Los crímenes de las cuatro estaciones

El escritor, cuarta



Se levantó y pegó el oído a la puerta de la celda. Creyó escuchar abrirse la puerta principal. Será que llega gente, le habría dicho Josefo, pero él tenía la mosca tras la oreja. En vez de entrar, parecía que salieran a la calle ¿Dónde iban a aquellas horas? ¿A rezar? ¿Adonde? El no había visto iglesia alguna adosada al convento ni en los alrededores. Decidió averiguarlo. Las celdas daban a una especie de claustro que se abría sobre un jardín interior lleno de arbustos. Ellos estaban en un extremo, muy alejados de la puerta de entrada. La comunidad dormía al otro lado. Con la puerta entreabierta pudo ver correr a una monja rezagada que llevaba una especie de azada en la mano. No puede ser que vayan a trabajar al huerto, pensó el fámulo asturiano. Por una de las ventanas arqueadas vio luces de antorchas. ¿Vuelven a salir de búsqueda? Tengo que ver lo que hacen.
   Abandonó la celda con sigilo y caminó por el pasillo contiguo al jardín donde era fácil camuflarse si alguna regresaba de improviso. Llevaba un puñal al cinto, pero sobre todo  el forquiau de rama de salguero que usaba con tanta maestría desde niño.
   Llegó hasta la puerta sin contratiempos, salió con cuidado y se aculó contra la pared; no hay moros en la costa, pensó, mientras continuaba hasta la esquina. Desde allí  vio una lúgubre procesión salir del cobertizo anexo a la cuadra; abría la marcha una de ellas portando una antorcha,  seguían otras dos arrastrando un hombre desnudo y sin cabeza, luego otra monja con antorcha y la cabeza del muerto agarrada por los pelos y por último las más jóvenes llevando azadones y palas. A Jacinto se le erizó todo el cuerpo más por la visión que por el frío. Creyó orinarse encima, incluso más, pero eso no era importante ahora.
   __Que embusteras de mierda__ masculló con los dientes apretados__  Menuda alianza de falsas monjas con elementos desatados por su amigo el diablo en medio de la nada. De eso viven las muy putas de robar y matar.
   Cuando perdió de vista la procesión, dejo la esquina de la casa y corrió hasta parapetarse detrás de un grueso nogal. Desde allí comprobó como dos enterraban al muerto, mientras otra alisaba lo que parecían montículos de tierra de tumbas recientes y las otras dos sostenían las antorchas.
   __Eso hacían cuando las vi, venían de enterrar algún otro y volvían a por éste, pero nosotros las interrumpimos. Tengo que avisar al amo, hay que salir de aquí a toda prisa.

Esa fue otra peripecia, despertar a Josefo y convencerle de que lo ocurrido no eran imaginaciones sino la pura verdad y de que las monjas hospitalarias eran vulgares bandidas que acogían viajeros para robarles y matarles, porque no podían dejar testigos.
¡No podía haber testigos!
   Cayó en la cuenta de pronto y no se cagó de miedo, porque ya lo había hecho cuando vio al muerto que iban arrastrando sin cabeza.
   __Vamos, vamos. Así con hábito y todo. Salga ya de una vez, que nosotros seremos los próximos. Yo iré a por los caballos.
   Josefo no entendía aun, era un poco lento cuando había mujeres de por medio. El las creía hechas para el amor en todas sus manifestaciones: carnal, maternal, filial o fraternal. No era capaz de comprender que también podían delinquir, incluso matar, talmente como los hombres.
   Cuando llegó a la puerta ya esperaba Jacinto, que había tenido la precaución o la premonición de dejar ensillados los caballos. Montaron y acordaron el camino a seguir.
   __¿Hacia dónde vamos?
   __ Vamos  adelante por el bosque, lo más lejos posible. Cuando amanezca trataremos de volver al camino real.
   Salieron a todo lo que daba el trote del caballo. No pudieron oírlas, pero la comunidad hospitalaria descubrió rápido la huida y les dedicó un variado repertorio de blasfemias, dignas del más curtido arriero que cruzara la cordillera en cualquiera tiempo. La rubia de los ojos sin sentimiento dejó a medio enterrar la cabeza y bajo corriendo a oscuras la pequeña loma, llegó a la cuadra, recogió su ballesta y de un salto montó el caballo a pelo saliendo en persecución de los fugitivos. La siguieron  otras dos, que se fueron en dirección contraria.
   Mientras, los asturianos iban casi a ciegas por el bosque. La luna pareciera tener ganas de jugar al escondite saliendo y ocultándose tras las mullidas nubes. Cuando ésta alumbraba Jacinto miraba hacia atrás, estaba convencido de que vendrían en tropel tras ellos. Una de las veces que la luna asomó curiosa, vio brillar una cosa que se movía con gran rapidez en línea recta a no demasiada distancia. Tenía buena vista y buen oído también el muchacho, por eso comprendió que no era un ave precisamente  lo que se  acercaba volando emitiendo un lúgubre silbido. Entonces gritó a Josefo:
   __¡Agachaos, una saeta, una saeta!
   Pasó rozando las cabezas de los cuatro. Hacía tiempo ya que se habían percatado de estar descendiendo por una ladera. También eran conscientes de que pasaría un buen rato antes de que volvieran a dispararles, caso de que fuera una sola la ballestera.  Pero tenían que asumir el riesgo, no quedaba otra.
   Jacinto aminoró la marcha del caballo, pidió a Josefo que lo condujera  evitando así golpearse contra una rama y  preparó su forquiau, colocando la munición (una piedra aplanada de buenas dimensiones) en la badana. El joven criado se situó de espaldas a la marcha y sujetó la badana con el proyectil entre el índice y el pulgar. La luna compasiva les hizo el favor de alumbrar y mientras la ballestera se tomaba el tiempo requerido para colocar una nueva saeta, un proyectil lanzado a gran velocidad le  impactó en la frente derribándola a plomo de la montura.
   ___Salgamos echando leches. ¡Vamos, vamos!
   Siguieron ladera abajo durante bastante tiempo. Fueron conscientes de que nadie más los seguía, lo que les pareció extraño pero no dejaron, sin embargo,  de alegrarse por ello.
   Tras un tiempo que se les antojó eterno, un rayo de sol  madrugador asomó el extremo sobre los montes a su derecha. Cuando la luz fue un poco más evidente Jacinto descubrió la Carisa con la misma alegría con la que se descubre la silueta de la amada tras un tiempo prolongado de ausencia. Se dejaron ir ladera abajo y saltando desde el calzado lateral se reincorporaron al camino con la sensación de haber avanzado bastante trecho, puesto que el paisaje había cambiado por completo.
   __Doblando esa curva veremos algo, seguro.
   Efectivamente así fue, aunque no era lo que esperaban en absoluto. Dos hermanas hospitalarias estaban en  medio del camino sobre las monturas sin silla. En cuanto les pusieron el ojo encima, apuntaron hacia ellos con sus ballestas. Jacinto fue más rápido con su forquiau y derribó a la suya antes de que soltara la saeta. Josefo se dejo caer del caballo, para contemplar con estupor cómo se desplomaba muerto atravesada la cabeza por el proyectil.
   Esa era la estrategia: matar a los caballos y con los rivales en el suelo, acabar con ellos sorprendiéndolos con rapidez mientras se reponían de la caída. Pero desconocían la destreza de Jacinto con la honda salvadora.
   La monja que quedaba salto al suelo y se enfrentó a Josefo blandiendo un alfanje morisco con las dos manos, contra el que el asturiano poco podía con su ropera. Mientras, el criado recogía la ballesta cargada de la otra y cavilaba como disparar.
Pensó: como en todo, lo primero apuntar. Acercó el ojo al extremo del carril de la saeta y lo alineó con el blanco, harto complicado porque no paraba de moverse, como si ejecutara una danza ritual. Los movimientos eran acompasados y rítmicos, pero no exentos de dureza en las acometidas. Josefo se defendía sin demasiado entusiasmo, aunque era consciente, a ratos, de que le iba la vida en ello.
   Esperó a que cesara un poco el vaivén y en el momento en el cual la hermana hospitalaria tenia acorralado a  Josefo contra el borde del precipicio, bien colocado para que se precipitara muerto ladera abajo por su peso  y no hubiera necesidad ni de empujarlo, Jacinto gatilló la ballesta. El proyectil atravesó a la mujer por debajo de los omoplatos y la proyectó hacia delante y hacia el abismo, rozando a Josefo en la caída, provocando que se precipitara también mientras lanzaba un alarido más de sorpresa que de miedo.
   __Oh no por Dios nuestro señor y por todos los demonios. Nooo. Amo, Amoooo.
   __Jacinto, estoy aquí, aquí. ¿No me ves?
   El asturiano pese a todo tenía suerte. Dios protege a los ingenuos, está comprobado, Josefo era una muestra de ello. El abundante matorral  había frenado el descenso y el escritor tuvo pericia para agarrarse a las ramas y quedar medio suspendido. Jacinto se arrastró boca abajo sobre el vacío y logró izar a su amo sin mayores dificultades. Una vez en la calzada empujaron el cuerpo del caballo, con un buen esfuerzo, precipicio abajo, luego recogieron el cuerpo de la monja para hacer lo mismo.
   __Sería más piadoso enterrarla, tapar su cuerpo con ramas por lo menos.
   __No tenemos tiempo. Las otras pueden estar cerca. Dejémonos de compasiones y larguémonos de aquí.
   No comprobaron si estaba muerta aunque suponían que sí, porque por el agujero que dejó la pedrada asomaba algo viscoso que pudieran ser los sesos, recogieron los caballos, la ballesta y el alfanje y salieron pitando.
   __Necesitamos descansar__dijo Josefo.
   __Le repito que hay monjes por aquí.
   __Si ya lo sé. Pero si no encontramos a nadie, descenderemos en cuanto veamos un pueblo.

   Unas millas adelante dieron alcance a un carretero que viajaba cargado de cebada. El les dijo que había cercano ya un convento donde se podía dormir y comer. Les invitó a subir  al carro, pero prefirieron continuar a su ritmo.


Continuara....

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