Asesinato en el Geriátrico


II




   Los detectives Manero y Desgracia eran diferentes como el mar y la arena, pero igual que ellas, inseparables y complementarios. Aníbal Manero era alto y guapetón, con un estudiado look casual; impetuoso,  cambiante y atrayente, como el mar. Por la contra, Casimiro era un ordinario de mucho cuidado, con la camisa rechinante, los puños deshilachados, los cuellos retorcidos y la  americana llena de brillos de excesivo uso y poca limpieza. La corbata, todas las corbatas que se ataba al cuello,  terminaban decoradas por lamparones de grasa de la comida basura que se metía a cualquier hora entre pecho y espalda. Era como la arena de la playa tras una riada. Y como ella desparramado a lo ancho. Todo lo contrario a Aníbal que se machacaba en el gimnasio y se bronceaba en la sierra o la piscina para conseguir ese aspecto sano y deportivo que tanto le gustaba.
   Al  hacer su aparición en el comedor del geriátrico, las miradas de todas las mujeres, residentes y empleadas, jóvenes y menos jóvenes, salieron disparada hacia Manero atraídas por su magnetismo; lo mismo que un  haz de agujas cuando se les pone a tiro un imán.
   Doña Rosa le dio un codazo a doña Ofelia.
   —Has visto que tío tan bueno. Tiene un aire a Gary Cooper.
   —¿El alto o el bajo?
   Rosa la miró como a un bicho raro y meneó la cabeza.

   Manero aceptó un café mientras echaba una ojeada sobre el personal; era una actitud muy americana que le encantaba. Los detectives de las películas siempre tenían una taza de café en la mano. Luego se dirigió con su camarada y la directora, la joven, hacia el lugar del crimen. La policía ya había hecho su trabajo; mal, en opinión de la directora vieja; no se lo habían tomado con demasiado interés, puesto que tenían otro caso más prioritario: habían asesinado al teniente de alcalde en un burdel de las afueras, de un modo bastante sangriento también. Todos los efectivos se necesitaban disponibles para el caso, para este caso, y por la Residencia solamente apareció un inspector que hizo unas cuantas preguntas tontas, según la directora, si, la vieja, y nunca más se supo. Urgía solucionar el caso, para tranquilidad de los residentes y porque ella tenía sus propias certezas. Pero había que probarlas.
   Al difunto le habían seccionado la yugular de un corte limpio con su propia navaja de afeitar. El asesino no dejó huellas, excepto la rueda del andador que se manchó con la sangre que vertió el difunto, mientras su matador se entretenía en taparle la cara con la almohada.
   Aníbal preguntó a la directora, por preguntar algo, lo obvio: si don Felipe tenía enemigos, si había tenido problemas con alguien últimamente, si como era un conquistador, podría existir un marido celoso. La directora contestó lo mismo a todas las preguntas.
   —No, que yo sepa.
   —Que sosa es la tía —pensó Manero— está buena, pero parece una muñeca hinchable.





   Efectivamente, don Felipe Iglesias era un conquistador. Solterón y rico por su casa, jamás le había dado un palo al agua.
   Al poco de fallecer su madre a la que adoraba se vino a vivir a la Residencia. (Aunque se llamaba “El mirador del Edén”, era la Residencia por antonomasia. La mejor de la provincia, con diferencia). Antes y durante toda su vida había morado en la casona familiar mimado por la tata y la madre, además de dos tías solteras, paterna y materna, que lo malcriaron. Estudió derecho, porque algo tenía que estudiar. Tardó años y años en acabar la carrera, debido a que dedicaba todo su tiempo a conquistar a  las mujeres que se ponían o le ponían a su alcance. Se rumoreaba que había estado con unas diez mil. Igual que don Juan Tenorio, su ídolo, “había recorrido su amor toda la escala social”. También se decía que había tenido varios hijos, la mayoría con una vicetiple, que los fue dando en adopción. Así llegó a la vejez: solo, fané y un tanto descangallado, como en el tango, pero con la moral conquistadora intacta.
   En la Residencia siguió haciendo de las suyas. Ligó hasta con la cocinera, rechoncha y de buen ver y mejor tocar. Últimamente andaba un poco cabizbajo  porque se le resistía doña Isabel. Pero todo se andaría. Se había reencontrado con un viejo conocido y tenía planes. Tiempo al tiempo.
   Lo que no sabía era que su tiempo se acababa.



   Doña Luisa llegó tarde, como siempre y un poco desconcertada por los sucesos. Luisa vivía en permanente desconcierto desde que sus nietos la habían metido en un tren con su maleta de cuadros y un billete hasta el final de trayecto, que era precisamente esta ciudad.  Sucedió unos cuantos años atrás. La policía la recogió sentada en un banco de la estación aterida de frío. Creía que sus nietos vendrían en el próximo tren.
   —Es que seguramente no encontraron billete en éste.
   Lo cierto que es que su tren había llegado hacía ya tres  días. La asistencia social la llevó al Mirador del Edén de modo provisional. En los geriátricos  públicos no había plazas libres.
   Fue imposible encontrar a los nietos. Como si se los hubiese tragado la tierra. Le habían vendido las propiedades, repartido el dinero y se habían esfumado después de meterla en el tren.
   El mismo día llegó a la Residencia doña Isabel. Era una mujer guapísima diseñadora de joyas y aún joven para un geriátrico. Pero ya la habían asaltado varias veces, algunas por la noche mientras dormía y en la última  casi acaban con su vida. Todas las medidas de seguridad que tenía instaladas no sirvieron para nada. Los ladrones eran como algunos virus: inmunes a las barreras. Antigua conocida de doña Elisa, la directora, decidió mudarse  al Mirador del Edén, para estar acompañada. Pese a ello necesitaba alguien con ella en la habitación. A pesar del tratamiento psicológico tenía terror a la noche. Se trajo su propia acompañante.
   Seguía con su trabajo. Tenía un pequeño estudio donde hacía los diseños y pasaba mucho tiempo en la calle, comprando material o visitando a los clientes.
   Hizo buenas migas con doña Luisa, que era extrovertida y discreta. Conocedora de su historia acordó con la directora contratarla como acompañante y así, ésta no tendría que abandonar la Residencia.
   Hacía un par de noches que Isabel dormía en la enfermería. Tenía bronquitis y no quería contagiar a Luisa cuyo corazón estaba bastante resentido; no era para menos.

    Luisa se sentó a la mesa con Rosa y Ofelia. No había traído el andador y se movía con dificultad.
—¿Has visto que tío tan bueno? —Le espetó Rosa señalando a  Aníbal Manero.
   —¿Como han podido matar a Felipe? —preguntó con voz temblorosa.
   —Pues ya ves. Alguna amante insatisfecha.
   Luisa tenía los ojos arrasados en lágrimas.
   —Uy, uy, uy, que tú te lo has tirado.
   —¡Rosa! —dijo Ofelia— ¿Cómo puedes hablar así en estos momentos?
   Luisa se puso colorada como un pimiento morrón.
   —Lo ves —chilló Rosa— mira como se ha puesto. El color la delata. Y cuenta, cuenta, ¿qué tal?
   —¡Cállate ya! —intercedió Ofelia muy preocupada al ver como el rostro de Luisa iba tomando el color de la berenjena.
   —Por cierto, Isabel no esta en el comedor, lo mismo es que ha matado a alguien —zanjó Rosa, que era incorregible.



   Según el forense la muerte se había producido por desangramiento sobre las cinco de la madrugada.
   La cama  estaba empapada. Había un pequeño charco en la alfombra y un rastro por el pasillo que fue dejando la rueda del andador. La huella terminaba de improviso en frente del ventanal donde el pasillo se bifurca. Casualmente el ventanal da a la calle en la que se colocan los contenedores de basura. Pero el andador no se encontraba allí.
   Desgracia bajó y habló con el vigilante del turno de noche, que ni vio ni oyó nada; y a las cinco de la mañana un andador lanzado desde el tercer piso “haría un ruido de cojones”, dijo el segurata.

   —¿Cuantos residentes hay en total—preguntó Manero a la directora.
   —En total trescientos.
   —¿Y en esta planta?
   —Cincuenta.
   —¿Cuantos utilizan andador?.
   —Unos treinta.
   —¿Puede reunir a los cincuenta de esta planta en el comedor?
   —Desde luego. Pero no a todos. Hay varios imposibilitados.

   —¿Que hacemos? —preguntó Desgracia una vez solos en el pasillo.
   —Tengo una idea que simplificará las cosas. Si resulta, caso resuelto.
   —¿No indagamos los posibles motivos del crimen?.
   —¿Para qué? Si cogemos al culpable él nos dirá los motivos.
   Manero no estaba teniendo unos días buenos. Desde hacía un tiempo su espalda le daba problemas: tenía un dolor persistente y un hormigueo casi continuo en la pierna derecha. Enemigo de la medicina, tenía previsto curarse a base de analgésicos, friegas con alcohol de romero y exposición prolongada al sol; de momento sin resultados

  


   Doña Isabel llegó al comedor de las últimas. Se notaba que había estado enferma, tenía mal color y unas ojeras muy pronunciadas. Estaba sin arreglar y  el pelo era un desorden caótico. Parecía un árbol  en medio de un vendaval.
   —¡Que barbaridad! —exclamó Rosa— parece que has estado matando    a alguien.
   —¡Rosa!
   —¿No estabas enferma?.
   —Sí. Estoy un poco mejor, ya no tengo fiebre, aunque no he dormido       —respondió, sentándose.
   __¿Que te ha pasado en la muñeca? —preguntó Luisa al ver la tirita.
   —Me he cortado….
   —¿No te habrás cortado con la navaja de afeitar de Felipe, por un casual? —interrumpió Rosa
   —¡Rosa, por Dios!.
    Isabel hizo como si no la hubiera escuchado.
   —Me corté con el frasco de jarabe. No podía abrirlo. Estaba tosiendo sin parar. Casi me ahogo.
   —Ya —zanjó Rosa, mirándola fijamente.

   Don Jacinto apareció tarde también y busco a doña Luisa. Habían hecho muy buenas migas. Se sentó primero en la mesa de al lado. Isabel le mandó acercarse. Ella no iba a desayunar. Solamente tomaría un café. Luisa se levantó.
—No os mováis, yo me sentaré con él.
—Uy, estos dos —dijo Rosa juntando repetidamente ambos dedos índices.
   La anciana observó como cuchicheaban. Jacinto parecía nervioso, pero era natural. Todo el mundo lo estaba. Además él tenía cierta relación con Felipe. Ninguno de los dos desayunó. Se levantaron y se fueron directos al jardín. Rosa, que no les perdió de vista,  se fijó en que Luisa cojeaba mucho más de lo habitual y él caminaba despacio adaptando su paso al de ella. Jacinto era de los que no usaba andador; era mayor que Luisa, pero estaba hecho un chaval. En el jardín se encontraron con la  anterior directora. Se sentaron juntos en la pérgola.
   —¿Que se traerán entre manos estos tres?



   Antes del primer turno de comidas, los cuarenta y cinco residentes de la tercera planta que no estaban encamados, se encontraban sentados en el comedor, esperando escuchar lo que el detective guapo les iba a comunicar. El gordo estaba en la calle al lado de los contenedores. Paseaba arriba y abajo continuamente, resoplando y sudando.

   Aníbal Manero utilizó la megafonía de la sala para dirigirse al personal.
   —Buenos días señores. Como ya saben un compañero suyo ha sido asesinado esta noche. El asesino, muy hábil, no dejó huellas. Pero ustedes ya sabrán que no hay crimen perfecto. Ni asesino infalible.  Se le pasó por alto una cosa —Manero hizo una larga pausa valorativa. Los residentes escuchaban callados como muertos—. Fue dejando un rastro de sangre por el pasillo.
   En el comedor continuaba un silencio de cementerio.
   —Sí, ya lo se. Lo se. Era la sangre del difunto, no la del criminal. Pero….la huella que fue dejando el andador, tenía una marca personal e intransferible. Como el ADN. La rueda tenía, por la causa que fuera, — Manero se encogió  de hombros— un dibujo casi imperceptible, pero que quedó estampado en el rastro de sangre.
   —Muy claramente —dijo tras otra larga pausa.
   Se acercó un poco mas a su auditorio.
   —El andador dejó su firma. Solamente tengo que encontrar a su dueño, lo cual es fácil, convendrán conmigo. Sabemos que sigue dentro de la Residencia. Es más. yo me atrevería a afirmar que continua en el tercer piso. Así que, cuando terminen de comer, subirán a sus habitaciones y esperarán allí hasta que mi compañero y yo comprobemos sus andadores. Esto nos puede llevar… el resto del día. Incluso es probable que no terminemos hoy. Se les cortará el teléfono y se les requisarán los móviles. Si necesitan algo o se ponen enfermos usarán el timbre. Buen provecho.



Continuará...





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