Los crímenes de las cuatro estaciones

El escritor, última


Tras no mucho camino, llegaron con alivio a un convento de monjes cistercienses quienes les dieron cobijo con agrado y les permitieron lavarse.
   El  prior era un hombre de mediana edad alto y bien parecido que enseguida hizo migas con Josefo, pese a la antipatía  de este por los hábitos.
   __Me llamo Gerardo de Peñaflor y soy el prior. Soy asturiano de Grado, empleo el tiempo libre en hacer traducciones de libros extranjeros. Tenemos una buena biblioteca que tendré mucho gusto en mostraros.
Quizá fuera porque compartían la afición por la literatura, por lo que el muchacho se sentía a gusto con el monje y no tuvo inconveniente en referirle los pormenores del viaje, sin omitir el episodio del cementerio en Galicia. Gerardo de Peñaflor se rió a gusto.
   __¿No vais a reñirme?
   __Hombre, no está bien codiciar, ni menos aun catar los bienes del prójimo__ volvió a reírse__ pero las mujeres no son una mercancía y por consiguiente tampoco propiedad de nadie ni siquiera del marido y si ella consintió, no seré yo quien os enmiende la plana. Pero debemos poner celo en evitar dañar los sentimientos de terceros, precisamente. Quiero decir que uno puede enamorarse de otra persona, pero es preferible decir la verdad al marido o a la esposa, lo que no está bien es engañar ¿comprendéis?
   Josefo estaba perplejo, nunca hubiera esperado una respuesta así de un clérigo. Para todos los que conocía el mayor pecado, casi el único, era la fornicación. Que el monje antepusiera el engaño al fornicio era una novedad agradable.
Continuó con el relato hasta llegar a las monjas hospitalarias.
   __Ah mi buen amigo. Habéis tropezado con Gaudiosa de Rentería “la alavesa” y con su banda. Como ya habéis comprobado no son monjas sino todo lo contrario. Son bandidas que asaltan a los viajeros, los conducen a su guarida, un cenobio abandonado, y los matan para robarles.
   Pero es una historia triste la de esa mujer. Era vascona como ya os indiqué. Tenía tres hermanos varones y su padre la educó lo mismo que a ellos, instruyéndola en el manejo de las armas y  la caza.
   Eran gente adinerada, cristianos viejos buenos y temerosos de Dios, pero las rencillas de un vecino envidioso de los éxitos económicos  del padre, Juan de Rentería, propiciaron ya sabéis como funciona esto, la denuncia al Santo Oficio, que cuando hay dinero de por medio es muy proclive a creer cualquier cosa que se  diga aunque el sentido común indique lo contrario. Prendieron a toda la familia y para no cansaros os diré que la sentencia fue: Para el  padre, confiscación de bienes y muerte en la hoguera, porque el viejo no quiso arrepentirse y que le dieran garrote, muerte menos cruel, así que ardió vivo. Los hermanos fueron condenados a muerte también incluso el más joven, casi un niño y ella fue condenada a una pena simbólica: viaje al cadalso con sambenito y vela y regreso a la  cárcel para quedar libre. El pueblo se alborotó, querían más espectáculo. Ver arder a una mujer era siempre un añadido interesante al de por si encarnizado festín. Pero ese día se les fastidió la orgía. Sin embargo para una mujer era una condena a muerte. Desaparecida su familia, incautados sus bienes ¿Qué les quedaba? Cualquier otra se hubiera rendido; pero no Gaudiosa. Se echó al monte como un forajido y poco a poco fue ajusticiando a la familia del delator. Sin prisa, tomándose su tiempo. Dejando que se confiara entre una muerte y la siguiente. Cuando le tocó el turno a él, le descuartizó, confío en que ya muerto, y luego esparció los restos por la plaza donde ardió su familia. Después desapareció de la comarca. Al poco, comenzaron a tenerse noticias de una banda de mujeres que campeaba a placer por los caminos de la cordillera. Ora aquí, ora mas allá, pero siempre en la montaña para azote de viajeros confiados como vuestras mercedes, atentos sólo a los peligros del viaje, que no podían más que alegrarse si les salían al paso unas monjas indefensas y para mayor abundancia jóvenes, guapas y hospitalarias.
   __Pues posiblemente la he matado con mi honda__apuntó Jacinto que se había acercado a escuchar la historia de Gaudiosa.
   __Tenéis que enseñarme a usarla. Veo que es un arma eficaz y fácil de fabricar, además.
   __Con mucho gusto, padre. Empezamos cuando vos queráis.
   Josefo se quedó pensativo, sentía pena por la mujer rubia. Si era cierta la historia, la vida había sido muy cruel con ella.  La habían obligado a ponerse al margen de la ley. Era una injusticia terrible la que había cometido contra su familia el Santo Oficio. Si le hubiera sucedido a él, quizá hubiera hecho lo mismo.
   El prior había convocado a la comunidad y les había relatado el encuentro de los viajeros con las bandidas y como habiendo matado a tres de ellas, entre las cuales estaba Gaudiosa, era probable que las dos restantes abandonaran el lugar y pasara bastante tiempo antes de que se tuvieran noticias de nuevo de ellas, si es que se tenían.
   __Felicitemos a nuestros huéspedes.
   Mientras esperaban  por la comida, Jacinto mostró al prior como se manejaba el forquiau  y prometió enviarle uno por medio de uno de sus primos, el arriero de Lena, que visitaba León con frecuencia.
   Comieron con gusto el modesto condumio de los frailes. Luego el prior mostró a Josefo la biblioteca y aun hubo tiempo para charlar un buen rato de literatura.

   Josefo se sorprendió de la abundancia de textos del monasterio. Habría casi 500 ejemplares encuadernados. Gerardo de Peñaflor le mostró los seis volúmenes  de la Biblia Poliglota Complutense financiada por el cardenal Cisneros. Contaban también con varios códices latinos, hebreos, árabes y griegos. Si no fuera por la premura de la vuelta a casa se hubiera quedado con gusto algunos días con los frailes en particular con el prior al que prometió visitar de nuevo en cuanto tuviera ocasión para ello. Se acostaron temprano y partieron al alba. Les acompañó un fraile que debía acudir a Oviedo para hacer llegar unos documentos al Obispado. Era según el prior buen espadachín. Sería útil compañía. Gerardo de Peñaflor le recordó la amenaza del empresario y le rogó tener prudencia una vez en Oviedo.

   El resto del trayecto hasta la capital del antiguo reino astur transcurrió sin incidencias a no ser por la lluvia que se desató el ultimo día a modo de  purificación antes de entrar en la ciudad sin que hiciera falta fumigarles como se hacía con los peregrinos. El  agua los había dejado limpios y pulcros, al menos por fuera. El fraile acompañante aconsejo a Josefo esperar, mientras ellos llegaban a su casa y veían el panorama puesto que era más que probable que el sicario estuviera acechando. Decidieron tras ello, que el escritor esperara intramuros en la casa de los hijos del ayo, mientras Jacinto se adelantaba con el fraile para comprobar in situ si había o no peligro. En la casa del ayo recibió la noticia: Su padre ya estaba enterrado, no habían podido esperar más.
   El escritor lloró con sentimiento. Quería a su padre aunque no lo demostrara y sintió de veras no haber estado a su lado en aquel último trance. Le atormentaba la seguridad de que el progenitor hubiera muerto terriblemente preocupado por su futuro, asunto que a él no le inquietaba en absoluto. Pero los viejos temen al porvenir de los jóvenes porque es sinónimo de su propia  inexistencia. Cuando el joven se va  haciendo mayor, quien  ya lo fue hace tiempo, está próximo a terminar sus días en la tierra y sabe que no puede velar eternamente por los intereses del hijo, como sería su voluntad.

   Jacinto y el hermano Luis Mendoza con ropa de seglar llegaron a la casa de Josefo a media tarde. Mientras se acercaban un personaje con perilla puntiaguda y aspecto siniestro les salió al paso.
   __¡Josefo Mallo!
   __¿Quien lo requiere?__ preguntó Luis de Mendoza
   __¡La muerte!__ respondió el otro con arrogancia.
   El fraile sacó a pasear la tizona en menos que se parpadea y se aprestó a entablar pelea con el forastero. Este se sorprendió por la destreza de quien suponía era un espadachín mediocre. Las cosas igualadas en principio, comenzaron a decantarse a favor del supuesto Josefo. Cuando en un rápido avance adornado con varias fintas el monje arrinconó al sicario y a punto estuvo de desarmarle mientras le propinaba un tajo en el brazo, otro elemento apreció en la calle sin que Jacinto se hubiera percatado de donde salió, entretenido como estaba en no perder de vista al rival del fraile. El recién aparecido sacó una pistola y apuntó al supuesto Josefo, pero una providencial e imprevista piedra le impactó en pleno rostro haciéndole caer de espaldas. El suceso despistó al compañero en una distracción mortal puesto que Luis de Mendoza le atravesó sin mayores problemas con el acero, que asomó un palmo por la espalda. A continuación, comprobaron que el herido no había muerto aunque la pedrada le destrozó la nariz y la sangre le manaba como si le hubieran cortado la cabeza. Aunque la calle estaba desierta durante la pelea, aparecieron testigos por todas partes que refirieron a los corchetes como Jacinto y su acompañante habían sido asaltados sin miramientos y como el segundo malhechor portaba una pistola. Este fue trasladado al hospital custodiado por la justicia.
   __Todo acabó. Vete a buscar a Josefo. Yo vendré mañana a visitaros.

    Cuando el fraile regresó a la casa, Josefo le consultó sobre la conveniencia de abandonar Asturias. Ya no tenía aliciente alguno para continuar aquí. Prefería cambiar de aires. Tomaron la determinación de que Josefo regresara a León. Su tío le había hecho una oferta por la hacienda bastante espléndida. Además había recordado la herencia de Hispatania. Harían lo siguiente. Regresaría al convento con fray Luis de Mendoza. Si el tiempo lo permitía seguiría viaje a León y si no lo haría en primavera, pasaría el invierno con los monjes. Jacinto permanecería en Oviedo preparando todo lo necesario para el viaje. Hizo una lista de lo que deseaba llevarse, primordialmente los libros. Cuando estuviera libre el camino Jacinto se trasladaría al cenobio y ambos desde allí a León  y tras cobrar la venta emprenderían viaje a Hispatania.

   Fueron unos fructíferos meses los que pasó en la compañía de Gerardo de Peñaflor. Su espíritu se serenó y su cuerpo y su alma se fortalecieron al unísono en la montaña. Leyó, escribió y sobre todo conversó con el prior sobre literatura, filosofía, religión, política e incluso mujeres. Le sorprendió descubrir que el fraile había estado casado y que al morir prematuramente su esposa decidió consagrarse a la religión y al estudio. Su percepción sobre los monjes cambió por completo. Con el comienzo de la primavera regresó Jacinto y ambos partieron con todo el equipaje hacia León. Josefó lloró con la marcha y Jacinto le acompañó, como en todo,  para no ser menos. El escritor miró hacia atrás varias veces hasta que el monasterio dejó de verse por completo, como si nunca hubiera existido. Sintió entonces una extraña sensación de orfandad que no había experimentado con la muerte de ninguno de sus padres. El camino se hizo triste hasta la casa de su tío. Ni siquiera el recuerdo del sorprendente encuentro con las bandidas le animó el viaje.
   Demoraron unos días en León. Desde la capital del Bernesga hasta la frontera hispatana fueron ocho jornadas al ritmo de los bueyes porque decidieron viajar acompañados; ya habían tenido demasiadas sorpresas e imprevistos en los viajes anteriores y Josefo estaba además decidido a redimirse. Se lo debía a su padre, iba a hacerlo en su memoria.


Continuará...

Los crímenes de las cuatro estaciones

El escritor, cuarta



Se levantó y pegó el oído a la puerta de la celda. Creyó escuchar abrirse la puerta principal. Será que llega gente, le habría dicho Josefo, pero él tenía la mosca tras la oreja. En vez de entrar, parecía que salieran a la calle ¿Dónde iban a aquellas horas? ¿A rezar? ¿Adonde? El no había visto iglesia alguna adosada al convento ni en los alrededores. Decidió averiguarlo. Las celdas daban a una especie de claustro que se abría sobre un jardín interior lleno de arbustos. Ellos estaban en un extremo, muy alejados de la puerta de entrada. La comunidad dormía al otro lado. Con la puerta entreabierta pudo ver correr a una monja rezagada que llevaba una especie de azada en la mano. No puede ser que vayan a trabajar al huerto, pensó el fámulo asturiano. Por una de las ventanas arqueadas vio luces de antorchas. ¿Vuelven a salir de búsqueda? Tengo que ver lo que hacen.
   Abandonó la celda con sigilo y caminó por el pasillo contiguo al jardín donde era fácil camuflarse si alguna regresaba de improviso. Llevaba un puñal al cinto, pero sobre todo  el forquiau de rama de salguero que usaba con tanta maestría desde niño.
   Llegó hasta la puerta sin contratiempos, salió con cuidado y se aculó contra la pared; no hay moros en la costa, pensó, mientras continuaba hasta la esquina. Desde allí  vio una lúgubre procesión salir del cobertizo anexo a la cuadra; abría la marcha una de ellas portando una antorcha,  seguían otras dos arrastrando un hombre desnudo y sin cabeza, luego otra monja con antorcha y la cabeza del muerto agarrada por los pelos y por último las más jóvenes llevando azadones y palas. A Jacinto se le erizó todo el cuerpo más por la visión que por el frío. Creyó orinarse encima, incluso más, pero eso no era importante ahora.
   __Que embusteras de mierda__ masculló con los dientes apretados__  Menuda alianza de falsas monjas con elementos desatados por su amigo el diablo en medio de la nada. De eso viven las muy putas de robar y matar.
   Cuando perdió de vista la procesión, dejo la esquina de la casa y corrió hasta parapetarse detrás de un grueso nogal. Desde allí comprobó como dos enterraban al muerto, mientras otra alisaba lo que parecían montículos de tierra de tumbas recientes y las otras dos sostenían las antorchas.
   __Eso hacían cuando las vi, venían de enterrar algún otro y volvían a por éste, pero nosotros las interrumpimos. Tengo que avisar al amo, hay que salir de aquí a toda prisa.

Esa fue otra peripecia, despertar a Josefo y convencerle de que lo ocurrido no eran imaginaciones sino la pura verdad y de que las monjas hospitalarias eran vulgares bandidas que acogían viajeros para robarles y matarles, porque no podían dejar testigos.
¡No podía haber testigos!
   Cayó en la cuenta de pronto y no se cagó de miedo, porque ya lo había hecho cuando vio al muerto que iban arrastrando sin cabeza.
   __Vamos, vamos. Así con hábito y todo. Salga ya de una vez, que nosotros seremos los próximos. Yo iré a por los caballos.
   Josefo no entendía aun, era un poco lento cuando había mujeres de por medio. El las creía hechas para el amor en todas sus manifestaciones: carnal, maternal, filial o fraternal. No era capaz de comprender que también podían delinquir, incluso matar, talmente como los hombres.
   Cuando llegó a la puerta ya esperaba Jacinto, que había tenido la precaución o la premonición de dejar ensillados los caballos. Montaron y acordaron el camino a seguir.
   __¿Hacia dónde vamos?
   __ Vamos  adelante por el bosque, lo más lejos posible. Cuando amanezca trataremos de volver al camino real.
   Salieron a todo lo que daba el trote del caballo. No pudieron oírlas, pero la comunidad hospitalaria descubrió rápido la huida y les dedicó un variado repertorio de blasfemias, dignas del más curtido arriero que cruzara la cordillera en cualquiera tiempo. La rubia de los ojos sin sentimiento dejó a medio enterrar la cabeza y bajo corriendo a oscuras la pequeña loma, llegó a la cuadra, recogió su ballesta y de un salto montó el caballo a pelo saliendo en persecución de los fugitivos. La siguieron  otras dos, que se fueron en dirección contraria.
   Mientras, los asturianos iban casi a ciegas por el bosque. La luna pareciera tener ganas de jugar al escondite saliendo y ocultándose tras las mullidas nubes. Cuando ésta alumbraba Jacinto miraba hacia atrás, estaba convencido de que vendrían en tropel tras ellos. Una de las veces que la luna asomó curiosa, vio brillar una cosa que se movía con gran rapidez en línea recta a no demasiada distancia. Tenía buena vista y buen oído también el muchacho, por eso comprendió que no era un ave precisamente  lo que se  acercaba volando emitiendo un lúgubre silbido. Entonces gritó a Josefo:
   __¡Agachaos, una saeta, una saeta!
   Pasó rozando las cabezas de los cuatro. Hacía tiempo ya que se habían percatado de estar descendiendo por una ladera. También eran conscientes de que pasaría un buen rato antes de que volvieran a dispararles, caso de que fuera una sola la ballestera.  Pero tenían que asumir el riesgo, no quedaba otra.
   Jacinto aminoró la marcha del caballo, pidió a Josefo que lo condujera  evitando así golpearse contra una rama y  preparó su forquiau, colocando la munición (una piedra aplanada de buenas dimensiones) en la badana. El joven criado se situó de espaldas a la marcha y sujetó la badana con el proyectil entre el índice y el pulgar. La luna compasiva les hizo el favor de alumbrar y mientras la ballestera se tomaba el tiempo requerido para colocar una nueva saeta, un proyectil lanzado a gran velocidad le  impactó en la frente derribándola a plomo de la montura.
   ___Salgamos echando leches. ¡Vamos, vamos!
   Siguieron ladera abajo durante bastante tiempo. Fueron conscientes de que nadie más los seguía, lo que les pareció extraño pero no dejaron, sin embargo,  de alegrarse por ello.
   Tras un tiempo que se les antojó eterno, un rayo de sol  madrugador asomó el extremo sobre los montes a su derecha. Cuando la luz fue un poco más evidente Jacinto descubrió la Carisa con la misma alegría con la que se descubre la silueta de la amada tras un tiempo prolongado de ausencia. Se dejaron ir ladera abajo y saltando desde el calzado lateral se reincorporaron al camino con la sensación de haber avanzado bastante trecho, puesto que el paisaje había cambiado por completo.
   __Doblando esa curva veremos algo, seguro.
   Efectivamente así fue, aunque no era lo que esperaban en absoluto. Dos hermanas hospitalarias estaban en  medio del camino sobre las monturas sin silla. En cuanto les pusieron el ojo encima, apuntaron hacia ellos con sus ballestas. Jacinto fue más rápido con su forquiau y derribó a la suya antes de que soltara la saeta. Josefo se dejo caer del caballo, para contemplar con estupor cómo se desplomaba muerto atravesada la cabeza por el proyectil.
   Esa era la estrategia: matar a los caballos y con los rivales en el suelo, acabar con ellos sorprendiéndolos con rapidez mientras se reponían de la caída. Pero desconocían la destreza de Jacinto con la honda salvadora.
   La monja que quedaba salto al suelo y se enfrentó a Josefo blandiendo un alfanje morisco con las dos manos, contra el que el asturiano poco podía con su ropera. Mientras, el criado recogía la ballesta cargada de la otra y cavilaba como disparar.
Pensó: como en todo, lo primero apuntar. Acercó el ojo al extremo del carril de la saeta y lo alineó con el blanco, harto complicado porque no paraba de moverse, como si ejecutara una danza ritual. Los movimientos eran acompasados y rítmicos, pero no exentos de dureza en las acometidas. Josefo se defendía sin demasiado entusiasmo, aunque era consciente, a ratos, de que le iba la vida en ello.
   Esperó a que cesara un poco el vaivén y en el momento en el cual la hermana hospitalaria tenia acorralado a  Josefo contra el borde del precipicio, bien colocado para que se precipitara muerto ladera abajo por su peso  y no hubiera necesidad ni de empujarlo, Jacinto gatilló la ballesta. El proyectil atravesó a la mujer por debajo de los omoplatos y la proyectó hacia delante y hacia el abismo, rozando a Josefo en la caída, provocando que se precipitara también mientras lanzaba un alarido más de sorpresa que de miedo.
   __Oh no por Dios nuestro señor y por todos los demonios. Nooo. Amo, Amoooo.
   __Jacinto, estoy aquí, aquí. ¿No me ves?
   El asturiano pese a todo tenía suerte. Dios protege a los ingenuos, está comprobado, Josefo era una muestra de ello. El abundante matorral  había frenado el descenso y el escritor tuvo pericia para agarrarse a las ramas y quedar medio suspendido. Jacinto se arrastró boca abajo sobre el vacío y logró izar a su amo sin mayores dificultades. Una vez en la calzada empujaron el cuerpo del caballo, con un buen esfuerzo, precipicio abajo, luego recogieron el cuerpo de la monja para hacer lo mismo.
   __Sería más piadoso enterrarla, tapar su cuerpo con ramas por lo menos.
   __No tenemos tiempo. Las otras pueden estar cerca. Dejémonos de compasiones y larguémonos de aquí.
   No comprobaron si estaba muerta aunque suponían que sí, porque por el agujero que dejó la pedrada asomaba algo viscoso que pudieran ser los sesos, recogieron los caballos, la ballesta y el alfanje y salieron pitando.
   __Necesitamos descansar__dijo Josefo.
   __Le repito que hay monjes por aquí.
   __Si ya lo sé. Pero si no encontramos a nadie, descenderemos en cuanto veamos un pueblo.

   Unas millas adelante dieron alcance a un carretero que viajaba cargado de cebada. El les dijo que había cercano ya un convento donde se podía dormir y comer. Les invitó a subir  al carro, pero prefirieron continuar a su ritmo.


Continuara....

Los crímenes de las cuatro estaciones


El escritor, tercera


El camino se adentra en la Cordillera siguiendo la ladera oriental con una suave pendiente, antes de zigzaguear acalorado para luego calmarse y entrar en Asturias manso y horizontal
   El otoño había trocado el monótono verde de la arboleda en una profusión de colores, desde el ocre tostado al rojo intenso pasando por toda la gama de amarillos. Era como la paleta de un pintor lista para abordar el retrato de un paisaje colorista y exuberante. La atávica Cordillera se mostraba ante ellos en todo su esplendor, incitante y bella. Como una diosa madre protectora, de mamas generosas, entre cuyos brazos no podías correr ningún peligro.
   Esa era la impresión que tuvo Josefo, ingenuo como siempre, porque la montaña  aparenta serenidad en su perenne grandeza,  pero es solamente para que el viajero confíe  y se adentre (de otro modo la soledad resultaría penosa). Sin embargo, alojado bajo sus pechos de Venus o despistado por su vientre y sus caderas, el peligro acecha acomodado a formas diversas. Es una embaucadora. Quien bien la conoce sabe que es preciso desconfiar y andar alerta.
   La primera jornada disfrutaron de la belleza del paisaje y de la bonanza del clima. Parecía que el viaje tuviera buenos augurios. Pero  al día siguiente de abandonar León y ya en plena travesía les castigó una ventisca que comenzó a asomar el hocico en lontananza sobre la festoneada cresta de un pico lejano, como una alimaña al acecho, que al descubrir las presas incautas y fáciles, se lanzó imparable ladera abajo, arrollando con  su estela todo lo que fue hallando por el camino. Los viajeros y sus monturas se vieron sumergidos más pronto de lo que creyeron, en cataratas de agua seguidas de grueso granizo y acompañadas de súbitas llamaradas de relámpagos con fragores de truenos que parecían partir en dos la montaña, tan descomunales eran las estampidas.
 Josefo se imaginaba las legiones romanas sorprendidas por semejante tempestad  sujetando caballerías, empujando carros atascados, blasfemando contra los dioses y tratando encarecidamente de no salirse de la Vía.  Incluso le pareció oír, sofocadas por la embestida  del granizo contra el empedrado,  las voces de los legionarios dando órdenes a sus monturas.
   Los dos asturianos, que habían echado pie a tierra, se cogieron del brazo para no perderse, procurando no soltar a los caballos, que cabeceaban nerviosos espantados por el temporal. No podían apenas avanzar, porque tenían la tormenta encima de sus cabezas, envolviéndolos  en sus remolinos de fuego y piedras, mientras proseguía con parsimonia su viaje hacia el este, disfrutando entre tanto, el desconcierto y la fatiga que les estaba causando. En medio de la vorágine decidieron arrimarse despacio al bosque, porque no se veía ni la calzada  y  ponerse al resguardo de los árboles hasta que amainara. Se salieron del Camino hacia la izquierda puesto que a pocos pies a la derecha, el precipicio camuflado tras una barrera de arbustos acechaba paciente de siglos a caminantes confiados y confundidos en la noche o la tormenta.
   Subieron monte arriba casi en vertical un buen trecho, avanzando luego hacia la derecha paralelos a la senda para poder reincorporarse  más adelante sin sobresaltos. Cuando el bosque comenzó a clarear, ataron los caballos con dificultad y se sentaron  contra el tronco y bajo las frondas exuberantes de lo que parecía un roble. Estaban empapados. Si se tocaban les manaba agua como si les brotara de dentro y el frío no les permitía hablar, les temblaba la barbilla lo mismo que cuando hacían pucheros de niños.
   __Creo que nos hemos internado demasiado.
   __No te preocupes, cuando esto termine, solo tenemos que ir hacia abajo en línea recta hasta encontrar de nuevo el Camin.
   Cesó la ventisca tras bastante rato, tanto que se hizo noche cerrada. No habían caído copos por suerte, solo fue una granizada con toda su corte. Lo típico de noviembre, aunque fuera octubre.
   __Tendremos que pernoctar aquí. Mañana veremos. A ver si encontramos algo bastante seco para hacer un fuego y poder calentarnos y secarnos.
Jacinto se internó un poco más y al rato regresó corriendo asustado llamando a Josefo.
   __He visto luces, como una procesión. Serán las almas de los difuntos. Es casi noviembre, recordad.
   __Dichoso tú y tus difuntos. Serán viajeros como nosotros. Muéstrame dónde.
   Jacinto le mostró de mala gana el lugar. Ya no había procesión, pero se adivinaba bajo la luna que comenzó a brillar oportuna, una casa grande con una pequeña luz  en el frente.
   __Parece un cenobio __dijo Josefo para convencerse a si mismo.
   __Puede sí, tengo noticias de que hay frailes en la montaña__aseveró Jacinto también para darse ánimo.
   Se dirigieron hacia allí, nadie iba a negarles cobijo en una noche así. No obstante prepararon los aceros y el forquiau por si las moscas. Cuando se acercaron vieron que se trataba de un caserón de piedra sin labrar con cuatro ventanas de medio punto y una puerta principal arqueada del mismo modo. Al lado de ella había un nicho con una imagen de lo que pudiera ser una santa, pisoteando un dragón cuyas enormes fauces abiertas amenazaban tragarse al primero que osara ponerse a tiro. Junto a la imagen ardía una llama en un pequeño farolillo que fue posiblemente la luz que vieron desde el bosque. En la puerta sobresalía una aldaba de buenas dimensiones; con ella llamaron. Al poco se abrió una trampilla y una voz de mujer preguntó quién iba.
   __Somos dos viajeros que nos hemos extraviado con la tormenta. Nos gustaría poder pernoctar a cubierto.
   Hubo un prolongado silencio en el que parecieron escucharse cuchicheos y pasos apresurados y por fin la puerta se abrió apareciendo en el umbral dos monjas con un hábito austero y marrón alumbradas por un farol.
   __Aquí vivimos una comunidad de hermanas hospitalarias. Tendremos mucho gusto en ayudaros. Pasad, por el amor de Dios.
   __Ave María Purísima__dijo Jacinto que no sabía que decir.
   __Ave__respondió la monja.
   __Dejaremos los caballos en el establo. Os daremos de cenar y luego os mostraremos donde dormir. No temáis estáis en casa santa.
   Josefo preguntó si habían salido, porque su criado vio una hilera de luces. Tras dubitativo silencio, la que pudiera ser madre abadesa respondió:
   __Salimos por si alguien se había extraviado por aquí tras la tormenta, siempre lo hacemos.
   __¿No encontraron a nadie?
   __Pues no. Pero ha servido para que vuestras mercedes nos vieran ¿no es así?.
   Josefo asintió.
   __Les acompañare a su celda y les traeré ropa seca para que puedan cambiarse.
   La monja volvió al poco con  dos hábitos marrón oscuro como el que ellas llevaban.
   __Vistan esto. Cuando venga a buscarles para la cena me llevaré su ropa y la pondré a secar.
    Jacinto comentó cuando regresó de acomodar a las monturas que en el establo había cinco caballos y dos mulos y además un carro de carretero, aunque los bueyes no los había visto por ningún lado.
   __Me parece extraño que tengan tantos caballos ¿para que los quieren?.
    A Josefo le pareció normal teniendo en cuenta que recogían gente extraviada.
       __Algunos pueden haber perdido su montura con las ventiscas y de este modo les  procuran otras. No tiene nada de extraño.
   También  chocó al muchacho la falta de pulcritud. No estaba sucio, pero tampoco limpio, por lo menos como suelen estar los monasterios y sobre todo de monjas.
   __¿Has visto muchos conventos de monjas tú?
   __No. Pero siempre lo he oído decir. Además está un poco ruinoso.
   __No tendrán medios para otra cosa mejor. No pongas tantos reparos y agradece la hospitalidad.
   La misma monja de siempre vino a buscarles y les condujo al comedor. Era un sitio amplio comunicado con la cocina en el que había un aparador para la escasa vajilla y una larga mesa con fiadores, alrededor de la cual se sentaba, en sillas de madera con asiento de enea, la comunidad compuesta por cinco hermanas. Bajo la mesa un enorme brasero caldeaba la estancia. Sobre ella, una olla aun tapada esperaba  a los comensales. Cenaron sopas de pan de escanda y conejo guisado con verduras del huerto. Bebieron vino en abundancia.
   __Es de  la zona de Toro, me lo envía mi familia__ dijo la que llevaba la voz cantante
   Josefo preguntó por la orden, como habían llegado hasta aquí, de donde vinieron, quien fue su fundadora.
   __Yo la fundé__ dijo la de siempre__ somos hermanas hospitalarias, nuestra regla es sencilla: dar albergue y prestar auxilio al caminante, trabajar el huerto, atender los animales y rezar por la humanidad. Nada más.
   __Pues me alegro de que estén aquí__ dijo con convicción el escritor__ aunque me pregunto si no será peligroso, solas en medio de la montaña.
   __Tened en cuenta que somos cinco y sabemos defendernos, pierda cuidado. Aunque nunca nos ha hecho falta. La gente es buena y respetuosa con nosotras.
   __No sabéis cuanto me agrada oír esto.
   Charlaron de nimiedades y bebieron vino zamorano en abundancia. Josefo, como buen escritor curioso y deseoso de conocer cosas nuevas, volvió a preguntar por la orden.
   __Ya os dije que yo la fundé. Éramos un grupo de mujeres solas, algunas viudas cuyos maridos habían muerto en la guerra mientras que los de otras se embarcaron para las Indias Occidentales y no volvieron a saber de ellos. Las familias no pudieron hacerse cargo  cuando quedaron solas, así que decidimos agruparnos para sobrevivir.
   __¿Se conocían de antes, eran acaso de la misma ciudad?
   __No nos conocíamos  porque  no somos  del mismo pueblo, nos fuimos encontrando aquí y allá, mientras la vida nos fue llevando a unas con mejor fortuna que a otras. Como os digo vinimos a este caserón que era de la familia de la hermana Teresa y decidimos constituirnos en comunidad religiosa para socorrer al necesitado y acoger a quien lo necesite como nosotras. Tratamos de que no se repita nuestra historia.
   __¿Como sobreviven?
   __Cultivamos un huerto, tenemos cabras y gallinas, cazamos y pescamos en el río. No nos falta comida. El excedente lo vendemos en el mercado de la Pobla de Gordón.
   __¿Estamos ya cerca de Asturias, entonces?
   __Si. Mañana ya podéis entrar en tierra asturiana. Nosotras os devolveremos al camino real. Deberíais retiraros a descansar, quedan jornadas hasta llegar a Oviedo y el camino es duro.
   Josefo tenía la esperanza de que se repitiera el episodio de la venta y que un brazo femenino le introdujera en una celda oscura, pero no sucedió. Aunque prefería los misterios, esperó despierto y esperanzado pese a la fatiga del viaje, que se abriera la puerta de su dormitorio y entrara alguna de las monjas. La que parecía ser la abadesa era una mujer guapa, mayor que él además, lo cual le agradaba sobremanera. Tenía unos ojos grises absolutamente inquietantes, aunque a Jacinto le parecían fríos y sin sentimiento.
   __¿Como sin sentimiento?
   __Pues eso, no son dulces, ni cariñosos. No invitan a la confianza. A mí me hacen recelar.
   __Bah, tonterías tuyas. Es una mujer muy atractiva.
   __Yo no la querría en mi cama, lo mismo me clava un puñal después de amarla. Creo que es de esas que utilizan a los hombres.
   __Bueno ¿ qué sabrás tú de mujeres?, _dijo el escritor dándose la vuelta y acomodándose para dormir porque ya estaba convencido a aquellas alturas de que no vendría ninguna a visitarle.
   Jacinto no sabía demasiado de mujeres, era cierto, pero también lo era que tenía bastante mejor ojo que su amo. Por lo menos no se metía en camas ajenas y sus historias eran escasas pero terminaban  por las buenas  y  no por irrupción violenta en la escena de un marido celoso, coronado y armado. Amén de que hasta ahora nadie le había sentenciado a muerte como a su amo, cosa que éste parecía haber olvidado por completo. Durmió mal el criado, porque los ojos de la monja le inquietaban, aunque  por distintas razones que al escritor.
   Sería algo más de media noche, cuando comenzó a escuchar un cierto trajín en el convento.



Continuará...

Los crímenes de las cuatro estaciones

El escritor, segunda


Los fugitivos no se dieron tregua hasta verse en pleno monte. Allí amainaron un poco la marcha para tomar aliento ellos y los caballos. El viaje hasta León atravesando los Ancares  les llevaría cuatro jornadas, más o menos, y podía complicarse si el tiempo invernaba de repente como a veces solía caprichoso y antojadizo como era, sobre todo en las alturas, o si topaban con algún  forajido, cosa esta menos probable ya que por aquellos lares fuera del Camino Real, no se trasladaba gente a no ser también fugitivos como era el caso ahora mismo y el asalto a camaradas además de feo podía resultar peligroso; por ello el puesto de salteador en aquel punto sería tan inútil como en un cementerio, aunque bastante más arriesgado.
   Brillaba ya algo de nieve en las desgastadas cumbres y el frío se calaba hasta los huesos; con la humedad, la ropa no se pegaba al cuerpo y las mantas no eran suficiente abrigo. El camino era angosto y sinuoso, había que seguirlo con paciencia. Si fuera un viaje de placer hubieran empleado tiempo en admirar el paisaje, mezcla heterogénea  de árboles y de misterios con sus pueblos únicos de pallozas ancestrales y de gentes hospitalarias a la par que curiosas ante los escasos viajeros que por allí se aventuran; pero el horno no estaba para bollos, el marido podía haber enviado alguien para seguirles, así que había que arrear.
   No se necesitaba tener aptitudes  de adivino para comprender que el marido fue lo primero que dispuso cuando regresó a la fonda: hacer venir un sicario desde Santiago, pero no para seguirles, porque obviamente no conocía con certeza la dirección que habrían tomado. Lo que si era seguro es que más tarde o más pronto recalarían en Oviedo en la casa paterna. Esto se vio confirmado para la mala suerte de Josefo a la mañana siguiente cuando ya la compañía había abandonado el pueblo apresuradamente, por si a la  justicia le daba por meter las narices donde no le importaba y el marido avispado, había citado al espadachín en la siguiente villa. El emisario les dio alcance por el camino creyendo que el muchacho continuaba con ellos para avisarle de que  su padre estaba en trance de muerte. El empresario se frotaba las manos: esta vez no se iba a ir de rositas el muy hijoputa. El había perdido a su mujer y con ello a la primera actriz, pero nadie es insustituible. Sin embargo el escritor perdería la vida para siempre, porque es una sola, no hay repuesto.
   Fue un fallo que tuvo Dios cuando creó al hombre.
   La joven y promiscua artista, amparada por el párroco de San Froilán,  había buscado refugio en un convento de monjas, para huir de la furia del marido y orar un tiempo por sus pecados y rogar por la salvación de su alma. Esto último fue idea del cura, que a ella no se le hubiera ocurrido nunca.

   Los fugitivos pernoctaron al sereno, sin pegar ojo la primera noche, no atreviéndose  a hacer fuego, tapados con las mantas y con ramas de árboles que además de abrigo procuraban camuflaje, comiendo algo de cecina que Jacinto llevaba en las alforjas y un poco de pan, duro como pedernal. Temían que alguien les viniera detrás, pero también temían al oso, rey absoluto de la montaña, tan incuestionable como Felipe II y sobre cuyas costumbres no se ponían de acuerdo (sobre las el oso, las del rey no las conocía el pueblo llano): Josefo sostenía que dormía todo el invierno, pero Jacinto argumentaba que  eran patrañas ¿Cómo iba a sobrevivir sin comer durante tanto tiempo?. Imposible.
   __Tiene reservas suficientes de grasa__ decía Josefo
   __¿Dónde?
   __Quizá bajo la piel.
   __Nunca escuché tontería mayor.
   __Bueno, vale. Vigilemos por si viene el oso, no nos vaya a estrujar como al rey Favila.
   La segunda jornada lograron alcanzar poblado antes de anochecer y durmieron en una palloza entre las vacas. Fue una suerte porque había comenzado una llovizna terca que los empapó en menos que se dice agua. Los dueños, una pareja de mediana edad, les dieron leche caliente con pan de maíz que migaron dentro. Por la mañana desayunaron lo mismo. Jacinto se encargó de adquirir provisiones para el viaje: borona, queso y cecina. Hecha la compra, continuaron camino. Esa noche la pasaron al raso, sin embargo se atrevieron a hacer fuego, no parecía que nadie les siguiera. Es más, ya casi lo habían descartado. No obstante, durmieron por turnos, porque habían oído aullar al lobo y estaban amedrentados. Además Jacinto andaba obsesionado con la Procesión de las ánimas que vagan por los caminos buscando incautos como ellos a los que robar el alma. Había trazado un circulo de ceniza alrededor y le había rogado a Josefo no salirse de él, bajo ningún concepto.
   __Y si les ve no les mire a los ojos.
   __¿Tienen ojos los espectros?
   __Usted ríase, pero como aparezcan no les mire por si acaso.
   Durmieron mal, entre el frío y los miedos. Si no se extraviaban al día siguiente, estarían ya en la provincia de León; desde allí serían tres jornadas más hasta la casa del tío de Josefo.  Por la mañana llegaron a un pueblo. Era el último de Galicia, los lugareños les indicaron el camino. Con la llanura, cesó la lluvia y mejoró el humor de los viajeros.
   La segunda noche en tierras leonesas, ya en el Camino Real Francés que seguían los peregrinos a Santiago,  encontraron con alegría una venta donde pernoctar y cambiar de menú, aparte de poder lavarse, que era algo con lo que Josefo soñaba, cuando podía dormir.
   No estaba muy concurrido el sitio. Un arriero y ellos dos. Dieron agua y heno seco a los caballos y procedieron a bañarse donde  les dijo el ventero: en el pilón del huerto al lado del pozo.
   __No se preocupen vuesas mercedes, desnúdense en paz, no hay señoras.
   Señoras no habría pero salamandras sí. Jacinto las sacó del pilón y trajo unos calderos de agua  limpia del pozo para aclararse. Luego cenaron sopa castellana caliente y  unos trozos de cabrito asado en el llar, regado todo con un vino recio como la tierra del páramo leonés. El criado salió para ver cómo estaban los caballos y Josefo subió a la habitación. Mientras recorría el pasillo alumbrado por el escueto candil que le dio el ventero, se abrió una puerta con sigilo y una mano le agarró la manga y tiró hacia dentro, mientras el viento de la puerta al aletear apagaba el candil. Josefo no sabía que pensar, aunque no le hizo falta discurrir demasiado. Cuando iba a preguntar algo, unos labios apretaron los suyos haciéndole callar, mientras una manos expertas y rápidas comenzaron a desnudarle. No sería una señora, ya que según el ventero no había en la posada, pero tenía unos pechos generosos, unos muslos suaves y carnosos, mucha habilidad y mucha pasión. Fue una noche enardecida en la que Josefo aprendió incluso alguna novedad amatoria. Pese al lógico cansancio el asturiano estuvo a la altura de lo que de él esperaba la mujer que se durmió rendida por el agotamiento con el canto del gallo, cuando el escritor debía levantarse y continuar camino.
    Josefo llegó tarde al desayuno, a punto estuvo Jacinto de ir a buscarle, pero pensó que necesitaba descansar, habían sido jornadas muy movidas y duras. Se sorprendió de la mala cara de su amo, que apareció bostezando.
   __¿No habéis dormido?
   __No, ya te contaré.
   Desayunaron y se pusieron en camino. Ya habían pagado por adelantado, la víspera. Cuando se iban Josefo preguntó al ventero:
   __¿No decíais que no había señoras en la venta?
   __Y no las hay. Yo no miento, que es pecado.
   El asturiano creyó adivinar cierta sorna en la respuesta. Cuando salían por el portón el ventero les grito:
   __Tengan buen viaje vuesas mercedes y vuelvan cuando quieran.
   Convencidos ya de que nadie les seguía y sabiéndose próximos a la ciudad, cabalgaron al paso toda la jornada. Así Josefo pudo dormitar durante el trayecto para desesperación de Jacinto que no pudo descubrir el porqué de la forzosa vigilia del amo, aunque se lo imaginaba. En esos momentos el Camino estaba muy transitado en dirección a León y   el viaje, por ello, se presentaba tranquilo: con tanta gente no había peligro de asaltos ni cosa parecida. También toparon, para mayor tranquilidad, con una pareja de cuadrilleros de la Santa Hermandad que se interesaron al ver dormir a Josefo, por si viajaba enfermo y necesitaba ayuda.
   El asturiano recordó a su ayo don Gonzalo cuando le contaba como  Enrique IV de Castilla había autorizado, hacía más de cien años,  la formación de la  Hermandad General para perseguir la delincuencia en los caminos y en los poblados. Lo cierto es que resultaba agradable encontrar “mangas verdes”  por las calzadas,  pacificas gracias a su presencia  que hacían seguro el comercio y el transito en general, aunque  a veces llegaran tarde cuando se les requería, porque las vías de comunicación no eran lo mejor de  aquellos tiempos.
    Por la tarde, los viajeros atravesaron el  Bernesga y entraron en León. Su tío le dio con la bienvenida la noticia de la enfermedad de Josefo padre.
   __Es grave. Deberías ir a Asturias, para poder verlo vivo. Te mandaron hace días recado a Galicia, pero ya habías abandonado Lugo.

   Decidieron salir por la mañana temprano, nada mas amanecer. Ya estaba llegando noviembre y aunque el tiempo era bastante frío, aun la nieve no había  igualado el paisaje borrando los caminos, no obstante el paso por la montaña podía cerrarse en cualquier momento. Josefo dejo en casa de su tío a su querido caballo cuatralbo, compañero de tantas aventuras. Era preferible hacer el viaje de retorno a casa a lomos de caballerías de refresco, bien descansados para abordar el camino y para soportar las impertinencias del tiempo que podían ser variadas.

   Dejaron atrás León pasando por delante del Convento de San Marcos aun en obras. Va a ser inacabable, decía el tío de Josefo y no le faltaba razón, aunque el conjunto resultaba grandioso y exuberante, en contrapunto a  la austeridad del románico castellano y daba  a la ciudad un aire de modernidad muy europeo.

   Tomaron la Via Romana de la Carisa,  siguiendo la cuenca del Bernesga. La Via Carisa fue en origen un camino prehistórico de tierra que se adentraba en Asturias desde la meseta cruzando la Cordillera Cantábrica. Josefo recordaba como don Gonzalo le instruía  acerca de los pueblos que habían mejorado la ruta para atravesar la montaña y  le hablaba de ellos con devoción cada vez que viajaban a  la capital castellana.
   __Fíjate Josefo__ le decía__ por aquí cruzaron  los tartesios hace cientos de años
   __¿Quiénes eran los tartesios?
   __Unas gentes muy avanzadas que vivían a las orillas del río Tartessos, el que luego llamaron los romanos Betis y los árabes Guadalquivir. Estas gentes tenían un rey que gobernó cien años y se llamaba Argantonio. Ellos fueron los primeros que utilizaron esta ruta que luego mejoró el general romano Publio Carisio para enlazar los centros vitales del gran Imperio Romano. Este camino que vamos hollando tuvo una gran importancia estratégico militar en aquellos tiempos. Por aquí, además, daban salida a los metales que extraían  en León, Asturias y Galicia.  Los árabes la llamaron balath (pavimento). Esta vía unía, ya en aquella época, el puerto de Gigia con el de Gades y por ella salían a la meseta desde Asturias gentes, ganados y mercancías variadas, como vamos haciendo ahora nosotros. También durante la época medieval, los peregrinos del camino de Santiago llegaban a Oviedo por esta senda para visitar la iglesia de San Salvador  y que no se cumpliera en ellos aquella sentencia francesa que les acusaba de “honrar al criado y dejar al señor”.

   Josefo recordaba a su  buen ayo y todo lo aprendido en este momento en el que enfilaban la ancestral ruta  rogando al  Señor Salvador les permitiera llegar a Oviedo a tiempo para ver con vida a su padre. Estaba poco transitada, se cruzaron con un par de arrieros y horas más tarde con unos frailes en mulos y un grupo de siete hombres jóvenes que se dirigían a embarcar en Cádiz para el Nuevo Mundo. A media jornada dejaron atrás un carro de bueyes cargado con ventrudas barricas de vino tinto del Bierzo.


Continuará...

Los crímenes de las cuatro estaciones


El escritor




Josefo Mallo era el único hijo de una familia de hidalgos asturianos de medio pelo. Desde muy joven había revelado un carácter soñador y despreocupado muy dado a enamoramientos variados y efímeros. Siendo heredero universal y no segundón no le fue menester entrar en los ejércitos, donde los hermanos varones posteriores al primero debían buscar fortuna en aquellos tiempos de injusto mayorazgo. Tampoco tuvo a bien estudiar leyes como pretendía su padre, que estaba dispuesto a enajenar  parte del patrimonio para que su hijo estudiara en Salamanca donde lo hicieran ilustres personajes de la sociedad ovetense que gozaban de muy buena posición económica y social, a lo que les condujo su buena formación. O eso al menos pensaba Josefo padre.
   Su madre Jimena, sin embargo, soñaba con que fuera clérigo. Un muchacho guapo y locuaz como Josefo podría hacer carrera en la iglesia católica, apostólica y por ende romana. La santa mujer siempre consideró a la belleza un don divino y quien la poseyera estaba obligado a sacarle partido de un modo u otro, lo contrario sería pecado grave de desidia. Ella no había sido tocada por el dedo del ángel repartidor de hermosura, el día que nació parece ser que andaba distraído, por eso aunque era de mas alcurnia tuvo que casarse con Josefo padre, hidalgo pobre, porque fue el único que llamó a su puerta con buenas intenciones. No es que de soltera disfrutara abundancias, pero tampoco privaciones; no obstante, podía decirse que la vida de casada no había satisfecho totalmente sus expectativas de relevancia social, a pesar de su linaje, porque su marido no sabía adular ni aparentar convenientemente; era un poco patán, y ella se había visto relegada por su culpa a un oscurantismo frustrante en comparación con otras damas, tal vez más guapas sí, pero de genealogía inferior, cuyos esposos sin embargo, eran maestros en el arte de figurar y destacar intrigando todo lo que fuera menester. Culpaba a la supuesta dejadez del pobre marido su falta de brillo social sin querer darse cuenta que ella era parte alícuota  de esa carencia. Porque era una carencia compartida, eso era lo que a Jimena se le pasaba por alto, no había el suficiente dinero ni la suficiente hermosura, ni el suficiente intelecto, en ninguno de los dos. Eran mediocres en todos los aspectos.
   Solo le confortaba la esperanza de que el niño llegara siquiera a obispo, de ese modo el círculo vital se cerraría de modo muy satisfactorio, al menos para ella. Aunque hubiera sido mucho mejor que llegara a papa. Ver ocupada  la silla de San Pedro por un asturiano, hijo suyo además, era algo con lo que se atrevía a soñar muy de vez en cuando. Era un ataque de osadía imaginativa que le asaltaba de uvas a peras _más a menudo posiblemente fuera pecado_ pero que cuando lo hacía le mejoraba el humor y por ende la salud. Porque verse  de madre de papa en Roma con todo el orbe católico postrado a sus pies, Felipe II incluido, le hacía brotar una especie de fuego interno, que partiendo de las mismas entrañas donde había criado al hijo, subía hasta el cerebro provocando casi la levitación y resultando incluso, más placentero que un orgasmo en toda regla. ¿He dicho orgasmo? Perdónenme vuestras mercedes, quise decir éxtasis. El trance de las santas cuando Dios las posee, ya me comprenden.
   Josefo nunca demostró interés alguno por la religión, es más, parecía que le espantaban los hábitos ya que cuando su madre le llevaba, casi por la fuerza, a los oficios religiosos y veía algún fraile, en particular si era dominico, ponía los dedos índices a ambos lados de la cabeza y comenzaba a recitar como un poseso una coplilla que su madre no fue capaz de sacarle ni por las buenas ni por las menos buenas quien se la había enseñado o en su defecto donde la había escuchado.
Dominico daca los cuernos,
    Daca el rabo dominico....
Menos mal que ellos eran de sangre limpia y  ella sobre manera que descendía por parte de padre del mismo tronco que Jimena Díaz, la esposa del Cid o eso le habían dicho, y además cultivaba estrechas relaciones con todo el clero de la comarca, buenas dádivas le costaba, que si no la coplilla del niño podría haberles significado algún que otro disgusto tonto con el Santo Oficio.
   El muchacho fue desde muy pequeño, además de anticlerical,  aficionado al teatro y los relatos fantásticos. Escribía, cada año con más soltura, una obrilla por lo menos, que representaba en el patio de casa con los amigos como obligados a la vez que encantados actores. El era, además  de primer actor, director y encargado de la escenografía y del vestuario. Alguna que otra vez su madre lo castigó sin el arroz con leche de los domingos, por haberle cogido ropa e incluso joyas para las improvisadas actrices a las que había que adornar como convenía a su alcurnia en la función. Era consciente que la obra debería constituir un todo armónico, por ello, si había una reina, ésta no podía ir vestida como una pordiosera.
   Le apasionaba leer y era seguidor de todas las novelas sobre caballeros aventureros que llegaban a Oviedo desde cualquier punto de Europa. Cosas de poco provecho decía su padre, mejor harías estudiando leyes y dejándote de monsergas de historias imaginarias; pero él lo tenía muy claro: seré escritor: escritor y enamorado; esto último era lo más meridiano de todo, sobre manera desde que probara a los quince los placeres de la carne a lomos de una moza lozana y cariñosa traída a provincias desde los madriles por una virtuosa tía materna empeñada en apartarla de malas compañías para evitar, con ello, que la muchacha se perdiera, quedando preñada sin estar antes casada con un hombre de provecho y no con los tarambanas que frecuentaba en la corte.
   Así transcurrieron los años para Josefo sin oficio y como temía su padre sin beneficio, porque la hacienda daba para vivir llevada adelante por el progenitor pero el muchacho no demostraba aptitudes ni como administrador, ni como amo, ni como nada. Solo sabía escribir obrillas de teatro que tenían éxito, eso sí, pero que no le daban  ni un maravedí y enredarse en asuntos amorosos casi siempre con mujeres casadas, por culpa de lo cual ya había tenido más de un pleito con maridos coronados y la última pendencia le había proporcionado como rédito una cuchillada en el costado que a punto estuvo de costarle la vida.
   Su santa madre enfermó de tifus durante una epidemia que se declaró en León cuando estuvo visitando a su hermano, un caballero casado con una heredera de terratenientes castellanos tan fea como rica y más beata que ella pero mucho más práctica. Desde que nació su segundo y último  hijo no consintió en volver a yacer con el esposo, así que éste no tuvo otro remedio que buscarse una amante. Una bella y enigmática mujer medio mora que residía en una casa al lado de la muralla. La esposa lo sabía  y le parecía bien, incluso había supervisado a las candidatas y había ratificado la idoneidad de la mora. La cuñada jamás lo comprendió. Su marido podía ser adúltero que ella lo sufriría con resignación, pero de eso a buscarle una puta había un abismo  que no omitiría por nada del mundo, ni aunque se lo ordenara el mismísimo obispo de Roma. Por eso se dedicó a acudir a misa de alba cada día mientras estuvo de visita: para orar por la salvación de su cuñada que estaba más en pecado que su hermano. Cuando se avisó a la población del riesgo de epidemia ella se negó a cesar en sus idas y venidas matinales, hasta que su hermano se lo prohibió por el riesgo de que trajera el contagio a la casa y la devolvió a Asturias, donde pensaban viajar todos si la epidemia continuaba.     Pero su resistencia al mal  era tan precaria como su tolerancia, y la enfermedad ya había prendido en ella con tal arraigo que no logró sobrevivir y Josefo probó la orfandad a los veinte. No echó de menos a su madre con la que no tenía demasiadas afinidades, pero comenzó a alarmarle la salud de su padre que pareció resentirse tras la viudez.
   El viejo hidalgo se preocupaba, con muchísima razón por el porvenir del muchacho; se daba cuenta de que su tiempo aquí se estaba agotando y el hijo era un inútil, cegado por los libros y las mujeres. Había hablado con un bachiller amigo para ver el modo de nombrar un tutor que le llevara la hacienda cuando el faltara. Esta no era muy boyante pero daba lo suficiente para vivir si se administraba bien.
   
   Mientras, Josefo se había ido a Galicia siguiendo a una compañía de teatro de medio fuste, que representaba  alguna de sus comedias y en la que era primera actriz su amante de turno, la mujer del director y empresario. Este ya andaba amoscado por las confianzas  que había observado entre la pareja exteriorizadas en forma de caricias y sobre todo, tocamientos más o menos disimulados cuando se tropezaban de frente por los estrechos pasillos y tardaban un buen rato en despegarse. Por eso una tarde, armado con una moderna pistola que se hizo traer de Francia para volar cabezas de posibles rivales, decidió  sorprender a su santa que tenía la costumbre  de  ausentarse siempre a la misma hora ( aun no habían aprendido la máxima de evitar la rutina, para disimular).
   Poniendo todo su empeño en no ser descubierto, la vio no sin estupor porque no era precisamente devota, dirigirse resuelta  a la iglesia de San Froilán, que aquellas horas estaba cerrada para más inri; observó esquinado, como  ella ignorando la entrada principal, abría la cancela del pequeño cementerio adosado al templo y se internaba en el tranquilamente. Que el supiera no tenían ningún pariente enterrado allí, por lo que, al menos que se encontrara poseída por el extraño placer de pasear entre muertos y aún así, la visita era bastante chocante. Esperó un rato por si aparecía Josefo y tras comprobar que estaba solo cruzó la plaza y penetró en el camposanto siguiendo los pasos de la primera actriz de su compañía que se daba la circunstancia que era también su mujer y que le ponía los cuernos.
   No había avanzado ni un metro, cuando escuchó los sonidos inconfundibles que se desprenden cuando una pareja está haciendo el amor, solo que multiplicados por muchos enteros en este caso. Se notaba que estaban disfrutando, sobre todo ella. Tenía que ser muy ingenuo, que no lo era, para no comprender sin que le hiciera falta ver. No obstante tenía que sorprenderlos in fraganti para poder pegarle un tiro al dichoso  escritor asturiano que Dios confunda, que se había empecinado en ponerle cornamenta para escarnio del resto de  la compañía y  del que ya estaba más que harto.
   Se plantó armado y  resuelto frente a la tumba donde gemían los amantes y estudió la situación con una sangre fría más propia de un asesino experimentado que de un marido burlado. Ella estaba encima, con la saya entera remangada hasta la cintura, porque el corsé no permitía mas libertades y los bordes apoyados sobre la cabeza, gozando a ciegas que quizá fuera más intenso a juzgar por los suspiros. A  Josefo, que era obvio estaba debajo, sólo se le veían muslos y piernas; no había manera de pegarle un tiro mortal, desde esa posición.  Debería aproximarse por un lateral y apuntar  a la  cabeza, aunque corría el riesgo de que el asturiano lo viera, hecho que acababa de acontecer en ese preciso momento; porque el muchacho, próximo al éxtasis,  ladeó la cabeza hacia la derecha y aunque borroso por efecto del bizqueo propio del delirio, comprendió con claridad meridiana que la figura desenfocada que parecía observarle apuntándole con un dedo acusador, era el director, empresario y lo peor: el marido de su amada. Rápido como era de reflejos, procuró sobre la marcha y sin dilación  porque no pintaba el asunto como para perder el tiempo, libre albedrío al instinto de conservación (segundo de a bordo cuando el cerebro está ocupado en otros menesteres), quien comprendió raudo que el dedo no era tal sino una pistola, y dispuso  que Josefo diera un tirón para descabalgar  a su amada y saliera por patas con los calzones colgando sobre los borceguíes abandonando el herreruelo sobre la tumba.
    Mientras tanto, el marido burlado intentaba dispararle pasando sobre su mujer que había caído hacia atrás, al impedirle el paroxismo guardar el equilibrio y aun se retorcía en el suelo, pareciera que de placer pese al golpe, llamándola ramera y cosas peores, mientras juraba por todos los santos conocidos no cejar hasta ver muerto al asturiano felón, hijoputa y asaltante tenaz de camas ajenas.
    Josefo corrió cuanto pudo subiendo los greguescos para que no le alcanzara el disparo que aunque, veía por vez primera una pistola, era conocedor de su existencia y sabía que desembuchaba un proyectil mortal de necesidad. El tiro se incrustó en el tronco de un tejo rollizo y añoso cuando el asturiano le pasaba justo por detrás y éste tuvo tiempo, mientras el marido volvía a introducir la pólvora, el proyectil, el taco de papel y hacia presión con la baqueta, de llegar casi hasta la fonda donde se alojaban. Silbó la contraseña para Jacinto y el fámulo, ipso facto, porque la llamada denotaba que no había tiempo que perder, trajo los caballos y las alforjas.
   __Vamos a Asturias__ preguntó afirmando.
   __No, que va, imposible porque nos seguiría, vamos a León a casa de mi tío, que hace tiempo que no los visito.
   Cuando ya estaban enfilando la salida del pueblo vieron al marido parado en  medio del camino apuntando hacia ellos con el arma fuertemente asida con ambas manos, tratando de no errar esta vez. Girar y salir a galope en dirección contraria les llevó menos tiempo que al otro disparar. Esta vez el proyectil se perdió en el aire porque los blancos habían desaparecido. El empresario blasfemó con infinita rabia y  para desquitarse, fue al encuentro de su esposa que atravesaba la plaza en ese momento. Ella con buen criterio, echo a correr cuando lo vio, pero el tirador frustrado le dio alcance mudando su cólera en  brutal paliza que hubiera acabado en desgracia si el cura de San Froilán no se apresurara a intervenir, teniendo que emplearse a fondo, porque la furia del hombre descargó contra la actriz como la tormenta contra el suelo recalentado en una tarde de verano.




Continuará...