El misterio de la Torre Sur






CUATRO



García atendió el teléfono donde una histérica señora de Méndez aseguraba haberlo visto.
    —¿A quién?
    —A mi marido.
    —¿Pero dónde? ¿Vivo?
    — ¡He visto una de sus piernas! ¡Qué horror, por Dios bendito. Hagan algo, se lo ruego!
   García se dirigió al domicilio de la mujer, lleno de curiosidad. Cuando entraba salía el médico, lo que no le hizo presagiar nada bueno.
    —¿No la habrá sedado?
    —Le he administrado un ansiolítico.
    —Mierda. Que mano más ligera tienen ustedes.
    —Yo hago mi trabajo.
    —Eso se lo dirá a todas. Tendré que darme prisa antes de que se duerma.
   La señora de Méndez le refirió entre suspiros lo que había acontecido.
    —Hoy por la mañana viendo la tele mientras desayunaba, la pongo para no pensar ¿entiende?
   García asintió.
    —Escuché una noticia asquerosa: la aparición de cadáveres apilados en el sótano de una facultad, después de haberlos utilizado para hacer prácticas. No quería mirar las imágenes, pero algo me impulsó a hacerlo y entonces fue cuando lo vi.
    —¿A su marido?
    —Vi una de sus piernas. La izquierda.
    —¿Pudo reconocer la pierna de su marido entre un montón de despojos?
    Ella lo miró con cara de reprobación.
    —Perdón…señora, continúe por favor.
    —Mi marido tenía una cicatriz de arriba a abajo de la pierna izquierda, secuela de un accidente de tráfico de hace un par de años. Le había atropellado una moto. Es una marca en forma de te mayúscula inconfundible. El decía que era su cruz particular.
Fue todo lo que le dijo antes de dormirse.
García revisó los videos en su despacho. Eran asquerosos. Parece mentira las universidades…Dona tu cuerpo a la ciencia para esto. En efecto, se veía una pierna con una gran cicatriz en forma de cruz.
    —Octavio, venga conmigo. Iremos a esa puta facultad.






Capitulo cinco






Casimiro se alegró cuando escuchó la voz de su amigo Jeremías. Hacía tiempo que no tenía noticias y se imaginaba lo peor.  Porque en este caso la falta de noticias no sería una buena noticia, en este caso, sería la única excepción que por lo visto tenía esta regla. Varias veces había pensado en llamarlo, pero con el trabajo en la dichosa Torre no tenía tiempo para nada
    —Ni siquiera para cagar_ se lamentaba, con su habitual desenfado, dado su estreñimiento crónico.
    —Tío_ la voz de Jeremías se escuchaba exultante _ ¡tengo una moto, tengo una moto!
   —¿Te has comprado una moto, con qué dinero?_ preguntó un sorprendido Casimiro, más que por la moto en sí, porque su amigo no le llamara para pedirle dinero precisamente.
   —He pillado mucha guita en el póquer anteanoche o ante anteanoche, no me acuerdo bien.
   —¿Y te lo has gastado en una moto? No estabas mejor pagando lo que debes, a mí, por ejemplo.
   —Nooo, tío. La moto se he ganado a un pardillo. He jugado en frente de tu torre en las oficinas de un pez gordo que organiza timbas. Me ha llevado Anselmo. Qué, ¿te recojo y la probamos?
   — ¡Qué dices! ¿Tienes permiso para conducir motos?
   — ¿Es que se necesita?
   —Anda, la virgen.

   Casimiro conocía a Jeremías del reformatorio en el que habían convivido: El Buen Pastor, que ostentaba el record de antiguos pupilos delincuentes; el Jere era uno de los más versátiles y escurridizos. Desgracia, que no se apellidaba así en realidad, salió rebautizado del centro por su facilidad para arruinar todo lo que tocaba, tenía debilidad por Jeremías. Le admiraba. Su inocencia y su osadía, su debilidad y su valentía, su tristeza intrínseca y su facilidad para alegrarse por cualquier cosa. Era un tipo muy peculiar el Jere y “muy buena gente.”   En su universo marginal servía lo mismo para un roto que para un descosido, tocaba todos los palos.”Pero ni pegar, ni menos aun matar, eh. Ya he recibido yo bastante leña”. Tampoco entró nunca por ser soplón de la pasma. “Policía ni de coña.” Sin embargo a ellos sí les proporcionaba toda la información que podía cada vez que lo requerían y se partía los cuernos por ayudar. Aníbal también lo apreciaba.
   Quedaron en bar del Julián, otro egresado, a las cinco. “Como si fuéramos pa los toros, tío”. El Jere no había olvidado su pasión juvenil por ser torero, ni sus noches de capeas clandestinas alumbradas por la luna,  en los cercados de las ganaderías, ni los revolcones de los morlacos, ni los palos inmisericordes de los mayorales. “Pobre Jeremías, cuanto había sufrido. Todos los caminos rectos que iba eligiendo se le iban truncando. No tuvo otra que delinquir para sobrevivir”. Por eso Casimiro lo quería tanto.
   El había tenido mejor suerte. Cuando regresó a casa, un hermano de su madre le empleó con él en su frutería. El día que cumplió los diecinueve quiso hacerse un buen regalo y robó un coche muy ostentoso que veía estacionado cerca y que le había gustado desde el principio. Era del apoderado del banco al que llevaba su tío la recaudación cada día y que les regalaba una agenda y un calendario por Navidad. “Ratas de mierda, ya le enseñaré yo al baranda ese”. Como era bajito “de nacimiento” no llegaba al volante y se le ocurrió utilizar como suplemento una caja de fruta de las de la tienda de su tío que llevaba impreso el rótulo publicitario: “Frutas Devesa: del árbol a la mesa”. Le detuvo el padre de Aníbal, conocido del barrio, al que saludaba a menudo por las mañanas, cuando salía de dormir con la Paqui, la dueña del bar de al lado. Casimiro le regalaba un plátano. “Pa reponer el potasio, jefe.”


  —Voy a hacer como que no sé quien robó el coche. Lo encontramos sin huellas y sin ningún indicio que nos lleve al ladrón. Lo encontramos y punto. No pongas tanta cara de alegría. A cambio quiero algo. Quiero que por las tardes, una vez que termines la jornada, vayas a una academia y te saques la EGB. No eres tonto ¿sabes? Y no se puede ir de ignorante por la vida. Primero eso y luego ya veremos.
   Eso le salvó de la delincuencia. Aníbal padre se ocupó de que continuara estudiando y más adelante le consiguió un empleo como pasante en el despacho de unos abogados amigos. De paso, lo apartó del barrio y de las malas influencias y de la Paqui, de quien Casimiro andaba enamorado desde niño.
   Cuando nació el niño de Paquita, Aníbal padre apenas tuvo tiempo para disfrutarlo. Un atracador le pegó un tiro casi a bocajarro. Casimiro llegó corriendo desde el despacho a tiempo para verlo morir. Agarrado a su mano lloró tanto que se quedó sin lágrimas. En su fuero interno le juró sin que él se lo pidiera ni se le pasara, siquiera, por la imaginación, cuidar de Aníbal como si fuera su hijo.
   Y así lo hizo durante toda su vida.
   Cuando su madre no podía, iba a recogerlo al colegio, no se perdía un cumpleaños, ni una función del cole, ni un partido, ni la comunión, ni nada relacionado con el chico, sin falta de que mediara invitación. Todos consideraban normal e imprescindible que estuviera Casimiro. El vigilaba sus estudios y la daba los mismos consejos que Aníbal padre le diera a él. El niño le escuchaba sin rechistar, incluso cuando hacía alguna trastada esperaba en casa a que viniera Casimiro a reprenderlo. Sabía que era como tenía que ser. Tenían una unión espiritual fuera de lo común.
   Cuando Aníbal hijo entró en la policía, Casimiro fue al cementerio a contárselo a Aníbal padre. La Paqui ya se había muerto para entonces; y cuando abandonó el cuerpo por aquella putada que le armaron y se hizo detective apareció una mañana por la oficina con todos sus bártulos. No hicieron falta palabras. Aníbal le tenía un despacho reservado y la puerta siempre abierta para verlo llegar.
   “Se lo debo a tu padre”, dijo y Aníbal asintió. No hizo falta más.

   La moto era una Harley Twin Cam 96_Las que usa la poli americana, tío, el baranda se puso pálido cuando me la entregó. Un inglés muy estirao y muy mal jugador, je, je.
   Casimiro se quedó sin palabras. Se encajó el casco que le tendió Jere, que no paraba de reírse y de asentir con su enorme cabezota embutida en aquel enorme casco, rojo intenso. Parecía un robot averiado llamado a descabezarse en cualquier momento.
   La Harley hacía un ruido divino, según el Jere que se había vuelto un experto en motos de repente. Casimiro se preguntaba que hacía él encima de una moto con el Jere como piloto por el medio de la ciudad. Se agarró bien y cerró los ojos. De ese modo no pudo ver el rumbo que tomó su amigo en dirección  a las afueras -quería llegarse al pueblo donde aún vivía su abuela nonagenaria- y tampoco pudo observar por el retrovisor al coche rojo como el casco del Jeremías que les venía siguiendo desde que habían arrancado.
   Luego de un trecho, Desgracia abrió un momento los ojos por simple curiosidad, para ver por dónde iban; el viaje ya se le antojaba demasiado largo. Jere había evitado la autopista y se dirigía a la primigenia carretera de circunvalación en dirección oeste. ” ¿Adónde carajos va éste?” Casimiro sopesó la idea de que su amigo se dirigiera al pueblo.”¿Pero, a que carajos va allí? No me digas que vive todavía la yaya”.
   En ese momento la Harley y sus dos jinetes enfilaron el viejo puente sobre las vías del ferrocarril. Afortunadamente la circulación era escasa a esa hora. Casimiro abrió de nuevo los ojos, cuando un estruendo le forzó a ello, para ver un coche que los adelantaba casi rozándolos.
   —¿Sonó un disparo? Hijo puta, échate a un lado, cabrón.
Jeremías pareció inclinarse a un costado, como si perdiera el equilibrio.
   —Jere, ¿Qué haces tío?, ¡que nos caemos!
   La moto, zigzagueó nerviosa y ya sin rienda atravesó la carretera en diagonal, se llevó por delante la barandilla y salto al vacío con los dos motoristas.
   Casimiro salió lanzado por la izquierda, mientras Jeremías, todavía agarrado al manillar, parecía un gallardete agitado por el viento.


   Cuando recobró el conocimiento, Casimiro sintió resquemores por todo el cuerpo. Al recuperar del todo la consciencia, se dio cuenta que estaba desplomado sobre una inmenso zarzal que le había amortiguado el golpe. Tras unos momentos de desconcierto, pudo ver la moto en medio de las vías y a Jeremías unos metros más allá inmóvil y en una postura imposible. Con mil apuros se dejó rodar sobre la maraña de zarzas y arbustos hasta que cayó al suelo. Con tanta confusión como dolor, logró ponerse en pie. Sabía que no debería, pero se quitó el casco y lo tiró al suelo. Cojeando, trató de llegar hasta donde se encontraba su amigo del alma. Un tren silbaba por su derecha. ¿Vendría por esta vía o por la otra? Medio aturdido, trató de correr, pero sólo alcanzó una especie de trote ridículo. Le daba la impresión de no avanzar, es más, parecía correr hacia atrás, dado lo que tardaba en llegar. Comenzó a llamar a voces al Jere.
   —¡Quítate de la vía!... ¡Quítate de la vía pedazo cabrón! Dios, estará muerto. Claro que está muerto, si parece un muñeco roto. ¡Jeremías, Jeremías! —Casimiro comenzó a sollozar.
   El tren silbaba muy cerca. No iba a poder llegar. Cuando se hallaba a unos quince metros del cuerpo de su amigo, comenzó a notar la vibración de las vías. Las vías en las que se hallaba inerte el Jere. Quiso correr más, pero no había manera. El cuerpo le pesaba como una armadura. De pronto, mezclado con el ruido del tren se oyó otro estruendo como si el convoy hubiera tropezado con algo.
   —La puta Harley. ¡Dios por qué nos haces esto! ¿Qué mal te había hecho Jeremías?
   El tren lo rebasó silbando, tratando inútilmente de frenar a tiempo de no partir por la mitad el cuerpo tirado en las vías unos metros por delante. Casimiro empujado violentamente por la estela del convoy cayó rodando por el terraplén hasta estrellarse contra el paredón de piedra que cercaba el pasto de la dehesa donde unos imponentes toros bravos, habían dejado de pastar para contemplar con indolencia lo que estaba sucediendo.


   Cuando abrió los ojos en el hospital, Aníbal estaba a su lado junto a la cama y al fondo creyó reconocer a Isabel. Parecía que la relación funcionaba. Miró a Aníbal en silencio. Su jefe le puso una mano en el brazo y lo apretó con cariño.

  —Ya estaba muerto cuando el tren lo arroyó.
  —La caída lo mató —afirmó preguntando, Casimiro. Era un débil consuelo.
  —Lo mató el disparo. Jere tenía un balazo con orificio de entrada y salida. Le entró por la axila izquierda, atravesando el pulmón y reventándole el corazón. Le dispararon casi a quemarropa, desde un coche que os adelantó. Muy profesional. Te libraste por los pelos, la bala te rozó el brazo.
    Casimiro cerró los ojos. Aníbal vio como las lágrimas trazaban rayas por el rostro de su compañero. Esperó un rato sin hablar.
    —¿De dónde habíais sacado la moto?
   —Era del Jere. Creo que la ganó en una timba. Me dijo que había jugado enfrente  de la torre.
   —¿Cuándo?
   —Hacía dos o tres noches.
   —Lo investigaré. Ahora descansa y procura no pensar demasiado. Al Jere se lo hubieran cargado igual.
   —¡Jefe!
   Aníbal se volvió cuando  estaba abriéndole la puerta a Isabel.
 —El tipo de la moto era un inglés. Al Jere lo llevó el Anselmo.




Continuará…









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