Los crímenes de las cuatro estaciones

El marqués y el segundo crimen



Don Nuño García de las Asturias, el marqués,  servía desde joven,  en los Tercios españoles por ser  de origen asturiano por parte materna. Su padre fue un caballero hispatano bachiller, licenciado y doctor en leyes por la Universidad de Salamanca, que siempre residió en Madrid y su madre una española de Pravia, descendiente de los reyes astures. Nuño demostró desde la infancia una obstinada vocación militar. Era el terror de las niñeras y ayas a las que era experto en despistar para dedicarse a sitiar y a hacer la guerra a cualquier cosa animal, vegetal o mineral que se pusiera a tiro. Los perros de la casa con el rabo entre las patas, se negaban a  abandonar su caseta en cuanto el niño salía al jardín y los gatos propios y ajenos escapaban al exterminio subidos a los árboles más altos, incluso al tejado. Las plantas del jardín o las hortalizas del huerto perfectamente alineadas eran ejércitos enemigos a los que reducir con la escoba antes de que tomaran al asalto la fortaleza o antes de que consiguieran llegar a Valencia para embarcar, porque no siempre era soldado a veces era bandolero, mucho más divertido y excitante, como todo aquello que se posiciona al margen de la ley. Más de una vez lloró amargamente el hortelano al ver sus lechugas  reducidas a un montón de verdes despojos babeantes o los tomates convertidos en sangre pastosa a palo limpio o aquellos tubérculos exóticos y sustanciosos traídos del Nuevo Mundo esparcidos sobre la tierra, aun sin completar el desarrollo requerido, porque Nuño había arrancado de cuajo sus preciosas ramas verdes transformadas por su guerrera  imaginación en  cabelleras de monstruos emergidos desde grutas tan invisibles como inexistentes. Estaba claro que sería soldado de adulto. Podría haber sido también pirata o salteador de caminos, pero dada su cuidada educación, más propios fueran para él los ejércitos de  su serenísima majestad. Estaba predestinado, como si dijéramos, aunque fuera hijo único y tuviera doblones en abundancia. No fue soldado por necesidad, lo fue por vocación.
   Comenzó en el tercio de don Lope de Figueroa, quien tras varias campañas en el Mediterráneo con desigual fortuna, pero en las que Nuño demostró con creces su valía, le envió a Madrid con cartas que el mismo y don Juan de Austria le dieron para Felipe II. En ellas se recomendaba al rey que le otorgara el mando de una compañía. Nuño hizo el viaje desde Nápoles en la galera Sol y llegó a tiempo para ver aun con vida a su padre que falleció al poco del regreso del soldado, muy orgulloso porque el rey en persona había distinguido a su hijo con el grado de capitán.
   El capitán de un Tercio era alguien  designado por el propio monarca para mandar una compañía, teniendo potestad para decidir  el arma de la que va a ser formada. En la de don Nuño amante de la variedad, siempre hubo mezcla de armas: Picas, arcabuces y mosquetes. Por encima del capitán, en el Tercio, solo estaba el maestre de campo y el rey. Esto da idea de la relevancia del cargo.  A los capitanes se les concedía la extravagancia, permítanme la expresión,  de un paje de rodela; muchachos que se colocaban en el combate delante de ellos para protegerles con su rodela, saliendo siempre muy mal parados, como es de  suponer. A don Nuño esto le parecía indecoroso y jamás lo consintió en su compañía. Fue un militar admirado por sus camaradas y querido y respetado por sus soldados. Un caballero, en una palabra.
   Siempre fue don Nuño defensor a ultranza de pagar con puntualidad a la tropa. Era sabido por todos, rey incluido, que cuando la paga se retrasaba (hubo momentos que hasta treinta meses) el Tercio se amotinaba aunque jamás pusieran en duda su fidelidad a España y al rey. Era entonces cuando el saqueo descontrolado pasaba a ser el modo de  resarcirse, tanto de bagajes del enemigo como en pueblos y ciudades. Don Nuño recordaba lo que le habían referido del saqueo de Roma en 1527, que llegó a extremos inhumanos de barbarie y destrucción. Hasta los dedos y las orejas de los cadáveres fueron cortados para llevarse las joyas y familias enteras, niños inclusive, torturados para que entregaran  el dinero.
   El marqués no quería bajo ninguna circunstancia que esto se repitiera en Sicilia  contribuyendo a aumentar la negra fama que los enemigos vertían sobre los ejércitos de España. En alguna ocasión en la que la paga se retrasó demasiado don Nuño anticipó el dinero de su propia fortuna para evitar que sus hombres, rudos si, y poco honestos quizá, pero disciplinados y valientes como pocos se convirtieran por mor  de la incompetencia de los encargados de la  Hacienda hispana en vulgares malhechores.
   Tras la gloria de Lepanto, olvidando lo jurado en aquel momento de rabia contra su rey, regresó a Hispatania, mas muerto que vivo, y se quedó para siempre en la ciudad y en el palacio de su familia paterna, donde esperaba morir tranquilo. La lectura era casi su única distracción  aparte de las amenas conversaciones que mantenía con una armadura que montaba guardia en el comedor y a la que llamaba don Gonzalo en homenaje al Gran Capitán de los Tercios de España,  al que admiraba más que a nadie en este mundo de ahora tan poco creativo. Muchas noches en los largos inviernos ensayaban estrategias militares y criticaban las utilizadas en diferentes batallas por los capitanes españoles que no andaban finos últimamente.
   Cuando sucedió el crimen de la hija del herrero, don Nuño y don Gonzalo, mantuvieron  graves parloteos y se hicieron numerosas cábalas sobre quién podía ser el asesino. Don Nuño, conociendo a Guzmán, investigó por su cuenta si la joven tenía algún pretendiente desairado, o si era requerida por algún vecino que no fuera correspondido, incluyendo a los alguaciles, por supuesto. Para ello se servía de Virtudes, que conocía a todo el vecindario y estaba al tanto de los chismorreos y de la colección completa de noticias que tenían  que ver con los amores u otras cuestiones de cintura para abajo que ocurrían  en la villa, que pese a ser, en apariencia, pacata y religiosa era muy activa en esos menesteres. Era una ciudad próspera donde todo el mundo tenía buena pitanza y ya se sabe que una vez el estomago lleno y con la certeza de volverlo a satisfacer al día siguiente, el hedonista cerebro sugiere otros placeres y el cuerpo obedece de inmediato encantado de la vida.
   La detención y el rápido ajusticiamiento de los vagabundos, interrumpió sus pesquisas, pero no las detuvo.
   __Ahora ya está, no se moleste mas vuestra merced__decía la armadura.
   __No. No está, esos pobres no son los culpables y usted lo sabe, el asesino anda suelto. No podemos cejar.
   Por Virtudes se enteró de que la muchacha no tenía novio, pero si algún pretendiente. Que el médico la visitaba a menudo, aunque era porque la chica tenía desmayos y privaciones y a veces, a pesar de las sales y algún que otro cachete, no podían hacerla volver en si y tenían que recurrir al galeno.
   Don Nuño siguió la pista del doctor, que no le caía bien por doble motivo: por médico y porque era muy religioso. Pero se llevó una gran decepción ya que ese día había estado atendiendo a la mujer del boticario que tuvo un parto de cuarenta y ocho horas. El niño venía con el cordón doblemente enrollado en el cuello. Fue un nacimiento complicado y don Antero, casi al borde de la extenuación, consiguió salvarlos a los dos. Este acierto hizo que todos los vecinos le admiraran como casi hacedor de milagros.
   Todos, menos don Nuño.
   Otro sospechoso a tener en cuenta pudiera ser el albéitar del pueblo. Más que nada porque el herrero había sido, desde siempre, el consejero gratuito sobre enfermedades y  costumbres de los animales domésticos, entiéndase mulos, cerdos  y caballos, dado que las cabras se curan solas en el campo haciendo buen uso de su sabiduría empírica. Tal vez la cabra y el albéitar tengan algo en común, alguna cosa en el cerebro, pensaba don Nuño.
   Bien, pues al albéitar le costó y aun le cuesta, que los vecinos cambiaran la costumbre por la razón, que eran harto reacios, mas teniendo en cuenta que ésta les costaba dineros. Pero el pobre sanador de bestias era un buen hombre y don Nuño no le creyó capaz de una felonía así, máxime porque no tenía buen porte y calzaba siempre botas. Lo mejor para andar entre excrementos.
   Los posibles pretendientes también fueron investigados por don Nuño y don Gonzalo, pero ambos tenían buenas coartadas. Desde luego parecía un misterio, pero seguro que no era tal y el asesino continuaba impune mofándose de la gestión del alguacil.  Pero por poco tiempo, voto a Dios,  ellos lo descubrirían más temprano que tarde.
   Durante el proceso de los vagabundos y bastante antes ya del veredicto, comenzaron a colocar el cadalso en la plaza frente a la casa de don Nuño, lo que propició en el marqués un ataque de cólera de los suyos.
   __Que barbaridad, si no ha terminado el juicio.
   El capitán a pesar del fuerte dolor en la pierna por el cambio de estación, fue a quejarse al Alcalde Mayor
   __Han confesado, don Nuño__Dijo encogiéndose de hombros__Ante eso ¿Qué se puede hacer?
   __Pero como no van a confesar. ¿No conoce los métodos de Guzmán?.
   __Han firmado la confesión sin que nadie los coaccionara, le doy mi palabra. Si no está conforme hable con el Corregidor.
    Don Nuño abandonó el consistorio sorprendido y enojado por la desfachatez del Alcalde Mayor, juez del auto, y se dirigió sin demasiada fe al palacio del Corregidor.
   Este había salido, casualmente, de viaje.
   __Este hombre siempre anda de un sitio para otro. No se que otras misiones desempeñará para el rey, porque siendo solamente Corregidor en Saláceres no necesita moverse tanto. Misterios de la corte.
   No halló, pues, ante quien elevar su protesta, porque cuando el Corregidor regresó ya estaban los reos enterrados.


Continuará...

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