Los crímenes de las cuatro estaciones

La venganza, segunda



Año y pico más tarde de la ausencia de Raquel la compañera encargada de dar la noticia de su marcha a la fuerza con Guzmán, enfermó y tuvo que ser trasladada a un hospital en la capital. Desde allí tuvo ocasión, al fin, de escribir al hermano mayor de la novicia contándole lo sucedido, antes de morir sin remedio de fiebres tercianas.
Cuando Ariel Enríquez recibió la misiva, tomó dos decisiones: la primera informarse dónde demonios se hallaba ese país del que había oído hablar pero que creía inexistente y una vez comprobada la autenticidad y radicado el lugar exacto del emplazamiento, dirigirse allí a rescatar a su pobre hermana. Su esposa le hizo ver la conveniencia de hacerse acompañar por algún buen espadachín, porque presentarse en un país extranjero y liarse a mandobles con la autoridad lo consideraba suicida y ella no tenía la más mínima intención de quedarse viuda, al menos por el momento, que mas tarde nadie sabe.
   Así que contrataron un sicario de fiar y con él y con la noble intención de traerse a su hermana salió para Saláceres el converso, mientras su esposa se encaminó a la iglesia para comenzar una novena a Santa Rita abogada de las causas perdidas y otra a Santa Bárbara. No sabía bien porqué, pero ella le tenía fe en esa santa de nombre contundente.
   Los dos viajeros llegaron a la frontera con Hispatania un día después de comenzar el diluvio. El camino estaba interrumpido convertido en un turbulento río y no quedó otro remedio que retroceder hasta el pueblo más próximo a esperar la bonanza. Dio la casualidad que se hospedaron en la venta donde don Nuño y Josefo habían estado recabando información hacía más o menos un mes. Allí continuaba de criada la moza de los pechos exuberantes y las orondas caderas, para deleite sobre todo del sicario, mozo aguerrido, como debe ser dado el oficio que ostentaba, y con ganas de retozar entre abundancias, que disfrutó de los días de espera como no se había si imaginado que pudiera suceder, ya que tenía el viaje por aburrido y tedioso en la compañía del judío, hombre parco en palabras y en todo.

   Con Almanso ya en la villa y el hermano de Raquel en la frontera acompañado de un asesino profesional, los días de Guzmán entre los vivos parecían estar próximos a su fin. Ya le había llegado la percepción de peligro inminente, enamorado como andaba de la intuición, que le correspondía como nunca lo había hecho mujer alguna.

   En Saláceres la lluvia había caído sobre la villa con menos fuerza que en la capital. Las  puertas de la muralla permanecieron abiertas día y noche para que el agua se dirigiera a través de ellas al río Torte que, de igual manera que en Madisboa,  se desbordó aunque con menos brios, rebasando el puente pero sin tratar de penetrar en el recinto, por lo cual no le fue necesario librar batalla alguna con el agua del interior. Se comprende que la lluvia aquí no causara tantos estragos como en Madisboa, porque las montañas desaguaban directamente en el río y no sobre las calles. Aunque la inundación deterioró las puertas y causó algún destrozo en la muralla, sin embargo no arrastró a ningún vecino ni a ninguna animal, ni constituyó un torrente tan turbulento como en las calles de la capital.
      La vida en la villa se detuvo durante las semanas del diluvio y Jacinto se vio solo en casa  aislado en medio de la lodosa laguna en la que se convirtió el patio, el huerto y sobre todo, la plaza. Carlota le hacía señas desde los balcones de palacio, pero el asturiano apenas si la distinguía porque la lluvia era una tupida cortina que empañaba las imágenes y difuminaba los contornos. Alguna vez creyó Jacinto adivinar como Carlota se sacaba los pechos fuera del corsé y los meneaba ante el cristal, pero no podía estar seguro. Posiblemente se lo estuviera imaginando. De todos modos la desdibujada silueta de la moza le hizo compañía en aquellos días de forzado aislamiento en los que limpió y relimpió la casa, descolocó la ropa de los baúles y la colocó de nuevo, fregó suelos, lavó vajillas, bruñó metales hasta acabar medio derrengado durmiendo durante dos días con sus noches. Cuando despertó y comprobó que continuaba el diluvio sintió deseos de llorar. En el monasterio continuaba el tañido a muerto lo que hacía aun más lóbrego el obligado encierro.
   El día que escampó, una vez que el agua descendió de nivel, los salacereños en masa se dedicaron a limpiar primero las calles y una vez despejadas estas, las casas. Se ayudaban unos a otros como los buenos vecinos que siempre habían sido y cuando concluían la limpieza en su vivienda se iban a la del morador siguiente o a la del otro, si corría más prisa.
   En los palacios el agua inundó ligeramente los patios sin causar mayores problemas puesto que las viviendas se encontraban en los primeros pisos escaleras arriba, pero en las casitas bajas de la mitad de la villa, la riada invadió aunque sin demasiado ímpetu, las plantas inferiores y los moradores fueron obligados a vivir esos días confinados en la parte más alta. De todos modos el agua aquí no alcanzó ni la décima parte del nivel que consiguió en  la capital, siendo más liviana la inundación, con diferencia.
   La segunda noche después del día que escampó, Jacinto estaba en la cocina preparándose una leche caliente con miel y orégano, como le había enseñado su madre para curarse el dolor de garganta que le había sobrevenido tras respirar la humedad de la riada, cuando la casa pareció temblar de repente. Las lámparas, los cacharros de la alacena y los platos de la espetera tintinearon. El muchacho se asomó a la calle para ver que sucedía y lo que observó le dejó mudo de sorpresa y de temor. Mientras llegaba corriendo al balcón pensaba que la montaña se había venido abajo ablandada por la lluvia, pero jamás se habría imaginado lo que realmente apareció ante sus ojos redondos como lunas por el estupor y el miedo.
   Una enorme armadura caminaba a grandes trancos por la calle. Con parsimonia y un balanceo rítmico y constante, afianzaba un pie sobre el suelo antes de levantar el otro para avanzar, sacudiendo los limoneros con la fuerza de las pisadas y derribando los limones como si los vareara. La espada, sujeta con ambas manos, oscilaba al compás del cuerpo a derecha e izquierda. Un poco por detrás le seguía Cirilo. Jacinto, a pesar del miedo, cogió su forquiau, bajó corriendo las escaleras y salió al huerto. Abrió una pequeña cancela que había en el otro extremo y una vez en la calle, avanzó con cuidado pegado a las casas, siguiendo a la extraña comitiva con sigilo. No sabía bien porqué pero estando Cirilo presente se sentía protegido, por eso se atrevió a salir.
   Por el final de la calle, canturreando por efecto del alcohol, los dos alguaciles menores venían haciendo la ronda. Les seguía Guzmán un poco rezagado lo cual no era lo habitual, porque tras beber en las tabernas, el alguacil mayor se iba directo a su casa en la otra punta de la villa. A Tadeo le habían soltado porque se inundó el calabozo cuando la llovida. Benito se detuvo cuando adivinó las sombras avanzando por la calle y alzó la cabeza para mirar la armadura que se había parado y parecía aguardarles; Tanto se inclinó hacia atrás para poder verla entera, que cayó de  espalda sobre los adoquines.
   __Es el otro__ dijo Cirilo.
   El gigante de hierro se dirigió a Tadeo, que espada en mano y de pie en medio de la calle intentaba colocarse para enfocar la visión y ver que era aquello que se aproximaba, y de un mandoble le seccionó la cabeza. El cuerpo anduvo unos pasos descabezado hasta que, perdido el timón, flexionó las rodillas y se desplomó. Jacinto se orinó encima. Mientras, Cirilo se disponía a entrar en lid con Benito que había desenvainado para defender a su hermano y que comenzó a lanzar histéricos alaridos cuando contempló la cabeza por los suelos con una mueca de asombro detenida para siempre en sus facciones. Con la espada en la mano salió corriendo hasta que Guzmán le detuvo. Fue imposible lograr que se diera la vuelta, no quería mirar. Así que permaneció de espaldas clavado en medio de la calle, porque Guzmán le había amenazado con matarle como le diera por huir.
   El gigante de hierro había apoyado la punta de la tizona en los adoquines dispuesto a ser espectador de la lid. A Jacinto esa imagen le recordó a alguien. Si, al Cid Campeador; había visto una estatua en alguna parte. Benito continuaba de espaldas.
   Entretanto, Ibáñez no podía creer lo que estaba viendo. Era la armadura, tal y como la había soñado. Miró los limones esparcidos por el suelo a lo largo de la calle y comprendió. Su intuición que jamás le fallaba se lo había advertido: Viene un gigante embutido en una armadura no se sabe bien por qué motivo, pero ten la seguridad de que así será. Y así fue, bien a la vista estaba.
   Mientras el gigante se ponía de nuevo en marcha y se dirigía hacia el alguacil, Cirilo aguardaba con los aceros en ambas manos.
   Guzmán sabía que no tenía nada que hacer frente al monstruo, que este le partiría en dos como a Tadeo. Es lo mismo, pensó, si no me mata el por cualquier rara casualidad lo hará Cirilo. Hoy es mi última noche en la tierra, me cago en toda la corte celestial. Estoy jodido definitivamente ¿De qué infierno habrá salido esta ogro? Seguro que tiene un solo ojo también por eso me dejó tuerto. Pero eso sí,  moriré matando, esto está fuera de toda duda.
   Guzmán empuño la pistola que se había hecho traer de España después del intento fallido de asesinar a Almanso y que llevaba consigo en este momento. En menos que se dice fuego,  disparó sobre la armadura  apuntando a la cabeza. El gigante se tambaleó, cayó de rodillas con grave estruendo y luego se desplomó en el suelo sobre el lado derecho quedando encogido, casi  en postura fetal, mientras por el agujero de la frente manaba la sangre como el agua por una fuente.
   Esta va a ser la madre de todas las peleas a espada y vizcaína de la península ibérica, pensó Ibáñez primero, para repetirlo en alta voz después, poniéndose en guardia dispuesto a batirse con Cirilo.
   En la noche solamente se escuchaba el choque de los aceros. Fue una pelea bastante larga, teniendo en cuenta que Guzmán andaba  perjudicado por el orujo, pero en la certeza de que iba a ser su última contienda sacó fuerzas de donde no había y volvió a sentirse un soldado de los tercios. Es más, de pronto se notó rodeado por los compañeros entrechocando las apuntadas picas dándole ánimos; escuchó de nuevo la voz de su sargento, sintió los excitados relinchos de los caballos, percibió de reojo los arcabuces y se lanzo a la lucha por Dios y por España como antes de que todo acabara para él tras Lepanto. En ese preciso minuto, el tiempo había retrocedido, Lepanto no había tenido lugar aún y el iba a la muerte luchando valientemente de igual a igual  en los campos de batalla de la dulce Italia con sus noches benignas y sus limoneros. Iba a la muerte, si, porque tras justa lid, el acero del enemigo se le había introducido tres cuartas y le había partido en dos el corazón.
   Jacinto recuperó algo la calma y recordó a Raquel y pensó en su amo. Tenía que hablar con la dama no fuera  a ser que se largara de la villa y tuvieran que ir tras ella, que él estaba muy a gusto en Hispatania, a pesar de lo que acababa de suceder y ya no tenía deseos de viajar más.
   Un murmullo le devolvió a la calle y a la noche de muertos que estaba presenciando. Mujeres de la villa comenzaron a arribar a la plaza desde todas las calles. Cirilo, observaba sin moverse al lado de su amigo muerto, pero Benito se dio la vuelta, miró en derredor y comprendiendo intentó huir. Saltó sobre Guzmán tendido en el suelo, caliente aún y sangrando todavía, cuando un enjambre de sartenes y cacerolas le rodeó y avanzó sobre él. Fue una muerte ruidosa, violenta y sañuda. Seguramente lo que se tenía merecido. Posiblemente jamás se hubiera imaginado Benito un final así, en plena calle golpeado por un grupo de mujeres con sed de venganza absolutamente justificada. La paliza se extendió en el tiempo, las damas de la Liga, como las llamaba el marqués con admiración y respeto,  no eran conscientes de si estaba vivo o muerto y continuaron golpeando hasta que probablemente se cansaron. Cuando eso ocurrió estaban solas en la plaza. El círculo de vengadoras retrocedió tal y como había avanzado, desapareciendo por cada esquina ordenadamente como si interpretaran una danza sincronizada y mortal.
   Cirilo se arrodilló al lado del gigante. Había muerto casi en el acto. Mi pobre amigo, musitó el antiguo soldado. Vinieron mas criados de la casa de don Nuño para retirar el cadáver de Almanso. Jacinto tenía tal susto en el cuerpo, que ni se movió del sitio. El criado del marqués no lo vio al pasar por su lado porque hacía ya un rato que la luna, que lo había presenciado todo, se había ocultado tras una nube rezagada dejando a oscuras la villa, como si cayera el telón. Cuando se alejaron, el asturiano corrió a toda prisa para la casa sin volver la vista no fuera que se convirtiera en estatua como aquella mujer curiosa de la que hablaba la Biblia y que tantas veces le había mencionado el cura cuando le enseñaba la doctrina, allá en el pueblo.
   De vuelta en la cocina fue incapaz de tragarse la leche. Había atrancado bien la puerta pero no porque temiera que nadie le visitara ni que las salacereñas de la Liga le agredieran. No sabía por qué pero había cerrado a conciencia y aunque lo que había presenciado no iba a permitirle dormir en las noche siguientes, se fue a la cama y se tapó la cabeza con las mantas como cuando de niño había tormenta ¿ Cuando regresaría Josefo?
   A la mañana siguiente Jacinto había decidido acercarse a la casa de Raquel y ofrecerle la suya aunque no estuviera su amo. Eso hubiera hecho el escritor caso de haber estado en la villa en esos momentos, Jacinto lo sabía de sobra, le conocía bien. Se atrevió a asomarse por la ventana de la cocina para ver cómo estaba la plaza. Esta había sido despejada, los cadáveres retirados y los limones recogidos. Todo había vuelto a la normalidad. Salió y se encaminó a casa de doña Raquel. Cuando llegó un hombre con apariencia de viajero esperaba con dos caballos en la plaza delante de la casa Era el sicario que acompañaba a Ariel Enríquez. Este estaba arriba con su hermana. Por lo visto el alguacil había desaparecido. No había vuelto a la casa la noche anterior y no lo hallaban por parte alguna. Tampoco aparecían los otros dos alguaciles.
   __¿Sabréis algo vos por ventura?
   Jacinto se dio cuenta de que se había precipitado. No sabía que hacer en ese momento así que decidió volver a la casa y esperar a que regresara Josefo. No podía dejar ningún recado sin levantar sospechas, por ello explicó al viajero que su amo y él eran también españoles y que él conocía a Luisa, la criada de la casa. Volvería en otro momento cuando no hubiera visita. El sicario sonrió y le respondió que sería lo mejor.
   Cuando entraba en la plaza vio salir a Carlota del palacio y dirigirse hacia la casa. Al poco la aldaba de la puerta retumbó en todo el recinto. Jacinto se dio cuenta entonces de que el tañido a muerto había cesado por fin. Sorprendió a la muchacha, tocándole las nalgas.
   __Cirilo quiere que vengas a palacio. Tiene que contarte algo, por lo visto. Yo tengo que irme, mi tía no me deja hablar contigo nada más que lo estrictamente necesario.
   Tiene miedo que me preñes__ le dijo casi al oído llena de picardía.
   El asturiano se fue a  por el forquiau , cerró bien aunque ya no hacía falta guardarse de Guzmán, atravesó la plaza y entró en Palacio.
   Dentro no había ni rastro de la armadura. Cirilo estaba limpiando la espada y los cuberos desayunaban en la cocina. Ya habían terminado el trabajo, pero este año no habría vendimia, la lluvia había destrozado las vides, las había incluso arrancado de cuajo y arrastrado pendiente abajo hasta el río.
   __Habrá que ir a buscarlas a Lisboa.
   __Hoy regresan el señor marqués y tu amo. Voy a ir a recogerlos con la litera, te invito a venir conmigo.
__Os hacía en la capital con ellos. No sabía que habíais vuelto.
__Regresé el mismo día por la tarde una vez los dejé instalados. Allí no precisan la litera para nada. Además necesitaba regresar. Había asuntos que resolver.
__Ya lo he visto.
__Lo se. Por eso quiero que vengas conmigo. No puedo contarte nada hasta que mi amo lo sepa y el hable con el Corregidor y se lo refiera al señor Josefo.
__Y…y la armadura.
__Todo a su tiempo. No te preocupes por nada. Ven a desayunar.
Carlota ya le había puesto un tazón de chocolate caliente, unas rosquillas de anís recién fritas, un plato de queso y fruta.
Jacinto le hablo a Cirilo de la esposa de Guzmán y de cómo parecía que ella y su amo se habían enamorado.
__Perfecto, ahora tiene el camino libre. No haremos nada hasta hablar con mi señor ¿de acuerdo? Luego habrá tiempo para todo.
   __Es que me preocupa su seguridad. Por cierto, su hermano ha llegado precisamente hoy. A lo peor se van para Toledo.
   __Te garantizo que nada malo les sucederá. Tampoco se van a ir  así como así sin saber que ha sido de Guzmán. Si has terminado, ven conmigo.
   En las caballerizas, una vez a solas, le hizo una confesión que era más bien una orden.
   __Lo que has presenciado no ha sucedido. A los tres alguaciles se los llevó la corriente crecida del río. Salieron de la ciudad borrachos como andan cada noche y lo más probable es que hayan caído a las aguas. No se sabe nada de ellos. Ni se sabrá. Puede acontecer que los cadáveres o alguno de ellos quizá, aparezca por algún sitio cuando baje el nivel, pero lo más probable es que el Atlántico los lleve hacia las Indias de Occidente. Bien muertos, eso si. A vuestro amo si se lo puedes decir, mi amo lo hará de todos modos y le referirá más cosas que debe saber. Pero a nadie más, debes contarlo; ni siquiera a Luisa la criada de Raquel__ añadió Cirilo apuntándolo con el índice.
   Estaba comprobado que en el palacio del marqués todo se sabía, hasta lo que  sentían las personas unas por otras.

No hay comentarios: