Los crímenes de las cuatro estaciones

El escritor, segunda


Los fugitivos no se dieron tregua hasta verse en pleno monte. Allí amainaron un poco la marcha para tomar aliento ellos y los caballos. El viaje hasta León atravesando los Ancares  les llevaría cuatro jornadas, más o menos, y podía complicarse si el tiempo invernaba de repente como a veces solía caprichoso y antojadizo como era, sobre todo en las alturas, o si topaban con algún  forajido, cosa esta menos probable ya que por aquellos lares fuera del Camino Real, no se trasladaba gente a no ser también fugitivos como era el caso ahora mismo y el asalto a camaradas además de feo podía resultar peligroso; por ello el puesto de salteador en aquel punto sería tan inútil como en un cementerio, aunque bastante más arriesgado.
   Brillaba ya algo de nieve en las desgastadas cumbres y el frío se calaba hasta los huesos; con la humedad, la ropa no se pegaba al cuerpo y las mantas no eran suficiente abrigo. El camino era angosto y sinuoso, había que seguirlo con paciencia. Si fuera un viaje de placer hubieran empleado tiempo en admirar el paisaje, mezcla heterogénea  de árboles y de misterios con sus pueblos únicos de pallozas ancestrales y de gentes hospitalarias a la par que curiosas ante los escasos viajeros que por allí se aventuran; pero el horno no estaba para bollos, el marido podía haber enviado alguien para seguirles, así que había que arrear.
   No se necesitaba tener aptitudes  de adivino para comprender que el marido fue lo primero que dispuso cuando regresó a la fonda: hacer venir un sicario desde Santiago, pero no para seguirles, porque obviamente no conocía con certeza la dirección que habrían tomado. Lo que si era seguro es que más tarde o más pronto recalarían en Oviedo en la casa paterna. Esto se vio confirmado para la mala suerte de Josefo a la mañana siguiente cuando ya la compañía había abandonado el pueblo apresuradamente, por si a la  justicia le daba por meter las narices donde no le importaba y el marido avispado, había citado al espadachín en la siguiente villa. El emisario les dio alcance por el camino creyendo que el muchacho continuaba con ellos para avisarle de que  su padre estaba en trance de muerte. El empresario se frotaba las manos: esta vez no se iba a ir de rositas el muy hijoputa. El había perdido a su mujer y con ello a la primera actriz, pero nadie es insustituible. Sin embargo el escritor perdería la vida para siempre, porque es una sola, no hay repuesto.
   Fue un fallo que tuvo Dios cuando creó al hombre.
   La joven y promiscua artista, amparada por el párroco de San Froilán,  había buscado refugio en un convento de monjas, para huir de la furia del marido y orar un tiempo por sus pecados y rogar por la salvación de su alma. Esto último fue idea del cura, que a ella no se le hubiera ocurrido nunca.

   Los fugitivos pernoctaron al sereno, sin pegar ojo la primera noche, no atreviéndose  a hacer fuego, tapados con las mantas y con ramas de árboles que además de abrigo procuraban camuflaje, comiendo algo de cecina que Jacinto llevaba en las alforjas y un poco de pan, duro como pedernal. Temían que alguien les viniera detrás, pero también temían al oso, rey absoluto de la montaña, tan incuestionable como Felipe II y sobre cuyas costumbres no se ponían de acuerdo (sobre las el oso, las del rey no las conocía el pueblo llano): Josefo sostenía que dormía todo el invierno, pero Jacinto argumentaba que  eran patrañas ¿Cómo iba a sobrevivir sin comer durante tanto tiempo?. Imposible.
   __Tiene reservas suficientes de grasa__ decía Josefo
   __¿Dónde?
   __Quizá bajo la piel.
   __Nunca escuché tontería mayor.
   __Bueno, vale. Vigilemos por si viene el oso, no nos vaya a estrujar como al rey Favila.
   La segunda jornada lograron alcanzar poblado antes de anochecer y durmieron en una palloza entre las vacas. Fue una suerte porque había comenzado una llovizna terca que los empapó en menos que se dice agua. Los dueños, una pareja de mediana edad, les dieron leche caliente con pan de maíz que migaron dentro. Por la mañana desayunaron lo mismo. Jacinto se encargó de adquirir provisiones para el viaje: borona, queso y cecina. Hecha la compra, continuaron camino. Esa noche la pasaron al raso, sin embargo se atrevieron a hacer fuego, no parecía que nadie les siguiera. Es más, ya casi lo habían descartado. No obstante, durmieron por turnos, porque habían oído aullar al lobo y estaban amedrentados. Además Jacinto andaba obsesionado con la Procesión de las ánimas que vagan por los caminos buscando incautos como ellos a los que robar el alma. Había trazado un circulo de ceniza alrededor y le había rogado a Josefo no salirse de él, bajo ningún concepto.
   __Y si les ve no les mire a los ojos.
   __¿Tienen ojos los espectros?
   __Usted ríase, pero como aparezcan no les mire por si acaso.
   Durmieron mal, entre el frío y los miedos. Si no se extraviaban al día siguiente, estarían ya en la provincia de León; desde allí serían tres jornadas más hasta la casa del tío de Josefo.  Por la mañana llegaron a un pueblo. Era el último de Galicia, los lugareños les indicaron el camino. Con la llanura, cesó la lluvia y mejoró el humor de los viajeros.
   La segunda noche en tierras leonesas, ya en el Camino Real Francés que seguían los peregrinos a Santiago,  encontraron con alegría una venta donde pernoctar y cambiar de menú, aparte de poder lavarse, que era algo con lo que Josefo soñaba, cuando podía dormir.
   No estaba muy concurrido el sitio. Un arriero y ellos dos. Dieron agua y heno seco a los caballos y procedieron a bañarse donde  les dijo el ventero: en el pilón del huerto al lado del pozo.
   __No se preocupen vuesas mercedes, desnúdense en paz, no hay señoras.
   Señoras no habría pero salamandras sí. Jacinto las sacó del pilón y trajo unos calderos de agua  limpia del pozo para aclararse. Luego cenaron sopa castellana caliente y  unos trozos de cabrito asado en el llar, regado todo con un vino recio como la tierra del páramo leonés. El criado salió para ver cómo estaban los caballos y Josefo subió a la habitación. Mientras recorría el pasillo alumbrado por el escueto candil que le dio el ventero, se abrió una puerta con sigilo y una mano le agarró la manga y tiró hacia dentro, mientras el viento de la puerta al aletear apagaba el candil. Josefo no sabía que pensar, aunque no le hizo falta discurrir demasiado. Cuando iba a preguntar algo, unos labios apretaron los suyos haciéndole callar, mientras una manos expertas y rápidas comenzaron a desnudarle. No sería una señora, ya que según el ventero no había en la posada, pero tenía unos pechos generosos, unos muslos suaves y carnosos, mucha habilidad y mucha pasión. Fue una noche enardecida en la que Josefo aprendió incluso alguna novedad amatoria. Pese al lógico cansancio el asturiano estuvo a la altura de lo que de él esperaba la mujer que se durmió rendida por el agotamiento con el canto del gallo, cuando el escritor debía levantarse y continuar camino.
    Josefo llegó tarde al desayuno, a punto estuvo Jacinto de ir a buscarle, pero pensó que necesitaba descansar, habían sido jornadas muy movidas y duras. Se sorprendió de la mala cara de su amo, que apareció bostezando.
   __¿No habéis dormido?
   __No, ya te contaré.
   Desayunaron y se pusieron en camino. Ya habían pagado por adelantado, la víspera. Cuando se iban Josefo preguntó al ventero:
   __¿No decíais que no había señoras en la venta?
   __Y no las hay. Yo no miento, que es pecado.
   El asturiano creyó adivinar cierta sorna en la respuesta. Cuando salían por el portón el ventero les grito:
   __Tengan buen viaje vuesas mercedes y vuelvan cuando quieran.
   Convencidos ya de que nadie les seguía y sabiéndose próximos a la ciudad, cabalgaron al paso toda la jornada. Así Josefo pudo dormitar durante el trayecto para desesperación de Jacinto que no pudo descubrir el porqué de la forzosa vigilia del amo, aunque se lo imaginaba. En esos momentos el Camino estaba muy transitado en dirección a León y   el viaje, por ello, se presentaba tranquilo: con tanta gente no había peligro de asaltos ni cosa parecida. También toparon, para mayor tranquilidad, con una pareja de cuadrilleros de la Santa Hermandad que se interesaron al ver dormir a Josefo, por si viajaba enfermo y necesitaba ayuda.
   El asturiano recordó a su ayo don Gonzalo cuando le contaba como  Enrique IV de Castilla había autorizado, hacía más de cien años,  la formación de la  Hermandad General para perseguir la delincuencia en los caminos y en los poblados. Lo cierto es que resultaba agradable encontrar “mangas verdes”  por las calzadas,  pacificas gracias a su presencia  que hacían seguro el comercio y el transito en general, aunque  a veces llegaran tarde cuando se les requería, porque las vías de comunicación no eran lo mejor de  aquellos tiempos.
    Por la tarde, los viajeros atravesaron el  Bernesga y entraron en León. Su tío le dio con la bienvenida la noticia de la enfermedad de Josefo padre.
   __Es grave. Deberías ir a Asturias, para poder verlo vivo. Te mandaron hace días recado a Galicia, pero ya habías abandonado Lugo.

   Decidieron salir por la mañana temprano, nada mas amanecer. Ya estaba llegando noviembre y aunque el tiempo era bastante frío, aun la nieve no había  igualado el paisaje borrando los caminos, no obstante el paso por la montaña podía cerrarse en cualquier momento. Josefo dejo en casa de su tío a su querido caballo cuatralbo, compañero de tantas aventuras. Era preferible hacer el viaje de retorno a casa a lomos de caballerías de refresco, bien descansados para abordar el camino y para soportar las impertinencias del tiempo que podían ser variadas.

   Dejaron atrás León pasando por delante del Convento de San Marcos aun en obras. Va a ser inacabable, decía el tío de Josefo y no le faltaba razón, aunque el conjunto resultaba grandioso y exuberante, en contrapunto a  la austeridad del románico castellano y daba  a la ciudad un aire de modernidad muy europeo.

   Tomaron la Via Romana de la Carisa,  siguiendo la cuenca del Bernesga. La Via Carisa fue en origen un camino prehistórico de tierra que se adentraba en Asturias desde la meseta cruzando la Cordillera Cantábrica. Josefo recordaba como don Gonzalo le instruía  acerca de los pueblos que habían mejorado la ruta para atravesar la montaña y  le hablaba de ellos con devoción cada vez que viajaban a  la capital castellana.
   __Fíjate Josefo__ le decía__ por aquí cruzaron  los tartesios hace cientos de años
   __¿Quiénes eran los tartesios?
   __Unas gentes muy avanzadas que vivían a las orillas del río Tartessos, el que luego llamaron los romanos Betis y los árabes Guadalquivir. Estas gentes tenían un rey que gobernó cien años y se llamaba Argantonio. Ellos fueron los primeros que utilizaron esta ruta que luego mejoró el general romano Publio Carisio para enlazar los centros vitales del gran Imperio Romano. Este camino que vamos hollando tuvo una gran importancia estratégico militar en aquellos tiempos. Por aquí, además, daban salida a los metales que extraían  en León, Asturias y Galicia.  Los árabes la llamaron balath (pavimento). Esta vía unía, ya en aquella época, el puerto de Gigia con el de Gades y por ella salían a la meseta desde Asturias gentes, ganados y mercancías variadas, como vamos haciendo ahora nosotros. También durante la época medieval, los peregrinos del camino de Santiago llegaban a Oviedo por esta senda para visitar la iglesia de San Salvador  y que no se cumpliera en ellos aquella sentencia francesa que les acusaba de “honrar al criado y dejar al señor”.

   Josefo recordaba a su  buen ayo y todo lo aprendido en este momento en el que enfilaban la ancestral ruta  rogando al  Señor Salvador les permitiera llegar a Oviedo a tiempo para ver con vida a su padre. Estaba poco transitada, se cruzaron con un par de arrieros y horas más tarde con unos frailes en mulos y un grupo de siete hombres jóvenes que se dirigían a embarcar en Cádiz para el Nuevo Mundo. A media jornada dejaron atrás un carro de bueyes cargado con ventrudas barricas de vino tinto del Bierzo.


Continuará...

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