Feliz Navidad, Merry Christmas



Llega Navidad un año más en el Blog, ya van unas cuantas. Quiero desear a todos los lectores cristianos unas muy felices Fiestas y a los que son de otras religiones, les deseo igualmente felicidad y salud para el próximo año. Agradezco a todos la lectura de mis relatos y anuncio que, tras la pausa de Navidad, allá para enero, volveré a publicar relatos inéditos.

Merry Christmas and Happy New Year.






El Eco del Bosque




Era la morada perfecta para mi. Separada varios kilómetros del pueblo mas cercano y en plena naturaleza. En concreto en las lindes de un bosque selvático, reserva de la biosfera, donde no esperaba ser molestada por nada ni por nadie.

 La casa era una cabaña de piedra muy bien restaurada, a la que se accedía por una carretera de montaña bastante sinuosa, con una finca alrededor que llegaba hasta el bosque. Sin cobertura para el móvil. Genial.
   Allí me instalé en el otoño con mi perro y mis dos gatos, dispuesta a pintar sin descanso y tener todo a punto en la primavera, para la gran exposición de Nueva York. Contraté en el pueblo los servicios de un lugareño para aprovisionar a la cabaña de leña y para tener el prado, por el que yo pensaba dar largos paseos, segado y limpio.

   Los primeros días no pinté en absoluto; prefería contemplar la naturaleza que se mostraba en mi horizonte con toda su generosidad y plenitud. Rebaños de corzos, venían por la tarde a pastar en mi prado, unos zorros aparecían por la noche y se paseaban tranquilamente por el porche. Vi jabalíes, oí aullar lobos, contemplé volar águilas, en fin pensé, va a ser imposible trabajar aquí.

   Poco a poco y con bastante esfuerzo, conseguí empezar mi trabajo y organizarme. Así tuve tiempo para todo.
Con la sinfonía nº nueve de Dvorak como mi eterna música de fondo, el pincel se deslizaba al compás de las notas, del mismo modo que la orquesta obedece a la batuta del director.
Algunos críticos, los de muy mala baba, afirman que mis cuadros son siempre la sinfonía repetida con distintos colores y que los herederos de Dvorak debería cobrarme derechos de autor. Ignorantes y cabrones. Eso es lo que son.

   Mi perro disfrutaba como yo, correteaba todo el día libremente y acababa la jornada rendido. Le gustaba internarse en el bosque, cosa que me preocupó en principio, pero luego comprobé como dentro de un rato regresaba sin ningún problema. Así que me calmé y disfruté.
Esto es lo mas parecido al Paraíso. Pienso repetir cada año. Que suerte he tenido encontrando este sitio.

   Un mal día Thor no volvió. Vino la noche pero él no había regresado del bosque. Salí a llamarlo. Hasta ese día no me había acercado a la espesa selva que me rodeaba. Penetrabas unos metros y comenzaba a rodearte una niebla espesa, mayor cuanto mas avanzabas y de pronto, la oscuridad se volvía absoluta.
Daba miedo.
   Llamé al perro. No obtuve respuesta.
   La humedad y el frío se hacían sentir enseguida.
   Escuché con atención, por si lo oía ladrar o quejarse.

   Nada.
   Retrocedí hasta casi el límite y volví a llamar: Thor, Thor, Thoooor. Parecía oírse, muy débil, una especie de eco. Que raro. No es mi voz.
Avancé unos pasos y volví a llamar: Thor, Thooooor. Entonces se oyó con mas claridad, aunque muy lejano, mientra notaba moverse las copas de los árboles. Era como un coro de voces susurrantes:
   “Si, Thor”.
   Pensé que había alguien en el bosque mofándose de mí y me pareció de mal gusto e incluso peligroso, así que corrí hacia la casa. Llamé y recogí a los gatos y atranqué las puertas. Esa noche no logré dormir.
   El perro jamás regresó.
   Al día siguiente se lo comenté al lugareño de nombre Fermín.
   Hay muchos animales en el bosque, es lo más normal que no volviera.    Del asunto del eco se rió abiertamente.

   —¡Ay, esta gente de ciudad!

   Pasó una semana y no conseguía olvidarme de mi perro. Mira que si anda perdido por la espesura. Deduje que en ese tiempo ya algún animal salvaje habría dado buena cuenta de él. Los ojos se me llenaron de lágrimas. ¡Pobre Thor! Confío en que no haya sufrido.

   Después de siete días de tranquilidad, en las dos noches siguientes desaparecieron los gatos. Ni rastro de ellos. Nunca volvieron.
   —No se preocupe, esto está lleno de alimañas. Yo creo que duraron demasiado.
   Así me consolaba Fermín.
   Ya había segado el prado y traído un par de cargas de leña con el tractor, pero quiso ir a por una tercera.
   El invierno va a ser muy frío. Vendrá bien la leña.
   Estuvo toda la tarde en el bosque. Se hizo de noche y no volvió.
   Llamé a los guardas. Vinieron, se adentraron y lo llamaron. El silencio era total. El bosque a esas horas no tenía ni un sonido. Es extraño, porque yo he oído berrear a los corzos, aullar a los lobos, ladrar a los zorros, silbar a los búhos…
   Ni rastro, tampoco del tractor.
   Se habrá despistado. Volveremos mañana en cuanto amanezca.
   Volvieron reforzados por la guardia civil. Yo quise acompañarles. Uno de los guardias me permitió ir con él.
   Llegamos hasta donde se espesa el bosque. Allí llamamos:

   —Fermín, Fermín, Fermiiiiiiiin.
   Pareció escucharse un eco muy lejano

   —¿No ha oído? Lo mismo es él.
   —Si es él, los otros le escucharán. No se preocupe. Están acostumbrados a buscar gente perdida por ahí.
   No lo encontraron. Ni ese día, ni al siguiente que vinieron con más efectivos. Ni una pista, ni del tractor tampoco.
   No parecieron extrañarse mucho, lo cual me resultó chocante. Pero como la policía nunca es muy explícita, quedó dentro de lo razonable.

   Pasaron unos días. Yo, todas las mañanas lo primero que hacía nada más levantarme era mirar, para ver si había regresado, herido quizá.
   Esa mañana el corazón se me puso a mil.
   Estaba el tractor.
   Justo en la linde del bosque. Me acerqué corriendo. De Fermín ni trazas.
  —No tiene gracia, no tiene ninguna gracia —dije a voz en grito como una loca.
   Después de mirar hasta debajo del tractor y luego de dudarlo bastante, me interné en la selva hasta la espesura y allí llamé de nuevo:
   —Fermín, por favor. Fermín, Fermiiiiiiin.
   Lo volví a oír. Igual que con Thor. Un eco, como un coro muy lejano, mientra las copas se agitaban, repetía ahogadamente:
   “Si, Fermín”.
   Con el pelo de punta, eché a correr hasta la casa, cerré y llamé a la guardia civil.

   Empolvaron el tractor buscando huellas. Estaban las de Fermín, las de su mujer, las mías y ninguna mas.
   Se lo llevaron. Fermín no apareció.
   Ya en la casa, el teniente me sugirió instalarme en el pueblo para pasar el invierno.
   —Ni lo sueñe. Voy a quedarme aquí. No pienso pisar el bosque, no se preocupe.
   —¿Tiene un arma? 
   —Si, en la casa hay una escopeta de caza.
   —¿ Sabe utilizarla?
   —Si, uno de mis maridos era cazador. Con él aprendí.
   —Ponga unas luces sensibles en el perímetro de la casa. Si aparece algo, se encenderán y estará prevenida.
   —De acuerdo.
   Instalé unas, bastante altas, con célula fotoeléctrica y sensor de movimiento y calor. La luz se encendía al anochecer a un nivel bajo y, si detectaba movimiento o calor, aumentaba la intensidad a su máximo nivel.
   El instalador sugirió colocar el sensor al mínimo.
   —Si ponemos más, un simple zorro hará que aumenten la intensidad. Tiene que acercarse algo más grande para que funcionen.
   Al teniente le pareció demasiado poco, pero lo pusimos así.
   Busqué la escopeta. Era un modelo artesanal y caro Holland & Holland, de doble seguro.

   Comenzó a nevar. Nevó todo el día y toda la noche, hasta alcanzar un espesor considerable. Tenía las estufas de leña a tope. Había suficiente combustible. Fermín había traído de sobra. ¡ Pobre Fermín! Pensaba mucho en su mujer. Sin saber que habría sido de él. Sin haber podido recuperar ni siquiera el cuerpo.

   Bastante elevadas sobre la nieve, las luces cumplían su función. Hasta ahora habían permanecido en su nivel bajo. Tanto fue así que me olvidé de ellas.
 Seguía pintando a muy buen ritmo. La vida volvió a la normalidad. Lo sucedido habían sido unos desgraciados accidentes y el eco del bosque, una ilusión acústica imposible de explicar por mí, que, como decía uno de mis ex, sólo se pintar y gracias.

   Una noche, estaba sentada en el salón tomando café al lado de la estufa y con la luz apagada, cuando me di cuenta de que las luces brillaban con toda intensidad.
   Dejé la taza, cogí la escopeta y me acerqué a la ventana. No vi a nadie. Observé bien sobre la nieve. Nada, pero las luces estaban a tope. De pronto, bajaron.
   Tenía el corazón en la garganta. Esperé un buen rato, atenta al menor rumor. El silencio era total. No vi ni oí absolutamente nada.
   Me quedé dormida recostada en el sofá. Por la mañana me dolía todo el cuerpo. Salí y miré la capa de nieve. Era imposible que hubiera huellas. Estaba nevando copiosamente.
   Pasaron varias noches más sin que las luces aumentaran su brillo.
   Faltaba poco para Navidad.
   La víspera de Nochebuena hubo una tormenta como nunca he visto otra. La noche estuvo ininterrumpidamente iluminada. Los relámpagos y los rayos eran azules y continuos. Como si dos bandos opuestos estuvieran tenazmente ocupados en una batalla de colores y explosiones.
   Se fue la luz y lo peor: el teléfono.
   Ni una y otro se recuperaron para la siguiente noche. Preparé velas y busqué más munición, por si acaso.
   Revolviendo en las gavetas de la vieja cómoda donde encontré los anteriores cartuchos, una cosa llamó mi atención.
   Era algo parecido a un diario. Estaba debajo de una caja de Habanos sin abrir. Lo saqué y me dispuse a hojearlo.
   Si, era un diario, pero todas las hojas estaban arrancadas.
   Que extraño.
   Cuando me disponía a regresarlo a su sitio, distinguí algo escrito a lápiz en una esquina del interior de la tapa posterior. Estaba muy borroso. Decía algo así:
   “Cuidado con el eco del bosque. Si lo escuchas sal de aquí inmediatamente. Aunque haya tres metros de nieve. Llama al 112 y di que te estás muriendo. Que envíen un helicóptero. TE LO RUEGO: NO LO OLVIDES”.
   Se me encogió el corazón y el estómago. Me temblaban las piernas. Me aproximé a la vela y lo volví a leer.
   Así que no he sido la única que lo oyó. Existe el eco del bosque. Y por lo visto no presagia nada bueno.
   Intenté sacar conclusiones:

  —Lo escuché cuando Thor desapareció y con Fermín. Ninguno volvió. El perro puede explicarse: se internó demasiado, posiblemente siguiendo algo, y una alimaña lo atrapó. Pero ¿y Fermín? que nació y se crió aquí y conoce el bosque como su casa. ¿Y, quien devolvió el tractor?
   Pensé en hacer caso de la advertencia del diario. Dadas las circunstancias, ya no me pareció mala idea irme al pueblo. Pero hoy va a ser imposible. No hay manera de llamar a nadie.
   En cuanto arreglen el teléfono lo haré. Avisaré y haré que vengan a buscarme.
   No obstante, seguía muy inquieta.
   Pensar en coger el auto y conducir era un suicidio. Claro que si yo no podía salir, del mismo modo, nadie podría acercarse. Eso me tranquilizó un poco.
   Llegó la noche. Cené sopa caliente y me dispuse a acostarme. No podía hacer nada más.

   Antes de irme a la cama, eché un último vistazo. Estaba de pie junto a la ventana cuando, de pronto, se encendieron las luces. Di un salto hacia atrás. Por fin volvió la luz, me dije más tranquila, mientras iba directa al interruptor.
   —No, no había luz.
   —Pero, ¿Cómo demonios…? Apreté varias veces la llave, nada. Fui a la de la cocina. Nada tampoco. Sin embargo las de afuera brillaban con su máxima intensidad. Al poco, se apagaron. No disminuyeron de nivel, se apagaron.
   Me acerqué corriendo a la ventana.
   Las luces se encendieron de nuevo, deslumbrándome. Esperé un rato….Siguieron encendidas. Escudriñé la noche y no vi absolutamente nada ni nadie.
   Cogí el rifle y me senté en una silla al lado de la ventana.
   Las luces se apagaron.
   Cuando acerqué mi cara al cristal, se encendieron sobresaltándome.
   De pronto, comenzaron a encenderse y apagarse alternativamente. Primero con pausas largas y luego a toda velocidad, como si se hubieran vuelto locas. A la vez, se oía un ruido procedente del bosque, un rumor creciente, como un viento fuerte.
   Me levanté de un salto. Creí distinguir unas sombras que se movían, muchas, muchas sombras…parecían árboles que pasaban por delante de las luces a gran velocidad, en todas direcciones. O se está moviendo el bosque o se mueve la casa…
   —Me estoy volviendo loca. Dios, tengo alucinaciones.
¿Quien está ahí? Me puse a gritar. Hagan el favor de dejarme en paz.
¿Me oyen? Déjenme en paz.
   Las luces seguían con su frenética intermitencia.
   Por fin se apagaron. Desaparecieron las sombras. También cesó el ruido.
   Mientras apuntaba hacia la nada, comencé a gritar de nuevo.
   —Déjenme en paz. Déjenme en paz. Déjenme en paaaaaaaaaaz…

   Lo último que escuché fue un murmullo, justo a mis espaldas, mientras una brisa movía las cortinas y hacia tintinear las lámparas.
Algo parecido a un eco de voces susurrantes repitió ahogadamente casi en mi oído:
   “Si, en paz”.





  
FIN

We recicle o El fantasma verde




La encontré penando por mi jardín. Me dio un buen susto. No es que yo no crea en las almas en pena, que si creo; sólo que pensé serían mas propias de Galicia y no se me ocurrió que aquí en Las Palmas en pleno barrio de Tafira Alta  fuera a encontrarme con una. Había puesto más cuidado en no cruzarme con ningún antiguo nazi de los que dicen que residen por estos lugares donde todos pasamos inadvertidos, aunque hasta el momento no había olido a chucrut por ninguna parte.
   Digo alma y digo una, cuando debería decir uno, porque era un hombre cuya alma llevaba penado siglos, no se si por haberse ido o por haber dejado algo sin hacer antes de irse. Como decía, lo encontré penando por mi jardín una noche de agosto en la que yo estaba tomando el fresco debajo de un aguacate.
   Me dio un buen susto.
   —No se inquiete, no voy a hacerle nada.
   —¿Quien es usted y que hace aquí?. No me dijeron que la casa tuviera un fantasma.
   —No y no lo tiene. Yo soy en realidad de la casa de enfrente, el antiguo palacete. Lo derribaron y ahora en el nuevo edificio tan moderno no puedo penar como Dios manda.
   —Ah. ¿Y porque no?
   —Porque me enredo la mortaja en la puerta giratoria y no me gustan los aparatos esos de subir a los pisos en vez de ir por las escaleras.
   —Pues los ascensores tienen mucho encanto para los fantasmas. Pueden asustar abriendo y cerrando las puertas y haciendo subir y bajar el aparato sin que nadie visible lo manipule. Son la pesadilla de los guardias de seguridad.
   —¿Ha hablado usted con muchos fantasmas que hagan eso?
   —¿Yo?,con ninguno. Lo he oído
   —Ah. Bueno pues yo no me encuentro entre ellos. Mi mayordomo y yo nos fuimos de allí, nada mas tiraron el edificio y no hemos vuelto. Preferimos penar por aquí.
   —¿Por qué penan?
   —Ahhhh —dijo expeliendo el aire. Yo nunca había visto suspirar a un fantasma….Bueno, nunca había visto un fantasma, tampoco.
   —Ahhhh. Desde aquella noche en la que tome cicuta por amor. Al buen Dios no le pareció bien que me tomara la justicia por mi mano y me obligó a vagar eternamente para purgar mi pecado de soberbia.
   —Hay que ver como se las gasta el buen Dios ¿y su mayordomo, por que pena?
   —Por lo mismo. El se quitó la vida por amor hacia mi.
   —Entonces es eso lo que no le gusto al buen dios: la sodomía. Eso dicen que lo pone muy nervioso.
   —¿Que dice? Mi buen Gervasio es todo fidelidad y amor desinteresado. Nunca osaría cometer la infamia de ponerme una mano encima. El se mató conmigo para no abandonarme en brazos de lo desconocido.
   —Pues entonces ese Dios debería premiarle la lealtad.
   —Si, se la premió. El no está condenado a penar, lo hace también para no dejarme solo. Ha pedido la excedencia en el cielo.
   —Eso son fidelidades y lo demás cuentos. Y ahora que me fijo, esa mortaja o  lo que sea que lleva ¿no debería ser blanca?
   —Si. Esto sucedió penado en el jardín de la casa de al lado, mientras ésta estuvo cerrada. Es que me gustan las casas con gente ¿sabe? Ocurrió que tienen unos niños muy salvajes y un día nos esperaron emboscados tras un árbol y nos rociaron con una cosa que llaman Spray, creo. A mi me dejaron verde y a Gervasio, negro. Además a mi pobre amigo los perros de la casa de mas abajo le atacaron mientras trataba de coger una sábana para mi, de una cuerda donde estaba puesta a secar, y le dejaron la mortaja hecha jirones. Si lo viera, parece un pulpo, el pobre. Está escondido detrás del tilo. No se atreve a salir.
   —¡Vaya por dios! Se me ocurre que podía suministrarles unas sabanas para que continúen  penando con decoro.
   —Se lo agradeceremos eternamente. Ya que es tan amable, si pudieran ser de hilo…Es que estas telas modernas me dan urticaria.


   —Tengo unas antiguas de mi bisabuela, que ni pintadas. Mañana salgo de viaje. Se las dejaré aquí sobre la mesa y ya me contarán.
    Cuando regresé, la primera noche que salí al jardín, encontré sobre la mesa un sobre y una rosa roja. Dentro del sobre había una nota con una caligrafía inglesa impecable que ponía:

Eternamente agradecido

 Juan Ignacio Santana y Cuevas, marqués de Tafira.

    En el suelo al lado de la mesa, había una bolsa verde con las mortajas teñidas y rotas y otra nota que ponía:

Nosotros también reciclamos.





 FIN


La estrella errante






Faulkner, el dueño de la gasolinera, se disponía a cerrar; el mes estaba resultando muy poco productivo; hacía más de veinte días que nadie se había extraviado, (aparte de seis muchachos en una furgoneta, músicos parece ser, a los que indicó el desvío sin más porque eran demasiados), ni un solo cliente, nadie a quien poner en el buen camino. Por lo menos en lo que él y la señora Peel consideraban el buen camino. Tampoco se vendía mucho combustible; la autopista había dado al traste con el negocio de la gasolinera. De continuar así habría que echar el cierre y buscar nuevos aires.
   Pero esa noche había visto una estrella errante y eso era un buen presagio. Por eso, y porque no tenía sueño, decidió esperar un poco más.

   Laura vio también la estrella errante cuando se bajó del coche para leer mejor las señalizaciones: se había hecho de noche por aquella carretera de cuidado firme, pese al poco tránsito, tirada a regla, en la que solo había visto este cruce de caminos, que no era precisamente el que andaba buscando. O lo había dejado atrás o aun no había llegado, lo cual le parecía raro porque llevaba conduciendo por aquella línea recta más de una hora. ¡Más de una hora! ¡Qué barbaridad! Solamente se había cruzado con un par de coches en todo ese tiempo.  
        Verdaderamente, habiendo autopista para que conducir por el medio de la nada. A este paso no llegaría esa noche a la cantera. Estaba agotada. Había atravesado dos estados y ya necesitaba descanso con urgencia, sin embargo, pasar la noche dentro del auto en aquel erial no le parecía agradable ni aconsejable, además le habían contado no se qué historias sobre viajeros solitarios que desaparecían en la ruta cincuenta sin dejar rastro. Aunque estaba convencida que había sido idea del capataz de la cantera para amedrentarla. Seguro que la esperaban varias bromas pesadas hasta que les demostrara que era capaz de hacer su trabajo como cualquiera de ellos. Puro machismo. Eso era, ni más ni menos.
   Se metió en el coche, dudó unos segundos y decidió conducir un rato más. Su abuela decía que ver una estrella fugaz era un buen presagio. Pues vamos a comprobarlo, pensó Laura.
   Pocas millas más adelante y tras la única curva del camino, bendijo sorprendida a su abuela, una mujer enjuta, medio india, medio bruja también, que se había quedado pasmada esa misma mañana cuando Laura pasó a despedirse, de que su nieta, aquella chica delgaducha y bajita, fuera a conducir una excavadora en una cantera.
   —Hay que joderse muchacha, lo mismo que un hombre, quien lo diría.
   Pues si, quien lo diría. Delante de sus ojos había aparecido de sopetón una gasolinera con tienda y todo.
   —Hay que joderse abuela. Lo mismo hasta tienen donde dormir.
El dueño parecía estarla aguardando. Tal vez la abuela haya hecho magia y me haya puesto delante un sitio para descansar por arte de birle birloque.
   —Buenas noches, me he perdido.
   —Me lo imaginaba. Fíjese que iba a cerrar y no sé por qué me dije: espera un poco, quizá llegue alguien.
   —Que suerte he tenido. Verá voy a la cantera Springsteen. No he visto ninguna señal.
   —Solo hay una y es difícil de ver y más de noche. Será mejor que espere a mañana para continuar viaje.
   —¿Puedo dormir aquí?
   —Aquí no pero en casa de la señora Peel, sí que puede. La avisaré.    Mañana ella le conducirá al desvío para la cantera. Le serviré un café por cuenta de la casa mientras llamo a Emma. Póngase cómoda.

   Transcurridos unos diez minutos una camioneta Chevrolet de los años cincuenta, de un rechamante color rojo, aparcó delante del bar.   Una mujer octogenaria, de aspecto jovial y saludable, entró saludando alegremente al dueño. Este hizo las presentaciones.
   —Vivo a pocos minutos de aquí. Complemento mi pensión alquilando habitaciones a viajeros que desean descansar una noche. Ahora con la autopista el negocio está siendo ruinoso. Voy a poner una granja de pollos y venderlos al restaurante de la cantera. Lo digo en serio  —aclaró al escuchar la risa de Faulkner.
   —Puede dejar su coche aquí. Mañana Emma la acerca. Tienen que volver por aquí para coger el desvío.
   —Si no le importa a la señora prefiero llevármelo. Tengo dentro el equipaje, además del contrato y más papeleo que no quisiera extraviar.
   —Puede llevarse el equipaje y los papeles….
   —Déjelo señor Faulkner, que se traiga el auto, lo que sobra en mi casa es sitio para aparcar. Calma.

   En efecto, sobraba sitio. La casa era la típica construcción americana de madera precedida por un porche con su mecedora y su balaustrada blanca y rodeada de una inmensidad de terreno yermo. Los faros de ambos coches la iluminaron por completo en la oscuridad. Al lado había un invernadero cuyas plantas daban la impresión de estar exuberantes, en contraste con el exterior. La vieja seguro que las cuida bien.
La señora Peel le ofreció algo de cenar.
   —Prefiero ducharme, si es posible, y acostarme.
   —Puedo prepararle un sándwich. Se lo subiré mientras se baña. No es bueno acostarse con el estómago vacío, no se duerme bien.
   Cuando regresó de la ducha, un bocadillo de jamón cocido y queso estaba esperando sobre la mesa con un humeante tazón de leche y unas galletitas caseras de mantequilla, idénticas a las que preparaba su abuela, la bruja. Le dio confianza que tantas cosas se la recordaran.
Durmió bien. Por la mañana, el olor a café reciente invadía la casa. La mesa estaba dispuesta en la cocina para el desayuno. Tras las consabidas preguntas de cómo había dormido y que tal la cena, se sentaron a desayunar.
   —Tiene que decirme cuanto le debo por todo.
   —Son diez dólares.
   —Me parece poco. Demasiado poco.
   —Solo le cobro los gastos de la lavandería. Hoy en día podría dejar el alquiler de camas ya que apenas hay viajeros, pero me gusta la compañía de vez en cuando. Estoy encantada con usted.
   —Muchas gracias, señora. Está todo buenísimo. ¿Le gustan las plantas por lo que veo? —preguntó Laura señalando el invernadero y queriendo parecer amable.
   —Me encantan, me hacen compañía y además, vendo las flores a los hoteles de la ciudad.
   —Yo en casa tengo cactus. Me parecen muy curiosas esas plantas y tienen pocas necesidades.
   —Tengo algunos ejemplares raros. Se los mostraré encantada.
Laura dudó, quería llega a la cantera de una vez.
   —Ya está muy cerca. Apenas una hora. Luego le indicaré el camino y llegará sin mayores problemas.


   
  El invernadero estaba realmente exuberante. El verdor y la humedad le trajeron a la mente los bosques de su infancia. Se estaba bien allí. Un olor dulzón lo impregnaba todo. Le recordó el aroma de los membrillos maduros en la alacena de su abuela. Otra vez su abuela; era increíble que la recordara en tantas cosas. Sintió que la estaba acompañando y sonrió complacida. Sin embargo, la memoria asociada juega, a veces, malas pasadas.
   Su anfitriona le mostró plantas que jamás había visto y que le parecieron más curiosas aun, que los cactus. La señora Peel la tomó del brazo con suavidad y la encaminó hacia una realmente chocante. La flor o lo que fuera aquello era lo mismo que un saxofón gigantesco. Pendía graciosamente de una rama y mostraba un atrayente moteado carmesí sobre su color amarillo oro que la hacía destacar entre el follaje.
   —Si, no anda desencaminada, el señor Faulkner la apoda el saxo de Goliat. Párese delante y mire dentro. Verá que sorpresa.
   —¿No será peligrosa, verdad?
   —¿Cuando ha visto usted una flor peligrosa?
   La flor levantó una especie de tapa cuando Laura se acercó, para permitirle aspirar su aroma. La señora Peel se rió al comprobar el sobresalto de la joven.
   —Como verá es una flor muy bien educada. Agáchese más, huela, huela. Huele a miel.
   Laura metió la cabeza dentro del tubo para percibir mejor el aroma. Antes de que pudiera darse cuenta los estambres, convertidos en tentáculos, la rodearon por el cuello y tiraron de ella hacia dentro. La planta la succionó en menos de un segundo, pese a la resistencia que opuso. Laura sumergió por completo la cabeza en un caldo viscoso. Se notó encajada dentro de un tubo poderoso en el que era imposible darse la vuelta. Trató de gritar, pero no pudo. La boca se le llenaba de una salsa gelatinosa, dulzona y caliente que solo le permitía emitir borboteos y sonidos guturales.
   Qué asco, pensó. Golpeó con los puños contra las paredes. Se hizo daño. Aunque eran traslucidas estaban duras como piedras. Recordó el frágil tallo y trató de sacudirse a fin de lograr que se desprendiera. No pudo moverse. Daba la impresión que la planta se había adaptado a su cuerpo y la había aprisionado por completo. Vio, de reojo, acercarse a la señora Peel. Por fin, gracias a Dios.
   La vieja se puso en cuclillas con la cabeza a la altura de la de Laura.
   —Cuanto más te agites, más tardarás en morir. Es mejor que te serenes y permitas que ella te vaya digiriendo. Será bastante rápido, teniendo en cuenta que lleva semanas sin comer; ya te dije que no pasan viajeros por aquí. En otros tiempos tenía varias docenas. Pero esos eran otros tiempos, de seguir así, esta morirá también de hambre. Solo come carne humana. Habrás percibido que se ahorma como un guante a tu cuerpo. Han desarrollado una adaptación de siglos. Son unas plantas sorprendentes. Notarás como sus encimas te van disolviendo poco a poco, vivirás una nueva experiencia que pocos afortunados han tenido.
   La vieja se incorporó.
   —Claro que no podrás contarlo y entonces no te servirá de nada. ¡Qué pena!, ¿verdad? Te zampará en un par de días. Será mejor para ti que procures dejar el cerebro en blanco; cuanto menos pienses, menos te torturarás. Te lo hago notar, porque me has caído bien, ya lo sabes. Relájate y disfruta. Adiós Laura, ha sido un placer.
   Cuando ya estaba junto a la puerta, regresó sobre sus pasos hasta la planta. Volvió a ponerse en cuclillas. Laura pensó que todo era una broma de mal gusto y que la señora Peel la liberaría en cualquier momento.
   —Voy perdiendo facultades y sin ellas, los modales brillan por su ausencia. Olvidé presentarlas. La flor se llama Estrella Errante. Tu comida se llama Laura —le dijo a la flor—. ¡Buen provecho!

   Faulkner descolgó el teléfono. Era, como se imaginaba, la señora Peel.
   —Puede venir cuando quiera. El coche es viejo, ya lo ha visto ayer. En la cartera lleva cien dólares y en la guantera un sobre con quinientos mas. La ropa es toda usada. La maleta de plástico. No ha sido muy rentable. A ver cuando me envía algo más provechoso.
   —¿Qué quiere que haga, si no pasa nadie? Me acercaré por la tarde.
   —Hasta entonces. Tráigame un cartón de tabaco. No lo olvide.
   —Descuide.




 FIN

Asesinato en el Geriátrico


III
  




Julián el camarero, llegó tarde. Cuando apareció en el comedor ya habían comenzado a servir las comidas. Su compañero Pedro le había estado llamando al móvil sin fortuna.

  —¿Pero, que te ha pasado? Te va a caer una buena. ¿Sabes lo que ha sucedido? Han matado a don Felipe. ¿Qué te has hecho en la cara?
Julián le cogió del brazo y lo empujó al pasillo.
   —He tenido un a bronca con Paqui. Cree que me estoy viendo con mi anterior novia. Se puso echa una fiera y me arañó la cara. Yo le di un empujón. Me dijo que me denunciaría. Así que me fui de casa, no quería que me detuvieran. Cuando llegué esta mañana y vi coches de policía, creí que me estaban esperando. Me fui a casa de mi madre. Sobre las once Paqui se presentó allí y me dijo que no había puesto la denuncia, que lo había dicho para fastidiarme. Me lo juró. Entonces volví a venir para acá. Un policía gordo que esta abajo me contó lo que había pasado.
   —No sé si creerte.
   —Allá tú. Oye, yo tenía un negocio con don Felipe, me había prometido una cantidad de dinero. ¿Sabes si esta cerrada su habitación?.
   —Naturalmente. Esta precintada. Ni se te ocurra acercarte. Hay policías en el tercer piso.
   —Me dijo que tenía el dinero para mí… pero no terminaba de dármelo. Necesito esa pasta. Tendría que echar un vistazo.
   —No puedes. Esta aquí la policía. ¿No has hablado con uno de ellos?. Olvídalo.

   Rosa y Ofelia se fueron a su cuarto. Antes Rosa se había acercado a Manero y le había hecho una observación.
   —Oiga joven, verá. Yo no utilizo andador. Mi compañera si, pero soy testigo de que durmió toda la noche y le juro que, ni es capaz de matar una mosca, ni creo que sepa donde está la yugular…además es medio santa. ¿Me comprende? No tenemos porque estar encerradas toda la tarde.
   —Lo siento señora,  no hay más remedio. Pero voy a hacer algo por ustedes. Comenzaré la inspección por su cuarto. Así quedarán tranquilas el resto del día.
   —Bueno algo es algo. Muchas gracias joven —dijo doña Rosa mirándolo descaradamente de arriba abajo.


   Aníbal Manero cumplió su palabra e inspeccionó el taca-taca de doña Ofelia. Se entretuvo un buen rato mirando las ruedas. Había tiempo: toda la tarde. Era el único que iban a investigar Evidentemente no existía el rastro delator. Se le había ocurrido de pronto, como se le ocurrían otras soluciones, así sobre la marcha, con tal de no andar haciendo preguntas, que su espalda no estaba para bromas. A veces, resultaba.
   Manero esperaba que el criminal se deshiciera del andador esa misma noche a las doce. A esa hora pasaba el camión de la basura. Tenía la teoría de que el culpable arrojaría el artilugio chivato por la ventana del tercer piso, cuando el camión estuviera debajo. Se había informado y  averiguado que el camión  de recogida era muy moderno, con un sistema de carga lateral por lo cual el conductor, mediante un robot y un ordenador realizaba toda la operación. Sin más operarios. Por eso el criminal lo tenía fácil: No había nadie fuera del camión que pudiera verlo y el ruido de éste, ahogaría el estruendo de la caída.
   Desgracia y él estarían esperando.
   Pasaron el resto de la tarde en el salón del tercer piso, viendo baseball en la televisión por satélite de la Residencia.
   —Este sitio debe costar un pastón. Hay que ver que bien viven estos cabrones —comentó Desgracia mientras merendaba una hamburguesa que le habían preparado en la cocina y se manchaba de grasa la camisa.




   Transcurrió la tarde con los pobres residentes secuestrados en sus habitaciones y la tercera planta envuelta en un silencio de muerte, nunca mejor dicho. Para mayor seguridad de que nadie salía ni entraba apostaron un vigilante en el ascensor y otro en la escalera.
   Por la noche hubo que servir la cena en las habitaciones. Manero y Desgracia acompañaron uno a cada uno de los dos camareros, haciendo el paripé.
   Desgracia, que no estaba muy convencida de que la trampa diera resultados, se dedicó a preguntar a los ancianos sobre la vida de Felipe. Se enteró de algunas cosas interesantes.
   Supo que últimamente andaba detrás de una tal doña Isabel, una mujer muy guapa que había sido diseñadora de joyas, con tanta insistencia que ésta se había quejado a la dirección del centro, porque ya lo consideraba acoso; que hacía tratos con un camarero que había estado en la cárcel y que unos cuantos días atrás había discutido acaloradamente en el jardín con otro residente: don Jacinto Escobar. Desde ese día no se volvieron a hablar y don Jacinto lo evitaba de modo ostensible.
   —Bueno, posiblemente el criminal sea alguno de estos tres. Ya veremos.

   Las horas transcurrían lentamente. Los ancianos no eran capaces de conciliar el sueño. Esperaban que el policía guapo estuviera en lo cierto y el criminal se descubriera esa misma noche. No les hacía ninguna gracia que conviviera con ellos y menos que le diera por volver a matar. Aunque trataban de convencerse de que Felipe se lo había buscado y que el crimen había sido por motivos personales, no las tenían todas consigo.
—Lo mismo es un asesino de ancianos compulsivo —decía doña Rosa.
—Se dice en serie —corregía doña Ofelia.
—Pues eso. Mata ancianos en serie de modo compulsivo. Lo que yo digo.

   Manero y Desgracia estaban en sus puestos. La tercera planta permanecía a oscuras y en silencio. No se escuchaba ni un rumor. Hasta la brisa nocturna de poniente había cesado.
   El reloj de la torre de la cercana Iglesia de la Virgen de los Ojos Grandes, dio las doce. El ruido de un camión comenzó a escucharse cada vez mas cerca. Cuando rodeó el edificio y enfiló el callejón de los contenedores, a Juan Manero se le encogió el estómago.
   Atento como estaba, no escucho ni un rumor de pasos. Solamente percibió un ligero roce en el hombro. De un salto se dio la vuelta a al vez que  apuntaba con su pistola, hacia la sombra que le había rozado.
   —¡Quieto, quieto, no se mueva!
   Con la otra mano buscó el interruptor. Al encenderse la luz, comprobó que tenía delante a don Jacinto Escobar portando un andador que dejó en el suelo a los pies del sorprendido detective, antes subinspector.
   Desgracia que estaba en las escaleras, subió a toda prisa. Su compañero ya estaba trincando al culpable.
   —Lo siento caballero, queda usted detenido como sospechoso del asesinato de don Felipe Iglesias.
   —Pensaba entregarme antes, pero cuando vi la trampa que había ideado, no quise estropeársela…
   —Muy considerado de su parte.


    Doña Elisa, la vieja directora, les contó lo ocurrido. Doña Isabel y doña Luisa estaban presentes. Ambas corroboraron todo lo que ella afirmó. Se sentía culpable. Debería haber puesto en la calle a Felipe esa misma tarde. Pero le costaba enfrentarse a él. Aunque ni siquiera la había reconocido; pero ella no se olvidó jamás de su cara ni de su vileza.
   —Si le hubiera echado, nada de esto habría sucedido.
   —No se culpe señora. No hay razón para ello —la consoló Desgracia.
   —Dígame una cosa —inquirió Monero—. Por que don Felipe le pidió el favor a don Jacinto de que conquistara a doña Isabel. ¿Se conocían de antes?
   —Es una larga historia. Verán. Yo estuve a punto de casarme con Jacinto. Me dejo plantada ante el altar.
Los detectives se miraron.
   —Todo fue una burla que urdió Felipe despechado porque no quise nada con él. Había fallecido el padre de Jacinto y se llevó la llave de la despensa ¿entiende lo que le digo?
   Manero asintió.
     —Él quería terminar su carrera de medicina. Felipe le ofreció un buen dinero que le permitiría continuar los estudios. Aceptó y siguió adelante hasta las últimas consecuencias. Pasado el tiempo me pidió perdón…toda la vida tuvo remordimientos. Fue un buen cirujano. Uno de los mejores.
   —Eso explica la precisión del corte —terció Desgracia.
   —¿Que le ocurrirá ahora?
   —Con lo que ustedes me han  contado y un buen abogado dudo que vaya a al cárcel, teniendo en cuenta su edad…
   —Haremos por él todo lo que sea posible —terció doña Isabel.
   —Muy bien señoras, tenemos que irnos. Lo siento —dijo Manero dirigiéndose a las tres.
   Había acordado con la directora que ellos le llevarían hasta la comisaría. Doña Elisa no quería más policía por allí.
   Don Jacinto aguardaba en la salita contigua al despacho de la directora acompañado por Desgracia.
   La directora salió y le abrazó. Lo mismo hicieron Isabel y Luisa. Esta luchaba duramente por contener las lágrimas.
   —Te buscaremos el mejor abogado. No temas nada —le dijo su antigua novia—. Yo me ocuparé de todo —Y acercándose a su oído para que nadie pudiera escuchar, afirmó:
   —Has hecho lo que debías.
   —Dígame una cosa —inquirió Monero a don Jacinto cuando se iban
   —Usted dirá.
   —Porqué el andador si usted no lo necesita.
   —Cogí uno en la enfermería. Como en la tercera muchos lo utilizan se me ocurrió que nadie sospecharía si escuchaba un taca taca y tal vez  pensara que era Felipe que se iba de ronda, como hacía muchas noches. Estaba decidido a hacer lo que hice y no quería interrupciones. No me di cuenta del dichoso rastro, hasta que llegué a la ventana. De todos modos son cosas que uno hace sin saber bien el porqué… lo del andador me refiero.
   —Ya.



   Habían transcurrido varias semanas. Los ánimos se habían calmado, pero a los residentes que tenían memoria, les costaba olvidar.
   Aquella mañana corrió la noticia de que llegaban nuevos inquilinos para las habitaciones de Felipe y de Jacinto.

     —Supongo que serán tíos —dijo doña Rosa.
     —¿A ti que más te da?
     —Pues me da. Hemos perdido dos tíos, lo justo es que vengan otros dos.

   Efectivamente eso parecía lo justo. Por eso vivieron dos caballeros. El primero en llegar venía a ocupar la habitación de don Felipe. Era un hombre pálido, escuchimizado y verdoso.
   —Va a durar poco —sentenció doña Rosa perdiendo el interés —espero que el que falta tenga otra planta.
   —Puede ser una mujer.
   —¡Que aguafiestas eres Luisa, coño! Faltan dos hombres, lo justo es que vengan otros dos.
    Y eso fue lo que ocurrió, por suerte. La directora joven entró dando el brazo a un caballero.
   —¡Coño! Arturo Fernández, el hombre de mi vida.
   —¡Cállate Rosa!
   —No me da la gana. Siempre quise tener algo con él y mira por donde…
   —Señoras y señores, este es don Jenaro Puerta…
   —Lo ves, no es Arturo.
   —Pero se le parece muchísimo. Así que como si lo fuera. Te lo advierto Isabel, no me lo levantes.
   —No tengo la más mínima intención.
   —Bueno, hay que averiguar cómo está de la próstata. Si está bien, me lo pido. Coño Ofelia no me mires así. Qué culpa tengo yo de que seas una estrecha.
   —¡……!
   —Oye Isabel, cuando lo ligue, te pido prestada la habitación. Tú puedes pagarte un hotel por una noche…
   —Es más joven que tú —sentenció doña Ofelia, que era bastante aguafiestas.
   —Arturo es de mi edad.
   —Sí, pero este no es Arturo, es alguien que se le parece. Nada más.
   —¿Y que, si es más joven?
   —Pues que, evidentemente, no va ni siquiera a notar que existes.
   —Mierda Ofelia. Vete a la mierda y déjame en paz.
   —A lo mejor es homosexual —dijo doña Luisa con muy buena intención.
   —Sois unas impresentables y unas envidiosas, que no soportáis que yo ligue con Arturo Fernández —dijo Rosa puesta en pie, antes de abandonar la mesa y el comedor.
   Al salir pasó, sin necesidad ninguna, por delante del recién llegado, que como vaticinó Ofelia, ni siquiera se percató de su existencia fijo como estaba en ese momento, en el culo del camarero. Sus compañeras no se perdieron detalle.
   Doña Luisa se ruborizó cuando todas la miraron. Había acertado de pleno.
   —Menuda la que nos espera —sentenció Ofelia—. Aquí va a arder Troya. Dios nos pille confesadas y a ese pobre, también. Lo que hace la necesidad. Señor, Señor…



FIN