Los crímenes de las cuatro estaciones

Muere el rey, primera



El rey se moría. Hacía lustros que padecía gota y una serie de dolencias provocadas por los excesos de todo tipo a los que se había entregado con displicencia a lo largo de  su vida, pero en este momento lo que le iba a causar la muerte eran unas fiebres idénticas a las que  mataran a su primo Carlos I de España y los galenos reales convenían en que no había, por  desgracia, solución. Su majestad había estado varias veces con anterioridad en trance de palmarla, pero siempre cuando el príncipe ya estaba disponiéndolo todo para el traspaso de titularidad, el rey recuperaba la salud. Por ello el heredero, cansado de esperar mientras se iba haciendo viejo en Madisboa había dispuesto lo necesario para embarcarse hacia el Nuevo Mundo sin que consejeros, ni esposa, ni parientes, ni amigos, ni nadie, lograran convencerle de lo contrario. La noticia de la gravedad, esta vez definitiva, le pilló en Lisboa en el palacio del embajador, a la espera de partir allende el océano. Curándose en salud no se avisó a la nobleza hasta que el monarca entró en un estado vegetativo y los galenos afirmaron, poniéndolo por escrito, que esta vez ya no había vuelta atrás. Los nobles fueron instados a presentarse en palacio el mismo día que el príncipe puso pie de nuevo en tierra hispatana.
   Suponemos, sólo suponemos que quede claro, que habiéndolo firmado y en caso de que el rey no muriese tampoco esta vez, a los galenos reales no les quedaría otra que ayudarle a pasar a mejor vida discretamente si no querían que la suya se viese seriamente amenazada por no haber cumplido su palabra; como si la medicina fuera ahora una ciencia exacta donde dos y dos son siempre cuatro y no hay más.

   Don Nuño de las Asturias andaba contrariado, salir de viaje en estos momentos de calor agobiante, con tanto quehacer en su casa y con asuntos pendientes de solucionar como la violación de la niña de su sirvienta, le afectó sobremanera. El rey podía morirse en otro momento, caramba, además no comprendía para que tenían que presentarse en palacio sin no tocaban pito en la gobernación ni en ninguna de las disposiciones que se tomaban en la corte. Todo lo mangoneaba don Fadrique que era el consejero real por antonomasia. Mandó avisar a Josefo para que le acompañara. Aparte de haberle tomado afecto, quería proponerle un negocio.
   __Veréis, os hice venir por una razón de trabajo,  porque no creo que os importe mucho si el rey se muere o no. Bien, entonces de camino a la capital pasaremos por el palacio de mi amigo el conde de Cumbres Apuntadas, su heredero capitán como yo, aunque más joven, murió gloriosamente en Lepanto. El conde no quiere que las hazañas de su único hijo queden en el olvido y desea que alguien las ponga por escrito para que sus nietos tengan noticia puntual de cómo su padre dio la vida valientemente por Dios y por España, cumpliendo con su deber como todo un caballero que era. Ese vais a ser vos. Pagará bien. Hoy os presentaré y quedareis en su casa hasta mi regreso. El conde está enfermo y no puede moverse desde hace años, por tanto esta eximido de comparecer en palacio. Le representará su nieto mayor heredero del título que acaba de llegar a la mayoría de  edad. Yo me llevare al muchacho y le traeré de vuelta como si fuera mi propio nieto. A nuestro regreso le pondremos al corriente de lo dispuesto que será poca cosa, todo relativo a las ceremonias que tendrán lugar tras el luctuoso hecho, si es que sucede, que ya veremos. Esta es la cuarta vez que somos convocados.
   A Josefo le pareció de perlas el encargo porque no le sobraba el dinero. Pensó en hablarle a don Nuño de la hermosa dama que conoció en la iglesia,  pero viendo cuanto dolor había en la casa por la agresión de la niña no le pareció oportuno. Era una terrible frivolidad interesarse por una mujer en estos momentos de aflicción. No obstante don Nuño como si adivinara sus pensamientos le espetó:
   __Por cierto ¿qué me decís de los frailes, habéis visto al sospechoso?.
   __No señor, aunque tampoco he tenido ocasión de verlos a todos, bien es verdad. Volveré de nuevo a la iglesia.
   __Hay que darse prisa, no queda mucho tiempo.
   Durmieron en palacio y Josefo y el marqués emprendieron viaje temprano, mientras Jacinto se iba para la casa porque Josefo le había aconsejado no buscar a Carlota para no tener problemas con Virtudes. El asturiano  sugirió al criado tratar de enterarse cuanto antes quienes eran las mujeres de la misa que tan buena impresión habían causado en ambos.
   El camino a Madisboa era idéntico al que ya conocemos hacia España. El calor también era parecido al de aquel día. La vía, no obstante, estaba muy transitada. A la media hora, más o menos, llegaron al palacio del conde de Cumbres Apuntadas. El marqués hizo las presentaciones tras interesarse de veras por la salud del anciano. Durante el trayecto había ilustrado un poco a Josefo sobre lo que había sido Lepanto, haciéndole notar que cualquier cosa que el conde le refiriera aunque le pareciera descabellada, seguro que se quedaba corta. El asturiano se sentó frente al anciano, hombre de cabello y barba blanquísimos y de nobles rasgos y maneras, cuyos ojos azules se iluminaban al hablar del hijo. Le refirió pormenores de la infancia del capitán muerto en combate, de su amor por el ejército, de cómo quiso siempre pertenecer a los Tercios. Le habló de su esposa, una joven de dignísima familia portuguesa, que tras la muerte del esposo se consagró por entero al cuidado de sus cuatro hijos y al del conde que la había amado como a su propia hija.
   La dama hacía dos años que había fallecido de una enfermedad del pulmón. El era todo lo tenían sus nietos y pedía a Dios el favor de mantenerlo con vida hasta ver casado al mayor y encarrilada su casa.
   Pasaron el día de modo muy ameno, el noble hablando de su hijo y Josefo tomando notas y haciendo preguntas que el otro respondía con sumo agrado, encantado de apreciar como el joven escritor era de veras inteligente y bondadoso, tal y como le había referido don Nuño.
   Regresaron a Saláceres bien entrada la tarde. Una vez en la villa y ya cerca de casa tuvieron un pequeño incidente con Benito el alguacil menor. Este andaba ya borracho y molesto con Cirilo el criado del marqués, porque tras la agresión de la niña de la cocinera, habían puesto una denuncia ante el Alcalde Mayor. Aunque en el caso de los alguaciles las denuncias no servían para nada, el Alcalde viniendo de la casa de don Nuño advirtió a Guzmán andarse con cuidado y ese increpó a Benito sobre lo tantas veces repetido de que las criadas de casas principales eran intocables. Con las mozas del pueblo llano tenían más que suficiente. “Cuida de que tu hermano lo entienda de una jodida vez, mostrenco que eres un mostrenco si no quieres que te entregue yo mismo a la inquisición española”. Para cubrir el expediente Tadeo estuvo encerrado un tiempo, mientras se esclarecían, que no hacía falta pues ya lo estaban,  los hechos.
   Benito resentido y azuzado por el vino se había plantado en medio de la calle delante de la litera espantando al mulo con su espada. Cirilo se bajó de la montura, tizona en mano. Jacinto que esperaba la llegada de los viajeros, preparó el forquiau, por si era necesario y porque tenía mucho aprecio a su camarada. Dentro de la litera Josefo y el marqués contemplaban la lid sin decir ni mu, porque don Nuño sabía que Cirilo le desarmaría en un santiamén, le sacaría del camino y listo.
   Cuando Cirilo ya le había desarmado del primer mandoble y lo llevaba  a rastras cogido por el pecho fuera de la calzada, apareció Guzmán en persona, quien detuvo la pelea, recogió del suelo a Benito, ordenó al criado continuar viaje, se acercó a la litera, saludó al marqués, miró de reojo a Josefo, fuese y no hubo nada más.
   Entre tanto, Jacinto había averiguado que Raquel era la mujer de Guzmán. ¡Si es que mi amo tiene una puntería! También había tomado nota de lo que muchos decían: que no estaban legalmente casados y que se rumoreaba que el alguacil la había raptado del convento donde estaba como novicia. Todo eso aprendió aquella tarde, pero después del incidente y viendo lo maltrecho que volvía Josefo tras el viaje, decidió contárselo al día siguiente y dejar que descansara sin problemas ni sobresaltos.
   Esa noche Josefo, que siempre se mareaba en la litera, salió al huerto para tomar el fresco y como andaba enamorado, contemplar la luna clara de agosto. Había multitud de estrellas errantes. Todo un espectáculo. En Asturias se decía que tantas a la vez eran un mal augurio, pero aquí en Hispatania seguro que tenían otro significado. Aquí las cosas se veían de otro modo. Sentado sobre la hierba y recostado en el tronco blanquecino de una higuera de pomposas hojas  cuyos higos se iban esponjando por momentos hasta reventar, contemplaba la lluvia de estrellas con la típica sonrisa un poco idiotizada con la que los enamorados contemplan cualquier cosa que se les ponga a tiro, teniéndola en ese momento, por lo más maravilloso del universo. Pensó en la hermosa dama de los ojos verdes y decidió no demorar más tiempo en conocer su identidad. Mañana mismo lo averiguaría.
   El ruido de cascos de caballerías llegando a la plaza le distrajo de sus planes. A aquellas horas intempestivas no era probable que llegaran viajeros, además las puertas de la villa habían cerrado hacia tiempo. Acuciado por la curiosidad miró por encima de la tapia en el mismo instante en el cual se abría el portón del palacio del marqués. Josefo llegó a tiempo de ver una armadura inmensa que casi rozaba con la celada en el dintel entrando en palacio mientras Cirilo observaba la calle cuidando de no ser sorprendidos y un criado que había salido a esperar se ocupaba de lo que parecía equipaje. Creyó reconocer al boyero en el hombre que se retiraba conduciendo un mulo. ¿Habrán sacado por fortuna a pasear a don Gonzalo?. Pero la armadura del comedor no tenía parangón con la que acababa de ver entrando en la casa. En el interior de palacio no había ninguna señal de vida, ni se vio luz alguna ni se oyó el mas mínimo rumor. Como si la oscuridad y el silencio se hubiera tragado a los visitantes. El escritor esperó un momento picado por la curiosidad y ante la falta de novedades se retiró a descansar. Ya le preguntaría al marqués quien era el visitante o el mismo don Nuño se lo contaría. Seguro que tenía algo que ver con la muerte del rey.
   A la mañana siguiente pensaba acudir a la plaza del Monasterio para tratar de volver a ver a su dama misteriosa, pero don Nuño le mandó recado de dirigirse a palacio urgentemente. Allí le comunicó que el rey acababa de fallecer y le rogó que le acompañara a la capital para acudir a las exequias.
   __Aun no conocéis la capital. Podéis aprovechar para hacerlo. Vendrán algunas personalidades. Se rumorea que  Alejandro Farnesio representará a su tío Felipe II, será interesante para un escritor como vos. Además quiero que conozcáis al conde de Picos Erizados que fue compañero mío en el Tercio y que es una persona jovial y alegre, no como yo. Tiene hijos de vuestra edad con los que podéis hacer amistad. Son chicos instruidos y agradables.
Josefo respondió que si, por supuesto, que todo le parecía interesante. Así que preparó su exiguo equipaje y se dispuso a acompañar al marqués. Ni se acordó de la armadura.
   Salieron temprano, cruzaron el río Torte cuyo meandro se enroscaba a la muralla de la villa como una culebra y en la litera reluciente del capitán se dirigieron a la hermosa capital del reino. Por el camino se unieron con la comitiva del nieto del conde  de Cumbres Apuntadas al que acompañaba un hombre de absoluta confianza de la casa.
   Les despidió el tañido a muerto de las campanas del monasterio y el mismo toque repetido les recibió en Madisboa. Banderas a media asta y crespones negros ondeaban entre limoneros, flanqueando la avenida principal desde la catedral gótica hasta el ecléctico palacio real. Don Nuño y Josefo se hospedaron en casa de don Pedro el conde de Picos Erizados. Posiblemente en este país todos los títulos estén hirsutos; debe ser costumbre hispatana, pensaba el escritor. Sería interesante, no obstante conocer las razones del titulo, tal vez tan curiosas como las de don Nuño.
Las calles eran un continuo ir y venir de carruajes, caballos, personas y personajes con el fondo lóbrego del lamento de muerte de las campanas. No obstante la ciudad era luminosa, elegante y perfumada de azahar. Muy agradable le pareció a Josefo que se apresuró a componerle unas rimas, porque desde que volviera a enamorarse y las musas hubieran regresado con el amor a sus quehaceres, los versos le salían prestos de la pluma, al igual que los suspiros de la boca.
Madisboa capital
Tienes nombre de mujer
Bella y espiritual.
Novia te tengo que ver
Purificada de azahar
En otras circunstancias los hubiera roto tras leerlos, pero ahora estos versos harto cursis se le antojaban salidos de la pluma del mejor poeta de  todos los siglos.



Continuará....

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