Cuento de Navidad








—¿Permite que me siente con usted?
   Julián levantó la cabeza sorprendido. Un hombre mayor con buen aspecto le sonreía mientras esperaba respuesta.
   —Sí, si, por supuesto, siéntese, como no.
   —Hay más asientos libres, como verá, pero uno está al lado de la puerta, otro está en el trayecto de la gente que entra y sale,  y el otro al fondo, sin ventana, y soy un poco claustrofóbico…
   —No hace falta justificación. Aquí hay sitio para ambos de sobra y así no como solo por un día.
   —¿Come siempre solo?
   —Sí. No me gusta mucho la gente. Desde que falleció mi hijo…lo llevo mal. Reconozco haberme enfadado con el mundo, que no tuvo culpa.
   —Disculpe, le he invadido y no me he presentado; me llamo  Yeshúa. Si, soy hebreo…judío, vaya.
   —Yo no…quiero decir que no me llamo Yeshúa…Me llamo Julián. Julían de la Peña…
   Ambos rieron mientras se daban la mano.
   —¿Usted también está solo?
   —Si.
   —¿Vive por aquí?
   —Viajo mucho. Ya sabe: el judío errante, ja ja ja.
   —Aquí no hay comida kosher.
   —No se preocupe, no soy ortodoxo. Como de todo. Ya le digo, voy por todo el mundo y en algunos sitios, bueno en la mayoría, sería complicado seguir un régimen kosher ¿Comprende?
   Julián asintió. El forastero le había caído bien, para variar. No era que la gente le cayera mal, era que él no quería tratos con la gente, desde el accidente de su hijo. El mundo le había decepcionado.
   —Voy a pedir pescado —dijo el anciano— tiene buena pinta.
   Hablaron animadamente mientras comían. Julián comenzó a sentirse bien por vez primera en muchos años. El judío era un hombre que trasmitía paz y confianza. El nunca había conocido ninguno, o por lo menos, no era consciente de ello. De todos modos eran personas como las demás, con un aura de leyenda negra desde los reyes católicos que ni siquiera el Holocausto pudo hacer olvidar. Era decir judío y todo el mundo se ponía alerta.
   Terminaron la comida con un buen habano,  y hablando de lo humano y lo divino se entró la tarde. Julián se había quedado sin siesta.
   —¿Qué tal si damos un buen paseo? Más que nada para bajar el tocinillo de cielo con nata, que nos hemos tomado una buena ración  —Rió Yoshúa.
   —Me parece de perlas.
   Se fueron por el paseo del río. La tarde se había mantenido serena, pese a las previsiones del tiempo, y la temperatura era la ideal para estar al aire libre.
   —Perdón Julián, me había dicho algo de un accidente— pregunto Yoshúa al ver unos jóvenes que les adelantaron haciendo running.
   —Sí. Mi hijo.
   —Si le incomoda no me hable de ello.
   —Creo que me hará bien. Llevo mucho tiempo callado.
   Julián se apoyó en la barandilla mirando el río, limpio y remansado alrededor de las rocas que sobresalían, redondas, pulidas y limpias, llenas de aves descansando al sol, apurando el ultimo calor, disfrutando  con jolgorio de lo que la vida les ofrecía. Tragó saliva y levantó la vista al horizonte tropezando con la cadena de montañas, aun sin nieve, de cumbres desgastadas por la erosión del trascurrir del tiempo, como su vida. Pensaba en su hijo y se le secaban la boca y el alma. Se volvía ausente. Su cabeza quería comenzar la historia para aquel judío amable, pero su corazón se ahogaba, le faltaba el aire, no podía articular palabra.
   —Fue una noche nefasta. Mi hijo había salido a cenar con unos amigos para despedirse. Se iba a Estados Unidos con una beca Fulbright —Julián tragó saliva, le costaba hablar de su hijo en pasado. Era como viajar a la nada, al caos, al vacío. Tardó un buen tiempo en continuar—. Luego de cenar, se fueron a tomar unas copas y por último, ya de madrugada, llevó a casa a un par de amigos que habían bebido demasiado. Uno de ellos vivía en la sierra, a unos cuantos kilómetros. Según  el informe de la Guardia Civil, el no vivió para poder contármelo, tuvo que dar un volantazo para esquivar un coche que le salió en una curva por el medio de la calzada. El coche de mi hijo se salió de la carretera, rompió el quitamiedos, bajo una pendiente, chocó violentamente contra un árbol y se incendió… mi hijo había perdido el conocimiento y no pudo salir…
   Julián no pudo impedir que los sollozos ahogaran las palabras. Una y otra vez contemplaba la escena impotente: su hijo quemándose vivo y el consumiéndose a la vez, impotente, paralizado, muerto también en vida.
   —El otro conductor, el que causó el accidente, no se detuvo. Cuando la Guardia Civil le localizó, días más tarde, dijo con el mayor cinismo,  que no había sido consciente de nada. Pero con todo, lo peor fue que, detrás de mi hijo, venía una furgoneta; una furgoneta de reparto que se dirigía al almacén a recoger la carga para la jornada. Paró, eso sí. Pero al ver estallar el coche y comenzar a arder, salió a toda prisa y ni siquiera avisó a la policía. El aviso hubiera servido de poco para mi hijo, pero es que él llevaba un extintor; un extintor, ¿comprende? Si se hubiera bajado y lo hubiera utilizado cuando comenzaba el fuego, mi hijo estaría vivo…porque murió calcinado. Solamente estaba inconsciente…Si hubieran parado los dos…Si le hubieran ayudado…Ya estaría fuera del vehículo cuando comenzó el fuego y de todos modos, con el extintor de la furgoneta… Dios, cuanta insolidaridad, cuanto egoísmo…Dios…
   Yeshúa le dejó llorar. Ni siquiera le consoló, le permitió llorar un buen rato. Julián se fue calmando y entonces el judío le tomó suavemente del brazo y le condujo hasta un banco cercano donde tomaron asiento.
   —¿Por qué Dios lo consintió? ¿Por qué consiente Dios que estas cosas ocurran?
   —Si me permite corregirle, le diré que yo creo que Dios no controla nuestro día a día. Él nos da albedrío para actuar. Conocemos las leyes y las normas y estamos dotados de inteligencia para comprender y tenemos conciencia para reaccionar y para actuar con empatía. Dios nos enseñó a ponernos en el lugar del otro. Dios no puede obligarnos a tenerlo siempre presente. Eso depende de cada uno. Su hijo no lo haría. Usted lo sabe y yo también. Su hijo era un hombre de bien, como usted. Eso debe de confortarle. Si hubiera ocurrido al revés, su hijo sería un héroe reconocido, pero, usted sabe que en el mundo existen todo tipo de gentes  y ustedes dos se han tropezado con otros dos que no son como ustedes. Esto es así.
   —Me gustaría tener su perspectiva, pero no puedo ver las cosas con esa tranquilidad…no, no puedo.
   —Es natural. Pero no se mortifique extendiendo la culpa. Ha sido un suceso de tres. Su hijo tuvo esa mala fortuna y los otros dos ya están pagando su error. Hasta ahí llega. En el mundo hay mucho canalla y mucho cobarde, pero para compensar hay muchas buenas almas. Muchas. Muchas más de las que usted se imagina. Es que lo malo se ve más…
   —Si yo pudiera hacer algo…si se me permitiera poder hacer algo… Quisiera ver a mi hijo…quisiera…
   Julián volvió a sollozar con desconsuelo. Yeshúa le abrazó esta vez y le dijo:
   —Lo verá…yo haré que se encuentren.
   Julián no lo escuchó; es que Yeshúa creyó haberlo dicho en voz alta, pero no lo hizo. Sin embargo su mente, dio la vuelta al mundo en un segundo, y encontró la solución, que por otra parte tampoco estaba tan lejos. Se hallaba en el albergue de extranjeros unas calles más abajo.

   Habían transcurrido unos cuantos días, Julián confiaba en volver a ver a Jeshúa; así se lo había manifestado el judío cuando le dejó en su portal aquella tarde. Pero no había vuelto por el restaurante. Preguntó al personal si lo habían vuelto a ver y todo el mundo negó con la cabeza. La Navidad se acercaba y la gente andaba estresada porque no daba abasto para hacer las compras navideñas tras la jornada; miraban el reloj y cuando veían entrar un cliente a deshora les cambiaba la cara, fruncían el ceño y procuraban servirle a toda velocidad.
   —Así no se trata a la clientela. Luego protestarán cuando se queden sin empleo. Entonces ni compras ni nada…
   —Entonces será el llanto y el crujir de dientes…ja ja ja —respondió Jeshúa que acababa de entrar.
   Pero no estaba solo. Venía acompañado de un africano  joven.
   —Le presento a Jonasi. Es ugandés; él y su familia huyeron del país. ¿Permite que nos sentemos con usted?
   —Por supuesto. Me alegra volver a verle. Había preguntado por usted.
   —Debería haber vuelto antes, disculpe, pero estuve muy ocupado. Ahora le cuento.
   Pidieron la comida. Mientras esperaban, Jeshúa se dispuso a contarle las vicisitudes de Jonasi y su familia.
   —Resumiendo bastante para no agobiarle, le diré que tuvieron que salir huyendo de Uganda ante los crímenes de un señor de la guerra llamado Joseph Kony ¿no sé si le suena de algo? —Julián negó con la cabeza— Bien, pues este criminal lleva décadas enfrentado al ejército de Uganda, con la excusa de reclamar derechos para su etnia, los Acholi. El padre de Jonasi era un funcionario del gobierno llegado a la zona para informar de las condiciones reales de vida de los Acholi y tratar de mejorar, en lo posible, su realmente miserable existencia. Es un hombre bueno que se implicó realmente en la defensa de esta etnia y se enfrentó incluso con el gobierno que no tenía demasiado interés en ellos y simplemente le había enviado como tapadera, para frenar el descontento. Pronto se vio entre dos fuegos y fue incomprendido y perseguido por ambos. Un día los paramilitares de Kony raptaron a su mujer y a su hija, la madre y la hermana de Jonasi, a las que no volvieron a ver. Revolvieron cielo y tierra, echaron mano de todos sus conocidos y contactos, hablaron con guerrillas, con militares, con misioneros, con oenegés, con la prensa extranjera. Escribieron a gobiernos, a las naciones unidas, a la unión europea…mientras eran perseguidos, tiroteados, acosados por todos: ejército y guerrillas. Se puso precio a sus cabezas y tuvieron que huir del país. Le diré que Jonasi estudiaba medicina en la universidad de Kampala. Dejando todo atrás huyeron a pie hasta lograr cruzar la frontera y llegar a Sudán. Fue un viaje duro sin agua ni comida. Ya en Sudán fueron auxiliados en una misión francesa que les consiguió un medio de trasporte para llegar a Khartoúm. Tras un tiempo en la ciudad sobreviviendo malamente, decidieron avanzar hasta Egipto, para poder, desde allí, llegar a Europa, pero…el hombre al que entregaron hasta el último centavo que tenían les engañó y les dejó en manos de las mafias sin alma y sin escrúpulos que les trasladaron a Libia para ser vendidos como esclavos.
   —¿Esclavos? —se asombró Julián.
   —Sí, esclavos en el siglo XXI y a las puertas de Europa. Es largo y complicado el relato. Resumiendo le diré que fueron separados y que Jonasi tuvo suerte de que a su grupo le descubrieron militares de naciones unidas, que los liberaron. Su padre le había dicho que en caso de separación tratara siempre  de llegar a Europa. Desde allí podría hacer algo por él. Era el único modo de sobrevivir y de hacerse oír. Escaparon del control de los cascos azules, lo cierto es que tampoco hicieron mucho por retenerlos, Libia es un caos absoluto, y de nuevo caminando, sin comida, sin agua y sin dinero, llegaron a Túnez…
   —¿Su padre continua en Libia?
   —Sí. Puede preguntarle a él; entiende y habla español bastante bien. Sería bueno encontrarle acomodo en alguna familia que le quisiera acoger, para que pudiera terminar sus estudios y para ayudarle a proseguir la lucha para liberar a su padre.
   —Eso va a ser imposible.
   —¿El que va a ser imposible?
   —Encontrar a su padre.
   —Nada es imposible —respondió Jonasi en un buen castellano.
   —Y, aunque lo fuera, ayudaríamos a otros y haríamos publicidad para que se conozcan estas atrocidades. Yo movería todos mis contactos para saber donde se encuentra el grupo del padre de Jonasi. Quiero proponerle algo: Échenos una mano; usted tiene posibles y conoce gente y sabe moverse, implíquese en nuestra causa…tiene tiempo y le hará bien. Créame. Piénselo. Jonasi es muy buen muchacho, merece una oportunidad. Yo respondo por él.
   —Me gustaría, pero no sé como…
   —Yo le guio. No se preocupe. Va a ser Navidad es una buena época para implicarse. Le dejamos porque Jonasi tiene que regresar al CIES. Volveremos a vernos.
   Jeshúa y Jonasi se fueron después de darle las gracias por atenderlos. Cuando ya habían cruzado la calle Julián salió y les llamó.
  —Si usted responde por el chico, yo puedo acogerle en mi casa. Podemos probar…si resulta bien, yo puedo ayudarle a terminar la carrera…
   —Necesita papeles.
   —Yo me ocupo. Podemos quedar mañana en mi casa y planificar las cosas con orden.
   —Perfecto.
   Jonasi se quedó mirando a Julián con incredulidad y después en un arranque de gratitud le dio un abrazo impetuoso y torpe. Hacía mucho que no abrazaba a nadie.

   Fue fácil llegar a un acuerdo. Julián iba a acoger al muchacho legalmente para conseguir los permisos de residencia y que pudiera permanecer en España y  continuar los estudios.
   —Luego veremos el padre —le dijo a Jeshúa, mientras el chico se acomodaba en su cuarto.
   —Lo haremos a la vez. No debemos perder tiempo. Yo le proporciono los contactos y luego usted actúa. Vendré mañana. Le dejo un teléfono por si me necesita antes, que no creo.
   En el resto de la tarde Julián y Jonasi se contaron su vida con sus penas y sus alegrías, que también las había.
   —¿Dónde conociste a Jeshúa?
  —En Sudán. El fue nos recogió en el camino y nos llevó a la misión francesa. Luego volví a verlo en Túnez. El me encontró escondido, yo le reconocí enseguida y me llevé una gran alegría. Me inspiraba mucha confianza. El me proporcionó un pasaje en un barco que transportaba mercancías hasta Valencia y me dijo, que una vez en tierra me presentara a las autoridades. Era bueno que me llevaran a un centro de extranjeros.
  —Pero podían deportarte.
  —No, si no saben de dónde soy, porque no tengo ningún papel que me identifique. Jeshúa me dijo que él me encontraría después y así fue. Me dijo también que había alguien que me necesitaba.
  —Sí, tu padre.
   —Eso mismo le dije yo, pero él me respondió: además de tu padre, hay otra persona que te necesita. Confía.
   —¿Cuánto tiempo hace que llegaste?
   —Tres meses. Desde que salimos de Uganda ha pasado más de año y medio, y desde que Jeshúa nos encontró en Sudán ha transcurrido un año. Fue exactamente el dieciocho de diciembre del año pasado.
A Julián le dio un vuelco el corazón. Ese mismo día su hijo había tenido el accidente, a las cinco y media de la madrugada. ¿Qué hora sería en Sudán?
   —¿Recuerdas que hora sería más o menos?
  —Las siete y media de la mañana…aquí en España son dos horas menos.
   —Las cinco y media…
—Jeshúa nos dijo la hora y nos dijo también algo que no entendimos cuando le dimos las gracias por habernos salvado.
—¿Qué os dijo?
   —Hay alguien en España que os está esperando desde este mismo momento,  aunque no lo sabe.
   —Iniesta, el Barça, le respondimos.
     —Jajaja…también, también, pero no es de Barcelona. Ya le conoceréis. —Se refería a usted, me lo dijo cuando fue a buscarme al CIES.
—¿Qué te dijo exactamente?
     —Querido Jonasi. Llegó la hora de que conozcas a alguien. Aquel que te dije que te estaba esperando. Y me llevó al restaurante donde nos conocimos.
  Julián estaba emocionado, tenía una especie de júbilo, que no había sentido desde aquella noche y que pensó nunca más iba a sentir. Su vida había sido desde aquel momento, añoranza y tristeza;  impotencia y desánimo; pero ahora había una esperanza, una expectativa. Un por qué. Todo se había transformado. Su vida volvía a tener sentido.
  El sonido del teléfono le devolvió a la  realidad de su salón. Jonasi continuaba sentado y le observaba sin comprender del todo que estaba ocurriendo.
   Era Jeshúa.
   —Querido Julián, no voy a poder acudir a su casa como teníamos previsto, tengo que salir urgentemente. Le visitarán del CIES para informarle de los pasos a seguir. Me he permitido darle su teléfono a la ONG que se ocupa del asunto de los esclavos en Libia. Ellos se pondrán en contacto y hablaran con usted sobre lo que se debe hacer. Le envío mi bendición y le…
   —Sé quién es usted…me ha costado, pero lo he comprendido.
   Le respondió el silencio al otro lado de la línea.
   —Se quién es usted…aunque ya no me escuche. Usted es… Jeshúa ¿me escucha? Jeshúa…Jesús…¿No me oye? Jesús…
 Jeshúa se había vuelto a ir muy lejos. Aquí ya estaba todo resuelto.







No hay comentarios: