascenso del camarada, la solución para el próximo destino del incómodo familiar  y de vuelta, barajada pero visible entre los parabienes y las albricias, remitió la solicitud, como favor muy especial, que el Santo Oficio recordará siempre (que era lo mismo que ocurriría si no les hacía el favor, pero para que decir las cosas de ese modo, existiendo este otro mas diplomático), de una carta de poder a favor de Guzmán, que era de madre hispatana, e  idóneo por tanto para Alguacil Mayor. Así lo llevaban fuera de España, algo conveniente para todos, en especial para ellos.
__Te hago un favor, porque es muy bueno atrapando malhechores. No te pesará__ mintió el inquisidor sin ningún remordimiento.
El Corregidor no tuvo otro remedio;  le otorgó la carta, un sueldo de 50 reales y una vivienda. Así se lo comunicó a su amigo con la gratitud a sus parabienes y favores.
     Lo lamentó toda su vida.
   Guzmán  se sorprendió con la noticia. Precisamente ahora que había tanto trabajo y que el había adquirido practica consiguiendo resultados cada vez mas satisfactorios, excepto las veces, tampoco tantas, en las que se  le moría el reo; No obstante, pensándolo mejor, no le pareció mal su nuevo empleo. Iba a dedicarse a detener malhechores igual que hogaño, pero con mas albedrío y con más variedad. Estaba un poco harto de herejes y brujas. Además, el decidiría a partir de ahora, quien era culpable y quien no, porque  tenía mucha experiencia en métodos para arrancar confesiones. Si acaso el juez fuera más minucioso,  las pruebas se improvisaban sobre la marcha, que él tenía también imaginación. 
   No había vuelto por Hispatania desde niño cuando al morir su padre, portugués afincado en Saláceres, la familia los expulsó de la casa a él, a su madre que nunca les había gustado porque no era de su condición social y a su hermano pequeño que murió al poco, mas de desnutrición que de enfermedad. Habían llegado, tras un desgraciado viaje hasta Salamanca y allí ayudados por las monjas que les acogieron y dieron trabajo a su madre habían logrado sobrevivir.
   Recordaba los limoneros, las calles empinadas y el clima, su dulce clima, mas benigno que el de Madrid, lo cual no dudaba sería bueno para su maltratada salud y su cada vez mas dolorida osamenta. Guardaba la esperanza de encontrar aun con vida a alguno de sus parientes, aunque los que quedaron en la casa eran ya entonces de edad avanzada, pero como alguno perviviera, iba a tener medida cabal en primera persona de cómo los traumas infantiles se mantienen vivos en la memoria de quienes los padecieron.
    Por suerte para ellos, habían pasado a mejor vida hacia tiempo.
   Recogió sus escasas pertenencias, pagó lo que debía, y se despidió de los pocos amigos y de su superior, partiendo para el exilio que le había impuesto la Santa Inquisición, como antes el ejercito, aunque esta vez no le dejaron tirado. Por lo menos le buscaron otro empleo. Claro que, en este caso,  había motivos para ello: el Santo Oficio le temía bastante y al Tercio de Sicilia, Guzmán Ibáñez, se la traía al pairo.
   Apareció en la villa una tarde cuando ya estaban a punto de cerrarse las puertas, acompañado de quien presentó como su esposa; una joven delicada, que dicen estaba de novicia en el convento donde lo atendieron cierto día que, ya de camino a Hispatania,  resultó malherido en un lance con cuadrilleros españoles de la Santa Hermandad. Estos iban persiguiendo un bandido y Guzmán quiso echarles una mano lo que fue malinterpretado por ellos, dando origen a una refriega en la que por poco, una raquítica pulgada, no perdió el ojo que le quedaba. Los mismos cuadrilleros, una vez aclarados los hechos, lo dejaron en el convento, porque era el único sitio de los alrededores donde podían atenderlo.
   Las monjas se afanaron en curarle la herida, pero el solamente tuvo ojo para Raquel, que era quien le llevaba la comida. No recordaba haber visto nunca una mujer tan guapa y tan distinguida. Ni siquiera la reina Ana de Austria a la que vio una vez pasar en su carruaje.

   Se habría enamorado de la novicia si hubiera sido capaz, pero ese, era un sentimiento inexistente para Guzmán. Se encaprichó de ella, y como según él una esposa vendría bien para su nuevo destino, investigó con la comunidad para averiguar algo sobre la joven que pudiera utilizar como chantaje. Preguntó a  las otras monjas sobre el origen y la vida anterior de la novicia. Las hermanas fueron muy discretas, pero como de todo hay en la viña del señor, una de las sores, la más vieja, le contó por orden directa de la superiora,  que eran conversos__ mala gente, nunca pierden del todo su maña, no son de fiar__ y le puso en bandeja la ruta a seguir, como si de una carta de navegación se tratara.
   Así pues Guzmán, ante la imposibilidad de enamorarla, se dispuso a coaccionarla sin ambages, con el mismo resultado para sus intereses e incluso mejor; que el miedo es más perdurable que el amor. Le hizo saber que habiendo llegado a su conocimiento el hecho de su origen judío, tenía dos posibilidades: abandonar de buen grado el convento e irse con el a Hispatania o propiciar que el Santo Oficio investigara a su familia, con grandes probabilidades  de que acabaran en la hoguera por herejes. No necesitaba aclarar que dicha investigación correría por su cuenta, que para eso estaba allí providencialmente.
   La aprendiz de monja, temerosa, pidió ayuda y consejo a la superiora. Pinchó en hueso la pobre conversa, porque la madre no le abrigaba en absoluto simpatía ni que decir afecto, desde que el duque de Toros Bravos, benefactor del convento, pusiera sus ojos lascivos en la joven retirándolos de su maternidad que había sido hasta ese momento el objeto de sus atenciones. Así que la novicia se encontró sola amén de dolorida  y confusa por el desdén de su abadesa a la que consideraba como su madre en aquellas circunstancias. Era una joven ingenua y no se había percatado del deseo que había despertado en el duque, ni de los trajines de este con la priora. En consecuencia,  no tuvo otra que plegarse a los caprichos de Guzmán para proteger a su gente ( eran ciertamente judíos conversos y ella había profesado para acreditar la nueva y buena fe de la familia).  Rogó a una compañera, su mejor amiga, hiciera llegar a sus hermanos la noticia, por el modo que buenamente pudiera, diciéndoles que se iba  vivir a Hispatania con el alguacil, porque no le quedaba otra opción. Que no le dijeran nada a los padres, ya ancianos, para evitarles ese dolor añadido e innecesario. Que en cuanto le fuera posible les haría llegar noticias. Partió llorando, al amanecer, sobre un caballo que la comunidad tuvo a bien regalar al novio con la condición de que se la llevara sin mas dilación hacia su nuevo e inopinado destino.
   No obstante, Raquel tuvo suerte el día en el que Guzmán puso su ojo en ella.          Vuestras mercedes pensarán que acabo de perder el juicio, pero voy a ponerles al corriente del futuro que le esperaba en el convento una vez que el duque se hubo encaprichado de su belleza y de su candor. 
   Por lo pronto, acceder a ser su amante a la par que la abadesa miraba hacia otro lado, con gran pesar eso sí, dado que se iba a quedar a dos velas, mientras el duque poseía a la nueva de mala manera.
   Como las desgracias siempre van unidas al igual que las cerezas,  pudiera acontecer con gran probabilidad que resultara preñada repetidas veces, teniendo tantos abortos provocados como pudiera soportar, para continuar siendo la juvenil y atractiva amante del ducal y lascivo viejo verde, hasta que se cansara de ella. Una vez sobrevenido este trance su inmunidad habría llegado a su fin también y la abadesa podría imponerle el castigo que considerara más adecuado por su pecado de belleza y juventud, por haberle levantado el amante, acción esta última muy fea, por cierto y para que mantuviera la boca cerrada. Los obradores de los conventos son versátiles y por ello hábiles para todo tipo de productos, no sólo yemas. Luego se la enterraría en el cementerio de la comunidad y se avisaría a los deudos de que había muerto de unas fiebres la pobre infeliz, que fue una santa, amada por la  comunidad y sobre todo por esta pobre priora.
   Este sería sin remedio, desde el momento en el que el noble la descubrió, su desgraciado transcurrir conventual.

   Por lo menos en Saláceres podría tener alguna oportunidad, no desconfíen vuestras mercedes.

Continuará....