La viajera del agua



Los planes del rey, primera parte


 Hermenegildo
M
ientras la princesa Ingundis viajaba animosa hacia Toletum,  confiando en un futuro pleno y feliz, el mío se desvanecía entre las caliginosas brumas de la ambición de la reina, donde cualquier esperanza ajena a sus intereses era segada de raíz por la hoz afilada de su poder casi infinito. Después de la partida de Recaredo todo habían sido malas noticias. El presente y el futuro se fundían en un único trazo negro como la pez. Estaba sola y perdida sin él, enredada en la maraña que habían tejido a mí alrededor, sin que mis sentimientos ni mi parecer contasen para nada. “¿Acaso esperabas otra cosa? Ya te lo había advertido”, me reprochaba Brunilda a todas horas.
   La comitiva real se retrasaba más de lo debido y de lo deseado por mí, porque la princesa había querido detenerse unos días en la ciudad de Agde donde era obispo Fronimius uno de los católicos más beligerantes contra el arrianismo de toda la Galia. Supimos que este hombre, santo para sus seguidores, acogió a la hija de los reyes austrasianos con toda clase de honores y la previno contra el arrianismo acérrimo de Toletum y le hizo jurar que, caso de recibir presiones, se mantendría firme en la fe verdadera, eligiendo el martirio antes que la conversión.
   —Dios va contigo y la iglesia franca deposita en ti su mayor esperanza —le dijo—.Trata de atraer a tu esposo a la fe verdadera y la iglesia estará de vuestra parte. Te daré misivas para el obispo Leandro. El será un padre para ti.
   Prosiguieron la marcha llenos de bendiciones, pero el Dios de los católicos, pese a ir con ellos, no pareció cuidarles demasiado ya que se toparon con una banda extensa de forajidos que, de no estar Recaredo y la tropa, hubieran terminado con el viaje de la princesa a medio trayecto. Ingundis era frágil y el camino la cansaba en exceso, por ello las etapas eran cortas y siempre que llegaban a alguna ciudad se detenían más de lo que hubiera necesitado cualquier viajero normal. Sin embargo, el frío no les acompañó como a nosotros y el viaje fue en ese extremo bastante apacible.
   Entretanto, en la corte había un revuelo desacostumbrado, procurando que todo estuviera en orden y dispuesto para recibir como se merecía la nieta de la reina, reina futura también, ya que Hermenegildo sería, con toda seguridad, asociado al trono de Hispania. El palacio había perdido algo de su seriedad y se había vuelto menos sombrío, incluso algunos días parecía alegre. Músicos de Hispalis y poetas de Salamántica habían llegado para animar los fastos y la algarabía de sus cantares y la belleza de sus versos, aliviaban un poco el tedio de aquella corte todavía austera y agobiante.
   La salud de mi madre había empeorado considerablemente en los últimos días. Esto, más todo lo hablado con mi aya y la enfermedad de mi amiga Serena, me habían sumido en la más negra de las penas. Para ese tiempo tenía ya un aspirante a marido. El africano  me lo había comunicado el mismo día que partió para el norte con el rey, a otra de sus campañas.
   —Cuando regrese hablaremos de todo con más calma, además te daré el anticipo de la herencia para que dispongas de tus propios bienes. Atanasio estuvo siempre interesado por ti y fue él quien me ha pedido negociar la dote. Yo sólo he dicho que si.
    “Confío en que no sea un candidato a cornudo, y que tengamos de una vez la fiesta en paz”, comentó mi aya con su desconfianza natural, cuando se lo comuniqué. Mi probable, o tal vez improbable, futuro marido se llamaba Atanasio de Melque  y había sido compañero en las clases comunes. Siempre demostró interés hacia mí, eso era cierto; la verdad, pretendientes nunca me habían faltado, pero yo solamente había tenido ojos para el príncipe Recaredo y no había prestado atención a nadie más. “Tú picas muy alto niña, eso no va a ser bueno para ti,” había dicho mi aya desde el principio de mi amistad con el príncipe.
   Atanasio de Melque  era el hijo segundo del señor de Melque, un joven que luchaba por abrirse camino como gardingo al lado del rey, aunque era evidente que le faltaba madera de caudillo. Era un muchacho noble y honesto, pero poco inteligente. Era guapo, pero anodino, sin brío. No pienso que fuera un cobarde, pero no le concedo ni la osadía ni el empaque que se espera de un jefe militar, de un guía. Era demasiado reflexivo, por ello, yo estaba segura que su carrera no iba a ser brillante. De todos modos, consideré que estaba bien alguien así: mediocre, no quería enamorarme ni ahora ni después. Quería seguir amando al príncipe durante toda mi vida, aunque nuestra historia de amor fuera irrealizable.  Atanasio era atento y galante y mas amante, en el fondo, de la vida tranquila que de la milicia; el hubiera preferido vivir en el campo, labrar la tierra y criar animales, no le agradaban ni la corte ni la vida militar. Le fascinaba el hábito, la costumbre, la monotonía, diría yo. Por eso, tampoco era feliz; la milicia le exigía mucho más de lo que él estaba dispuesto a ofrecer. En el escaso tiempo que duró nuestra relación conoció la calma y la felicidad, y aunque yo fuera incapaz de darle todo el amor que me demandaba, era fácil evitar quererle, estaba contenta de haber hallado a alguien que se conformaba con lo habido, aunque esperara más. El africano, posiblemente sin proponérselo, había elegido bien; me hizo creer, para no herirme, que fue Atanasio quien solicitó la boda, pero yo bien sabía que no. Sabía con toda seguridad que la reina le había ordenado buscarme marido. Lo que no comprendía realmente era su juego, si es que lo tenía, o simplemente obedecía a ciegas a la reina, como decía mi aya.
   Pronto las visitas de Atanasio a nuestra casa se hicieron frecuentes. Muy a menudo le acompañaba su padre; al saber que estábamos solas mi madre, mi aya y yo sin ningún hombre como amparo ni como apoyo, nos tomó bajo la protección de su casa y de su espada y nos frecuentaba para que la tutela se hiciera evidente. Tal vez pensara que el africano se lo iba a agradecer o tal vez el africano le pidió que lo hiciera. Fuese como fuese, nos gustaba el padre de Atanasio; a Brunilda y a mí nos gustaba incluso más que el hijo;  era un hombre inteligente, campechano y hablador; viudo desde que naciera su tercer hijo, no había vuelto a contraer nupcias, pero se decía que era amante de una dama de la reina, casada con otro noble que siempre andaba en guerras por todo el territorio y la dejaba desatendida y sola a merced de lo que le pudiera deparar el destino, que un buen día se le manifestó en forma de señor de Melque. Me recordaba a mis tíos de la Septimania, su presencia hacia que se recobrara el ambiente familiar y nos sentaba bien a las tres.
   Sin embargo en los últimos días yo solamente tenía tiempo para mi madre y así se lo hice saber. Nuestra queridísima Aimone se vio obligada a guardar cama,  su debilidad se hacía evidente por momentos. Mi padre estaba con el rey sometiendo a no recuerdo quien y nuestro querido Sigebert, estaba viajando con el príncipe y con la princesa Ingundis. Mi aya y yo nos multiplicamos para cuidarla. Enterada la reina, como de todo lo que acontecía en palacio y en el reino, envió a su galeno personal que se desvivió por sanar a mi madre, es de ley reconocerlo, pero que nada pudo hacer. Madre se durmió una tarde y tras unos días ausente  no volvió a despertar. Le dimos sepultura a la siguiente mañana de habernos dejado, después de un oficio privado, en aquella tierra fría y triste a la que vino a terminar de morir y yo envié recado a la Septimania, a mis abuelos, que sufrirían de nuevo el dolor de perder a una hija, aunque esta vez sin haber podido estar a su lado para confortarla, y a mis tíos y a mis primos, a mi añorada familia, refiriéndoles que había muerto sin sufrimiento y en paz y añadiendo cuanto les echaba de menos en estos momentos tan tristes y de tanta soledad. Luego regresé a mi vida diaria y a mi relación con Atanasio de Melque, con ánimo escaso y poca esperanza y, no hace falta que lo exprese, sin ninguna alegría.
   La reina me hizo llegar un pésame por la muerte de mi madre, al que yo respondí dándole las gracias por su amabilidad y por el galeno y todas sus atenciones y una tarde que nos cruzamos por los pasillos de casualidad, al pasar a mi altura se detuvo fingiendo deferencia y me dirigió una frase falaz, audible por todos:
   —Celebro tu próxima boda. Veo que has escuchado mis consejos. Sabré recompensarlo.
   Incliné la cabeza en señal de sumisión. Era el protocolo, pero me hizo sentir peor que el dolor que tenía por mi madre. Era reconocer que me había obligado a claudicar, cuando no era así. Fue el afán de no herir a mi madre, que se moría, lo que me hizo simular aceptar lo dispuesto por el africano  sin rechistar. Eso fue. La promesa de una recompensa por su parte me hizo temblar por dentro de indignación, noté como el rostro se me encendía por la furia y decidí alejarme para que no se notara la ira, que me pesaba como algo físico y amenazaba con hacer que me desplomara allí mismo.
   Una semana después de morir mi madre, conseguí ver a mi amiga Serena durante un corto espacio de tiempo. Fue su sirvienta quien vino a buscarme en ausencia del marido y los criados, que se habían ido a prender a unos malhechores que estaban sembrando el caos en las calles aprovechando el barullo de los preparativos de boda. La encontré en la cama, había perdido mucho peso y su color era violáceo, ceniciento. Apenas con un hilo de voz me refirió como había empeorado desde que el médico del príncipe, “el adivino como tú lo llamas,” le diera un bebedizo con la excusa de fortalecer sus huesos para soportar el peso de su hijo.
   —Desde ese día tuve mareos y vómitos y terminé por perder las fuerzas y no poder abandonar el lecho. Continúa administrándome esa pócima; yo creo que me está matando lentamente y que una vez que nazca mi hijo acabará conmigo. ¿Qué será de él sin su madre? Ha sido un castigo por haberte contado lo de tu padre y lo peor es que mi marido está de acuerdo con él, tal vez para salvar su vida y la del niño. Ándate con cuidado con ellos, Jana, con el mago y con la reina y hasta con tu padre. No les des motivos para quitarte de en medio a ti también.
   Me fui de allí con muchísimo dolor. Había perdido a mi madre y a punto estaba de perder a mi única amiga, sin que pudiera remediarlo. Maldita corte llena de víboras. No sé cómo algunas personas lograban la longevidad en aquella sociedad tan ponzoñosa, tan sombría, tan insana, tan letal.


12


   Desde que llegáramos a Toletum pocas veces habíamos visto al rey. El año que llegamos, Leovigildo había interrumpido su campaña contra los cántabros, un pueblo independiente del norte de Hispania, para curarse una comprometida herida en una pierna que amenazaba con dejarle cojo y pasar el invierno en la corte dado que el clima en las montañas de aquel territorio no era propicio a guerras ni batallas; era un aliado natural que les había ayudado a preservar la independencia, incluso los romanos habían tenido dificultades para someterlos, pero unos días antes de nuestra llegada y ante el frío invierno que se anunciaba, el rey partió para Híspalis aconsejado por su médico, porque el clima era mucho más benigno y el rey ya no era joven y la herida le había complicado otras dolencias. Regresó con las calendas de marzo y con las nonas, ya había salido con su ejército de hispanos y godos para el campo de batalla. Retornó victorioso meses más tarde tras conquistar el principal baluarte de aquellas gentes y convertir su territorio en una división del reino visigodo y en base militar contra los vascones, otro pueblo independiente, muy difícil de someter. En aquel tiempo, no me interesaban las campañas del rey, ni sus deseos de sojuzgar a todos los pueblos hispanos para lograr una única nación, pero, en este caso, los indómitos y  orgullosos indígenas del norte, relegados por los ejércitos reales a una escasa franja en la costa, libres pero prisioneros entre el mar y la selva, me recordaban mi propia existencia en la corte, prisionera en medio de la  llanura abierta al infinito, separada de los míos, sin madre, sin amigos y sin mi amor. Sobreviviendo sin ilusiones, pero al igual que  astures y cántabros y vascones, confiando en la venida de mejores tiempos para la reconquista de libertades y para la cumplida venganza de agravios y sometimientos. Para el resurgir.
   Eran pueblos, ungidos por el misterio de lo desconocido, de los que se contaban muchas historias fantásticas. Se decía que se aparecían a sus enemigos envueltos en una niebla que les hacía invisibles y que con ellos luchaban enormes animales capaces de despedazar a un hombre de un zarpazo; caían sobre los contrarios de improviso y después, tras causar gran mortandad, la niebla regresaba a buscarlos y desaparecían. Nadie podía seguirlos a través de una selva enmarañada donde los hombres se perdían para siempre o eran devorados por descomunales serpientes aladas o despedazados por alimañas con dientes enormes, tan grandes como puñales. El africano me contaba estas historias y otras parecidas, cuando nos detuvimos a nuestra llegada en Caesaraugusta y yo luego soñaba que era una princesa  de rubios cabellos que se desposaba con un príncipe visigodo al que rescataba de la selva a lomos de un dragón. Eran otros tiempos. Ahora ya sé que los dragones no existen y que probablemente no existieron nunca y que los príncipes se casan con quien deben y no con quien quieren.
   En el tiempo presente, días antes de la llegada de Ingundis, el rey Leovigildo acababa de regresar de una incursión contra los suevos, pueblo del que yo nunca había oído antes de llegar a Hispania, que tenía un reino en el noroeste con un rey llamado Miro, convertido al catolicismo como los reyes francos, al que nuestro señor terminó por someter y obligar también a rendir vasallaje a Toletum.
   Así con las fronteras en paz, pudo Leovigildo dedicarse a casar a su primogénito, para luego expulsar de una vez a los bizantinos y cumplir su sueño de lograr un reino único que abarcara todo el territorio de la Hispania y una nueva sociedad hispano visigoda.
   Según me contaba el padre de Atanasio, quien gustaba de hablar conmigo de los asuntos de gobierno cada vez que nos visitaba durante los últimos días de mi madre, el rey tenía dos conceptos políticos muy claros: el nacionalismo y el arrianismo. Leovigildo, se sabía en cierto modo dependiente del imperio bizantino, aunque practicaba un doble concepto. Por una parte había respetado, como hiciera el rey Atanagildo, la efigie imperial en sus monedas, aunque en este momento, acuñaba moneda con su única efigie, y había fechado el inicio de su reinado de acuerdo al cómputo del imperio, pero por otra parte, consideraba la presencia de Byzantium en suelo hispano una ocupación, que era preciso resolver de modo definitivo.
   —El rey es también un arriano convencido —me decía el señor de Melque—, pero su sentimiento nacionalista es más profundo aún que el religioso. Pese a todo, cuando resulta elegido rey a la muerte de Liuva I, envía notificación a Justino II y le solicita confirmación. Yo manifesté mi extrañeza a algunos nobles del Consejo: el nacionalismo del rey no se correspondía con esta sumisión y uno de ellos, el dux de la Bética, me respondió sabiamente: “El imperio es una entelequia lejana mucho más efectiva que real, Melque. El hecho de mantener una apariencia de sumisión no es óbice para combatir su presencia en suelo hispano luchando en su contra, aunque en teoría dependamos de él, pero esto es sólo teoría.” Ya ves como es de sinuosa la política, querida Jana.
   Yo asentía convencida porque la política me había parecido desde siempre un contrasentido y un galimatías. El arte de la falsedad y de la doblez, y de las verdades a medias. Aunque con el tiempo comprendí que la política podía ser aplicable a todos los órdenes de la vida, incluso era conveniente en muchas situaciones comprometidas aprender de la sinuosidad en el obrar de las gentes a cargo de la gobernación del reino. Yo aprendía pronto, tenía ese don, y en ese momento manipulaba a Atanasio en mi provecho haciéndole creer en lo que no podía ser como el rey a Byzantium, mientras mi pensamiento se concentraba día y noche en el regreso del príncipe para que nuestra situación se resolviera. Aunque creo seguro que los bizantinos serían menos confiados y más inteligentes que Atanasio de Melque y, en consecuencia, estarían al tanto del doble juego del rey. Lo mismo que mi aya, que sabía perfectamente que yo ni amaba a Atanasio, ni lo iba a amar nunca.
   Según parecer de mí, por aquel entonces, futuro suegro, el rey Leovigildo estaba persuadido de la necesidad absoluta de lograr un equilibrio entre hispanos y visigodos o dicho de otro modo entre católicos y arrianos, para colocar en el punto de partida  la  nación que anhelaba. Esta convicción rondaba por su cabeza desde mucho antes de acceder al trono en solitario y ahora, había llegado la ocasión de llevar a la realidad política lo que hasta el momento había sido solamente un proyecto de futuro para una nueva nación. Un gran proyecto de transformación que el rey sabía iba a resultar complicado y a Melque y a otros muchos nobles, les parecía imposible; lo mismo que opinaba el africano en Caesaraugusta cuando yo les escuchaba tras la puerta, durante el viaje de llegada. 
   Los hispanorromanos, eran bastante más numerosos que nosotros y más instruidos en general y más pacíficos, pero permanecían al igual que los galorromanos, aferrados al recuerdo de un imperio que era solamente eso, un recuerdo, preservando en sus casas y en sus vidas ordinarias y en sus celebraciones, maneras, costumbres y ceremoniales que eran simples alegorías, remembranzas de un tiempo perdido; y los visigodos hispanos, más belicosos, más toscos y caóticos, continuaban en su gran mayoría, apegados como sombras a unas costumbres demasiado tribales, adheridas aún a la más pura tradición germánica, preservando conductas arcaicas,  esteparias, buenas para la expansión, pero no tanto para el desarrollo de sociedades pacificas y modernas. Éramos dos pueblos conviviendo de espaldas, cada uno con sus costumbres y su derecho y su religión, incluso su lengua; aunque  el latín se iba  imponiendo con facilidad sobre la nuestra. El imperio romano hacía muchas décadas que se había desvanecido en occidente  y mientras los reinos vecinos se habían asentado y prosperado, fusionando todas las nacionalidades que los ocupaban, la Hispania carecía todavía de un rumbo claro y de verdadera identidad; urgía ya avanzar en la buena dirección.
   Siempre según el señor de Melque, (yo no conocía al rey lo suficiente, en ese momento, para tener opinión propia), Leovigildo era un romanizado, admirador de la instrucción del pueblo hispanorromano y de sus maneras modernas y desenvueltas más acordes con los nuevos tiempos. 
   El viejo rey septimano ansiaba devolver al reino el auge y la prosperidad que había perdido tras la caída del imperio. La Hispania era, según el rey, una yegua de buena raza, vigorosa, rozagante, todavía recuperable tras permanecer lustros abandonada a su suerte, sin cuidados, alimentándose de abrojos, casi sin agua, pero sin haber perdido su lozanía y su poderío por completo. Unos buenos cuidados y un cambio de hábitos repararían el desgaste del abandono y la pondrían en el buen camino. Después,  solamente necesitaba ser conducida al punto de partida y darle un buen azote en las ancas para que echara a andar. La sociedad hispana, no sé si bien o mal comparada por el rey con una yegua enteca, empobrecida, atrasada, campesina en su mayoría, —los recuerdo cuando llegamos, temerosos, huyendo a nuestro paso—, muy reacia a las innovaciones, debería avanzar hacia otra más industriosa y renovada, que diera paso a una nación con autoridad y brillantez  entre los reinos conocidos. Por duplicidad casual o imitativa, pero oportunamente concordante con los deseos del rey, entre la población hispanorromana habían surgido, en los últimos tiempos, firmes puntos de luz alumbrando en la misma dirección; una élite renovadora apuntaba mejoras, sobre todo de tipo social, aunque también cultural y político, preocupados por el destino y la identidad de Hispania, y aconsejaba reformas inmediatas; el rey Leovigildo coincidía con estas inquietudes y deseaba aprovechar el espíritu innovador y creativo de estos pensadores, en beneficio de la nueva nación con la que soñaba también. De esa manera, según Melque, algunos patriotas hispanos junto con el rey Leovigildo habían comenzado a trabajar en serio para transformar la nación sabiendo, no obstante, que los inconvenientes iban a  ser muchos y muy difíciles de salvar, porque las reformas precisaban ser radicales. Eran galenos de etnias diferentes colaborando codo con codo en la sanación de la misma enferma cortejada y amada por todos.
   Pero la enferma, la Hispania, tenía otro rey, Goswintha, a quien le traían sin cuidado la salud y la recuperación del reino; esto era algo apreciado con facilidad por todos, daba igual que la conociéramos mucho, poco o apenas nada. Saltaba a la vista que ella tenía otros intereses, encontrados por completo con los del rey, y que oponía cada vez más recelos a la buena relación de Leovigildo con la aristocracia católica y a su acercamiento cada vez mayor a los hispanorromanos, sin considerar sus furibundos argumentos en contra. Esta “desviación” del rey podía hacer peligrar su hegemonía sobre el orden de acceso a la voluntad regia, que era lo único importante. Cualquier maniobra o cualquier decisión política se habían resuelto siempre, desde la época de su primer marido, con su participación y con su influencia y a veces, cuando el rey estaba ausente, con su único criterio, y lógicamente esa voluntad tenía un precio y un precio elevado. De este modo, ella y su factio, eran cada vez más poderosas y esto no podía cambiar en modo alguno. Como consecuencia de este dimorfismo antinatural e imposible, se produjeron gravísimos desencuentros entre el rey y ella, que es lo mismo que decir entre el rey y la factio Baltha y sus adláteres, ad hoc de la revisión del Código de Eurico.
   Fueron las primeras batallas de una guerra de la que Leovigildo iba a salir peor parado.

13


   Recuerdo que, coincidiendo casi con nuestra llegada  a la corte, el rey había intentado atraer a los hispanos al arrianismo. Nosotras y sobre todo yo, bastante teníamos con tratar de adaptarnos a la nada impuesta, venciendo la nostalgia y la pena, como para prestar atención a la política del reino o a las decisiones del rey, siempre y cuando no nos afectasen como era el caso de la conversión. Mi aya decía que la idea había partido de la reina, fanática religiosa, aunque yo pienso ahora con la perspectiva del tiempo y de lo que fui conociendo, que no, con total seguridad y si acaso partió de ella, fue para obtener el efecto contrario al deseado por el rey
   Los reinos francos tenían una sola religión: la católica. Eso había sido decisivo para implementar cambios en la política y para lograr la unidad. Los visigodos de la Galia lo habíamos sufrido en carne propia. Pero la pretensión en Hispania se quedó solamente en eso, en un intento. Ningún católico se convirtió, pese a las prebendas ofrecidas por el rey al que lo hiciera. Sin embargo, Leovigildo insistió en ello, convocando a  nuestro obispo Sunna y al católico Masona a un entendimiento fracasado casi de antemano: ambos terminaron enfrentados y el rey tuvo que terminar por desterrar a Masona lo que, en buena lógica, no gustó nada a los católicos. Con ello, hubo que aplazar el intento de conversión para más adelante. Pero Leovigildo no se detuvo en su intención de incorporar a los hispanos a la administración del reino aprovechando su formación romana en derecho y en economía, permitiendo que continuaran con su religión.
    Para que esto pudiera llevarse a cabo, se hizo necesario derogar algunos principios del Código por el que se regía la vida del reino;  entre los más urgentes figuraba la revocación de la prohibición de los matrimonios mixtos y, sobre todo de la no intervención de los católicos en la política. Este era esencial. Además, todos los pobladores de cualquier etnia íbamos a estar sujetos al mismo derecho y a los mismos órganos jurisdiccionales, suprimiendo así la dualidad imperante hasta ese momento. La sociedad hispana debería tender a la homogeneidad y la monarquía debería abandonar su carácter gentilicio; el pueblo iba a regirse por una legislación única, la misma para todos, otorgada por el rey,  porque el rey tenía que serlo de una nación y no de una etnia. Pero no todos lo entendieron así. Algunas nacionalidades del reino preferían continuar como siempre y sobre todas la visigoda, alarmada por otros cambios que se vislumbraban en el horizonte más inapelables.                                                                                                  
   Algo de esto me había referido el príncipe, preocupado por la reacción de las tribus, durante alguno de nuestros encuentros; aunque pronto cambiaba de conversación, porque no abundaba el tiempo para estar juntos y era mejor aprovechar esta carencia de otro modo más conforme para enamorados. 
   Sin embargo, por suerte injusta para la nación y para el rey, Recaredo tenía razón; lo peor para los clanes visigodos con la reina al frente, fue con diferencia, la pretensión del rey de instaurar una dinastía y transformar la monarquía en sucesoria como había hecho antaño en la Galia el franco Meroveo dando origen a la merovingia; Leovigildo pensaba seguir su huella y llevar a cabo una política centralizadora para retirar potestad a la nobleza visigoda y sentar las bases de una monarquía hereditaria que englobara el mundo terrenal y el espiritual y terminar así con las luchas de poder y con el asesinato de reyes. El rey pasaría a gobernar en nombre de Dios y solo sus descendientes directos podían pretender el trono.  
   Creo haber oído mencionar a Hermenegildo mientras viví en su casa,                                                       que tal vez su padre el rey debería haber considerado la conversión de otro modo, es decir, al contrario de cómo se había propuesto. Ya digo que yo no prestaba demasiada atención entonces a estos asuntos y no acerté a discernir qué quería decir el príncipe exactamente. No supe interpretar, ni siquiera pregunté cómo era por otra parte mi costumbre, a que se refería.  Tal vez nuestro rey, según su hijo, debería haber comenzado por fortalecer la monarquía antes de iniciar las reformas y para ello tal vez resultara indispensable la conversión de la nación a una única religión. Aunque el rey lo había hecho, ya lo he referido, había tratado de convertir a los hispanos al arrianismo. Entonces, posiblemente lo que había querido decir Hermenegildo, era que el rey había elegido mal la religión. Tal vez el príncipe opinara que el rey debería de haber comenzado por imitar a Clodoveo en lugar de a Meroveo y haberse convertido al catolicismo. ¿Sería eso a lo que se  había referido el príncipe? ¿Era mejor en su opinión que la nación fuese católica en vez de arriana? En realidad el arrianismo era ahora mismo una religión étnica, minoritaria, circunscrita solo a nosotros, los visigodos de Hispania. Quizá si el rey se hubiera convertido al catolicismo todo hubiera resultado más fácil, ya que posiblemente los católicos con su poderosa iglesia al frente le habrían secundado en masa y habrían sostenido, o mejor dicho, impuesto las reformas, _como sucedió con Clodoveo en la Galia, al que ayudaron incluso a expandirse_, porque las tribus visigodas nada hubieran podido anteponer contra esa fuerza y hubieran tenido que terminar por acatar los cambios y no hubiera ocurrido lo que ocurrió.


   Leovigildo, mientras guerreaba con suevos y vascones, con bizantinos y bagaudas, trataba de parlamentar con las tribus para lograr un acuerdo y terminar con el desconcierto y las revueltas que estaba causando el anunciado centralismo, comenzando por los amelos, factio enemiga de los baltos, de cuya estirpe o parentesco, provenían la mayoría de reyes de las últimas generaciones, pensando erradamente que estos apoyarían el fin de la hegemonía baltinga en la elección de reyes. El rey había enviado a un noble  hispano, para que no hubiera recelos, de su total confianza, al que degollaron con todo su séquito, en el que figuraban un hermano y un sobrino del señor de Melque, los amelos reunidos en asamblea sin darle tiempo ni de saludar en nombre del rey. Esa fue su respuesta a la petición de dialogo. La pretensión de instaurar una dinastía con la descendencia de Leovigildo, era según los amelungos, una treta para perpetuar en el trono a los odiados baltingas, aunque el rey no perteneciera a la factio, pero estaba casado con una de ellos. No había nada más que hablar.

    
   Y como no podía ser de otra manera, entre los más beligerantes en su contra, más aun que los amelos, estaban la reina y sus poderosos baux como les llamaba mi abuela; ahora mismo la dinastía eran ellos; ellos señalaban reyes y ellos ordenaban su asesinato cuando era conveniente, cuando el rey se desviaba de la senda marcada, y ponían en el trono al siguiente. “Son los electores y los regicidas,” manifestaban acertadamente los nobles católicos, a los que Goswintha y los suyos culparon de manipular al rey en contra de los visigodos, como si los visigodos fueran solamente ellos, aunque las tribus, divididas desde                                                                        tiempos que se pierden en la memoria, casi mitad por mitad entre amelos y baltos, se habían mostrado por vez primera en la historia unánimes a favor de algo: de continuar como siempre y de ir, en consecuencia, contra las reformas del rey, acusando a Leovigildo de absolutismo, de intentar situarse como monarca en la cima de la pirámide del poder, con la nobleza, la iglesia, el ejército, y todos los demás a sus pies. Absolutista y usurpador y ambicioso y falaz y sacrílego;  El septimano se estaba saliendo del camino, estaba yendo demasiado lejos o demasiado alto pensando ungirse de la gracia de Dios. Solamente el ejército obedecía y en consecuencia avalaba a su jefe militar supremo, y por supuesto muchos católicos, inductores según Goswintha del error histórico que Leovigildo estaba a punto de cometer. Las aguas, colmadas, estaban iniciando la ebullición y si no se retiraba a tiempo la olla del fuego las salpicaduras podían abrasar al rey.

La viajera del agua


 Dos años en Toletum, segunda parte
8

Gardingos. Guardia real

Serena y yo conversábamos un rato casi todos los días, tras habernos liberado de nuestras obligaciones. Ella tenía menos, puesto que estando encinta, debía reposar. Yo disponía que nos sirvieran un buen tazón de leche y unos dulces mientras nos hacíamos confidencias irrelevantes.
   Las tardes que tocaba bordado practicábamos juntas, y de paso, hablábamos de sus experiencias maritales, más bien escasas, porque su esposo andaba muy ocupado y tenía poco tiempo para el asueto, y en consecuencia, sus encuentros amorosos eran escasos y rápidos, aunque se había quedado preñada a la primera. Éste también tiene puntería, pensaba yo, será una habilidad de los espatarios. Ella se interesaba por lo que habían sido nuestras clases amatorias y yo le contaba posturas y maneras que a ella le escandalizaban y me juraba que su marido la mataría si le proponía algo así. Luego cambiábamos de tema, porque aunque era ella quien me preguntaba, se hacía muy evidente que terminaba por incomodarle la conversación.
   Serena era inteligente y bastante instruida para su condición. Siempre viviendo entre la guardia del príncipe, escuchaba todo tipo de conversaciones y estaba informada de quien era cada cual en la corte. Por ella supe que mi padre era en realidad el hombre de confianza absoluta de la reina y que era a ella y no a los reyes a quien él obedecía y que su última presencia en la Septimania se debió a una orden directa de Goswintha.
   —Si, lo sé, fue a pactar la boda de Ingundis y Hermenegildo.
   Mi amiga Serena se mantuvo callada un buen rato, yo respeté su silencio pensando que se encontraba mal. Tras el mutismo, Serena me preguntó que sabía de mi padre en realidad.
   —Poca cosa. Ahora ando mas confundida si cabe puesto que el príncipe Recaredo y su gente, se refieren a él como el africano y la reina y el resto de la corte le dice lusitano. ¿Qué sabes tú?
   —Nosotros siempre le hemos tenido por africano. Parece que llegó desde Septem[1] con los barcos lusitanos que regresaron tras la batalla con los bizantinos; se dice que procedía de las montañas y que era de origen vándalo y que había sido hecho prisionero por los bereberes y liberado por nuestras tropas a las que se unió. Hay quien dice que en realidad era un bereber que se hizo pasar por vándalo para salvar la vida. La verdad absoluta no se conoce o yo no la conozco. Se cuenta que era un hombre valiente, bien parecido, astuto y osado y que pronto se ganó la confianza del rey Atanagildo y de la reina Goswintha a los que sirvió  fielmente.
   Serena se levantó y acercó su silla a la mía, para seguir contándome cosas de mi padre, pero en voz tan baja que me costaba escucharla pese a la cercanía.
­   _Cuando mi esposo y sus compañeros beben demasiado se les desata la lengua, ya sabes, y entonces dicen cosas. Dicen, por ejemplo, que  Goswintha quiso volver a ser reina y ordenó al africano regresar a la Septimania y ¡qué casualidad! que el rey Liuva I se cayera accidentalmente por las escaleras de la Torre desnucándose en el acto cuando estaba en compañía del africano y del conde de Tarraco. Ambos parece ser que le recogieron y le auxiliaron según sus propias declaraciones, pero hubo un testigo, un criado que tuvo la mala suerte de ver como el jefe de la guardia real, le empujaba violentamente, mientras el noble le esperaba abajo para rematarle si fuera preciso que parece ser que no lo fue. Este testigo fue más tarde asesinado y su cuerpo expuesto a la vista de todos en la misma torre ensartado en una lanza, para escarmiento de posibles delatores. De este modo su hermano Leovigildo, apoyado por el poderoso clan de Goswintha y por todos sus deudos políticos y militares, fue el sucesor en solitario.
   Tras esta revelación fui yo quien guardó silencio durante un buen rato. En casa de mis abuelos se hablaba libremente de todo y nunca escuché nada semejante. Tal vez porque nunca ocurrió así o tal vez porque si ocurrió y mi padre era el asesino y ellos lo sabían y nadie lo mencionó delante de mí.
   —Eso pueden ser infundios de los enemigos de la reina. Pueden ser calumnias de los católicos, por ejemplo, de ese obispo Masona, o como se llame —alegué para convencerme yo también.
   —Pueden ser.
   —Pueden ser invenciones de las factio rivales que hubieran preferido a otro rey y que maniobran para desprestigiar a Leovigildo y también a la reina.                                                                                                           
   No me reconocí, defendiendo a Goswintha.                                  
   —Pueden ser también.
   De pronto lo recordé. Recordé a mi abuelo diciendo que la muerte de Liuva había sido obra del africano y del conde de Tarraco. Lo había dicho de pasada, como si se le hubiera escapado, luego nunca más se habló del asunto. Recordé a mi abuela plantada en la puerta mirándole fijamente con los brazos en jarras, como cada vez que mi abuelo se excedía de palabra.
   —Si mi padre mató a Liuva es un asesino —pensé en voz alta como siempre.
   —Tu padre cumplió órdenes. Es su trabajo. Además nada está probado, se cuenta simplemente. Y ten presente que bastantes reyes han muerto así. La mayoría…                                                                       
   De pronto sin saber de dónde había surgido, apareció el arúspice, se materializó, más bien. Serena se levantó de un salto y se fue corriendo, como si hubiera visto a un demonio. Yo le hacía de viaje con el séquito de Recaredo.
   —Esta joven tiene la lengua demasiado larga. Harás bien no creyendo lo que cuenta, es lo mejor por tu bien y por el suyo.
   —¿Es una amenaza, señor?
   El viejo hombre de ciencia, según el príncipe, se acercó a mí y se inclinó poniendo su cara a la altura de la mía. ¡Una costumbre bastante desagradable entre las muchas malas de aquella corte!
   —Eres una insolente, y eso no es bueno, ni la curiosidad tampoco y la lengua afilada de tu amiga, menos aun. Tenlo presente. Es una advertencia. Te repito que es por tu bien.
   Desde aquella tarde, no volví a ver a Serena. Fue imposible. Me acerqué a su casa, pero las siervas no me dejaron pasar. Pedí explicaciones a su esposo que me refirió, entre doliente y esquivo, que Serena tenía una enfermedad grave, algo extremamente contagioso.
   —¿Así, de repente?
   —Si. No debes acercarte, Jana. Por tu bien. Está en manos de los galenos del príncipe. No te inquietes.
   Impulsiva como soy, iba a preguntarle que sabía él acerca de la muerte del rey Liuva, pero me contuve. Comprendí que hablar del asunto estaba resultando peligroso. Sin embargo hablarlo con mi aya, si que podía. Era algo que, dentro de casa y en nuestros aposentos, quedaría entre nosotras.
   Esa misma noche, me encerré con ella en mi habitación y le pregunté sin rodeos que se decía de Liuva I y de mi padre en general, ¿por que al mencionar al rey surgía siempre de las sombras el nombre del lusitano? Le hice ver que sabía bastante más de lo que ella podía suponer. Brunilda se sorprendió y en principio se negó a hablar, afirmando que no había nueva alguna que contar y tratando de salir de la alcoba a toda costa, pero ante mi insistencia y ante mis argumentos de que ya era una mujer que pronto tendría que casarme y necesitaba saber todo acerca de mí familia para evitar sorpresas desagradables cuando ya no hubiera remedio, o coacciones teniendo en cuenta mi relación de ahora mismo con el príncipe, mi pobre Brunilda claudicó. Primero lloró un buen rato y luego me contó la verdad. Siempre tuvo por costumbre poner el emplasto antes de que apareciera la herida. “Sabía que este momento llegaría  algún día, lo sabía.” Me hizo jurar que nunca se lo diría a mi madre ni menos aun a mi padre, que la haría matar si llegaba a averiguar que había hablado de “aquello”.





9
Liuva I


Se lo juré y se lo volví a jurar por todos mis ancestros hasta el momento mismo de la Creación. Brunilda entonces, voz ligera de brisa liviana y apresurada, aireó acciones que yo no esperaba descubrir, aventó hechos que yo nunca hubiera imaginado, aunque fuera evidente que mis padres no tenían una relación, digamos normal. Denunció al africano  y puso al descubierto toda su mezquindad; sacó a la luz su más recóndito secreto, su lado más oscuro que no era el que yo esperaba averiguar aquella noche, si no otro todavía más miserable y canallesco, más ruin e imperdonable. Aquella noche supe al fin quien era mi padre.
   Brunilda me relató sin paños calientes, como era su costumbre, los sucesos acontecidos en la Narbo la noche del día de la proclamación como rey de Liuva I. Pienso que, en mi impaciencia, había hecho mal la pregunta. No era la proclamación del rey lo que me interesaba, era la muerte, pero ella ya había comenzado el relato.
   —Tu padre el lusitano, el jefe de la guardia real, la mano derecha del rey, había estado bebiendo para disfrutar los fastos acompañado de otros jefes militares y de algún que otro noble amigo, como el conde de Tarraco, y avanzada la noche, excitados por el licor los ánimos y los más bajos instintos, entraron por la fuerza en varias casas principales y violaron a las mujeres y golpearon e incluso mataron a alguno de los hombres: padres, hermanos o maridos, que trataron de defenderlas. Tu madre, Aimone, estaba con unas amigas y varios familiares en la casa de su tía en la Narbo cuando irrumpieron tu padre y algunos otros. Su tío se hallaba comprando trigo en Aquitania y los siervos fueron reducidos con relativa facilidad. Nadie esperaba un asalto de esas características. Cada uno eligió una mujer y se la llevó. Tu padre se llevó a tu madre a la que había conocido días antes y que le gustaba desde entonces. Tu madre no le había hecho caso alguno, porque él no era precisamente un seductor, aunque fuera bien parecido. Es más, creo que siempre le tuvo miedo. Tras violarla repetidamente, el muy canalla, llamó a sus espatarios para que se divirtieran también. Después de todo, Aimone tuvo suerte de que el primero en acudir a los gritos de tu padre fuera Sigebert el ahora jefe de la guardia del príncipe Recaredo. El rescató a tu madre, que había perdido el conocimiento e impidió que nadie más la tocara. ¡Por eso tú eres hija del lusitano sin duda! ¡Ningún otro forzó a tu madre aquella noche nefasta!
   Tras esta afirmación tan rotunda y tan vehemente, Brunilda permaneció un buen rato llorando y suspirando con el rostro oculto entre las manos, como una niña ante el despojo de su adorada muñeca despedazada por un esbirro sin piedad. Me dio lástima, porque sabía que toda aquella tragedia estaba ocurriendo de nuevo para ella, la estaba reviviendo para mí. Fue entonces cuando pensé en mi madre; hasta ese momento, obsesionada como estaba desde el principio de la conversación con la posible muerte del rey a manos de mi padre, aquellas confesiones tan conclusivas, me habían dejado bastante indiferente, casi las pasé por alto; más de pronto, percibí a mi madre más o menos con mi misma edad de ahora, humillada bajo el peso y la fuerza y las acometidas de un soldado borracho, jadeante, como una res enloquecida que desgarró sin clemencia el velo de su cuerpo y de su alma casi infantiles  y se llevó por delante sin pesadumbre alguna, su inocencia, su pudor y su dignidad, y sentí una furia incontenible; noté crecer y expandirse un odio cerval que nacía de lo más profundo de mis entrañas removidas por aquellos hechos terribles y tuve deseos firmes de matar por vez primera en toda mi vida. Si en ese momento hubiera irrumpido en la estancia el africano, le habría atravesado sin piedad las entrañas. Le habría despedazado hasta romper la espada contra su cuerpo de pedernal negro como la lujuria que le llevó a quebrar sin atrición alguna, el candor y la vida entera de mi madre; de Aimone, de la dulce Aimone la aquitana.
   Entonces lloré, lloré como mi aya dolorida por el recuerdo. Lloré de vergüenza y de dolor y de desconcierto como había llorado mi madre aquella noche; lloré de indignación y de lástima infinitas como seguro había hecho mi abuela al conocer lo acontecido y lloré de humillación y de impotencia como tengo por cierto que lloró la familia entera. Lloré de nuevo como todos ellos y por todos ellos, por mi familia adorada.
   Brunilda, algo más serena, aunque evitando encontrar mis ojos, prosiguió con su relato cada vez más sórdido, con la mirada ausente y la voz rota.
   —Cuando el rey Liuva se enteró de estos hechos, ordenó castigar  de manera ejemplar a todo aquel que hubiera dado muerte a alguien durante la horrible bacanal de aquella noche. Si la intención fue laudable, el resultado no estuvo a la altura, porque teniendo en cuenta la alta posición de alguno de los criminales, se hizo necesario buscar un infeliz a quien echar las culpas y, como tantas otras veces, terminaron pagando justos por pecadores; aunque, por lo menos, se cubrieran las apariencias. El rey ordenó después a cada agresor pagar una satisfacción a las familias de las mujeres violadas; esto sí que fue una gran novedad porque no era lo corriente; las violaciones nunca se castigaban, eran tenidas por cosa normal, desahogos inevitables de los hombres; pienso que esa vez se hizo por ser, la mayoría, de familias principales, sin embargo, nada se remedió tampoco; comprenderás que no todas eran vírgenes como tu madre; hubo varias casadas entre las raptadas y violadas aquella noche y aunque alguna de ellas ya estuviera preñada, el esposo nunca aceptó al nuevo vástago como suyo aunque lo fuera con toda seguridad, con lo que las vidas del inocente niño y de la inocente madre quedaron marcadas para siempre. Alguna fue repudiada y terminó sus días en un convento alejada de su familia y alguna otra, mendigando y prostituyéndose en las calles de la ciudad para subsistir con su supuesto hijo bastardo. Muchas mujeres, pese a los sueldos prometidos, fueron obligadas por sus familias a negar haber sido violadas o ellas mismas lo hicieron por propia voluntad y varias de las que quedaron preñadas se deshicieron del bulto en cuanto tuvieron ocasión. Fueron las más sensatas. Si, no te escandalices. En el caso de tu madre, ni su familia la obligó a nada, aunque rechazaron la satisfacción económica, ni a ella se le pasó jamás por la imaginación deshacerse de ti. Te aceptó y te quiso desde el primer momento que supo de tu existencia. Sigebert que la había devuelto a casa y se había enamorado de ella, la pidió en matrimonio renunciando a la dote, y la hubiera hecho feliz, estoy segura,  pero tu padre lo impidió. Sabía lo sucedido y sabía que él era el padre de la criatura que estaba en camino, o sea tú.  Así fue como consiguió a tu madre, a la que  nunca amó, solamente la deseaba y de ese modo logró además que no fuera de ningún otro. Ella no lo quiso tampoco, aunque me consta que lo intentó, venciendo sus comprensibles reparos, pero él no se dejó querer nunca. Ahora ya lo sabes y como eres tan mayor, según tú, podrás asimilarlo.
   —No comprendo cómo mis abuelos consintieron el matrimonio.
   —Todos pensaron en ti. Creyeron que sería bueno que tuvieras un padre y un padre influyente, además. Por eso consintieron. Y debo decir que el lusitano siempre te quiso bien y siempre atendió a tu bienestar.
   —¿Pactaron que viviéramos en la granja?
   —Era lo mejor. Tu padre andaba siempre de un lado para otro en guerras y embajadas y además de ese modo tu madre no se vería obligada a convivir con él. Fue un buen acuerdo.
   Ya no me interesó saber si mi padre había matado al rey o no, ni siquiera si el rey había muerto asesinado o de muerte accidental ¿Qué podía importarme la suerte del rey, después de lo escuchado? Tampoco importaba si mi padre era lusitano o africano, vándalo o bereber.  Sólo me afectaba lo que había hecho con mi madre. Ni que decir tiene que la relación con él nunca volvió a ser como antes y que desde entonces consideré a Sigebert como mi verdadero padre. El siempre me quiso bien y yo desde ese día le correspondí como una hija. También amé a mi madre más aun, si cabe, desde que descubrí las circunstancias de cómo había sido concebida. Lo más natural hubiera sido su rechazo; no la culparía si hubiera ocurrido así. Sin embargo, toda mi vida sentí su cariño inmenso y sin condiciones, al igual que el de toda la familia. Siempre me sentí querida y abrigada por aquella estirpe maravillosa, de la que un día me separaron para siempre.
   —Aya ¿conocerá el príncipe estos hechos?
   —Seguro que sí. Goswintha se los habrá referido para lograr que se aparte de ti, aunque no le habrá dicho toda la verdad; seguro que le contó la historia de modo que tu madre pareciera una ramera. A propósito, quiero hablarte sobre eso, Jana.
    —¿Todavía hay algo más?
   —Sabes que sí. Es acerca de tu relación con Recaredo, precisamente. Tu madre y yo lo hablamos al principio de todo, pero la salud de Aimone no nos permitió tener una charla contigo. Sé que la reina te ha prohibido amar a su hijastro.
   —Bueno, tanto como prohibir —interrumpí sorprendida de que conociera lo hablado con la reina.
   —No te lo habrá dicho así, pero en realidad es una prohibición. Voy a hacerte unas reflexiones que debes conocer, algo que debería haberte dicho tu madre antes de que su salud empeorara tan de repente y es que, además, el príncipe y tú habéis ido muy deprisa.
   —Es que Recaredo siempre está muy ocupado yendo y viniendo y hay que aprovechar el tiempo —respondí continuando con mi costumbre de dar a todo una explicación lógica.
   Brunilda sonrió benévola por única vez en toda la noche y me hizo una señal de las suyas para que volviera a tomar asiento. Ella se sentó enfrente y me tomó las manos.
   —Escucha bien, tu eres una joven inteligente y madura para tu edad, por eso sé que comprenderás. Iré directa al grano, sin preámbulos, que ya sabes que no me gustan, los considero una pérdida de tiempo. Recaredo se casará en su día con una princesa merovingia ¿y sabes por qué? Porque, además de ser de noble estirpe  que es lo encomiado en una futura reina, son el linaje de Goswintha y ese es el modo de que ella y su grupo afiancen más si cabe su poder.
   Puse cara de sorpresa, pero mi aya continuó como si no me hubiera visto. Quise interrumpir, pero no me dejó.
   —Espera, escucha y verás. Esto, forma parte de los acuerdos matrimoniales de los reyes, en ellos se contempla la realización de nuevos matrimonios entre el linaje de la reina y los hijos del rey. No pongas esa cara, tiene una explicación más que lógica. Si alguno de los príncipes se casara con alguien de fuera de la factio de Goswintha, la nueva familia adquiriría pujanza y podría, a través de la reina, influir sobre las decisiones que tome el rey, y si además esta familia es septimana, se rompería la hegemonía de la nobleza de este lado de los Pirineos en la política del reino. ¿Por qué crees que murió Liuva? Porque la política que estaba haciendo tenía muchas influencias merovingias. Incluso se contempló la conversión…
   —No te comprendo aya. Las princesas son merovingias —atajé desconcertada.
   —Déjame continuar sin interrupciones, te lo ruego. Las princesas de Austrasia y Neustria son nietas de la reina. Ella las gobierna. Ellas ejercerán sobre sus maridos la influencia que ella les diga que ejerzan. ¿No lo entiendes aun? ¿Por qué piensas que Leovigildo, septimano también, se casó con Goswintha? Porque sin el apoyo de los baltos nunca sería rey.
   —¿Y si las princesas no se dejan manipular?
   —No puedo creer que seas tan ingenua. ¿Has olvidado lo que aprendiste sobre como contemporizar para sobrevivir? Pues las princesas también lo han aprendido y saben desde la cuna que son meros instrumentos políticos y que si quieren conservar, no solo la corona, si no la cabeza, deben obedecer a quien manda: la reina Goswintha.
   —Creí que mandaba el rey.                                                                                                                                        
  —Jana, no me hagas dudar de tu inteligencia. Comprendo que te has enamorado del príncipe, pero trata de ver las cosas con imparcialidad.
   —Aya, el príncipe también me ama, yo lo sé. Luchará por mi amor.
   —Niña, el príncipe deseará ser rey y para ello necesita el apoyo de la sippe Baltha y de toda la clientela política de la reina que es mayor que la del rey. Voy a confiarte algo que se cuenta por ahí. La reina es la depositaria del tesoro regio que le confió su anterior marido el rey Atanagildo  y complacer  a la reina es un modo pacífico de hacerse con ese caudal. ¿Te queda claro? Por eso tiene tanto poder.
   —El tesoro regio lo administra el comes[2]interrumpí convencida.
   —El comes es la reina, aunque el titulo lo ostente otro, cuando lo pretendes puedes parecer hasta tonta, Jana. Con ese caudal se puede comprar todo. Si Goswintha quisiera, Leovogildo perdería el trono y sería eliminado sin ningún problema. Y lo mismo sucede con los príncipes. ¿Para qué te crees que está aquí el hijo de Liuva, el que viajó con nosotras, el príncipe de la tos como tú le llamabas, al que está educando en Híspalis el hermano de la reina? Es el repuesto por si todo falla, por si el rey y los príncipes se le van de las manos. Entonces podría salir a la luz, por ejemplo, la oscura muerte de Liuva y culparía a Leovigildo de dar la orden de matar a su hermano, culparía a  los septimanos de organizar un complot, culparía a quien fuera de lo que fuera, pero se haría su poderosa voluntad. Si alguien se sale de lo conveniente para los baltos lo pagará muy caro. Métetelo en esa cabezota obstinada de aquitana que has heredado de tu abuelo.
   Me quedé en silencio durante minutos. Mi aya sabía que necesitaba tiempo para asimilar todo lo aprendido. ¿Y quién no? ¿Quién podía asimilar toda una vida de golpe? Pasado, presente y sobre todo futuro. Otra vez el futuro incierto y desafortunado. ¿Qué iba a hacer sin Recaredo?
   —Aya, júrame que la reina es tan poderosa.
   Mi querida Brunilda llorando de nuevo, me abrazó largamente. Luego secó mis lágrimas y las suyas y me volvió a abrazar.
   —Mi pobre y querida niña. Olvida al príncipe si no quieres sufrir como nunca te imaginarías que se pueda sufrir. Olvida al príncipe y como te ha dicho la reina, déjalo continuar su destino. Que sea rey y si te ama tanto como crees y algún día tiene tanto poder como Goswintha, tal vez quiera recuperarte. Quédate con esa esperanza. Otra cosa sería un lamentable error y tu sentencia de muerte. Te lo ruego. No hagas sufrir más a tu madre, ya no lo soportaría.


10


Guardamos silencio ambas durante unos minutos; yo pensando en mi madre y en el príncipe y Brunilda aguardando a que asimilara por completo lo que acababa de decirme, para rematar la labor.
   —Voy a ponerte al corriente de algo que posiblemente no se te habrá ocurrido. Tu padre puede concertarte una boda, es más, dadas las circunstancias y tu obstinación, es muy probable que ya esté sobre ello. La reina se lo habrá ordenado. He oído cosas. Estate prevenida y no se te ocurra montar un escándalo.
   —Ningún hombre querrá casarse conmigo después de saber que ya no soy virgen —dije con alegre esperanza.
   —Mejor me lo pones. Entonces te irás de monja a cualquier convento perdido por ahí. Cuanto más lejos mejor. Ese es el futuro que te espera. Pero tu padre te quiere, aunque no lo creas, y sé que te está buscando marido. Nadie tiene porqué saber que has yacido con el príncipe. Lo sabemos quienes lo sabemos y nadie más.
   Volvimos a guardar silencio.
   —Pero, el marido lo notará…
   —Muy necio tiene que ser y muy poco hombre para que pueda importarle, cuando va  a tener una mujer como tú para el resto de sus días. Tu eres muy guapa Jana y muy inteligente y muy distinguida y con una buena dote. No es lo corriente. Además que el príncipe te haya amado es un honor y puede ser una oportunidad de medrar para tu familia. Si el príncipe te quiere de verdad siempre tratará de favorecerte, —volvió a decime el aya cuando yo ya me levantaba para irme—. Créeme, la boda te salvará la vida. Por favor, te ruego que te dejes de tonterías. Esto no es la Septimania.
   —Si el príncipe me quiere de verdad, Brunilda, luchará por mí y se casará conmigo.
   Brunilda se agarró la cabeza con las manos, y se quedó llorando una vez más, mientras yo me iba dando un portazo y la conversación por concluida.
   Menuda noche aquella. Había comenzado con la duda de si mi padre era o no, un asesino y había terminado con varias certezas mucho peores.  El pasado y el presente no eran favorables, pero el futuro ni tan siquiera existía para mí.  Volví  a pasar noches en vela como cuando arribé a Toletum. Yo estaba segura del amor de Recaredo, pero también sabía que los príncipes se casan con quien deben, que no son dueños de sus sentimientos. Seguro que Hermenegildo había tenido algún amor en Híspalis y posiblemente Ingundis en Metz y sin embargo ambos cumplían con su deber. Pero así y todo me gustaría hablarlo con el príncipe, me gustaría que  me confirmara personalmente que, en efecto, cuando llegara la hora de contraer matrimonio lo haría con alguien conveniente y no conmigo. Pero conveniente para quien, me preguntaba, para el reino o para Goswintha ¿Eran acaso lo mismo? Según mi aya si. Y yo no podía, ni debía, estar en medio.
   —Tu para la reina no eres ni siquiera un obstáculo, eres solo una ínfima mota de polvo en su camino. No lo olvides —. Había sentenciado el aya.
   Yo era obstinada como mi abuelo, tenía razón Brunilda, y estaba muy enamorada; ambas cosas juntas eran una mezcla fulminante;  pero no quería dañar a mi madre por nada del mundo y menos aun después de lo conocido aquella noche. Así que traté de contemporizar con todos, incluida la reina. No traté de olvidar al príncipe, como me había aconsejado Brunilda. Eso no era posible. Además no me daba la gana de olvidarlo, tanto si podía tenerlo como si no. En mi corazón, recién estrenado para el amor, solamente se asentaba él. No había espacio ya para nadie más. Su presencia lo llenaba todo como el mar. Sin embargo, podía fingir que si lo estaba olvidando, para que no fluyeran amenazas, más o menos veladas, y para que mi madre no se preocupara ni sufriera. Eso podía hacer y eso hice, porque estaba convencida de que el príncipe me amaba de igual modo que yo a él.
    —No estés tan segura —me decía el aya— los hombres engañan; a menudo confunden el placer con el amor, pero no son la misma cosa. Además él ¿qué problema tiene? Ninguno. Puede continuar contigo hasta que le llegue la hora de casarse y ya está.
   Estaba segura de que mi príncipe no era de esa clase de hombres. Estaba segura de que me amaba y de en cuanto regresara todo se resolvería entre nosotros. Además no temíamos a la reina, ni él ni yo.
   —Es que tu eres muy audaz, Jana y muy terca. No es temor, es destino. Si Recaredo quiere reinar sabe desde la cuna lo que debe hacer. Es algo que ha mamado, algo que ha crecido con él, algo que es consustancial con su posición; el aya suspiró y se sentó, derrotada. Mi niña querida, temo que el príncipe te mienta y te haga creer lo que no puede ser. Lo temo. Entonces no se qué va a ser de ti. Confío en que actúe con honradez y te permita a ti también continuar tu destino, porque tú también lo tienes, y seguro que más feliz y menos complicado que el suyo y esperemos que lejos de esta corte maldita.
   —No sufras aya. Yo también haré lo debido —respondí resuelta, continuando con mi fingimiento—. Aunque me desangre por dentro, aunque no consiga ser feliz nunca más, no quiero causar daño alguno a madre, nunca me lo perdonaría si así ocurriera. Por eso acataré lo que ordene mi padre y cuanto antes mejor.
   —¡Que Dios te ilumine para que así sea!
   Con la luz de Dios o sin ella, el juego parecía haberse resuelto a favor de la reina, pero aun faltaba mucho para terminar la partida, apenas habían eliminado un peón, y la suerte podía mudar y la jugada complicarse para quien parecía ir ganando y al final, el resultado podía no ser el previsto por Goswintha.
   Si estas reflexiones las hubiera escuchado mi aya, no es que dudara, estaría más que convencida, de mi poca inteligencia y de mi nula sensatez, pero ¿cuándo se ha visto una enamorada sensata? Nunca.
   Entonces, yo no tenía por qué ser la primera.



[1] Ceuta
[2] Comes thesauri, administrador del tesoro de la corona