La estrella errante






Faulkner, el dueño de la gasolinera, se disponía a cerrar; el mes estaba resultando muy poco productivo; hacía más de veinte días que nadie se había extraviado, (aparte de seis muchachos en una furgoneta, músicos parece ser, a los que indicó el desvío sin más porque eran demasiados), ni un solo cliente, nadie a quien poner en el buen camino. Por lo menos en lo que él y la señora Peel consideraban el buen camino. Tampoco se vendía mucho combustible; la autopista había dado al traste con el negocio de la gasolinera. De continuar así habría que echar el cierre y buscar nuevos aires.
   Pero esa noche había visto una estrella errante y eso era un buen presagio. Por eso, y porque no tenía sueño, decidió esperar un poco más.

   Laura vio también la estrella errante cuando se bajó del coche para leer mejor las señalizaciones: se había hecho de noche por aquella carretera de cuidado firme, pese al poco tránsito, tirada a regla, en la que solo había visto este cruce de caminos, que no era precisamente el que andaba buscando. O lo había dejado atrás o aun no había llegado, lo cual le parecía raro porque llevaba conduciendo por aquella línea recta más de una hora. ¡Más de una hora! ¡Qué barbaridad! Solamente se había cruzado con un par de coches en todo ese tiempo.  
        Verdaderamente, habiendo autopista para que conducir por el medio de la nada. A este paso no llegaría esa noche a la cantera. Estaba agotada. Había atravesado dos estados y ya necesitaba descanso con urgencia, sin embargo, pasar la noche dentro del auto en aquel erial no le parecía agradable ni aconsejable, además le habían contado no se qué historias sobre viajeros solitarios que desaparecían en la ruta cincuenta sin dejar rastro. Aunque estaba convencida que había sido idea del capataz de la cantera para amedrentarla. Seguro que la esperaban varias bromas pesadas hasta que les demostrara que era capaz de hacer su trabajo como cualquiera de ellos. Puro machismo. Eso era, ni más ni menos.
   Se metió en el coche, dudó unos segundos y decidió conducir un rato más. Su abuela decía que ver una estrella fugaz era un buen presagio. Pues vamos a comprobarlo, pensó Laura.
   Pocas millas más adelante y tras la única curva del camino, bendijo sorprendida a su abuela, una mujer enjuta, medio india, medio bruja también, que se había quedado pasmada esa misma mañana cuando Laura pasó a despedirse, de que su nieta, aquella chica delgaducha y bajita, fuera a conducir una excavadora en una cantera.
   —Hay que joderse muchacha, lo mismo que un hombre, quien lo diría.
   Pues si, quien lo diría. Delante de sus ojos había aparecido de sopetón una gasolinera con tienda y todo.
   —Hay que joderse abuela. Lo mismo hasta tienen donde dormir.
El dueño parecía estarla aguardando. Tal vez la abuela haya hecho magia y me haya puesto delante un sitio para descansar por arte de birle birloque.
   —Buenas noches, me he perdido.
   —Me lo imaginaba. Fíjese que iba a cerrar y no sé por qué me dije: espera un poco, quizá llegue alguien.
   —Que suerte he tenido. Verá voy a la cantera Springsteen. No he visto ninguna señal.
   —Solo hay una y es difícil de ver y más de noche. Será mejor que espere a mañana para continuar viaje.
   —¿Puedo dormir aquí?
   —Aquí no pero en casa de la señora Peel, sí que puede. La avisaré.    Mañana ella le conducirá al desvío para la cantera. Le serviré un café por cuenta de la casa mientras llamo a Emma. Póngase cómoda.

   Transcurridos unos diez minutos una camioneta Chevrolet de los años cincuenta, de un rechamante color rojo, aparcó delante del bar.   Una mujer octogenaria, de aspecto jovial y saludable, entró saludando alegremente al dueño. Este hizo las presentaciones.
   —Vivo a pocos minutos de aquí. Complemento mi pensión alquilando habitaciones a viajeros que desean descansar una noche. Ahora con la autopista el negocio está siendo ruinoso. Voy a poner una granja de pollos y venderlos al restaurante de la cantera. Lo digo en serio  —aclaró al escuchar la risa de Faulkner.
   —Puede dejar su coche aquí. Mañana Emma la acerca. Tienen que volver por aquí para coger el desvío.
   —Si no le importa a la señora prefiero llevármelo. Tengo dentro el equipaje, además del contrato y más papeleo que no quisiera extraviar.
   —Puede llevarse el equipaje y los papeles….
   —Déjelo señor Faulkner, que se traiga el auto, lo que sobra en mi casa es sitio para aparcar. Calma.

   En efecto, sobraba sitio. La casa era la típica construcción americana de madera precedida por un porche con su mecedora y su balaustrada blanca y rodeada de una inmensidad de terreno yermo. Los faros de ambos coches la iluminaron por completo en la oscuridad. Al lado había un invernadero cuyas plantas daban la impresión de estar exuberantes, en contraste con el exterior. La vieja seguro que las cuida bien.
La señora Peel le ofreció algo de cenar.
   —Prefiero ducharme, si es posible, y acostarme.
   —Puedo prepararle un sándwich. Se lo subiré mientras se baña. No es bueno acostarse con el estómago vacío, no se duerme bien.
   Cuando regresó de la ducha, un bocadillo de jamón cocido y queso estaba esperando sobre la mesa con un humeante tazón de leche y unas galletitas caseras de mantequilla, idénticas a las que preparaba su abuela, la bruja. Le dio confianza que tantas cosas se la recordaran.
Durmió bien. Por la mañana, el olor a café reciente invadía la casa. La mesa estaba dispuesta en la cocina para el desayuno. Tras las consabidas preguntas de cómo había dormido y que tal la cena, se sentaron a desayunar.
   —Tiene que decirme cuanto le debo por todo.
   —Son diez dólares.
   —Me parece poco. Demasiado poco.
   —Solo le cobro los gastos de la lavandería. Hoy en día podría dejar el alquiler de camas ya que apenas hay viajeros, pero me gusta la compañía de vez en cuando. Estoy encantada con usted.
   —Muchas gracias, señora. Está todo buenísimo. ¿Le gustan las plantas por lo que veo? —preguntó Laura señalando el invernadero y queriendo parecer amable.
   —Me encantan, me hacen compañía y además, vendo las flores a los hoteles de la ciudad.
   —Yo en casa tengo cactus. Me parecen muy curiosas esas plantas y tienen pocas necesidades.
   —Tengo algunos ejemplares raros. Se los mostraré encantada.
Laura dudó, quería llega a la cantera de una vez.
   —Ya está muy cerca. Apenas una hora. Luego le indicaré el camino y llegará sin mayores problemas.


   
  El invernadero estaba realmente exuberante. El verdor y la humedad le trajeron a la mente los bosques de su infancia. Se estaba bien allí. Un olor dulzón lo impregnaba todo. Le recordó el aroma de los membrillos maduros en la alacena de su abuela. Otra vez su abuela; era increíble que la recordara en tantas cosas. Sintió que la estaba acompañando y sonrió complacida. Sin embargo, la memoria asociada juega, a veces, malas pasadas.
   Su anfitriona le mostró plantas que jamás había visto y que le parecieron más curiosas aun, que los cactus. La señora Peel la tomó del brazo con suavidad y la encaminó hacia una realmente chocante. La flor o lo que fuera aquello era lo mismo que un saxofón gigantesco. Pendía graciosamente de una rama y mostraba un atrayente moteado carmesí sobre su color amarillo oro que la hacía destacar entre el follaje.
   —Si, no anda desencaminada, el señor Faulkner la apoda el saxo de Goliat. Párese delante y mire dentro. Verá que sorpresa.
   —¿No será peligrosa, verdad?
   —¿Cuando ha visto usted una flor peligrosa?
   La flor levantó una especie de tapa cuando Laura se acercó, para permitirle aspirar su aroma. La señora Peel se rió al comprobar el sobresalto de la joven.
   —Como verá es una flor muy bien educada. Agáchese más, huela, huela. Huele a miel.
   Laura metió la cabeza dentro del tubo para percibir mejor el aroma. Antes de que pudiera darse cuenta los estambres, convertidos en tentáculos, la rodearon por el cuello y tiraron de ella hacia dentro. La planta la succionó en menos de un segundo, pese a la resistencia que opuso. Laura sumergió por completo la cabeza en un caldo viscoso. Se notó encajada dentro de un tubo poderoso en el que era imposible darse la vuelta. Trató de gritar, pero no pudo. La boca se le llenaba de una salsa gelatinosa, dulzona y caliente que solo le permitía emitir borboteos y sonidos guturales.
   Qué asco, pensó. Golpeó con los puños contra las paredes. Se hizo daño. Aunque eran traslucidas estaban duras como piedras. Recordó el frágil tallo y trató de sacudirse a fin de lograr que se desprendiera. No pudo moverse. Daba la impresión que la planta se había adaptado a su cuerpo y la había aprisionado por completo. Vio, de reojo, acercarse a la señora Peel. Por fin, gracias a Dios.
   La vieja se puso en cuclillas con la cabeza a la altura de la de Laura.
   —Cuanto más te agites, más tardarás en morir. Es mejor que te serenes y permitas que ella te vaya digiriendo. Será bastante rápido, teniendo en cuenta que lleva semanas sin comer; ya te dije que no pasan viajeros por aquí. En otros tiempos tenía varias docenas. Pero esos eran otros tiempos, de seguir así, esta morirá también de hambre. Solo come carne humana. Habrás percibido que se ahorma como un guante a tu cuerpo. Han desarrollado una adaptación de siglos. Son unas plantas sorprendentes. Notarás como sus encimas te van disolviendo poco a poco, vivirás una nueva experiencia que pocos afortunados han tenido.
   La vieja se incorporó.
   —Claro que no podrás contarlo y entonces no te servirá de nada. ¡Qué pena!, ¿verdad? Te zampará en un par de días. Será mejor para ti que procures dejar el cerebro en blanco; cuanto menos pienses, menos te torturarás. Te lo hago notar, porque me has caído bien, ya lo sabes. Relájate y disfruta. Adiós Laura, ha sido un placer.
   Cuando ya estaba junto a la puerta, regresó sobre sus pasos hasta la planta. Volvió a ponerse en cuclillas. Laura pensó que todo era una broma de mal gusto y que la señora Peel la liberaría en cualquier momento.
   —Voy perdiendo facultades y sin ellas, los modales brillan por su ausencia. Olvidé presentarlas. La flor se llama Estrella Errante. Tu comida se llama Laura —le dijo a la flor—. ¡Buen provecho!

   Faulkner descolgó el teléfono. Era, como se imaginaba, la señora Peel.
   —Puede venir cuando quiera. El coche es viejo, ya lo ha visto ayer. En la cartera lleva cien dólares y en la guantera un sobre con quinientos mas. La ropa es toda usada. La maleta de plástico. No ha sido muy rentable. A ver cuando me envía algo más provechoso.
   —¿Qué quiere que haga, si no pasa nadie? Me acercaré por la tarde.
   —Hasta entonces. Tráigame un cartón de tabaco. No lo olvide.
   —Descuide.




 FIN

Asesinato en el Geriátrico


III
  




Julián el camarero, llegó tarde. Cuando apareció en el comedor ya habían comenzado a servir las comidas. Su compañero Pedro le había estado llamando al móvil sin fortuna.

  —¿Pero, que te ha pasado? Te va a caer una buena. ¿Sabes lo que ha sucedido? Han matado a don Felipe. ¿Qué te has hecho en la cara?
Julián le cogió del brazo y lo empujó al pasillo.
   —He tenido un a bronca con Paqui. Cree que me estoy viendo con mi anterior novia. Se puso echa una fiera y me arañó la cara. Yo le di un empujón. Me dijo que me denunciaría. Así que me fui de casa, no quería que me detuvieran. Cuando llegué esta mañana y vi coches de policía, creí que me estaban esperando. Me fui a casa de mi madre. Sobre las once Paqui se presentó allí y me dijo que no había puesto la denuncia, que lo había dicho para fastidiarme. Me lo juró. Entonces volví a venir para acá. Un policía gordo que esta abajo me contó lo que había pasado.
   —No sé si creerte.
   —Allá tú. Oye, yo tenía un negocio con don Felipe, me había prometido una cantidad de dinero. ¿Sabes si esta cerrada su habitación?.
   —Naturalmente. Esta precintada. Ni se te ocurra acercarte. Hay policías en el tercer piso.
   —Me dijo que tenía el dinero para mí… pero no terminaba de dármelo. Necesito esa pasta. Tendría que echar un vistazo.
   —No puedes. Esta aquí la policía. ¿No has hablado con uno de ellos?. Olvídalo.

   Rosa y Ofelia se fueron a su cuarto. Antes Rosa se había acercado a Manero y le había hecho una observación.
   —Oiga joven, verá. Yo no utilizo andador. Mi compañera si, pero soy testigo de que durmió toda la noche y le juro que, ni es capaz de matar una mosca, ni creo que sepa donde está la yugular…además es medio santa. ¿Me comprende? No tenemos porque estar encerradas toda la tarde.
   —Lo siento señora,  no hay más remedio. Pero voy a hacer algo por ustedes. Comenzaré la inspección por su cuarto. Así quedarán tranquilas el resto del día.
   —Bueno algo es algo. Muchas gracias joven —dijo doña Rosa mirándolo descaradamente de arriba abajo.


   Aníbal Manero cumplió su palabra e inspeccionó el taca-taca de doña Ofelia. Se entretuvo un buen rato mirando las ruedas. Había tiempo: toda la tarde. Era el único que iban a investigar Evidentemente no existía el rastro delator. Se le había ocurrido de pronto, como se le ocurrían otras soluciones, así sobre la marcha, con tal de no andar haciendo preguntas, que su espalda no estaba para bromas. A veces, resultaba.
   Manero esperaba que el criminal se deshiciera del andador esa misma noche a las doce. A esa hora pasaba el camión de la basura. Tenía la teoría de que el culpable arrojaría el artilugio chivato por la ventana del tercer piso, cuando el camión estuviera debajo. Se había informado y  averiguado que el camión  de recogida era muy moderno, con un sistema de carga lateral por lo cual el conductor, mediante un robot y un ordenador realizaba toda la operación. Sin más operarios. Por eso el criminal lo tenía fácil: No había nadie fuera del camión que pudiera verlo y el ruido de éste, ahogaría el estruendo de la caída.
   Desgracia y él estarían esperando.
   Pasaron el resto de la tarde en el salón del tercer piso, viendo baseball en la televisión por satélite de la Residencia.
   —Este sitio debe costar un pastón. Hay que ver que bien viven estos cabrones —comentó Desgracia mientras merendaba una hamburguesa que le habían preparado en la cocina y se manchaba de grasa la camisa.




   Transcurrió la tarde con los pobres residentes secuestrados en sus habitaciones y la tercera planta envuelta en un silencio de muerte, nunca mejor dicho. Para mayor seguridad de que nadie salía ni entraba apostaron un vigilante en el ascensor y otro en la escalera.
   Por la noche hubo que servir la cena en las habitaciones. Manero y Desgracia acompañaron uno a cada uno de los dos camareros, haciendo el paripé.
   Desgracia, que no estaba muy convencida de que la trampa diera resultados, se dedicó a preguntar a los ancianos sobre la vida de Felipe. Se enteró de algunas cosas interesantes.
   Supo que últimamente andaba detrás de una tal doña Isabel, una mujer muy guapa que había sido diseñadora de joyas, con tanta insistencia que ésta se había quejado a la dirección del centro, porque ya lo consideraba acoso; que hacía tratos con un camarero que había estado en la cárcel y que unos cuantos días atrás había discutido acaloradamente en el jardín con otro residente: don Jacinto Escobar. Desde ese día no se volvieron a hablar y don Jacinto lo evitaba de modo ostensible.
   —Bueno, posiblemente el criminal sea alguno de estos tres. Ya veremos.

   Las horas transcurrían lentamente. Los ancianos no eran capaces de conciliar el sueño. Esperaban que el policía guapo estuviera en lo cierto y el criminal se descubriera esa misma noche. No les hacía ninguna gracia que conviviera con ellos y menos que le diera por volver a matar. Aunque trataban de convencerse de que Felipe se lo había buscado y que el crimen había sido por motivos personales, no las tenían todas consigo.
—Lo mismo es un asesino de ancianos compulsivo —decía doña Rosa.
—Se dice en serie —corregía doña Ofelia.
—Pues eso. Mata ancianos en serie de modo compulsivo. Lo que yo digo.

   Manero y Desgracia estaban en sus puestos. La tercera planta permanecía a oscuras y en silencio. No se escuchaba ni un rumor. Hasta la brisa nocturna de poniente había cesado.
   El reloj de la torre de la cercana Iglesia de la Virgen de los Ojos Grandes, dio las doce. El ruido de un camión comenzó a escucharse cada vez mas cerca. Cuando rodeó el edificio y enfiló el callejón de los contenedores, a Juan Manero se le encogió el estómago.
   Atento como estaba, no escucho ni un rumor de pasos. Solamente percibió un ligero roce en el hombro. De un salto se dio la vuelta a al vez que  apuntaba con su pistola, hacia la sombra que le había rozado.
   —¡Quieto, quieto, no se mueva!
   Con la otra mano buscó el interruptor. Al encenderse la luz, comprobó que tenía delante a don Jacinto Escobar portando un andador que dejó en el suelo a los pies del sorprendido detective, antes subinspector.
   Desgracia que estaba en las escaleras, subió a toda prisa. Su compañero ya estaba trincando al culpable.
   —Lo siento caballero, queda usted detenido como sospechoso del asesinato de don Felipe Iglesias.
   —Pensaba entregarme antes, pero cuando vi la trampa que había ideado, no quise estropeársela…
   —Muy considerado de su parte.


    Doña Elisa, la vieja directora, les contó lo ocurrido. Doña Isabel y doña Luisa estaban presentes. Ambas corroboraron todo lo que ella afirmó. Se sentía culpable. Debería haber puesto en la calle a Felipe esa misma tarde. Pero le costaba enfrentarse a él. Aunque ni siquiera la había reconocido; pero ella no se olvidó jamás de su cara ni de su vileza.
   —Si le hubiera echado, nada de esto habría sucedido.
   —No se culpe señora. No hay razón para ello —la consoló Desgracia.
   —Dígame una cosa —inquirió Monero—. Por que don Felipe le pidió el favor a don Jacinto de que conquistara a doña Isabel. ¿Se conocían de antes?
   —Es una larga historia. Verán. Yo estuve a punto de casarme con Jacinto. Me dejo plantada ante el altar.
Los detectives se miraron.
   —Todo fue una burla que urdió Felipe despechado porque no quise nada con él. Había fallecido el padre de Jacinto y se llevó la llave de la despensa ¿entiende lo que le digo?
   Manero asintió.
     —Él quería terminar su carrera de medicina. Felipe le ofreció un buen dinero que le permitiría continuar los estudios. Aceptó y siguió adelante hasta las últimas consecuencias. Pasado el tiempo me pidió perdón…toda la vida tuvo remordimientos. Fue un buen cirujano. Uno de los mejores.
   —Eso explica la precisión del corte —terció Desgracia.
   —¿Que le ocurrirá ahora?
   —Con lo que ustedes me han  contado y un buen abogado dudo que vaya a al cárcel, teniendo en cuenta su edad…
   —Haremos por él todo lo que sea posible —terció doña Isabel.
   —Muy bien señoras, tenemos que irnos. Lo siento —dijo Manero dirigiéndose a las tres.
   Había acordado con la directora que ellos le llevarían hasta la comisaría. Doña Elisa no quería más policía por allí.
   Don Jacinto aguardaba en la salita contigua al despacho de la directora acompañado por Desgracia.
   La directora salió y le abrazó. Lo mismo hicieron Isabel y Luisa. Esta luchaba duramente por contener las lágrimas.
   —Te buscaremos el mejor abogado. No temas nada —le dijo su antigua novia—. Yo me ocuparé de todo —Y acercándose a su oído para que nadie pudiera escuchar, afirmó:
   —Has hecho lo que debías.
   —Dígame una cosa —inquirió Monero a don Jacinto cuando se iban
   —Usted dirá.
   —Porqué el andador si usted no lo necesita.
   —Cogí uno en la enfermería. Como en la tercera muchos lo utilizan se me ocurrió que nadie sospecharía si escuchaba un taca taca y tal vez  pensara que era Felipe que se iba de ronda, como hacía muchas noches. Estaba decidido a hacer lo que hice y no quería interrupciones. No me di cuenta del dichoso rastro, hasta que llegué a la ventana. De todos modos son cosas que uno hace sin saber bien el porqué… lo del andador me refiero.
   —Ya.



   Habían transcurrido varias semanas. Los ánimos se habían calmado, pero a los residentes que tenían memoria, les costaba olvidar.
   Aquella mañana corrió la noticia de que llegaban nuevos inquilinos para las habitaciones de Felipe y de Jacinto.

     —Supongo que serán tíos —dijo doña Rosa.
     —¿A ti que más te da?
     —Pues me da. Hemos perdido dos tíos, lo justo es que vengan otros dos.

   Efectivamente eso parecía lo justo. Por eso vivieron dos caballeros. El primero en llegar venía a ocupar la habitación de don Felipe. Era un hombre pálido, escuchimizado y verdoso.
   —Va a durar poco —sentenció doña Rosa perdiendo el interés —espero que el que falta tenga otra planta.
   —Puede ser una mujer.
   —¡Que aguafiestas eres Luisa, coño! Faltan dos hombres, lo justo es que vengan otros dos.
    Y eso fue lo que ocurrió, por suerte. La directora joven entró dando el brazo a un caballero.
   —¡Coño! Arturo Fernández, el hombre de mi vida.
   —¡Cállate Rosa!
   —No me da la gana. Siempre quise tener algo con él y mira por donde…
   —Señoras y señores, este es don Jenaro Puerta…
   —Lo ves, no es Arturo.
   —Pero se le parece muchísimo. Así que como si lo fuera. Te lo advierto Isabel, no me lo levantes.
   —No tengo la más mínima intención.
   —Bueno, hay que averiguar cómo está de la próstata. Si está bien, me lo pido. Coño Ofelia no me mires así. Qué culpa tengo yo de que seas una estrecha.
   —¡……!
   —Oye Isabel, cuando lo ligue, te pido prestada la habitación. Tú puedes pagarte un hotel por una noche…
   —Es más joven que tú —sentenció doña Ofelia, que era bastante aguafiestas.
   —Arturo es de mi edad.
   —Sí, pero este no es Arturo, es alguien que se le parece. Nada más.
   —¿Y que, si es más joven?
   —Pues que, evidentemente, no va ni siquiera a notar que existes.
   —Mierda Ofelia. Vete a la mierda y déjame en paz.
   —A lo mejor es homosexual —dijo doña Luisa con muy buena intención.
   —Sois unas impresentables y unas envidiosas, que no soportáis que yo ligue con Arturo Fernández —dijo Rosa puesta en pie, antes de abandonar la mesa y el comedor.
   Al salir pasó, sin necesidad ninguna, por delante del recién llegado, que como vaticinó Ofelia, ni siquiera se percató de su existencia fijo como estaba en ese momento, en el culo del camarero. Sus compañeras no se perdieron detalle.
   Doña Luisa se ruborizó cuando todas la miraron. Había acertado de pleno.
   —Menuda la que nos espera —sentenció Ofelia—. Aquí va a arder Troya. Dios nos pille confesadas y a ese pobre, también. Lo que hace la necesidad. Señor, Señor…



FIN

Asesinato en el Geriátrico


II




   Los detectives Manero y Desgracia eran diferentes como el mar y la arena, pero igual que ellas, inseparables y complementarios. Aníbal Manero era alto y guapetón, con un estudiado look casual; impetuoso,  cambiante y atrayente, como el mar. Por la contra, Casimiro era un ordinario de mucho cuidado, con la camisa rechinante, los puños deshilachados, los cuellos retorcidos y la  americana llena de brillos de excesivo uso y poca limpieza. La corbata, todas las corbatas que se ataba al cuello,  terminaban decoradas por lamparones de grasa de la comida basura que se metía a cualquier hora entre pecho y espalda. Era como la arena de la playa tras una riada. Y como ella desparramado a lo ancho. Todo lo contrario a Aníbal que se machacaba en el gimnasio y se bronceaba en la sierra o la piscina para conseguir ese aspecto sano y deportivo que tanto le gustaba.
   Al  hacer su aparición en el comedor del geriátrico, las miradas de todas las mujeres, residentes y empleadas, jóvenes y menos jóvenes, salieron disparada hacia Manero atraídas por su magnetismo; lo mismo que un  haz de agujas cuando se les pone a tiro un imán.
   Doña Rosa le dio un codazo a doña Ofelia.
   —Has visto que tío tan bueno. Tiene un aire a Gary Cooper.
   —¿El alto o el bajo?
   Rosa la miró como a un bicho raro y meneó la cabeza.

   Manero aceptó un café mientras echaba una ojeada sobre el personal; era una actitud muy americana que le encantaba. Los detectives de las películas siempre tenían una taza de café en la mano. Luego se dirigió con su camarada y la directora, la joven, hacia el lugar del crimen. La policía ya había hecho su trabajo; mal, en opinión de la directora vieja; no se lo habían tomado con demasiado interés, puesto que tenían otro caso más prioritario: habían asesinado al teniente de alcalde en un burdel de las afueras, de un modo bastante sangriento también. Todos los efectivos se necesitaban disponibles para el caso, para este caso, y por la Residencia solamente apareció un inspector que hizo unas cuantas preguntas tontas, según la directora, si, la vieja, y nunca más se supo. Urgía solucionar el caso, para tranquilidad de los residentes y porque ella tenía sus propias certezas. Pero había que probarlas.
   Al difunto le habían seccionado la yugular de un corte limpio con su propia navaja de afeitar. El asesino no dejó huellas, excepto la rueda del andador que se manchó con la sangre que vertió el difunto, mientras su matador se entretenía en taparle la cara con la almohada.
   Aníbal preguntó a la directora, por preguntar algo, lo obvio: si don Felipe tenía enemigos, si había tenido problemas con alguien últimamente, si como era un conquistador, podría existir un marido celoso. La directora contestó lo mismo a todas las preguntas.
   —No, que yo sepa.
   —Que sosa es la tía —pensó Manero— está buena, pero parece una muñeca hinchable.





   Efectivamente, don Felipe Iglesias era un conquistador. Solterón y rico por su casa, jamás le había dado un palo al agua.
   Al poco de fallecer su madre a la que adoraba se vino a vivir a la Residencia. (Aunque se llamaba “El mirador del Edén”, era la Residencia por antonomasia. La mejor de la provincia, con diferencia). Antes y durante toda su vida había morado en la casona familiar mimado por la tata y la madre, además de dos tías solteras, paterna y materna, que lo malcriaron. Estudió derecho, porque algo tenía que estudiar. Tardó años y años en acabar la carrera, debido a que dedicaba todo su tiempo a conquistar a  las mujeres que se ponían o le ponían a su alcance. Se rumoreaba que había estado con unas diez mil. Igual que don Juan Tenorio, su ídolo, “había recorrido su amor toda la escala social”. También se decía que había tenido varios hijos, la mayoría con una vicetiple, que los fue dando en adopción. Así llegó a la vejez: solo, fané y un tanto descangallado, como en el tango, pero con la moral conquistadora intacta.
   En la Residencia siguió haciendo de las suyas. Ligó hasta con la cocinera, rechoncha y de buen ver y mejor tocar. Últimamente andaba un poco cabizbajo  porque se le resistía doña Isabel. Pero todo se andaría. Se había reencontrado con un viejo conocido y tenía planes. Tiempo al tiempo.
   Lo que no sabía era que su tiempo se acababa.



   Doña Luisa llegó tarde, como siempre y un poco desconcertada por los sucesos. Luisa vivía en permanente desconcierto desde que sus nietos la habían metido en un tren con su maleta de cuadros y un billete hasta el final de trayecto, que era precisamente esta ciudad.  Sucedió unos cuantos años atrás. La policía la recogió sentada en un banco de la estación aterida de frío. Creía que sus nietos vendrían en el próximo tren.
   —Es que seguramente no encontraron billete en éste.
   Lo cierto que es que su tren había llegado hacía ya tres  días. La asistencia social la llevó al Mirador del Edén de modo provisional. En los geriátricos  públicos no había plazas libres.
   Fue imposible encontrar a los nietos. Como si se los hubiese tragado la tierra. Le habían vendido las propiedades, repartido el dinero y se habían esfumado después de meterla en el tren.
   El mismo día llegó a la Residencia doña Isabel. Era una mujer guapísima diseñadora de joyas y aún joven para un geriátrico. Pero ya la habían asaltado varias veces, algunas por la noche mientras dormía y en la última  casi acaban con su vida. Todas las medidas de seguridad que tenía instaladas no sirvieron para nada. Los ladrones eran como algunos virus: inmunes a las barreras. Antigua conocida de doña Elisa, la directora, decidió mudarse  al Mirador del Edén, para estar acompañada. Pese a ello necesitaba alguien con ella en la habitación. A pesar del tratamiento psicológico tenía terror a la noche. Se trajo su propia acompañante.
   Seguía con su trabajo. Tenía un pequeño estudio donde hacía los diseños y pasaba mucho tiempo en la calle, comprando material o visitando a los clientes.
   Hizo buenas migas con doña Luisa, que era extrovertida y discreta. Conocedora de su historia acordó con la directora contratarla como acompañante y así, ésta no tendría que abandonar la Residencia.
   Hacía un par de noches que Isabel dormía en la enfermería. Tenía bronquitis y no quería contagiar a Luisa cuyo corazón estaba bastante resentido; no era para menos.

    Luisa se sentó a la mesa con Rosa y Ofelia. No había traído el andador y se movía con dificultad.
—¿Has visto que tío tan bueno? —Le espetó Rosa señalando a  Aníbal Manero.
   —¿Como han podido matar a Felipe? —preguntó con voz temblorosa.
   —Pues ya ves. Alguna amante insatisfecha.
   Luisa tenía los ojos arrasados en lágrimas.
   —Uy, uy, uy, que tú te lo has tirado.
   —¡Rosa! —dijo Ofelia— ¿Cómo puedes hablar así en estos momentos?
   Luisa se puso colorada como un pimiento morrón.
   —Lo ves —chilló Rosa— mira como se ha puesto. El color la delata. Y cuenta, cuenta, ¿qué tal?
   —¡Cállate ya! —intercedió Ofelia muy preocupada al ver como el rostro de Luisa iba tomando el color de la berenjena.
   —Por cierto, Isabel no esta en el comedor, lo mismo es que ha matado a alguien —zanjó Rosa, que era incorregible.



   Según el forense la muerte se había producido por desangramiento sobre las cinco de la madrugada.
   La cama  estaba empapada. Había un pequeño charco en la alfombra y un rastro por el pasillo que fue dejando la rueda del andador. La huella terminaba de improviso en frente del ventanal donde el pasillo se bifurca. Casualmente el ventanal da a la calle en la que se colocan los contenedores de basura. Pero el andador no se encontraba allí.
   Desgracia bajó y habló con el vigilante del turno de noche, que ni vio ni oyó nada; y a las cinco de la mañana un andador lanzado desde el tercer piso “haría un ruido de cojones”, dijo el segurata.

   —¿Cuantos residentes hay en total—preguntó Manero a la directora.
   —En total trescientos.
   —¿Y en esta planta?
   —Cincuenta.
   —¿Cuantos utilizan andador?.
   —Unos treinta.
   —¿Puede reunir a los cincuenta de esta planta en el comedor?
   —Desde luego. Pero no a todos. Hay varios imposibilitados.

   —¿Que hacemos? —preguntó Desgracia una vez solos en el pasillo.
   —Tengo una idea que simplificará las cosas. Si resulta, caso resuelto.
   —¿No indagamos los posibles motivos del crimen?.
   —¿Para qué? Si cogemos al culpable él nos dirá los motivos.
   Manero no estaba teniendo unos días buenos. Desde hacía un tiempo su espalda le daba problemas: tenía un dolor persistente y un hormigueo casi continuo en la pierna derecha. Enemigo de la medicina, tenía previsto curarse a base de analgésicos, friegas con alcohol de romero y exposición prolongada al sol; de momento sin resultados

  


   Doña Isabel llegó al comedor de las últimas. Se notaba que había estado enferma, tenía mal color y unas ojeras muy pronunciadas. Estaba sin arreglar y  el pelo era un desorden caótico. Parecía un árbol  en medio de un vendaval.
   —¡Que barbaridad! —exclamó Rosa— parece que has estado matando    a alguien.
   —¡Rosa!
   —¿No estabas enferma?.
   —Sí. Estoy un poco mejor, ya no tengo fiebre, aunque no he dormido       —respondió, sentándose.
   __¿Que te ha pasado en la muñeca? —preguntó Luisa al ver la tirita.
   —Me he cortado….
   —¿No te habrás cortado con la navaja de afeitar de Felipe, por un casual? —interrumpió Rosa
   —¡Rosa, por Dios!.
    Isabel hizo como si no la hubiera escuchado.
   —Me corté con el frasco de jarabe. No podía abrirlo. Estaba tosiendo sin parar. Casi me ahogo.
   —Ya —zanjó Rosa, mirándola fijamente.

   Don Jacinto apareció tarde también y busco a doña Luisa. Habían hecho muy buenas migas. Se sentó primero en la mesa de al lado. Isabel le mandó acercarse. Ella no iba a desayunar. Solamente tomaría un café. Luisa se levantó.
—No os mováis, yo me sentaré con él.
—Uy, estos dos —dijo Rosa juntando repetidamente ambos dedos índices.
   La anciana observó como cuchicheaban. Jacinto parecía nervioso, pero era natural. Todo el mundo lo estaba. Además él tenía cierta relación con Felipe. Ninguno de los dos desayunó. Se levantaron y se fueron directos al jardín. Rosa, que no les perdió de vista,  se fijó en que Luisa cojeaba mucho más de lo habitual y él caminaba despacio adaptando su paso al de ella. Jacinto era de los que no usaba andador; era mayor que Luisa, pero estaba hecho un chaval. En el jardín se encontraron con la  anterior directora. Se sentaron juntos en la pérgola.
   —¿Que se traerán entre manos estos tres?



   Antes del primer turno de comidas, los cuarenta y cinco residentes de la tercera planta que no estaban encamados, se encontraban sentados en el comedor, esperando escuchar lo que el detective guapo les iba a comunicar. El gordo estaba en la calle al lado de los contenedores. Paseaba arriba y abajo continuamente, resoplando y sudando.

   Aníbal Manero utilizó la megafonía de la sala para dirigirse al personal.
   —Buenos días señores. Como ya saben un compañero suyo ha sido asesinado esta noche. El asesino, muy hábil, no dejó huellas. Pero ustedes ya sabrán que no hay crimen perfecto. Ni asesino infalible.  Se le pasó por alto una cosa —Manero hizo una larga pausa valorativa. Los residentes escuchaban callados como muertos—. Fue dejando un rastro de sangre por el pasillo.
   En el comedor continuaba un silencio de cementerio.
   —Sí, ya lo se. Lo se. Era la sangre del difunto, no la del criminal. Pero….la huella que fue dejando el andador, tenía una marca personal e intransferible. Como el ADN. La rueda tenía, por la causa que fuera, — Manero se encogió  de hombros— un dibujo casi imperceptible, pero que quedó estampado en el rastro de sangre.
   —Muy claramente —dijo tras otra larga pausa.
   Se acercó un poco mas a su auditorio.
   —El andador dejó su firma. Solamente tengo que encontrar a su dueño, lo cual es fácil, convendrán conmigo. Sabemos que sigue dentro de la Residencia. Es más. yo me atrevería a afirmar que continua en el tercer piso. Así que, cuando terminen de comer, subirán a sus habitaciones y esperarán allí hasta que mi compañero y yo comprobemos sus andadores. Esto nos puede llevar… el resto del día. Incluso es probable que no terminemos hoy. Se les cortará el teléfono y se les requisarán los móviles. Si necesitan algo o se ponen enfermos usarán el timbre. Buen provecho.



Continuará...