La viajera del agua



Esta es una novela histórica, sobre la época visigoda en España (siglo VI, después de Cristo). Tenía, en origen, nueve capítulos y epilogo, que he convertido en nueve partes y cada una en dos mitades, para que sea más fácil de leer.





El viaje



1



El día que llegamos a la corte de Leovigildo, fue un día como ningún otro, un día triste que jamás logré borrar de mi memoria; éramos viajeras, expatriadas más bien, cumpliendo el camino impuesto por orden de la reina. Procedíamos de Barcino, pero habíamos partido por mar semanas atrás, desde la Septimania, mucho más al norte. Aun hablábamos gótico, sin embargo, mi madre me había enseñado latín, la lengua del antiguo imperio, a la vez que la nuestra. Mi madre, Aimone, había nacido  en la Aquitania Segunda de los romanos, una tierra hermosa y fértil, culta y galante, incorporada al reino de los francos tras la derrota más amarga sufrida por mi pueblo, desde que abandonara la estepa oriental para no someterse a los hunos, que les obligó a retirarse sin remedio hacia el sur, hacia la Hispania, dejando atrás sus años en la Galia y una parte de su gente que eligió la conversión y la adaptación a los merovingios; lo mismo que habían hecho en el pasado con los romanos para dejar de huir.
   Mi familia materna hacía años que se había trasladado a la Septimania, al lado del mar. Una de mis tías abuelas se había desposado con un magnate dueño de una naviera que comerciaba por el Mare Nostrum y este los llevó con él a la Narbo Martius[1]. Mi abuelo vendió las tierras y algunos siervos y toda la familia se trasladó al sur, a cultivar vides cerca de Béziers. Más adelante averigüé  que el verdadero motivo del éxodo había sido la progresiva e imparable expansión de los francos tras su conversión a la fe del imperio. La boda de mi tía con el armador, que buscó esposa fuera de la Septimania, cuando los matrimonios endogámicos trajeron la esterilidad a su familia, les había servido como excusa.
   La Septimania continuaba siendo arriana a diferencia de los reinos merovingios, católicos desde que el salio Clodoveo I, influido por su reina Clotilde se hubiera convertido. Siempre se dijo en casa de mi abuelo que lo había hecho para conseguir el apoyo de la iglesia de Roma, decisivo a fin de fundir en un único reino los elementos godos y galorromanos, y que la nueva religión le importaba más bien poco.
   Nunca supe a ciencia cierta de donde procedía mi padre. Era un hombre hermético que pocas veces hablaba de sí mismo. Tengo entendido que arribó a Septimania cuando el rey Liuva I fue enviado como dux a la Narbonense, para contener el avance merovingio, en época de Atanagildo. En opinión de mi abuelo, Liuva era un hombre inteligente y desprendido, que al ser elegido rey, no dudó en asentar a su hermano Leovigildo en el levante y en el sur de Hispania para detener a los bizantinos, dividiendo el poder en beneficio del reino y no afianzándose en él en solitario, como hicieran otros. Esa decisión de asociar al trono a su hermano le había costado, según oí referir, reñidas,  incluso sangrientas negociaciones con los nobles y los clanes visigodos, pero de este modo con los enemigos a raya, el reino hispano había comenzado a recuperarse económicamente y a vivir un periodo próspero, hasta que el rey Liuva falleciera inesperadamente.
   “Otra vez el africano y el conde de Tarraco. Ese par de malhechores,” había oído lamentar a mi abuelo que apreciaba al rey. No pregunté qué quería decir porque me habían enseñado que una niña no tenía que inmiscuirse en asuntos de mayores y menos aun si atañían al rey o a la política del reino.
   Esto sucedió al poco de regresar mi padre. Esta vez no procedía de Hispania ni de Byzantium, sino que llegó desde Metz, donde parece que se entrevistó  con Sigebert I, el rey merovingio de Austrasia, por orden directa de la  reina Goswintha. Siempre según mis abuelos, la reina y su primer esposo Atanagildo, habían casado a sus hijas con los reyes francos de Austrasia y Neustria, para sellar así alianzas que trajeran la calma, tan necesaria tras años de huidas y de batallas, a los reinos de ambos lados de los Montes Pirineos y en ese momento, mi padre, andaba negociando la posible unión de la princesa Ingundis de Austrasia  nieta de la reina Goswintha y de su primer marido, con Hermenegildo hijo mayor del segundo marido de la reina y ahora rey en solitario de Hispania, Leovigildo.




   Por  entonces, yo hacía bastante tiempo que estaba en este mundo. Había nacido, en época de vendimia, un año después que la futura esposa de Hermenegildo y alertada por estas historias de acuerdos de los que se hablaba en mi casa  a todas horas como novedad, pensaba llena de inquietud si mi padre no estaría buscándome también, un candidato a marido, pero mi abuela me lo quitó de la cabeza, con su buen humor de siempre.
   —No temas, niña. Tú no eres princesa, ni eres de familia influyente en asuntos políticos. Podrás casarte por amor, aunque en mi opinión esté sobrevalorado, cuando así lo decidas. Eso sí, si eliges a un hombre que sepa de vinos, mejor para la familia, tu abuelo te concederá el permiso más contento.
   Si bien nosotras, como todas las mujeres, necesitábamos el permiso paterno para casarnos, y en mi caso, el de mi abuelo, que era en ausencia de mi padre mi tutor legal, sabíamos que éramos libres para elegir esposo, o por lo menos para presentar candidatos de nuestro gusto, que nadie nos iba a imponer un hombre que no quisiéramos,  era lo que siempre nos habían dicho y hasta ahora, así había sucedido con mis primas mayores, por eso, en aquellos días de novedades sobre pactos y bodas, caí en la cuenta de la poca fortuna de nacer princesa. Por lo que había escuchado, eran simples monedas de cambio y muchas veces, rehenes de sus maridos; estaban educadas desde la cuna para casarse con extranjeros y obligadas a encaminar su destino allí donde fuera necesaria una alianza, en el reino que correspondiera en suerte o en desgracia; era un viaje sin retorno que cumplían solas, niñas todavía, sin conocer siquiera al futuro esposo, en reinos con otras costumbres, no siempre buenas, y posiblemente llevándose desagradables sorpresas la primera noche.
   —¿Qué sorpresas? —preguntaba curiosa mi abuela.
   —No me digas abuela, tener que meterte en la cama de un hombre al que nunca has visto antes y a lo peor viejo y hasta feo —decía dando un respingo—. Ag, que asco. Además no sabes lo que te puede hacer.
   —Te hará lo que todos —respondía alguna de mis primas como si tuviera mucha experiencia.                                                                                                            
   Mi abuela se reía sin ningún disimulo, con su repiqueteo alegre y cálido como el crepitar del fuego, al ver mi cara de desagrado y la de mis primas,  que también bendecían la suerte de no haber nacido princesas. Hasta ese momento yo nunca había pensado en el futuro; era una palabra que no significaba nada para mí, al igual que el pasado. Solo vivía el presente como el resto de mis primos. Solo nos ocupaba el día a día cotidiano con sus quehaceres y sus holganzas; el porvenir, si acaso pensábamos en el, se limitaba al cambio de las estaciones y las nuevas que cada una traía a nuestras vidas. No iba más allá. Todos teníamos nuestra favorita, incluso los mayores. A mí me fascinaba el otoño, me parecía la estación de la plenitud, de la sensualidad, de la abundancia, de los sentidos, percepciones que no se correspondían, en mi opinión, con su desatinado apelativo varonil y decadente.                                                                                        
   Las hojas se ofrecían al paisaje, deslumbrantes de colores, como vírgenes lascivas al poderoso caballero que ansía desposar a la más sensual de todas; las uvas granaban turgentes en las vides; los árboles, llenaban las despensas de castañas, de nueces y de garrofas[2] con las que mi abuela fabricaba una crema oscura batida con manteca, que  se desleía apacible sobre las hogazas de pan reciente; el bosque se cubría, seducido por la vida, de hongos y de setas exhibiendo ufanos su impudicia convexa, sobre el tapiz de musgo húmedo y brillante; los abrojos estimulaban los senderos y en los huertos, los últimos rayos calientes sazonaban las calabazas que se hinchaban de placer, mientras las aves viajeras buscaban por arriba los aires ligeros que las llevaran al sur.
   El calor se dejaba llevar humilde por la brisa fresca del norte a la misma vez que el valle se acicalaba para el invierno, pero antes, tenía lugar la última ofrenda al dios de los sentidos, la última explosión de vida, la más exuberante, la más esperada, la más bulliciosa, la más festiva, la reina de los colores y de los aromas: la vendimia, que cada año, convertía el valle y nuestra casa y nuestra vida en una fiesta. Era una malgama de sensaciones únicas, fascinantes, que yo esperaba impaciente tras el largo verano ardiente y desocupado. El otoño había sido, hasta ahora, lo único que llegaba a mi vida con certeza, cada año.
   Al conocer el acuerdo de boda de la princesa austrasiana, caí en la cuenta de que el futuro era un hecho inevitable que llegaba como el otoño, tras el ocio del estío, para transformar nuestras vidas en otras totalmente opuestas a lo que habían sido hasta el momento. En vidas plenas y felices vividas cerca de la familia, o desdichadas y oscuras, lejos para siempre. La futura boda de la princesa Ingundis, a la que nunca había oído mentar hasta ese momento, atormentó mi postrera niñez, al obligarme a tomar conciencia del tiempo por venir, por fuerza ignorado y recóndito, aunque la certeza de que nadie pensara acordar mi boda me devolvió, en parte, el sosiego perdido. Cuando llegara la hora yo podría tomar mis propias decisiones, por lo menos, sería libre para elegir mi futuro.
   Estaba muy equivocada.
   Mi futuro se estaba escribiendo a la par que el de la princesa, sin contar conmigo para nada y sin que yo estuviera preparada de antemano para afrontarlo, y la agitada política del reino hispano, en la que Ingundis jugaría sin proponérselo un papel decisivo, condicionaría mi vida para siempre. Pero en este momento yo no podía saberlo y bendecía la suerte de no pertenecer a una estirpe influyente, al igual que lo hacían mis primas.
   Sin embargo, nuestras mayores eran de otra opinión y afirmaban que estábamos erradas y que no ser influyente era no ser, simplemente, y que la princesa Ingundis a la que tanto compadecíamos, iba a tener una vida de ensueño como futura reina de Hispania.
   —Eso si su marido es elegido rey.
   —Lo será. De eso se encargará Goswintha y se hará su voluntad, como siempre. ¿Por qué te crees que la casa con su hijastro?
   —No sé. El príncipe no tiene por qué resultar elegido ¿o sí?
   —Hermenegildo será rey. Por eso se casa con Ingundis, para tener el apoyo de los baux[3].
   A mí, esos juegos del poder y las alianzas y los avales de tal o cual clan y las trifulcas entre ellos, me parecían retorcidos y tribales, me parecían cosa de tiempos ya remotos. “Es que tú eres demasiado moderna, Jana” me reprendía mi abuela “las cosas son como tienen que ser, como han sido siempre”. 



2
                                                                            
   
Nosotros pertenecíamos también, como cada visigodo, a un clan o sippe, los Wothan, sin embargo, al irnos de Aquitania pasamos a formar parte del sippe  del marido de mi tía abuela, que era ahora mismo el jefe, el que velaba por todos, el que ejercía el Munt[4] sobre nosotros, aunque en realidad cada familia administraba sus bienes y su vida con independencia, pero, desde el punto de vista jurídico, continuábamos siendo una extensión del longa manus del jefe de la tribu.
   Yo había nacido en la Septimania muy cerca del mar, que tanto añoré en Toletum. Crecí en la casa de mis abuelos, al lado de mi madre y a la vera de mis tíos y mis primos, en un hogar feliz lleno de gente. Mi padre estaba de continuo yendo y viniendo por todo el reino. No se sabía bien qué papel jugaba al lado del rey. Unos decían que era el jefe de los espatarios, mientras otros afirmaban que era una especie de embajador o recadero entre ambos reyes, Liuva y Leovigildo, y entre estos y los reyes francos. Yo creo que era ambas cosas alternativamente. Mientras estaba en palacio ejercía como jefe de la guardia del rey y cuando era necesario viajaba como embajador.                                                        
   Mi padre no residía con nosotras. Nos visitaba cada vez que venía a Septimania y cuando se quedaba en la corte, venía a vernos a menudo. No parecía tener buena relación con mi abuelo que se ausentaba cada vez que mi padre estaba de visita. Sin embargo todo el mundo decía que era un buen partido, un hombre influyente, mano derecha de los dos reyes visigodos y lo que era más importante de la reina viuda Goswintha. Ahora la reina, que parecía ser tan decisiva en nuestras vidas, se había desposado con Leovigildo el nuevo rey y nosotras íbamos a vivir en Toletum, la capital del reino.                                                                                                
   El día que llegó la mala nueva, la vida se detuvo en la casa familiar. Se interrumpieron los juegos con la pila, con la peonza y con las nuces, los mayores desdeñaron dados y tabas, mientras las muñecas paralizaban burlescamente brazos y piernas perpetuando la actitud de aquel instante nefasto, cuando el tiempo de juegos se consumió para todas.                                                                                                      
   Nadie podía entender que el lusitano fuera a llevarse a su familia a la que apenas veía, lejos de la Septimania a una corte en la que tampoco él había residido nunca. Tardaron en darme la noticia; yo había observado, de un día para otro, apresurados secretos y llantos mal disimulados entre las mujeres y rostros afligidos y mal talante entre los hombres. Mi abuelo nos observaba en la mesa y sus ojos azules, se volvían transparentes, se transformaban en dos mares claros; lo mismo que había ocurrido, tiempo atrás, al manifestarse el mal de mi tía Leonora. Cuando comencé a atar cabos y a sacar conclusiones y a hacer preguntas, mi abuela y mi madre me llamaron para tener una conversación. Supe entonces que algo muy trascendental estaba ocurriendo, algo que nos concernía a mi madre y a mí. De pronto, el futuro se había hecho repentino presente; había llegado como un vendaval, arrasando el sosiego y la felicidad de nuestra vida hasta ese momento tranquila y familiar. Todo se volvió dolorosamente inexplicable para todos y en especial para mi madre y para mí que ya no veríamos el nuevo otoño de la Septimania.
   Sé que mi madre lloró mucho antes de partir y sé también que mi abuelo  y hasta el jefe del sippe, trataron de negociar con mi padre para que nos dejara en Béziers como hasta ahora, pero parece que la mismísima reina le había ordenado viajar con su familia y así tuvo que ser sin remedio, aunque a mi padre mi madre le importara más bien nada. Sin embargo a mí siempre demostró quererme. Yo siempre lo noté y durante un tiempo, aunque lo veía poco, yo también lo quise.
   Unos días antes de zarpar para Tarraco nos trasladamos a la antigua corte narbonense, ahora residencia del dux, y desde allí hicimos todos los preparativos. Fue desgarrador abandonar la granja. Mis primos, sobre todo los más pequeños, a los que había ayudado a cuidar revueltos entre mis muñecas de madera tallada, me seguían por cada rincón sollozando, preguntando por qué tenía que irme, “Jana, ¿cuándo vas a regresar?” a la vez que mi abuela, tratando de imponer un poco de sosiego, les rogaba no hacer las cosas más difíciles. “La vida es como tiene que ser”, se repetía y les repetía a todos como consuelo. Era su frase favorita, un fatalismo atávico, que justificaba cualquier situación. Alguno de mis primos mayores se ausentó para no tener que despedirse temeroso de no lograr reprimir el llanto y mi abuelo nos abrazó tan largamente que yo jamás he dejado de sentir sus brazos abarcando mi espalda. Incluso la mañana de mi muerte, su abrazo, todavía cálido, me reconfortó y me abrigó en el frío umbral, cuando atravesé la última puerta, aferrada a la mano de mi hermano Sigebert.                                                                           
   Madre y yo procuramos mantenernos serenas, en lo que pudimos, para no añadir más tormento a la despedida. Mi aya Brunilda se había ido sin avisar fingiendo no se qué prisas. Era su costumbre. Yo aun confiaba en un postrer milagro que impidiera nuestra marcha. Algo podía acontecer en Toletum. La reina podía morirse, por ejemplo. Así se lo confié a mis primas mayores, que eran además, mis amigas y mis confidentes, para darnos mutuos ánimos. Había que tener esperanza hasta el final. Todo no estaba perdido, aunque si lo estaba. Pero en ese momento aun cabía la duda.                                                                                                    
   Yo habría preferido permanecer en la casa  hasta el día de embarcar, pero no fue posible. Tuve que aprender a obedecer sin más, algo a lo que no estaba acostumbrada; en casa de los abuelos todo se razonaba y todos los primos de cualquier edad, sabíamos perfectamente lo que estaba bien y lo que estaba mal y si nos salíamos de lo procedente era con plena conciencia de que estábamos haciendo algo por lo que nos  iban a reprender o a castigar.
   Cuando llegó el temido y jamás deseado día de la partida definitiva, toda la familia, esta vez sin excepción, se personó para despedirnos, en el puerto de la Narbo donde, de buena mañana, se había iniciado un mercado concurrido y variopinto, alrededor de las naves que la tarde anterior, habían arribado desde el levante y el sur de Hispania y desde otros puertos de la Galia, incluso desde la Italia ostrogoda. Cuando llegamos nosotras, el trajín era ya infinito. Varias filas de hombres iban y venían por los muelles sin cesura siguiendo el mismo orden, instintivo y simétrico,  que encaminaba a las obreras de los hormigueros que tantas veces nos detuvimos a observar en los campos de mi abuelo. Cientos de sacos y vasijas de todos los tamaños y formas, eran estibados desde los barcos a los almacenes y a la inversa. Salía vino y entraba aceite a la misma vez que llegaban garbanzos y se iban salazones; el trigo y las lentejas se cruzaban por los muelles, lo mismo que las conservas y las especias. Los comerciantes esperaban su parte para llevarla a los almacenes de la ciudad y los carros para el trasporte iban llegando y aguadaban su turno en riguroso orden. Todo funcionaba con la precisión de un mundo dirigido por algún ser invisible y poderoso.
   Siempre había visto las hórreas[5] desde el Fórum como una muralla que no dejaba ver el mar, un espaldón que entorpecía la mirada impidiendo observar lo que ocurría tras él. Desde que era muy niña, cada vez que viajaba con mi familia a la ciudad, me preguntaba qué universo inexplorado acontecería  al otro lado de aquellas bóvedas apretadas y húmedas, que rezumaban olores y bullicios, a las que trataba de asomarme sin conseguir jamás que mi madre o mi abuela me lo permitieran, y por las que veía fluir al Fórum decenas de extranjeros singulares que contemplaba embobada y que según mi abuela eran gentes desocupadas, carentes de interés para nosotros, que viajaban por placer, para matar el aburrimiento o para conocer mundo, continuando la ociosa costumbre de los patricios romanos; otras veces, los viajeros que llegaban eran médicos de semblante grave, reconcentrado en su ciencia, que arribaban a la Narbo a fin de ejercer su profesión en los balnearios cercanos de los Montes Pirineos, o curanderos ambulantes que se anunciaban como sabios viajeros que traían remedios de todas partes del orbe conocido o doctos profesores que desempeñaban su sapiencia  en casas particulares de personajes adinerados o que impartían clases específicas de filosofía y retórica, en centros de conocimiento reconocidos, por toda la Narbonense. También llegaban tenderos y comerciantes cuando se organizaban ferias con motivo de fiestas o celebraciones  y sobre todo en época de vendimia. La Septimania en general y la Narbo Martius en particular, gozaban de un clima agradable y de un comercio abundante conformando una zona cosmopolita donde convivíamos culturas y religiones diferentes. Todo esto era muy apreciado por los viajeros que previamente a la llegada habían concertado con un comerciante local la contratación de un guía que les mostrara el camino a los lugares que tuvieran interés en conocer o que les condujera a su destino con seguridad, dando origen a un negocio nuevo, cada vez más lucrativo.    
                                                                                          
   En esa época, imaginaba al mar como un camino inmenso que iba y venía de todas 

partes, llevando y trayendo gentes con saberes y costumbres, inquietudes y sueños,  

noticias y conquistas de cada tierra conocida, que les acompañaban livianos y valiosos 

como polvo de oro, y se esparcían e iban transformando el mundo sin esfuerzo, sin 

luchas ni sangre.

   —¿Conocemos todas las tierras a las que llega nuestro mar?
   —Claro tonta —decían mis primos mayores—. Si no las conociéramos el mar no llegaría.
   Yo no estaba tan segura. No pensaba que el mar estuviera domesticado como los perros o los caballos. Ni que nosotros le diéramos la orden de a donde ir y de donde regresar. El mar viajaba libre, iba y venía a su antojo y las hórreas le salían al paso en los puertos y eran como  los telonarii,[6] le cobraban el peaje de gentes y mercancías que luego revertían a la ciudad por aquellos pasadizos misteriosos, que hoy había traspasado, por fin, para descubrir su rostro verdadero. Vistas desde el puerto las hórreas se trasformaban, aunque persistían en su aspecto de fortaleza  por su planta casi cuadrada y su recia solidez, los pórticos, los balcones, y sobre todo las banderas de colores que adornaban alguna fachada, suavizaban mucho el aspecto que tenían desde el Fórum. La mayoría cumplía función como almacén de alimentos primordiales y de otros más secundarios o especiales y de mercancías de todo tipo y procedencia, y el resto, como arsenales militares  con mucha importancia estratégica  en todos los casos, fácil de comprender incluso por mí, que no sabía nada de asuntos de intendencia. En la parte más alta del edificio central reservado a labores de administración, había una serie de mástiles para las banderas de órdenes, según me explicó mi tío el naviero; algo que yo nunca me habría imaginado que existiera. Se adornaban de modo uniforme, con un corredor externo a la altura del segundo piso, desde el que nosotras contemplamos el mar, los barcos y el gentío de los muelles, mientras mi tío se ocupaba de los portes y los permisos y mi padre revisaba la nave y nuestros alojamientos.                                                                       
   Desde mi particular observatorio, mientras aspiraba con deleite el aroma salino que el mar imponía, arrogante, sobre los demás olores del puerto, descubrí a lo lejos varios edificios largos, uniformes, alineados y asentados sobre columnas, como templos griegos, que mi madre me explicó eran las atarazanas donde se construían y se reparaban los barcos; se levantaban siempre adosadas a los espaldones de los diques, que perfilaban el contorno oblongo de la dársena y que servían de muelles y de rompeolas al mismo tiempo. Mi madre me mostró también, sabiendo que lo preguntaría, los varaderos o rampas por las que se sacaban las naves a tierra o se botaban al agua con la ayuda de extraños ingenios concebidos para aquel fin, iguales a muchos otros para cargar y descargar, acostados algunos, sobre un soporte que les permitía rotar  y otros plantados y derechos como husos, diseminados por los muelles y muy enrevesados para mi nulo entender en esos menesteres. Siempre me había quedado absorta, fascinada, ante cualquier máquina capaz de trabajar como los hombres o como los caballos, sin acertar a discernir quien le había infundido vida, como podía ocurrir que un artefacto sin sangre ni albedrío, obedeciera a los impulsos o a las órdenes que le trasmitían accionando un mecanismo, de igual modo que las bestias obedecen a la voz del amo, o a la brida, o al látigo. Siempre he reconocido como un don sobrenatural el poder inabarcable de la imaginación que convierte en dioses a algunos hombres y les concede potestad para crear; pienso que ellos, los tocados por ese don, son realmente reflejo de la divinidad y no los reyes, como siempre se ha dicho para justificar que nos manejen igual que a objetos sin sentimiento, sujetos a su capricho. Lo que estaba haciendo ahora mismo la reina de Toletum con nuestras vidas.
   —No cuestiones el poder del rey o de la reina Jana, ni se te ocurra y menos en público. ¡Por Dios, que niña! —exclamaba mi aya, mirando en derredor temerosa de que alguien me hubiera escuchado y empujándome contra la balaustrada para que continuara observando el puerto sin rechistar.
   Desde nuestra altura, la multitud de los muelles semejaba una olla de castañas saltarinas asándose sobre el fuego; los diferentes telonarii asentaban sus mesas a pie de barco para cobrar la aduana a sus comunidades y los armadores pagaban en cubierta a los marineros de arribada,  apresurados en gastar unas monedas dándose un festín en los puestos de bebida y comida frescas, tras días o semanas comiendo salazones y bebiendo solamente agua, que se ofrecían en los bajos de las hórreas, y que llenaban el puerto de vahos y aromas, mezclados en las alturas donde yo lo contemplaba todo con mirada a la vez de asombro y de tristeza.                                                                                               
   La animación estaba siendo cada vez mayor a nuestros pies: un variopinto de comerciantes hispanorromanos, francos, griegos, sirios y judíos, fáciles de reconocer por sus atuendos, pugnaba por la mercadería a codazos y empujones y gritos en varias lenguas. Cerrado el trato y calmados los ánimos, venían las palmadas en la espalda y los apretones de mano y las celebraciones con una buena jarra de cerveza germana o con un hidromiel o con un licor, según preferencias o religiones o generosidades. En otra punta, un corrillo creciente y vociferante y unos brillos de acero reveladores, eran señal inequívoca de pelea, pensaba yo que por disputas o rencillas acumuladas entre mercaderes y mi aya por cuernos o pendencias relacionadas con mujeres, que era detenida por la milicia encargada de velar por el orden, cuando uno de los adversarios ya había sido herido de una cuchillada.  “Si no anduvieran enredados entre las putas”, decía mi aya, “tal vez llegaran a tiempo”. Mi madre la reprendía por el lenguaje a la vez que volvía mi cabeza contra su pecho, para que no viera como se llevaban al herido sujetándose las tripas con las manos.
   Pese a estos lances puntuales y algunos hurtos acompañados de blasfemias y voces de alarma, carreras y persecuciones, la arribada y la partida parecían ser bastante tranquilas, teniendo en cuenta que el gentío era profuso y de cataduras diversas, entre comerciantes y mercaderes, funcionarios y marineros, viajeros y familiares, prostitutas y soldados y curiosos en general, que abigarraban los muelles.
   En ese momento, varios cargueros estaban desembarcando cueros de Córduba, sal de Gades y mercancías de lujo provenientes del Oriente, que llegaban a la Narbo a través de puertos hispanos como Valentia, mientras otros cargaban trigo aquitano y conservas vegetales y vino y cereales. A la izquierda, aislados en un dique, había dos barcos militares  enormes  y  notoriamente custodiados y fuera del canal de entrada al puerto, varios cargueros más esperaban sitio en los muelles y hombros para la descarga. Todo lo miraba sorprendida y todo lo preguntaba curiosa como he sido siempre, aunque la tristeza no me permitía disfrutarlo como hubiera sucedido de no ser yo la que tuviera que partir ese día desdichado.                                                                              
   La navegación por el Mare era segura, solamente hasta el catorce de julio y menos segura aunque permitida, hasta el once de noviembre, después el mar se cerraba durante todo el invierno hasta el diez de marzo. Los barcos de mi tío trasportaban en ese tiempo, vinos, cereales y conservas vegetales para regresar cargados de aceite, cuero, sedas, especias, vasijas y otras mercancías inimaginables, según de donde procedieran. Pero no siempre los viajeros que traía este mar que yo tanto admiraba eran deseables o valiosos; algunas veces en las bodegas de las naves viajaban encubiertos, invisibles para todos, los males que asolaban la tierra y entraban en los puertos esquivando el peaje y traspasaban las hórreas y se adentraban en las ciudades y se esparcían por los campos y dispersaban su ponzoña, dejando un sembrado de muertos, un rastro sicofante y aterrador de su maldad. Mi aya me lo recordó mientras contemplábamos la inofensiva algarabía del puerto.
   —Es muy fácil que en medio de este transcurrir alegre y variopinto se cuelen el caos y la muerte, sin que nadie se aperciba. Recuerda lo que sucedió hace lustros. Aquí como en la vida, la muerte acecha atinada como un arquero.
   Sabía por qué lo decía; años antes de yo nacer, en una nave venida desde Byzantium había arribado a la Narbo un viajero terrible: la peste, que asolara sin piedad todo el levante de Hispania y nuestra amada tierra a la que llenó de aflicción y de eternas soledades, dejando tras de sí una memoria horrible, imborrable para los narbonenses. Mi familia, como todas, sufrió los estragos de aquella plaga y tengo entendido que Brunilda, mi aya, perdió entonces a casi toda su familia. Mi madre me lo había confiado, para rogarme discreción y respeto, cierta vez que yo me había empeñado en averiguar dónde estaban sus hijos o su marido o sus hermanos, si era que los tenía.



   En otras ocasiones de visita a la ciudad y al Fórum, alguno de mis primos más pequeños se había escurrido entre la multitud y mi abuela, para evitar problemas en este día amargo para todos, los puso en hilera con mi abuelo al frente, ella en retaguardia y el resto de familiares vigilando los flancos. Así, en rigurosa formación se plantaron aquel día en el muelle delante de nuestro barco. La despedida no pudo prolongarse porque la nave tenía que zarpar, pero el dolor fue más intenso que la mañana que abandonamos la granja, porque fue el adiós definitivo.                                                                                                
   Nos abrazamos largamente de nuevo y por última vez, con la esperanza de volver a vernos algún día. Mis abuelos y mi madre sabían que eso era bastante improbable. Yo hice jurar a mis primos que me harían llegar noticias de sus vidas siempre que hubiera ocasión y que en cuanto fueran mayores viajarían a Toletum a visitarnos.  Permanecimos llorando, ellos en el muelle y nosotras en cubierta, hasta que dejamos de vernos. Yo, a pesar del tiempo transcurrido desde entonces, cada vez que pienso en ellos les veo en el muelle uno por uno y rememoro sus rostros, los de todos, con claridad. Sin embargo, olvidé sus voces; recuerdo cada alegría y cada pena y cada secreto y sobre todo recuerdo las sentencias de mi abuela, cada frase suya, pero no recuerdo el tono de su voz, de ninguna voz. Son como colores sin matices, sin variedad, uniformes, desvaídos por la distancia y por el tiempo.




[1] Narbona
[2] Algarrobas
[3] Apelativo corrupto de la estirpe Baltha, a la que pertenecía la reina Goswintha, en la Septimania.
[4] La autoridad.
[5] Almacenes
[6] Cobradores de impuestos