Los crímenes de las cuatro estaciones

A estas alturas del relato supongo que ya sabréis quien es el asesino, o por lo menos, tendréis una idea bastante aproximada. Por eso, haremos un alto para insertar en este punto la batalla de Lepanto, muy resumida, que en la novela lo está en la biografía del marqués, quien regresó de la batalla mal herido y mutilado, quedando por ello disminuida para siempre,  su capacidad amatoria que tanta fama y a la vez tantos problemas le había acarreado en el pasado, que se relatan en la novela pero que aquí hemos suprimido para no extendernos tanto…
En el siguiente capítulo escucharemos la confesión del conde del Páramo donde se desvela por completo la identidad del asesino

La gloria de Lepanto




Como supongo conocen de sobra vuestras mercedes-por ello no pienso extenderme- los turcos y los corsarios berberiscos incursionaban a su antojo por Europa y el Mediterráneo, en aquellos años de conquistas y expansiones, atacando y sitiando reinos y costas hasta que en 1529, los jenízaros fueron, al fin, detenidos a las puertas mismas de Viena, tras invadir media Europa del este. En los tiempos del sultán Solimán, la política de la Sublime Puerta tuvo como objetivo Italia, por lo cual más temprano que tarde iba a tropezar con los intereses españoles. En 1565 Solimán ataca Malta un lugar clave para controlar el paso por los estrechos del Mediterráneo Central y una plataforma excelente para campañas sobre Italia. En 1566 sube al trono de la Sublime Puerta el sultán Selim quien alienta la guerra santa con argumentos panislamistas parecidos a los contrarreformistas de Felipe II. Se veía venir el enfrentamiento más o menos pronto. A mayor abundamiento, Selim ayuda a Dragut, bey de Argel, en sus incursiones contra Túnez y La Goleta y a la vez prepara una ofensiva contra los puntos clave del comercio europeo en Oriente.
   En 1570 los turcos toman Chipre, clave de los intereses económicos de Venecia y el Papa convoca con urgencia una unión de escuadras cristianas que resulta un fracaso del que los jefes se culpan mutuamente. La armada  turca es considerada invencible por los cristianos desde entonces.
   Ante esta imparable expansión, en febrero de 1571 un pacto entre Venecia, la orden de Malta, el papa Pío V y España, da origen a la Liga Santa por un periodo de validez de tres años, con generalísimo español como no podía ser de otro modo y un capitán general por cada nación firmante.
   Se elige Mesina como puerto de reunión. Los primeros en llegar son los venecianos con cuarenta y ocho galeras y cinco galeazas. Más adelante se añaden unidades hasta completar ciento seis galeras, seis galeazas, dos naves y veinte fragatas. Poco después arriba la  flota del papa con doce  galeras. De Barcelona parten Juan de Austria y Sancho de Leiva con noventa galeras, veinticuatro naves y cincuenta fragatas y bergantines. Recogen en La Spezia tropas alemanas e italianas, llegando a Nápoles el nueve de agosto y a Mesina el veintitrés.
Galeaza

   Hasta Mesina se desplazó monseñor Odescalco portador de las indulgencias que el papa concedía a todos los embarcados junto con un relicario que contenía restos de la Vera Cruz a repartir entre los capitanes de la armada. La Liga recibió como insignia un estandarte azul, diseñado por Pio V, decorado con Cristo crucificado y la Virgen de Guadalupe más los escudos de España, el Papa y Venecia. La flota turca recibió como insignia un estandarte de seda verde elaborado en La Meca, adornado con la Media Luna y versículos del Corán.
   La flota partió el tres de octubre e hizo escala en la isla de Cefalonia donde hallaron un bergantín veneciano que informó que Famagusta en Chipre, se había rendido dos meses atrás. Los turcos habían hecho esclavos a los soldados, ejecutando a los oficiales, mientras que el comandante de la plaza, Marco Antonio Bragadino, había sido desollado vivo a fin de rellenar su piel de paja para ser colgada del palo mayor en la nave insignia turca. Consternados por las noticias, sobre todo Veniero el almirante veneciano amigo personal de Bragadino, se hacen a la mar de nuevo para arribar a Petala el sábado día seis de octubre.
Galera

   Álvaro de Bazán aconsejó presentar combate al día siguiente frente a Lepanto. Esta maniobra permitió cerrar el golfo y dio tiempo para una perfecta colocación de la armada.
  Don Juan de Austria, hermano de padre del rey Felipe, el segundo, y almirante de la Liga, con Luis de Requesens como consejero, constituyó una escuadra central en la que formaban sesenta galeras, flanqueadas por otras escuadras menores. A bordo iban cuatro tercios españoles: Lope de Figueroa, donde servía Guzmán Ibáñez, el alguacil de nuestra historia, Pedro de Padilla, Diego Enríquez y Miguel de Moncada. La infantería italiana era también de gran calidad. Sin embargo la veneciana provocaba en el almirante cierta desconfianza- las naves eran viejas y estaban descuidadas y la tropa era poco disciplinada- por ello don Juan repartió cuatro mil de los mejores soldados en las galeras de la Señoría y las hizo navegar mezcladas con las de España.
Fragata

  En el ala derecha de la formación se situó la escuadra de Gian Andrea Doria, en el ala izquierda Agostino Barbarigo y en el centro el mismo don Juan de Austria a bordo de La Real flanqueado por las capitanas de Venecia y del Papa y las galeras de los príncipes de Parma y de Urbino. Don Álvaro de Bazán, en una de cuyas galeras navegaba don Nuño de las Asturias con su compañía, tenía la misión de maniobrar con su escuadra de refuerzo hacia el sitio más débil, confiando a su experiencia el modo de mejor llevarlo a práctica. Las imponentes galeazas pasaban adelante para formar la línea de vanguardia. Al alba del día siete de octubre de 1571, la flota cristiana con doscientas treinta y una galeras se hallaba situada en la entrada del golfo de Patrás, impidiendo la salida a mar abierto.
   Al poco la flota turca, navegando con el viento a favor, fue divisada por los serviolas dirigiéndose a Lepanto. Ali  Pachá estaba al mando de doscientas sesenta galeras más las naves del corsario argelino Uluch Alí, antiguo fraile franciscano.  El despliegue de la armada turca era similar al de la Liga, con tres escuadras mas una de reserva. Del mando se encargaron, en el ala derecha, el virrey de Alejandría conocido por los cristianos como  Mehemet Sirocco, lo que le haría enfrentarse a Barbarigo. En el centro Ali Pachá, aconsejado por Mohamed Bey, a bordo de la nave capitana, La Sultana, y en el ala izquierda Uluch Ali, el renegado, con una dotación mayoritaria de corsarios berberiscos. La flota turca era superior a la cristiana, sin embargo la escuadra de reserva de Murat Dragut, sólo contaba con ocho galeras.
Nave, nao o carraca. Buque de carga, de vela redonda, muy
utilizado en los grandes descubrimientos. La Santa María
de Colón era una nao.

   A las siete de la mañana las dos escuadras se divisan. Un cañonazo turco desde La Sultana de Ali Pachá pide batalla que es aceptada por medio de otro cañonazo desde La Real de don Juan de Austria. Este comprueba el orden del ala derecha mientras Requesens hace lo mismo en la opuesta. Don Juan arengó a los venecianos comandados, la parte más débil de la flota, diciendo: Hoy es el día de vengar afrentas; en las manos tenéis el remedio a vuestros males. Por lo tanto menead con brío y cólera las espadas.  Luego se dirigió a los españoles con estas palabras: Hijos, a morir hemos venido o a vencer si el cielo lo dispone. No deis ocasión para que el enemigo os pregunte con arrogancia impía ¿Dónde está vuestro Dios? Pelead en su santo nombre, porque muertos o victoriosos, habréis de alcanzar la inmortalidad.
    En el otro bando, Ali Pacha se dirige de este modo a los cautivos cristianos: Si hoy es vuestro día, Dios os lo de, pero estad ciertos que si gano la jornada, os daré la  libertad. Por lo tanto, haced lo que debéis a las obras que de mi habéis recibido
   En el lado cristiano Barbarigo, al mando del flanco izquierdo, recibe órdenes de pegarse a la costa, para evitar que las galeras turcas le sobrepasen y efectúen una maniobra envolvente. El centro de la formación se coloca de inmediato a su lado, pero el cuerpo derecho comandado por Andrea Doria, tarda en incorporarse dejando un espacio libre entre el centro y el ala derecha.
   Don Juan envía a las galeazas una milla por delante. Allí esperan casi inmóviles a la flota turca. Los remeros cristianos describen a Ali Pachá las características de aquellas fortalezas flotantes. El almirante turco ordena aumentar la boga para pasar de largo cuanto antes, pero las galeazas logran hundir dos galeras, dañando muchas otras y desbaratando la formación que no logró recomponerse, dado que algunas naves comenzaron a hacer ciaboga. Al obedecer la orden de acelerar la boga, fustigando con los rebenques a los galeotes, el cuerno derecho de la media luna que formaba la escuadra,  se adelantó sobre el resto de la formación y entabló combate con el cuerpo izquierdo cristiano, logrando algunas galeras pasar entre las fuerzas de Barbarigo y la costa, mientras la capitana es atacada por varias galeras turcas, muriendo Barbarigo en pleno combate de un flechazo en un ojo. Cuando su nave está a punto de ser apresada, el resto de galeras acude en su auxilio, logrando que los turcos se retiren. Varias naves turcas varan en la costa y sus tripulaciones huyen por tierra.
   En el centro, la Sultana de Ali Pachá embiste proa con proa a la Real de don Juan de Austria. El choque es tan brutal que el largo espolón de la nave turca penetra hasta el cuarto banco de la cristiana, pero al embicar con el golpe, recibe en cubierta todo el fuego de artillería y fusilería de la Real, lo que produce un estrago terrible, pues a la segunda descarga no quedaba ni un alma turca sobre la crujía de la nao capitana. Ambas galeras se habían unido en un abrazo mortal que sólo podía terminar con la victoria o la derrota de una de ellas. La Sultana contaba con el apoyo de la galeras de Hodja y de Mohamed Bey, más otras siete y dos galeotas. Los jenízaros abordaban la Sultana por la popa y se unían al combate. La Real tenía trescientos soldados de los tercios a bordo quienes vaciaron sus arcabuces y saltaron a la capitana turca desde su cubierta más elevada, al tiempo que otros marineros les cubrían  con su fuego desde la arrumbada. La Real debería estar flanqueada por Requesens y Juan Bautista Cortés mas las capitanas de Veniero y Colonna, pero estas se habían enzarzado con otras turcas y solo podían ofrecer un fuego parcial de apoyo a la capitana cristiana. El  viejo almirante veneciano tenía un marinero recargándole arcabuces para disparar constantemente. Deseaba vengar la atroz muerte de su amigo Bragadino lo mejor que pudiera.
   Por fin Colonna, Veniero, el duque de Parma y Urbino se ponen al costado de la de don Juan formando una piña de galeras turcas y cristianas en las que se lucha cuerpo a cuerpo con una saña infinita. Álvaro de Bazán interviene cortando el paso al resto de galeras turcas y enviando doscientos hombres de apoyo a la Real.  En el fragor del combate un galeote español corta la cabeza de Ali Pacha, herido en cubierta, con su hacha  de abordaje y otro se la presenta a don Juan ensartada en una pica. Cuando el pabellón español es izado en el palo mayor de la Sultana, comienza la desbandada en el lado turco.
   Mientras esto sucede entre las naves capitanas, en el ala izquierda Uluch Ali, el antiguo fraile franciscano, ahora corsario como ya conocen vuestras mercedes, observa un hueco entre el centro y el flanco izquierdo cristiano y hace ademán de apartarse del centro turco para que Andrea Doria pique y le siga, haciendo más grande la brecha. Doria cae en la trampa y una vez que Ali considera que el hueco logrado es suficiente se lanza contra el costado derecho del centro cristiano, causando estragos a la capitana de Malta, a diez galeras venecianas, a dos del papa y a otra de Saboya. Acude Juan de Cardona con ocho galeras, pero es Álvaro de Bazán con la escuadra de reserva quien consigue detener el ímpetu del ataque turco que a punto estuvo de cambiar la suerte del combate. Uluch Ali al observar que todo el centro se dirige a atacarle y que las galeras de Doria están a punto de regresar, corta los remolques de las naves que había apresado y huye con dieciséis galeras.
   A esas alturas el caos es total. El combate se generaliza sin orden ni concierto y las galeras se persiguen y se confunden dándose el caso de naves turcas defendidas por españoles y corsarios berberiscos navegando con pabellón de Malta. Hay en la mar tantos muertos que las naves parecen haber encallado entre cadáveres. Se lucha sin tregua hasta el anochecer.  Cuando don Juan, herido en un pie, da la orden de refugiarse en Petala ante la llegada inminente de una tormenta, la galera donde combatía don Nuño pone rumbo a puerto, como el resto. Por el camino se cruzan con naves turcas rezagadas en las que no se ve un alma. Son como fantasmas a los que el viento compasivo empuja fuera del golfo rumbo a casa. A trechos se cruzan con  alguna galera cristiana que parece perseguirles, pero en la que navegan corsarios berberiscos tendidos sobre la crujía, moribundos. Los cristianos, que han ganado la batalla y se dirigen a puerto, no tienen mejor aspecto y los heridos en sus naves van desparramados también por donde buenamente pueden. Unos y otros se contemplan pasar en silencio y sin parpadear. No tienen fuerzas ni para mover los ojos. Es en el preciso momento en el que una galera de la Señoría se pone a babor de su nave, cuando el capitán, con dos heridas muy feas en una pierna y con un flechazo en el brazo izquierdo, recostado sobre el castillo de proa y ofreciendo un blanco tentador, recibe el fatídico disparo. Hubo quien afirmó que se trató de un tirador jenízaro revuelto entre los cristianos que fue descubierto, precisamente por un hispatano, y partido casi por la mitad de un mandoble por otro, que arrojó su cadáver al mar.

Esto se dijo, mas nadie lo vio. Lo cierto fue que la hegemonía de don Nuño en las alcobas del pequeño reino se perdió en Petala como la  del turco sobre el Mare Nostrum y que desde entonces don Felipe, el segundo, rey de España y Portugal y don Juan de Hispatania reinaron en sus dominios, que no eran los mismos, sin rival.


Los crímenes de las cuatro estaciones

Muere el rey, última
A las exequias en la catedral, solamente se pretendía que acudieran los invitados regios y los nobles del país, pero el pueblo no quiso perderse la aventura funeraria. Los moradores de las casas por las que atravesó la macabra comitiva se fueron uniendo discretamente a ésta inmediatamente detrás de la nobleza, en principio mansamente pero arrollando mas tarde a los corchetes que trataban de cerrarles el paso, cuando se dieron cuenta de la intrusión. Por si no bastara, gentes del otro lado de la ciudad, viajando temerariamente en endebles chalupas que servían para pescar en medio del río en calma, pero que apenas resistían los envites del oleaje del mar enfurecido en que se habían convertido las calles, se sumaron al intempestivo cortejo penetrando como hordas por las casas, en vez de acudir directamente a la iglesia en sus balsas como hubiera sido más lógico. Muchos se ahogaron en el intento, al zozobrar las embarcaciones entre el proceloso oleaje y porque iban, además, con sobrepeso. Nadie quería perderse el funeral. Por ello, muchos madisboetas acompañaron a su rey al mas allá el día de sus exequias.
   Los que llegaron a buen puerto, penetraron en las casas, a través de boquetes y ventanas, pisoteando lo que encontraron por el camino, comiendo en las cocinas, probando los artilugios de los escusados, guardando aquello que llamaba su atención, tratando algunos de meterse en la cama de las señoras y algunas de los caballeros con desigual fortuna e intentando saquear la cámara de seguridad del banco hebreo Sefarat, por el que también discurrió la avalancha, tras el cortejo fúnebre. Ocurrieron graves altercados por este motivo con heridos e incluso muertos, tanto fuerzas del orden como asaltantes, amén de varios desaparecidos que cayeron a las aguas mas turbulentas, aun, que la multitud enardecida.
   En la catedral hubo que esperar a que la turbamulta se aposentara y guardara silencio para comenzar la ceremonia, lo cual supuso un retraso de dos horas. Don Fadrique observaba inquieto al nuevo rey, que a punto estuvo de bajar del túmulo y tomar el camino de Lisboa para embarcar sin retorno, esta vez sí,  hacia el Nuevo Mundo descubierto por Colón hacia más o menos un siglo. No lo hizo porque fue consciente de la imposibilidad del viaje en estos momentos en los que el país había sido tomado por los elementos.
   Hubiera sido más natural y por ende más práctico, celebrar el funeral en la capilla de palacio y esperar al escampe para enterrar al rey, que en su ataúd de plomo no hubiera despedido  ningún olor repulsivo ni degradante para lo que se puede esperar de un monarca, aunque esté muerto. Pero los hispatanos tenían, como los portugueses, bastante propensión a exagerar cumpliendo  a rajatabla con la máxima de: a grandes males, grandes remedios.
   Al termino de las honras fúnebres la comitiva de invitados y nobles se topó un autentico caos dentro de las casas en el camino de vuelta, porque los corchetes bastante tenían con controlar a la masa y nadie había tenido tiempo para limpiar los destrozos de la avalancha. Así mismo faltaban tablones en las pasarelas y trozos enteros de cuerda pasamanos, lo cual transformó el retorno en objetivo muy peligroso, cayendo a las aguas algunos de los encargados de transportar a los nobles, con el consiguiente sobresalto de estos que no tenían ni el más mínimo deseo de hacer compañía a Juan II, que en paz descanse. Si puede.
   Los visitantes se vieron imposibilitados por el diluvio a salir de la ciudad después del funeral ya que la lluvia cayó durante veinte días sin parar y luego además hubo que limpiar las calles, llenas de lodo y de despojos de todo tipo. Hasta esqueletos desenterrados y arrastrados sin piedad alguna fuera del cementerio que hubo que volver a enterrar a boleo, donde buenamente se pudo. Se supone que muchos de  ellos fueron arramblados en los momentos más álgidos de  la tormenta, porque el camposanto quedó arrasado, sin que hubieran sido vistos siquiera y por tanto no pudieron en modo alguno, engrosar la lista de desparecidos causados por la hecatombe.
   En todo ese tiempo don Pedro y sus invitados hablaron de política y de economía, de guerras y de paces, de negocios posibles e imposibles, de dios y del diablo. Se dieron noticias, se adelantaron acontecimientos y se hicieron confidencias más o menos personales y más o menos interesantes.
   La noche antes del día del fin del diluvio, don Nuño y el conde de Picos Erizados escucharon con creciente interés, noticias sobre la vida del Corregidor de la villa referidas por su padre quien, trasformada la fiebre que lo poseyó a causa del frío padecido, en locuacidad por mediación de los licores ingeridos para tratar de entrar en calor, relató para sorpresa de todos que no era su verdadero padre puesto que él y su esposa  no habían tenido descendencia, culpa de ella, porque él había engendrado dos hijos con una moza de su hacienda que habían fallecido prematuramente,  por lo cual pasado el tiempo y cuando ya eran casi viejos ocurrió aquella historia con uno de sus pastores, el mejor y el más fiel y movidos ambos por la compasión hacia el pobre huérfano lo habían acogido primero, para adoptarle después, una vez que le tomaron cariño.
   __Me he arrepentido con largueza__ afirmo el noble antes de que la cabeza le cayera sobre el pecho y se quedara dormido como un lirón en invierno.


   
   Llovía mansamente sobre la capital aquella noche, pero las aguas no se habían retirado, porque todavía bajaban arroyos de la montaña. Sin embargo el nivel había descendido más de la mitad.
En el palacio de Picos Erizados, el conde del Páramo tenía una crisis respiratoria aguda como consecuencia del frío y de la humedad. Estaba empapado en sudor y tiritando de frío en una cruel paradoja que no presagiaba un desenlace halagüeño para la vida del noble. Le había subido la fiebre y deliraba de vez en cuando. Don Pedro había enviado a dos sirvientes en busca del médico. El agua les llegaba por el sobaco, pero podían traer al galeno a hombros, o meterlo por los huecos de las casas que aun no se habían cerrado desde el entierro, aunque esto último podía resultar peligroso dado que los propietarios de las viviendas se habían armado haciendo guardias permanentes en prevención de nuevos asaltos. También mandó aviso al Corregidor que por el momento, no se había presentado. Quedó patente durante los actos que padre e hijo no mantenían una relación ni buena, ni fluida. El hijo, buen amigo por lo visto del príncipe, ahora rey, se alojó en palacio y no pasó a saludar al padre  ni lo recibió cuando este se presentó en la corte con los demás, antes del diluvio.
   El médico se demoraba y el conde leonés comenzó a pedir confesión. Don Pedro permanecía junto a él cogiéndole la mano mientras don Nuño entraba y salía de la habitación a la espera de novedades. Una de las veces que el marqués se aproximó a la cama de don Julián del Páramo este le tomó por sacerdote y alargó la mano implorante y agradecido.
   __Confesión, padre, se lo imploro…confesión.
   __Soy yo don Julián, soy Nuño.
   __Padre, confesión. Tengo un secreto terrible que me impide morir en paz…
   __No habléis de morir__ le cortó don Pedro
   __Se que la hora se acerca. Necesito hacer partícipe a Dios de un secreto terrible, terrible…y rogar su misericordia.
   __Yo no soy…
   Don Pedro envió a otros dos criados a buscar un cura de los muchos que había en la capital esos días. Al poco regresaron los  anteriores sin el médico dado que se lo había llevado la riada por la mañana cuando trataba de llegar al palacio del obispo, puesto que también al médico de palacio se lo había llevado la corriente hacía unos días. A don Nuño le pareció que el diluvio había hecho limpieza.
   __Esperemos que llegue por lo menos algún cura.
   Don Julián del Páramo empeoraba tan rápido que era imposible contar el tiempo, ni un segundo transcurría entre una crisis y la siguiente. A veces de palabra y las mas por señas no cejaba en pedir confesión agarrado a la mano de  don Nuño como a la vida.
   __Perdóneme don Julián es que yo…
   __¡Qué más da!__ Dijo don Pedro__ Fingid que sois un cura mientras yo voy a ver si hay noticias de alguno y del hijo.
   __¿Pero cómo voy yo a…?
   __No hacerlo sería faltar a la misericordia debida para con el prójimo cuando está en este trance.
   Don Nuño, renuente, se sentó en la cama mientras el conde sufría tratando de respirar con normalidad sin conseguirlo.
   __Señor, hasta morir es trabajoso__ musitó don Nuño.
   __Pa   dre. Per  dón.
   __Calmaros hijo. Respirad, sólo concentraros en respirar. Luego hablamos de todo lo que deseéis.
   __No viene el cura. Tantos como hay en la ciudad y ninguno está dispuesto a venir. Que lo harán mañana si descienden las aguas. ¡Sepulcros blanqueados! Confesadlo Nuño, por caridad, para que muera tranquilo. Dios nos perdonará.
   __Pero…
   __Mirad, si os sentís mejor os lo diré de otra manera. Dejad que descargue con vos la conciencia, Dios le escuchará y le dará la absolución. Sed tan sólo el intermediario.
   __Decidme hijo__ accedió por fin el marqués__ Contadme que es lo que os preocupa.
   El conde tardó un buen rato en poder hablar. Su laringe emitía un silbido penetrante como el de una culebra. Por fin logró proseguir con mucha dificultad.  El hijo no aparecía tampoco por ningún lado. Estaba visto que todo el mundo abandonaba sus obligaciones sin miramientos.
   __Fue un castigo por haber engañado a un alma noble como era el pastor. Dadme algo de beber y os lo contaré. Por piedad.
   Al cabo de una hora de escuchar el doloroso relato plagado de altos para que el conde pudiera coger aire, don Nuño reclamaba a gritos a Josefo por todo el palacio. Este se hallaba en los aposentos del hijo mayor de don Pedro hojeando absorto un tratado de astronomía de un tal Nicolás Copérnico que afirmaba que el sol es el centro del universo y no la tierra como se creía desde Tolomeo. El asturiano acudió alarmado a las voces del marqués. Este se había sentado fatigado y entrecortadamente repetía bajando la voz: “es él, es él.”
   __Don Nuño ¿Qué sucede?__ preguntó Josefo alarmado por el semblante del marqués.
   __Es él, es él, EL.
   __¿A qué se refiere vuestra merced?
   __Es nuestro asesino.
   __¿Quién , quien es nuestro asesino?
   Don Nuño apenas podía respirar. Josefo y Pedro, el hijo del conde, le introdujeron en la habitación y le tendieron encima de la cama. Don Pedro entró detrás. También venía exhausto.
   __¿Pero, que os ha pasado?__ preguntó su hijo__ ¿que ha contado el conde?
   __Hemos escuchado algo terrible. Atended a don Nuño, ha recibido una impresión muy fuerte.
   __Padre…
   __Yo estoy bien. El conde ha muerto. Hay que disponerlo todo. Volveremos a enviar recado al hijo.
   Don Nuño no soltaba la mano de  Josefo.
   __No se qué vamos a hacer con la información. Que días estamos teniendo, Dios, como esto continúe no lo contamos ninguno. En cuanto se despeje el camino nos vamos para casa, hay mucho por hacer. Tenemos que pensar el modo, Josefo ¿os dais cuenta?, vos que sois escritor pensad el modo…
   __¿El modo de qué? No entiendo lo queréis decirme…
   __¿A qué día de septiembre estamos?
   __Hoy es diecisiete
   __Ay Dios, sólo quedan cuatro días, no tenemos tiempo, no queda tiempo. Asesinará de nuevo. No sé cómo vamos a impedirlo. Y encima esta lluvia. Señor, ten misericordia de ellas. Inspírame algo por piedad.
   Josefo no terminaba de comprender. Don Nuño se llevaba la mano al corazón y no conseguía articular palabra. Por fin dejó de llover.



 Continuará...

Los crímenes de las cuatro estaciones

 Muere el rey, segunda


Mientras, don Pedro y don Nuño se ponían al día en las novedades de sus vidas y haciendas y sobre todo se hacían lenguas sobre el tratado de alta política internacional en el cual se habían involuntariamente convertido los funerales del monarca, debido a los graves incidentes y a las guerras de religión que se libraban en Europa en aquel preciso momento  y de  las que eran protagonistas sobre todos los demás actores-no podía ser de otro modo- Felipe II de España y el Papa Sixto V. Como representante de monarquías extranjeras acudiría solamente Alejandro Farnesio por España y Portugal. Nadie por Francia, inmersa entonces en una guerra de religión donde Felipe de España apoyaba a los católicos ( y estando él representado era forzoso que los franceses estuvieran ausentes) y nadie por Inglaterra, porque su graciosa majestad, la primera Isabel, tuvo la humorada de querer enviar como representante a sir Francis Drake que hacía solo unos meses se había presentado con su flota en Cádiz y había diezmado a la española y a parte de la hispatana, siguiendo luego hacia el Algarve asaltando a sangre y fuego cuantas fortalezas halló a su paso y continuando insolente hasta Lisboa donde amenazó nada mas y nada menos que a la escuadra de don Álvaro de Bazán. Al ser repelido, contrariado sin lograr su propósito, se desvió hacia las Azores y capturó en represalia una nave española de la flota de Indias cargada de riquezas de las que la hacienda hispana andaba tan necesitada, causando con ello un desastre mayor a las arcas de Felipe II que el que los elementos iban a causar a la escuadra Invencible unos años mas tarde.
   Don Juan II de Hispatania estaba ya muy maltrecho de salud y sus consejeros, en ausencia del  príncipe heredero, decidieron ocultarle el hecho, mientras elevaban una dolida protesta ante la corte inglesa porque sir Francis Drake era considerado un buen amigo del país. Nadie lo diría teniendo en cuenta que Hispatania era el mejor aliado de España y ésta andaba en guerra contra el reino de Isabel. Pero ya sabemos que los hispatanos eran maestros en el arte de nadar entre dos aguas, aunque en este momento se los hubiera llevado la corriente. Los ingleses respondieron que al dejarles diezmada la flota, les habían hecho un inmenso favor diplomático, puesto que España,  jamás les hubiera perdonado su amistad con Londres en aquellos fatídicos momentos para los barcos, el orgullo y la hacienda hispano portuguesa.
   __Os enviaré lo mejor que tengo: sir Francis Drake__ Había dicho la reina al embajador hispatano hacía unas semanas, cuando ya  se presentía el entierro__ además está por la zona, le coge de camino.
   A los consejeros regios les pareció una burla imperdonable y gratuita y procedieron, como se hace en estos casos,  a reclamar a su embajador en Londres, mientras invitaban muy amablemente al representante ingles a irse con viento fresco para su casa, lo antes posible.
   No obstante se vieron compensados y cuasi vengados cuando el Papa Sixto V decidió enviar al flamante cardenal William Allen, católico inglés, trabajador ferviente por la Contrarreforma  y por los católicos ingleses y enemigo por tanto, tampoco hace falta esforzarse mucho para llegar a esta conclusión, de la reina Isabel. No sabemos si los hispatanos eran conscientes, supongo que si, de que esta representación les enemistaba un poco mas con el corsario ingles y sobre todo con su mentora. Sin embargo en estos momentos de duelo por tantos motivos les alivió un tanto el orgullo patrio herido y contribuyó a dar lustre a las exequias reales bastante deslucidas  por la falta de enviados regios. Es que ser aliado de España y del papa en aquellos tiempos traía muchas complicaciones, de las que derivaban  muchos desplantes de la Europa protestante.
   En la espera, los funcionarios reales habían diseñado una comitiva fúnebre digna de su llorado monarca. En principio se pensó que el ataúd fuera llevado a hombros por los nobles del reino, pero al resultar muy pesado por llevar una caja de plomo dentro y ser los nobles todos, menos el nieto de Cumbres Apuntadas, de avanzada edad y andar casi todos tomados por los achaques que sobrevienen con los años, no hacían tal cosa aconsejable. Entonces se decidió colocarlo sobre una plataforma rodante revestida de oro y gemas que había sido construida para pasear al papa cuando se rumoreó que visitaría Hispatania con objeto de agradecer al pequeño reino sus muchos favores al papado, visita que nunca se produjo por supuesto, pero que dejó sin quererlo la solución para el cortejo fúnebre. Se destinó un tiro de seis caballos negros ( en principio iban a ser seis docenas, pero siendo tan larga la reata y la distancia tan corta, el féretro apenas se movería permaneciendo detenido en mitad de la avenida mientras la cabeza llegaba a la catedral), se cubrió el piso del túmulo con una rica tela de seda negra con bordados en oro y se dispuso que encabezara el cortejo el cardenal primado acompañado del obispo de Madisboa, seguido por el nuevo rey y su consejo privado o sea don Fadrique, los representantes extranjeros ( Farnesio y Allen) y la nobleza del reino: el conde  de Saláceres,  don Nuño de las Asturias, Picos Erizados, Pino Hirsuto, Altas Picas y Cumbres Apuntadas. No había más nobles en el país. Estos eran más que suficientes. Después los altos cargos de la corte, parientes y amigos del monarca y a continuación el pueblo llano. Flanqueando la avenida desde palacio a la catedral dos filas abigarradas de alabarderos de la guardia real con celada, coselete, calzón amarillo rematado con lazo rojo, medias igualmente rojas, espada al cinto y reluciente alabarda, darían color al luto, aunque parezca un contrasentido.
   El cuerpo se trasladaría a la catedral dos días antes del sepelio y se velaría en la sacristía sobre otro túmulo. En el altar se dispondrían otros dos para los reyes, el difunto y el sucesor, a  fin de  que ambos estuvieran  a la misma altura. Tras el solemne funeral oficiado por el cardenal primado y con la presencia del obispo y todo el clero del país, el cadáver sería  enterrado en el panteón de reyes, caudillos y jefes de tribu, de la catedral, siendo este un acto íntimo y familiar al que ni siquiera los invitados reales (Farnesio y Allen), podían asistir.
   Varias compañías de alabarderos se turnarían en la guardia día y noche desde el momento del traslado del cuerpo del monarca, hasta el fin de los actos.


   
Con todo este derroche de organización, lujo y brillantez, el cielo, no podía ser de otro modo, quiso también unirse al duelo; las nubes, henchidas por el calor de agosto, se fueron acumulando entre las montañas que rodeaban el país, hasta que prensadas unas contra otras reventaron en una lluvia, mansa al principio, que fue cogiendo fuerza a medida que caía sobre el suelo, caliente como fuego, levantando de éste una nube de vapor que mezclada con las gotas cada vez más compactas, dieron origen a una hídrica cortina que veló la ciudad y el duelo del monarca como un traslúcido tul, no exento de  piedad. Todos pensaron que sería un chaparrón de verano más o menos duradero  en el tiempo, pero el agua no quiso perderse el velatorio y acompañó con persistencia, rayana en terquedad supina, a los concurrentes nacionales y extranjeros  obligando a suspender algunos actos al aire libre y algunos otros en lugares cerrados en los que irrumpió el agua convertida en torrente lanzado a plomo sobre las calles.
   En principio se acordó esperar a que escampara pero en vista de la persistencia de la lluvia, que cubrió el cielo y oscureció los días que acabaron confundidos con las noches (tras varias jornadas, no se sabía si cuando las campanas tocaban las doce eran de la noche o del mediodía), hubo que tomar una decisión de urgencia porque no se podía demorar el entierro, aunque nadie tenía prisa por irse, sencillamente porque no se podía. Pero había que enterrar al monarca. El nuevo rey comentaba airado con su tío don Fadrique cómo su padre quería salirse a toda costa con la suya. Primero no muriéndose como Dios manda a su debido tiempo y ahora empeñado en no ser enterrado. “Pero va a serlo, vive Dios que sí.”
   __ Pues no sé cómo vamos a trasladarlo a la catedral.
   __Pensaremos algo.
   Y lo pensaron, créanme vuestras mercedes. Quedó en los anales de los entierros reales en toda Europa y en todo el orbe conocido, diría yo.
   Se hizo imposible circular por las calles; el agua alcanzó los primeros pisos de las casas en menos que se dice inundación. Al tiempo, los torrentes que se habían formado en las montañas se desplomaban inmisericordes sobre la ciudad transformados en cataratas de agua y lodo que unidas a lo que caía del cielo convirtieron el suelo en una laguna a la que alimentaban con tanto derroche que no daba tiempo a evacuar la suficiente para que descendiera el nivel.
   En principio, discurría más o menos mansa pero de pronto, irrumpió por las calles como una recua de caballos infernales en desbandada arrastrando banderas, gallardetes, árboles, hombres, caballerías, cabras, alabarderos y alabardas. Un caos. El agua parecía hervir a su paso y resultaba suicida siquiera asomarse para verla discurrir enloquecida. El río Torte, alimentado por la lluvia caída sobre el cauce desde su nacimiento en la cumbre de la sierra más alta del país, amén de la que vertían los demás montes convertidos en gárgolas, subió tanto de nivel que comenzó a querer entrar en la ciudad por las puertas más próximas a su cauce convertidas, a su vez, en desagües. El choque a empellones violentos entre el agua que salía y la que deseaba entrar, propició olas enormes que  derribaron las puertas de la muralla,  casas cercanas a ella e incluso trozos de la misma muralla por cuyos boquetes, el agua de dentro saltaba desquiciada en busca del abismo. Es curioso como le gusta despeñarse al agua a la menor ocasión.  El ruido en la ciudad con la lluvia, las cataratas montaña abajo, el torrente por las calles y los combates del agua en las puertas, era ensordecedor.
  Con todas estas novedades, hubo que improvisar sobre la marcha, a gritos,  porque el príncipe no quería demorar el entierro ni un día más. No quedó otra opción que meter el féretro desde palacio por el interior de las casas hasta la catedral. Debería hacerse por la orilla izquierda de la calle, donde los edificios se sucedían sin continuidad, dado que detrás estaba la montaña,  porque en la derecha existían tres calles transversales amplias,  por las que sería imposible transitar a menos que se supiera volar. Fue providencial, de todos modos, que entre la montaña y los edificios el encargado de urbanismo, un italiano muy amanerado con pañuelo de seda y cajita de rapé, hubiera abierto una ancha avenida para aislar y orear las viviendas con salida por ambos extremos, por la cual circulaba ahora el torrente y en la cual desaguaban las cataratas que de otro modo lo hubieran hecho directamente sobre los tejados con la consiguiente catástrofe.
   De ese modo el cadáver del rey, bien aislado en sus dos ataúdes, iría pasando de casa en casa, por los orificios que a la sazón abrieron operarios reales trabajando noche y día. No fue tarea fácil, no se crean vuestras mercedes, porque a trechos, existían separaciones, a modo de callizos entre las viviendas y como travesías a la avenida principal desde la trasera. Para salvar estos huecos se lanzaban seis largos tablones a guisa de puente improvisado, sobre las turbulentas y lodosas lagunas, vestidos con negra alfombra que el agua acabó destiñendo, y con unas cuerdas doradas bien sujetas a cada lado ejerciendo de improvisado pasamanos. Debo hacer notar además, que las alturas de las ventanas no siempre coincidían en las distintas viviendas por lo cual los tablones puente, las mas de las veces, se hallaban empinados, con tanto desnivel en algunas ocasiones, que hizo necesario abrir nuevos huecos de emergencia a la misma altura que la ventana anterior para que la comitiva pudiera desplazarse con cierta seguridad-sin tener que despeñar por las fachadas el cadáver de Juan II. Ocurría que las medidas de los edificios eran diferentes y a veces el hueco abierto no podía, en modo alguno, tener la misma talla de la ventana precedente, porque este tropezaba con el techo de la vivienda, por ello, la comitiva no tendría más remedio que agacharse en estos tramos.
    El día que por fin pudo celebrarse el entierro, el ataúd con el cadáver del monarca viajó cubierto por unas frazadas de tafetán doble para proteger la rica taracea, en una tétrica y poco gallarda huida de la inundación para llegar a la iglesia, cuya puerta, aunque estaba elevada sobre veinte escalones, fue tapiada con sacos de tierra para detener el agua. Tanto llovió, no obstante, que el torrente entró en el templo aunque de modo tímido, solo asomando para mirar, por suerte.
   Teniendo en cuenta, como es de suponer, que los interiores de las casas, tenían distribuciones diferentes en todas ellas, el cadáver igual irrumpía por una habitación, que por la cocina o el comedor y hasta los escusados, teniendo que subir y bajar escaleras, atravesar salones e incluso cámaras de seguridad de alguna entidad de préstamo, para encontrar el siguiente hueco y poder continuar. Fue un arduo camino el que tuvo que recorrer Juan II por las moradas de sus súbditos, hasta su sepulcro.
   Los invitados corrieron la misma suerte que el féretro y el día del funeral de estado no tuvieron otra opción que  pasar de ventana en hueco ayudados por guardias reales, (que llevaban faroles con velas, porque ya sabemos que el día y la noche se habían confundido), dado que los nobles ya tenían una edad, y algunos de ellos, incluso fueron transportados sentados en una silla, tapados en todos los casos de la cabeza a los pies como fantasmas sorprendidos por el diluvio fuera de sus criptas. Esto incluía a Alejandro Farnesio, que ya no estaba para muchos equilibrios, y a William Allen Todo esta macabra comitiva se desplazaba con lentitud, porque los tablones estaban cada vez más resbaladizos y una caída a la calle sería mortal, también por la altura, pero sobre todo por el hirviente lodazal que esperaba debajo para engullirlos sin misericordia.
   Tras las exequias las toses y los resfriados fueron la nota dominante en Madisboa en las jornadas siguientes, de donde no pudo moverse ni Dios, si hubiera acudido al entierro, que no lo hizo. O al menos no quedó constancia.
   Don Nuño de las Asturias, Josefo Mallo  y el nieto de Cumbres Apuntadas se alojaban en el palacio del conde de Picos Erizados, junto con  un noble español que por ello, por no ser del país, no tenía un titulo tieso. Era el conde de El Páramo de origen leonés, muy amigo del fallecido monarca, y que casualmente era el padre del actual corregidor de Saláceres.
   Nuestros amigos y su anfitrión se vieron envueltos en una peripecia aun mayor. El palacio de don Pedro se hallaba en la parte derecha de la ciudad, alejado de la iglesia y del palacio real. Todos creyeron desacertadamente que eso les eximiría de acudir a las exequias. Parece mentira lo poco que conocían a la familia real. El futuro rey (si el tiempo lo permitía) les hizo saber por medio de un emisario que viajó en la chalupa real, contra corriente y arriesgando su vida, la cual perdió a la vuelta, que existía un pasadizo desde la casa de don Pedro hasta Palacio. Pasadizo construido por su abuelo para poder visitar primero a la abuela y luego a la madre de don Pedro, que comunicaba el gabinete contiguo a la habitación conyugal con el tálamo regio, atravesando el subsuelo madisboeta.
   __Se accede desde el confesionario. Aquí traigo una llave, por si vos no la tenéis. Buen viaje__fueron las últimas palabras conocidas del buen hombre.
   __No, si va a resultar que somos hermanos; el rey y yo__sentenció el conde con bastante lógica y con la llave en la mano.
   Apartaron el confesonario, abrieron la puerta no sin dificultad  y mandaron por delante dos criados a explorar. Regresaron a los cincuenta minutos. Comunicaron que era un camino bastante cómodo y que había algo de agua.
   __ ¿Qué significa algo?
   __ Que nos da por el tobillo.
   Afirmaron  que la puerta del otro lado estaba abierta, y que sorprendieron al príncipe fornicando con su cuñada. Que no se percataron.
   __Señor, Señor.
    Josefo y los hijos de don Pedro encontraban todo aquello muy divertido y espectacular pero al marqués y a los condes no les hizo ni media gracia. El día marcado para el funeral se pusieron en camino sentados cada uno, en unos fraileros colocados sobre unas angarillas que transportaban cuatro criados con el agua por media pierna. A la vuelta el agua les daba por medio muslo. Desde  Palacio hasta la iglesia viajaron como  todos los demás, incorporados a la comitiva en el lugar correspondiente.
 A la vuelta les acompañó un criado real que se encargó de requisar la llave.


Continuará...

Los crímenes de las cuatro estaciones

Muere el rey, primera



El rey se moría. Hacía lustros que padecía gota y una serie de dolencias provocadas por los excesos de todo tipo a los que se había entregado con displicencia a lo largo de  su vida, pero en este momento lo que le iba a causar la muerte eran unas fiebres idénticas a las que  mataran a su primo Carlos I de España y los galenos reales convenían en que no había, por  desgracia, solución. Su majestad había estado varias veces con anterioridad en trance de palmarla, pero siempre cuando el príncipe ya estaba disponiéndolo todo para el traspaso de titularidad, el rey recuperaba la salud. Por ello el heredero, cansado de esperar mientras se iba haciendo viejo en Madisboa había dispuesto lo necesario para embarcarse hacia el Nuevo Mundo sin que consejeros, ni esposa, ni parientes, ni amigos, ni nadie, lograran convencerle de lo contrario. La noticia de la gravedad, esta vez definitiva, le pilló en Lisboa en el palacio del embajador, a la espera de partir allende el océano. Curándose en salud no se avisó a la nobleza hasta que el monarca entró en un estado vegetativo y los galenos afirmaron, poniéndolo por escrito, que esta vez ya no había vuelta atrás. Los nobles fueron instados a presentarse en palacio el mismo día que el príncipe puso pie de nuevo en tierra hispatana.
   Suponemos, sólo suponemos que quede claro, que habiéndolo firmado y en caso de que el rey no muriese tampoco esta vez, a los galenos reales no les quedaría otra que ayudarle a pasar a mejor vida discretamente si no querían que la suya se viese seriamente amenazada por no haber cumplido su palabra; como si la medicina fuera ahora una ciencia exacta donde dos y dos son siempre cuatro y no hay más.

   Don Nuño de las Asturias andaba contrariado, salir de viaje en estos momentos de calor agobiante, con tanto quehacer en su casa y con asuntos pendientes de solucionar como la violación de la niña de su sirvienta, le afectó sobremanera. El rey podía morirse en otro momento, caramba, además no comprendía para que tenían que presentarse en palacio sin no tocaban pito en la gobernación ni en ninguna de las disposiciones que se tomaban en la corte. Todo lo mangoneaba don Fadrique que era el consejero real por antonomasia. Mandó avisar a Josefo para que le acompañara. Aparte de haberle tomado afecto, quería proponerle un negocio.
   __Veréis, os hice venir por una razón de trabajo,  porque no creo que os importe mucho si el rey se muere o no. Bien, entonces de camino a la capital pasaremos por el palacio de mi amigo el conde de Cumbres Apuntadas, su heredero capitán como yo, aunque más joven, murió gloriosamente en Lepanto. El conde no quiere que las hazañas de su único hijo queden en el olvido y desea que alguien las ponga por escrito para que sus nietos tengan noticia puntual de cómo su padre dio la vida valientemente por Dios y por España, cumpliendo con su deber como todo un caballero que era. Ese vais a ser vos. Pagará bien. Hoy os presentaré y quedareis en su casa hasta mi regreso. El conde está enfermo y no puede moverse desde hace años, por tanto esta eximido de comparecer en palacio. Le representará su nieto mayor heredero del título que acaba de llegar a la mayoría de  edad. Yo me llevare al muchacho y le traeré de vuelta como si fuera mi propio nieto. A nuestro regreso le pondremos al corriente de lo dispuesto que será poca cosa, todo relativo a las ceremonias que tendrán lugar tras el luctuoso hecho, si es que sucede, que ya veremos. Esta es la cuarta vez que somos convocados.
   A Josefo le pareció de perlas el encargo porque no le sobraba el dinero. Pensó en hablarle a don Nuño de la hermosa dama que conoció en la iglesia,  pero viendo cuanto dolor había en la casa por la agresión de la niña no le pareció oportuno. Era una terrible frivolidad interesarse por una mujer en estos momentos de aflicción. No obstante don Nuño como si adivinara sus pensamientos le espetó:
   __Por cierto ¿qué me decís de los frailes, habéis visto al sospechoso?.
   __No señor, aunque tampoco he tenido ocasión de verlos a todos, bien es verdad. Volveré de nuevo a la iglesia.
   __Hay que darse prisa, no queda mucho tiempo.
   Durmieron en palacio y Josefo y el marqués emprendieron viaje temprano, mientras Jacinto se iba para la casa porque Josefo le había aconsejado no buscar a Carlota para no tener problemas con Virtudes. El asturiano  sugirió al criado tratar de enterarse cuanto antes quienes eran las mujeres de la misa que tan buena impresión habían causado en ambos.
   El camino a Madisboa era idéntico al que ya conocemos hacia España. El calor también era parecido al de aquel día. La vía, no obstante, estaba muy transitada. A la media hora, más o menos, llegaron al palacio del conde de Cumbres Apuntadas. El marqués hizo las presentaciones tras interesarse de veras por la salud del anciano. Durante el trayecto había ilustrado un poco a Josefo sobre lo que había sido Lepanto, haciéndole notar que cualquier cosa que el conde le refiriera aunque le pareciera descabellada, seguro que se quedaba corta. El asturiano se sentó frente al anciano, hombre de cabello y barba blanquísimos y de nobles rasgos y maneras, cuyos ojos azules se iluminaban al hablar del hijo. Le refirió pormenores de la infancia del capitán muerto en combate, de su amor por el ejército, de cómo quiso siempre pertenecer a los Tercios. Le habló de su esposa, una joven de dignísima familia portuguesa, que tras la muerte del esposo se consagró por entero al cuidado de sus cuatro hijos y al del conde que la había amado como a su propia hija.
   La dama hacía dos años que había fallecido de una enfermedad del pulmón. El era todo lo tenían sus nietos y pedía a Dios el favor de mantenerlo con vida hasta ver casado al mayor y encarrilada su casa.
   Pasaron el día de modo muy ameno, el noble hablando de su hijo y Josefo tomando notas y haciendo preguntas que el otro respondía con sumo agrado, encantado de apreciar como el joven escritor era de veras inteligente y bondadoso, tal y como le había referido don Nuño.
   Regresaron a Saláceres bien entrada la tarde. Una vez en la villa y ya cerca de casa tuvieron un pequeño incidente con Benito el alguacil menor. Este andaba ya borracho y molesto con Cirilo el criado del marqués, porque tras la agresión de la niña de la cocinera, habían puesto una denuncia ante el Alcalde Mayor. Aunque en el caso de los alguaciles las denuncias no servían para nada, el Alcalde viniendo de la casa de don Nuño advirtió a Guzmán andarse con cuidado y ese increpó a Benito sobre lo tantas veces repetido de que las criadas de casas principales eran intocables. Con las mozas del pueblo llano tenían más que suficiente. “Cuida de que tu hermano lo entienda de una jodida vez, mostrenco que eres un mostrenco si no quieres que te entregue yo mismo a la inquisición española”. Para cubrir el expediente Tadeo estuvo encerrado un tiempo, mientras se esclarecían, que no hacía falta pues ya lo estaban,  los hechos.
   Benito resentido y azuzado por el vino se había plantado en medio de la calle delante de la litera espantando al mulo con su espada. Cirilo se bajó de la montura, tizona en mano. Jacinto que esperaba la llegada de los viajeros, preparó el forquiau, por si era necesario y porque tenía mucho aprecio a su camarada. Dentro de la litera Josefo y el marqués contemplaban la lid sin decir ni mu, porque don Nuño sabía que Cirilo le desarmaría en un santiamén, le sacaría del camino y listo.
   Cuando Cirilo ya le había desarmado del primer mandoble y lo llevaba  a rastras cogido por el pecho fuera de la calzada, apareció Guzmán en persona, quien detuvo la pelea, recogió del suelo a Benito, ordenó al criado continuar viaje, se acercó a la litera, saludó al marqués, miró de reojo a Josefo, fuese y no hubo nada más.
   Entre tanto, Jacinto había averiguado que Raquel era la mujer de Guzmán. ¡Si es que mi amo tiene una puntería! También había tomado nota de lo que muchos decían: que no estaban legalmente casados y que se rumoreaba que el alguacil la había raptado del convento donde estaba como novicia. Todo eso aprendió aquella tarde, pero después del incidente y viendo lo maltrecho que volvía Josefo tras el viaje, decidió contárselo al día siguiente y dejar que descansara sin problemas ni sobresaltos.
   Esa noche Josefo, que siempre se mareaba en la litera, salió al huerto para tomar el fresco y como andaba enamorado, contemplar la luna clara de agosto. Había multitud de estrellas errantes. Todo un espectáculo. En Asturias se decía que tantas a la vez eran un mal augurio, pero aquí en Hispatania seguro que tenían otro significado. Aquí las cosas se veían de otro modo. Sentado sobre la hierba y recostado en el tronco blanquecino de una higuera de pomposas hojas  cuyos higos se iban esponjando por momentos hasta reventar, contemplaba la lluvia de estrellas con la típica sonrisa un poco idiotizada con la que los enamorados contemplan cualquier cosa que se les ponga a tiro, teniéndola en ese momento, por lo más maravilloso del universo. Pensó en la hermosa dama de los ojos verdes y decidió no demorar más tiempo en conocer su identidad. Mañana mismo lo averiguaría.
   El ruido de cascos de caballerías llegando a la plaza le distrajo de sus planes. A aquellas horas intempestivas no era probable que llegaran viajeros, además las puertas de la villa habían cerrado hacia tiempo. Acuciado por la curiosidad miró por encima de la tapia en el mismo instante en el cual se abría el portón del palacio del marqués. Josefo llegó a tiempo de ver una armadura inmensa que casi rozaba con la celada en el dintel entrando en palacio mientras Cirilo observaba la calle cuidando de no ser sorprendidos y un criado que había salido a esperar se ocupaba de lo que parecía equipaje. Creyó reconocer al boyero en el hombre que se retiraba conduciendo un mulo. ¿Habrán sacado por fortuna a pasear a don Gonzalo?. Pero la armadura del comedor no tenía parangón con la que acababa de ver entrando en la casa. En el interior de palacio no había ninguna señal de vida, ni se vio luz alguna ni se oyó el mas mínimo rumor. Como si la oscuridad y el silencio se hubiera tragado a los visitantes. El escritor esperó un momento picado por la curiosidad y ante la falta de novedades se retiró a descansar. Ya le preguntaría al marqués quien era el visitante o el mismo don Nuño se lo contaría. Seguro que tenía algo que ver con la muerte del rey.
   A la mañana siguiente pensaba acudir a la plaza del Monasterio para tratar de volver a ver a su dama misteriosa, pero don Nuño le mandó recado de dirigirse a palacio urgentemente. Allí le comunicó que el rey acababa de fallecer y le rogó que le acompañara a la capital para acudir a las exequias.
   __Aun no conocéis la capital. Podéis aprovechar para hacerlo. Vendrán algunas personalidades. Se rumorea que  Alejandro Farnesio representará a su tío Felipe II, será interesante para un escritor como vos. Además quiero que conozcáis al conde de Picos Erizados que fue compañero mío en el Tercio y que es una persona jovial y alegre, no como yo. Tiene hijos de vuestra edad con los que podéis hacer amistad. Son chicos instruidos y agradables.
Josefo respondió que si, por supuesto, que todo le parecía interesante. Así que preparó su exiguo equipaje y se dispuso a acompañar al marqués. Ni se acordó de la armadura.
   Salieron temprano, cruzaron el río Torte cuyo meandro se enroscaba a la muralla de la villa como una culebra y en la litera reluciente del capitán se dirigieron a la hermosa capital del reino. Por el camino se unieron con la comitiva del nieto del conde  de Cumbres Apuntadas al que acompañaba un hombre de absoluta confianza de la casa.
   Les despidió el tañido a muerto de las campanas del monasterio y el mismo toque repetido les recibió en Madisboa. Banderas a media asta y crespones negros ondeaban entre limoneros, flanqueando la avenida principal desde la catedral gótica hasta el ecléctico palacio real. Don Nuño y Josefo se hospedaron en casa de don Pedro el conde de Picos Erizados. Posiblemente en este país todos los títulos estén hirsutos; debe ser costumbre hispatana, pensaba el escritor. Sería interesante, no obstante conocer las razones del titulo, tal vez tan curiosas como las de don Nuño.
Las calles eran un continuo ir y venir de carruajes, caballos, personas y personajes con el fondo lóbrego del lamento de muerte de las campanas. No obstante la ciudad era luminosa, elegante y perfumada de azahar. Muy agradable le pareció a Josefo que se apresuró a componerle unas rimas, porque desde que volviera a enamorarse y las musas hubieran regresado con el amor a sus quehaceres, los versos le salían prestos de la pluma, al igual que los suspiros de la boca.
Madisboa capital
Tienes nombre de mujer
Bella y espiritual.
Novia te tengo que ver
Purificada de azahar
En otras circunstancias los hubiera roto tras leerlos, pero ahora estos versos harto cursis se le antojaban salidos de la pluma del mejor poeta de  todos los siglos.



Continuará....