Los crímenes de las cuatro estaciones

 Muere el rey, segunda


Mientras, don Pedro y don Nuño se ponían al día en las novedades de sus vidas y haciendas y sobre todo se hacían lenguas sobre el tratado de alta política internacional en el cual se habían involuntariamente convertido los funerales del monarca, debido a los graves incidentes y a las guerras de religión que se libraban en Europa en aquel preciso momento  y de  las que eran protagonistas sobre todos los demás actores-no podía ser de otro modo- Felipe II de España y el Papa Sixto V. Como representante de monarquías extranjeras acudiría solamente Alejandro Farnesio por España y Portugal. Nadie por Francia, inmersa entonces en una guerra de religión donde Felipe de España apoyaba a los católicos ( y estando él representado era forzoso que los franceses estuvieran ausentes) y nadie por Inglaterra, porque su graciosa majestad, la primera Isabel, tuvo la humorada de querer enviar como representante a sir Francis Drake que hacía solo unos meses se había presentado con su flota en Cádiz y había diezmado a la española y a parte de la hispatana, siguiendo luego hacia el Algarve asaltando a sangre y fuego cuantas fortalezas halló a su paso y continuando insolente hasta Lisboa donde amenazó nada mas y nada menos que a la escuadra de don Álvaro de Bazán. Al ser repelido, contrariado sin lograr su propósito, se desvió hacia las Azores y capturó en represalia una nave española de la flota de Indias cargada de riquezas de las que la hacienda hispana andaba tan necesitada, causando con ello un desastre mayor a las arcas de Felipe II que el que los elementos iban a causar a la escuadra Invencible unos años mas tarde.
   Don Juan II de Hispatania estaba ya muy maltrecho de salud y sus consejeros, en ausencia del  príncipe heredero, decidieron ocultarle el hecho, mientras elevaban una dolida protesta ante la corte inglesa porque sir Francis Drake era considerado un buen amigo del país. Nadie lo diría teniendo en cuenta que Hispatania era el mejor aliado de España y ésta andaba en guerra contra el reino de Isabel. Pero ya sabemos que los hispatanos eran maestros en el arte de nadar entre dos aguas, aunque en este momento se los hubiera llevado la corriente. Los ingleses respondieron que al dejarles diezmada la flota, les habían hecho un inmenso favor diplomático, puesto que España,  jamás les hubiera perdonado su amistad con Londres en aquellos fatídicos momentos para los barcos, el orgullo y la hacienda hispano portuguesa.
   __Os enviaré lo mejor que tengo: sir Francis Drake__ Había dicho la reina al embajador hispatano hacía unas semanas, cuando ya  se presentía el entierro__ además está por la zona, le coge de camino.
   A los consejeros regios les pareció una burla imperdonable y gratuita y procedieron, como se hace en estos casos,  a reclamar a su embajador en Londres, mientras invitaban muy amablemente al representante ingles a irse con viento fresco para su casa, lo antes posible.
   No obstante se vieron compensados y cuasi vengados cuando el Papa Sixto V decidió enviar al flamante cardenal William Allen, católico inglés, trabajador ferviente por la Contrarreforma  y por los católicos ingleses y enemigo por tanto, tampoco hace falta esforzarse mucho para llegar a esta conclusión, de la reina Isabel. No sabemos si los hispatanos eran conscientes, supongo que si, de que esta representación les enemistaba un poco mas con el corsario ingles y sobre todo con su mentora. Sin embargo en estos momentos de duelo por tantos motivos les alivió un tanto el orgullo patrio herido y contribuyó a dar lustre a las exequias reales bastante deslucidas  por la falta de enviados regios. Es que ser aliado de España y del papa en aquellos tiempos traía muchas complicaciones, de las que derivaban  muchos desplantes de la Europa protestante.
   En la espera, los funcionarios reales habían diseñado una comitiva fúnebre digna de su llorado monarca. En principio se pensó que el ataúd fuera llevado a hombros por los nobles del reino, pero al resultar muy pesado por llevar una caja de plomo dentro y ser los nobles todos, menos el nieto de Cumbres Apuntadas, de avanzada edad y andar casi todos tomados por los achaques que sobrevienen con los años, no hacían tal cosa aconsejable. Entonces se decidió colocarlo sobre una plataforma rodante revestida de oro y gemas que había sido construida para pasear al papa cuando se rumoreó que visitaría Hispatania con objeto de agradecer al pequeño reino sus muchos favores al papado, visita que nunca se produjo por supuesto, pero que dejó sin quererlo la solución para el cortejo fúnebre. Se destinó un tiro de seis caballos negros ( en principio iban a ser seis docenas, pero siendo tan larga la reata y la distancia tan corta, el féretro apenas se movería permaneciendo detenido en mitad de la avenida mientras la cabeza llegaba a la catedral), se cubrió el piso del túmulo con una rica tela de seda negra con bordados en oro y se dispuso que encabezara el cortejo el cardenal primado acompañado del obispo de Madisboa, seguido por el nuevo rey y su consejo privado o sea don Fadrique, los representantes extranjeros ( Farnesio y Allen) y la nobleza del reino: el conde  de Saláceres,  don Nuño de las Asturias, Picos Erizados, Pino Hirsuto, Altas Picas y Cumbres Apuntadas. No había más nobles en el país. Estos eran más que suficientes. Después los altos cargos de la corte, parientes y amigos del monarca y a continuación el pueblo llano. Flanqueando la avenida desde palacio a la catedral dos filas abigarradas de alabarderos de la guardia real con celada, coselete, calzón amarillo rematado con lazo rojo, medias igualmente rojas, espada al cinto y reluciente alabarda, darían color al luto, aunque parezca un contrasentido.
   El cuerpo se trasladaría a la catedral dos días antes del sepelio y se velaría en la sacristía sobre otro túmulo. En el altar se dispondrían otros dos para los reyes, el difunto y el sucesor, a  fin de  que ambos estuvieran  a la misma altura. Tras el solemne funeral oficiado por el cardenal primado y con la presencia del obispo y todo el clero del país, el cadáver sería  enterrado en el panteón de reyes, caudillos y jefes de tribu, de la catedral, siendo este un acto íntimo y familiar al que ni siquiera los invitados reales (Farnesio y Allen), podían asistir.
   Varias compañías de alabarderos se turnarían en la guardia día y noche desde el momento del traslado del cuerpo del monarca, hasta el fin de los actos.


   
Con todo este derroche de organización, lujo y brillantez, el cielo, no podía ser de otro modo, quiso también unirse al duelo; las nubes, henchidas por el calor de agosto, se fueron acumulando entre las montañas que rodeaban el país, hasta que prensadas unas contra otras reventaron en una lluvia, mansa al principio, que fue cogiendo fuerza a medida que caía sobre el suelo, caliente como fuego, levantando de éste una nube de vapor que mezclada con las gotas cada vez más compactas, dieron origen a una hídrica cortina que veló la ciudad y el duelo del monarca como un traslúcido tul, no exento de  piedad. Todos pensaron que sería un chaparrón de verano más o menos duradero  en el tiempo, pero el agua no quiso perderse el velatorio y acompañó con persistencia, rayana en terquedad supina, a los concurrentes nacionales y extranjeros  obligando a suspender algunos actos al aire libre y algunos otros en lugares cerrados en los que irrumpió el agua convertida en torrente lanzado a plomo sobre las calles.
   En principio se acordó esperar a que escampara pero en vista de la persistencia de la lluvia, que cubrió el cielo y oscureció los días que acabaron confundidos con las noches (tras varias jornadas, no se sabía si cuando las campanas tocaban las doce eran de la noche o del mediodía), hubo que tomar una decisión de urgencia porque no se podía demorar el entierro, aunque nadie tenía prisa por irse, sencillamente porque no se podía. Pero había que enterrar al monarca. El nuevo rey comentaba airado con su tío don Fadrique cómo su padre quería salirse a toda costa con la suya. Primero no muriéndose como Dios manda a su debido tiempo y ahora empeñado en no ser enterrado. “Pero va a serlo, vive Dios que sí.”
   __ Pues no sé cómo vamos a trasladarlo a la catedral.
   __Pensaremos algo.
   Y lo pensaron, créanme vuestras mercedes. Quedó en los anales de los entierros reales en toda Europa y en todo el orbe conocido, diría yo.
   Se hizo imposible circular por las calles; el agua alcanzó los primeros pisos de las casas en menos que se dice inundación. Al tiempo, los torrentes que se habían formado en las montañas se desplomaban inmisericordes sobre la ciudad transformados en cataratas de agua y lodo que unidas a lo que caía del cielo convirtieron el suelo en una laguna a la que alimentaban con tanto derroche que no daba tiempo a evacuar la suficiente para que descendiera el nivel.
   En principio, discurría más o menos mansa pero de pronto, irrumpió por las calles como una recua de caballos infernales en desbandada arrastrando banderas, gallardetes, árboles, hombres, caballerías, cabras, alabarderos y alabardas. Un caos. El agua parecía hervir a su paso y resultaba suicida siquiera asomarse para verla discurrir enloquecida. El río Torte, alimentado por la lluvia caída sobre el cauce desde su nacimiento en la cumbre de la sierra más alta del país, amén de la que vertían los demás montes convertidos en gárgolas, subió tanto de nivel que comenzó a querer entrar en la ciudad por las puertas más próximas a su cauce convertidas, a su vez, en desagües. El choque a empellones violentos entre el agua que salía y la que deseaba entrar, propició olas enormes que  derribaron las puertas de la muralla,  casas cercanas a ella e incluso trozos de la misma muralla por cuyos boquetes, el agua de dentro saltaba desquiciada en busca del abismo. Es curioso como le gusta despeñarse al agua a la menor ocasión.  El ruido en la ciudad con la lluvia, las cataratas montaña abajo, el torrente por las calles y los combates del agua en las puertas, era ensordecedor.
  Con todas estas novedades, hubo que improvisar sobre la marcha, a gritos,  porque el príncipe no quería demorar el entierro ni un día más. No quedó otra opción que meter el féretro desde palacio por el interior de las casas hasta la catedral. Debería hacerse por la orilla izquierda de la calle, donde los edificios se sucedían sin continuidad, dado que detrás estaba la montaña,  porque en la derecha existían tres calles transversales amplias,  por las que sería imposible transitar a menos que se supiera volar. Fue providencial, de todos modos, que entre la montaña y los edificios el encargado de urbanismo, un italiano muy amanerado con pañuelo de seda y cajita de rapé, hubiera abierto una ancha avenida para aislar y orear las viviendas con salida por ambos extremos, por la cual circulaba ahora el torrente y en la cual desaguaban las cataratas que de otro modo lo hubieran hecho directamente sobre los tejados con la consiguiente catástrofe.
   De ese modo el cadáver del rey, bien aislado en sus dos ataúdes, iría pasando de casa en casa, por los orificios que a la sazón abrieron operarios reales trabajando noche y día. No fue tarea fácil, no se crean vuestras mercedes, porque a trechos, existían separaciones, a modo de callizos entre las viviendas y como travesías a la avenida principal desde la trasera. Para salvar estos huecos se lanzaban seis largos tablones a guisa de puente improvisado, sobre las turbulentas y lodosas lagunas, vestidos con negra alfombra que el agua acabó destiñendo, y con unas cuerdas doradas bien sujetas a cada lado ejerciendo de improvisado pasamanos. Debo hacer notar además, que las alturas de las ventanas no siempre coincidían en las distintas viviendas por lo cual los tablones puente, las mas de las veces, se hallaban empinados, con tanto desnivel en algunas ocasiones, que hizo necesario abrir nuevos huecos de emergencia a la misma altura que la ventana anterior para que la comitiva pudiera desplazarse con cierta seguridad-sin tener que despeñar por las fachadas el cadáver de Juan II. Ocurría que las medidas de los edificios eran diferentes y a veces el hueco abierto no podía, en modo alguno, tener la misma talla de la ventana precedente, porque este tropezaba con el techo de la vivienda, por ello, la comitiva no tendría más remedio que agacharse en estos tramos.
    El día que por fin pudo celebrarse el entierro, el ataúd con el cadáver del monarca viajó cubierto por unas frazadas de tafetán doble para proteger la rica taracea, en una tétrica y poco gallarda huida de la inundación para llegar a la iglesia, cuya puerta, aunque estaba elevada sobre veinte escalones, fue tapiada con sacos de tierra para detener el agua. Tanto llovió, no obstante, que el torrente entró en el templo aunque de modo tímido, solo asomando para mirar, por suerte.
   Teniendo en cuenta, como es de suponer, que los interiores de las casas, tenían distribuciones diferentes en todas ellas, el cadáver igual irrumpía por una habitación, que por la cocina o el comedor y hasta los escusados, teniendo que subir y bajar escaleras, atravesar salones e incluso cámaras de seguridad de alguna entidad de préstamo, para encontrar el siguiente hueco y poder continuar. Fue un arduo camino el que tuvo que recorrer Juan II por las moradas de sus súbditos, hasta su sepulcro.
   Los invitados corrieron la misma suerte que el féretro y el día del funeral de estado no tuvieron otra opción que  pasar de ventana en hueco ayudados por guardias reales, (que llevaban faroles con velas, porque ya sabemos que el día y la noche se habían confundido), dado que los nobles ya tenían una edad, y algunos de ellos, incluso fueron transportados sentados en una silla, tapados en todos los casos de la cabeza a los pies como fantasmas sorprendidos por el diluvio fuera de sus criptas. Esto incluía a Alejandro Farnesio, que ya no estaba para muchos equilibrios, y a William Allen Todo esta macabra comitiva se desplazaba con lentitud, porque los tablones estaban cada vez más resbaladizos y una caída a la calle sería mortal, también por la altura, pero sobre todo por el hirviente lodazal que esperaba debajo para engullirlos sin misericordia.
   Tras las exequias las toses y los resfriados fueron la nota dominante en Madisboa en las jornadas siguientes, de donde no pudo moverse ni Dios, si hubiera acudido al entierro, que no lo hizo. O al menos no quedó constancia.
   Don Nuño de las Asturias, Josefo Mallo  y el nieto de Cumbres Apuntadas se alojaban en el palacio del conde de Picos Erizados, junto con  un noble español que por ello, por no ser del país, no tenía un titulo tieso. Era el conde de El Páramo de origen leonés, muy amigo del fallecido monarca, y que casualmente era el padre del actual corregidor de Saláceres.
   Nuestros amigos y su anfitrión se vieron envueltos en una peripecia aun mayor. El palacio de don Pedro se hallaba en la parte derecha de la ciudad, alejado de la iglesia y del palacio real. Todos creyeron desacertadamente que eso les eximiría de acudir a las exequias. Parece mentira lo poco que conocían a la familia real. El futuro rey (si el tiempo lo permitía) les hizo saber por medio de un emisario que viajó en la chalupa real, contra corriente y arriesgando su vida, la cual perdió a la vuelta, que existía un pasadizo desde la casa de don Pedro hasta Palacio. Pasadizo construido por su abuelo para poder visitar primero a la abuela y luego a la madre de don Pedro, que comunicaba el gabinete contiguo a la habitación conyugal con el tálamo regio, atravesando el subsuelo madisboeta.
   __Se accede desde el confesionario. Aquí traigo una llave, por si vos no la tenéis. Buen viaje__fueron las últimas palabras conocidas del buen hombre.
   __No, si va a resultar que somos hermanos; el rey y yo__sentenció el conde con bastante lógica y con la llave en la mano.
   Apartaron el confesonario, abrieron la puerta no sin dificultad  y mandaron por delante dos criados a explorar. Regresaron a los cincuenta minutos. Comunicaron que era un camino bastante cómodo y que había algo de agua.
   __ ¿Qué significa algo?
   __ Que nos da por el tobillo.
   Afirmaron  que la puerta del otro lado estaba abierta, y que sorprendieron al príncipe fornicando con su cuñada. Que no se percataron.
   __Señor, Señor.
    Josefo y los hijos de don Pedro encontraban todo aquello muy divertido y espectacular pero al marqués y a los condes no les hizo ni media gracia. El día marcado para el funeral se pusieron en camino sentados cada uno, en unos fraileros colocados sobre unas angarillas que transportaban cuatro criados con el agua por media pierna. A la vuelta el agua les daba por medio muslo. Desde  Palacio hasta la iglesia viajaron como  todos los demás, incorporados a la comitiva en el lugar correspondiente.
 A la vuelta les acompañó un criado real que se encargó de requisar la llave.


Continuará...

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