Dos años en Toletum, primera parte
Transcurrieron
dos años prolongados y nostálgicos desde que abandonáramos, con tanto dolor, la
Septimania. Las únicas esperanzas que nos animaron durante ese tiempo, las
únicas buenas nuevas, fueron las dulces esperas de mi madre; había ocurrido en
dos ocasiones, pero mis anhelados hermanos se fueron malogrando uno tras otro
en el tránsito difícil de la llegada a este mundo; nadie logró impedir que no
hubieran sido. El último, intentó llevarla con él al infinito ignorado donde se
encaminó como un torrente y ella quiso liberarse de la vida para complacerle.
No supe comprender porque se abandonó de ese modo tras el hijo que aun no
conocía, sabiendo que me quedaría tan desamparada sin ella.
Una sierva, llegó apresurada a buscar a Brunilda mientras me estaba
peinando. “La señora sangra mucho, daros prisa por Dios.” Salimos ambas a la
carrera, aunque mi aya me había aconsejado quedarme allí tranquila, hasta que
ella me informara de cualquier novedad. No me permitieron entrar en su alcoba
para ayudar, como las demás, continuaban tratándome como a una niña inútil.
Intenté colarme, pero Brunilda me tomó del brazo y me ordenó “no molestar en
este momento tan crítico.” Permanecí clavada a su puerta tratando de percibir
cualquier indicio que me diera una pista sobre su estado. Escuchaba al galeno
demandar, con apremio, más vellones de lana para contener la sangre que manaba
sin cesar de su cuerpo casi exangüe. Cuando vi a Brunilda y a las siervas salir
y entrar apresuradas y llorosas con sabanas y mantas, empujándome sin
miramientos, comencé a golpear la puerta para que me dejaran pasar a verla
hasta que llegó el lusitano y ordenó a sus hombres que me llevaran fuera de
allí. Encerrada en mí cuarto recé mucho para que mi madre viviera. Recé y lloré
y me desesperé hasta que mi padre vino a buscarme para decirme que podía verla
desde el umbral y en silencio un momento. Madre se había dormido y su espíritu
había cesado en su empeño de huir
prendido en cada gota de sangre.
Una vez que el galeno de palacio logró
detener el sangrado, mi madre estuvo dormida varios días. Hubo momentos en los
que creímos que no despertaría, pero por suerte no ocurrió lo que temíamos mi
aya y yo, y aunque su salud quedó resentida para siempre, ella continuó con
nosotras. Tras esto, mi padre optó por hacer vidas separadas, como antes del
viaje, y nunca más volvieron a convivir; eso supuso un gran alivio para mi
madre porque, a pesar de la poca salud que exhibía desde entonces, estaba más
alegre. Sin embargo mi padre no la repudió y seguimos conservando el mismo
estatus en la corte, como esposa e hija de un hombre de confianza de la corona.
Desde poco después de nuestra llegada,
residíamos en una casa contigua a palacio y yo era instruida junto con otros
hijos de funcionarios de rango, algunos de ellos pertenecientes, como mi padre,
al Aula Regia[1].
Estudiábamos materias en común: escritura, lectura, dialéctica y
aritmética. Aparte, los varones eran instruidos en las armas y en el arte de la
guerra, con lecciones prácticas formando parte de los castigos regios contra
las insurgencias en las fronteras o contra los frecuentes levantamientos
campesinos o contra las incursiones regulares de bandas de forajidos, amparados
o financiados por los enemigos de la corona, en su rapaz empeño de arrebatar al
reino toledano, por el método que fuera, tierras y vasallos.
Aunque pueda parecer peligroso, incluso
temerario dada la corta edad de algunos pupilos, entrar a formar parte de la
comitiva militar del rey era la máxima aspiración de cualquier joven palatino;
ello le suponía, una vez cumplida su formación y reconocida su capacidad de
caudillaje, la concesión de tierras y estipendios para crear y mantener su
propia milicia originando, además, un
vínculo social con el rey, jefe militar supremo, al que tenían acceso
directo y al que hacían, si fuera
necesario, favores de índole personal tras prestarle juramento de fidelidad.
Algo parecido a lo que hacía mi padre, aunque menos comprometido. Mi padre era
de mucha mayor confianza. Si la formación era decisiva, el carisma era
imprescindible, porque cuanto más vehemente fuera la personalidad del caudillo,
más hombres pugnarían por incorporarse a sus filas y mayor sería su influencia
al lado del rey.
A la misma vez que nuestros cuerpos y
nuestros caracteres se forjaban y maduraban, ellos se afanaban con las armas
tratando de obtener, si fuera posible, maneras de adalid y nosotras nos aplicábamos con las tareas
asignadas a nuestro sexo: bordado, música, modales, encaminadas siempre a mantener
el hogar bien dispuesto, mandar a los siervos, criar y educar a los hijos y
complacer al esposo. A propósito de esto, al finalizar el último curso y dar
por concluida nuestra formación académica, fuimos requeridas para unas charlas
de iniciación a la vida marital que nos permitieran afrontar, por lo menos, la
primera noche a solas con el esposo sabiendo lo que nos podíamos encontrar. Nos
sorprendió la cita, puesto que ninguna de nosotras tenía concertada boda,
aunque alguna ya había sido advertida por la familia de que antes del invierno
podía ser dada en matrimonio, si las conversaciones se llevaban a buen término.
Yo no contemplaba, ni de lejos, tal posibilidad. Y continuaba con el
convencimiento de que me casaría por amor.
En nuestra casa, las primas casaderas
tenían, llegado el momento, una o varias conversaciones con su madre o con
alguna hermana casada
ya o con mi abuela, muy desenvuelta en cualquier menester, sobre los asuntos de alcoba a fin
de precaver inquietudes y procurar todo el aplomo que fuera posible para la
noche anterior al morgengave o pago
de la virginidad. Esa primera noche con el esposo, a oscuras y cubiertas de
cabeza a pies con un camisón recatado; esa noche en la cual todos los sentidos
terminaban por hacerse evidentes, menos el de la vista. “La noche de la
gallinita ciega” decía mi abuela con su agudeza de siempre. Cuando la futura
novia era más tímida de lo normal, el consejo era, indefectiblemente, dejarse
llevar; “que todo fluya, niña” decía mi abuela. Y supongo que fluía, porque la
casa se llenaba enseguida de niños sanos y llorones, que parecía ser el único
objetivo. En palacio iba a ser lo mismo, pero se le daba tanta ceremonia que
dejaba de parecer algo natural.
Llegamos expectantes y maliciosamente
inquietas, como es natural. La maestra para estos menesteres iba a ser una
dueña viuda de tres maridos, de carnes satisfechas y lengua ávida, aunque
nuestra mentora de bordado y modales iba a estar presente para vigilar las
formas. Ella nos anunció que íbamos a descubrir todo lo que una mujer honesta
debe conocer para agradar y complacer al esposo sin sobresaltos, ni
gazmoñerías, aunque sin atrevimientos, ni iniciativas, que no nos
correspondían; la mentora y la viuda, que pocas veces estuvieron de acuerdo,
incidieron a la par, no obstante, en la conveniencia de la generosidad con el
débito, sobre manera cuando el esposo regresara ansioso tras semanas o meses en
el campo de batalla al servicio del rey. Holgar con su esposa, siempre
dispuesta a complacerle, era la deseada y merecida recompensa. Y hacer remilgos
o poner excusas para no consentir, en ese momento como en otros, podía resultar
harto peligroso, ya que el esposo obtendría por la fuerza, amparado por todos
los derechos, lo que era suyo, tomándolo al asalto y sin miramientos como si de
una fortaleza enemiga se tratara. Incluso podía cansarse ante las reiteradas
negativas y repudiar a la esposa. Todo esto había que tenerlo siempre presente,
grabado a fuego en nuestro ánimo. Era la norma primordial.
Tras horas de proemios sobrados y aburridos,
con discusiones y desencuentros entre las dos mujeres, llegó la recompensa. En
la segunda clase, la dueña, con bastantes objeciones por parte de la mentora,
tuvo a bien mostrarnos en una pizarra casi a tamaño natural, el dibujo de un
hombre desnudo de cintura para abajo, luciendo un príapo deslumbrante, que
azoró a todas, atemorizó a varias e hizo sonrojar a la mayoría, posiblemente
por timidez, aunque pienso que también de entusiasmo. Yo contemplaba interesada las reacciones de las compañeras, incluso me
divertían, aunque el retrato me resultara casi indiferente, excepto por la
exuberancia, porque la contemplación de un hombre desnudo no era ninguna
novedad para mí. En la Septimania todos los primos, hembras y varones nos bañábamos
en cueros en el río desde muy pequeños y nuestras diferencias, así como la
evolución que iban experimentando nuestros cuerpos con la edad, no eran ninguna
sorpresa para nadie. Tampoco lo era la turgencia que adquiría “el badajo” de
algunos de mis primos cada vez que nos zambullíamos en el agua fría del arroyo
que regaba los campos de mi abuelo, ni la consistencia, porque los había tocado
muchas veces para comprobar su firmeza. Todos lo hacíamos. —“El badajo de la
campana tiene que estar firme niños, de lo contrario no es capaz de hacerla
sonar y entonces no sirve para nada” —decía mi abuela—. “Ni él, ni la campana,”
—añadía—. También los medíamos con la mano, porque todos no eran de igual
tamaño, del mismo modo que no lo eran tampoco nuestros pechos. Los míos siempre
fueron un poco más grandes que los de mis primas de la misma edad. Nadie se
alarmaba por estas diferencias de dimensión que considerábamos naturales. Nada
es uniforme.
Por eso, mientras el resto de jóvenes se
aturdía y enrojecía, yo permanecía indiferente, algo que intrigó a la mentora.
—¿Qué ocurre Jana, no te sorprende?
—¿El que, señora?
—Esta transformación.
—No, no me sorprende, ya lo había visto.
Ante el asombro de la maestra casi rayano en
el escándalo, no tuve más remedio que contar mi infancia en Septimania y la
convivencia tan estrecha con mis primos, algo que a la dueña le pareció
conveniente y perfecto. La mentora pasó por alto la aprobación de la viuda.
—Supongo que solamente tocarías, que no
habrás experimentado más allá.
La pregunta me pareció impertinente y sucia.
—Señora, una cosa es la curiosidad y otra
muy distinta el pecado de incesto. No somos animales. Mis primos son como mis
hermanos.
A la maestra le pareció muy insolente la
respuesta y mi infancia salvaje y desaforada, por todo lo cual se dieron por
concluidas mis clases de iniciación, con el desacuerdo de la dueña, siendo
enviada a casa con una queja para mi madre y una indicación para que me
enseñara mejores modales y se cuidara de mí descaro. Madre se sonrió cuando
leyó el escrito y me hizo ver la
conveniencia del disimulo.
—Es lo mismo que os aconsejaron hacer con el
marido. Tienes que saber contemporizar. Deberías haber reaccionado como las
demás.
—Siempre me enseñaste lo feo que está
mentir.
—Una cosa es mentir y otra muy diferente no
decir toda la verdad. ¿Comprendes?
Si,
lo comprendí. Comprendí que había que dejar atrás la espontaneidad y ser un
poco más artera. Comprendí que Toletum no era la Septimania y que mi infancia
ya había quedado definitivamente atrás.
Según me contaron más tarde las compañeras,
a aquellas novedades para ellas, siguió la contemplación de unos pergaminos,
venidos de oriente, creo, en los que se veía a una pareja yaciendo en
diferentes posturas, algunas bastante imposibles según me las describieron, que
fueron vistos y no vistos porque la mentora los hizo retirar rápidamente dado
que no tenían utilidad para nosotras. “Las iniciativas sólo el esposo;” era
otra norma a tener en cuenta. Incluso el natural coqueteo y las aconsejables
sugerencias deberían solaparse en maneras inocentes, para que el hombre no
sospechara de nuestras habilidades, que apenas si lo eran, y pudiera pensar que
se había casado con una experta y fuera peor el conocimiento que la ignorancia.
Con todo lo cual, lo expuesto en horas como ilustración para nuestra futura
vida de casadas se resumió en dos normas universales claras y precisas:
abrirnos de piernas siempre que el marido lo solicitara y dejarnos hacer sin
rechistar; aceptar los gustos o las manías o las inclinaciones del esposo,
aunque a nosotras no nos supusieran placer alguno, más bien al contrario, lo
cual era considerado harto conveniente; jamás comprendí por qué era preferible
que la mujer no conociera el placer.
Yo pensaba entonces, igual que ahora, que tanta conformidad solamente
consigue fomentar el desconcierto “esa” noche y todas las noches, hasta que los
esposos se conozcan bien, si esto llega a suceder alguna vez, ya que la mujer
solamente debería dejarse hacer sin demostrar ni tan siquiera placer y por
ello, jamás se nos podría ocurrir insinuar
al esposo otro modo de concebir las cosas distinto al suyo, ni al
hombre, por idéntico motivo, consultar a la mujer sobre su satisfacción o mejor
diré la carencia de ella, o sus deseos, dado que no existen. Y esto, en mi
opinión, es malo para ambos. Sin embargo ahí entraba en liza, como tantas otras
veces, la habilidad de la mujer, ya que raramente se podía contar con la
generosidad del hombre, nuestra capacidad de acomodación para variar los
efectos de la causa única que era y sigue siendo la sumisión, impuesta como
natural, y volverlos de nuestro favor, en la cama y fuera de ella. Ese era el
quid. Algo que supongo hacían todas las mujeres inteligentes como mi abuela,
por ejemplo, que permanecía aparentemente en la sombra, casi invisible, pero
dirigía por completo la vida de la granja y lograba mudar la disposición de mi
abuelo en beneficio de todos, cambiando el sujeto de lo imperceptible.
Porque las mujeres continuamos sin tener
potestad alguna en la sociedad; todo nos viene dado desde tiempos arcaicos, por
un difuso estado de normas contrapuestas, incoherentes, que se confunden con lo
natural y terminan por ser aceptadas, incluso por nosotras, como las únicas
posibles. Y es que todos somos débiles frente a la costumbre, sobre manera las mujeres y más en estas épocas
difíciles.
Tras
perderme el resto de las clases por descarada, estuve presente, no obstante,
cuando se nos enseñó a evitar preñeces. Me volvieron a llamar y la mentora me
preguntó que sabía al respecto.
—Absolutamente nada — ¿Qué podía saber?
De este modo se me permitió acceder al
conocimiento de cómo prevenir gestaciones según fueran las circunstancias de
nuestra futura vida sexual sujeta a devenires del destino como todo lo demás.
La dueña viuda quiso indicarnos maneras diferentes de impedir la preñez,
mostrándonos también el grado de eficacia y dejando a nuestro albedrío su
puesta en práctica o no, antes de indicarnos el más definitivo, pero la mentora
no lo consintió, harta ya de las salidas de tono de la maestra ocasional, que
no obstante, se puso a nuestra disposición por si precisáramos, en el futuro,
algún consejo al respecto. De ese modo nuestra única defensa, de modo oficial,
consistió en aprender a introducirnos por entre las piernas, una barrera, que
aprendimos a hacer con cera de abeja, a la que deberíamos atar un hilo de seda
para poder retirarla con facilidad, y que debía remojarse bien, antes de
ponerla, con el jugo del limón. Algo que me pareció antinatural y molesto, pero
algo que tuve que utilizar más pronto de lo que pensaba.
7
El
rey Leovigildo se hallaba ausente, como casi siempre, llevando a cabo uno de
sus frecuentes castigos contra los suevos cuando en la corte se decretó luto
absoluto: el padre de Goswintha, el jefe baltinga, acababa de fallecer. A
efectos políticos era casi como si hubiera fallecido el rey. Según Brunilda era
el rey en la sombra; yo sé hoy que el padre de la reina era entonces mucho más
que eso; era el jefe de la factio más
poderosa de todas, el que ponía y quitaba reyes, el que trazaba el camino por
donde, ineludiblemente, debería transitar Hispania ; el que decidía el futuro
de todos. Era Dios, en realidad. En
opinión de mi aya que conocía bien, al
parecer, las entretelas de la política, el elegido para sucederle, uno de sus
yernos, era mucho peor todavía. Sería el Maligno, entonces.
La reina permanecía recluida en sus
aposentos donde sólo entraban sus damas y el resto de la corte continuaba con
sus obligaciones de las que se habían suprimido todas aquellas susceptibles de
causar alegría o gozo. Si la reina estaba triste, el resto del mundo también.
Pero yo esos días estaba alegre por dos motivos: Había conocido al príncipe
Recaredo, llegado desde Híspalis, el príncipe ya había estado antes en la
corte, pero no habíamos coincidido, y me había dado cuenta de que el jefe de
sus espatarios, procedente de la Septimania como nosotras, conocía a mi madre y
se había alegrado visiblemente al verla de nuevo, procurando por todos los
medios encontrarse con ella a la menor ocasión. A mí me gustaba. Era alto y
rubio, de facciones serenas y amable en el trato; educado y cortés, pese a su
condición guerrera. Pensé que a mi madre le vendría bien enamorarse por fin y
tener un poco de felicidad, aunque fuera furtiva. Además mi padre estaba fuera
con el rey. A lo mejor ni regresaba. Pero para mi madre ya era demasiado tarde.
Aceptaba agradecida y humilde la compañía y las atenciones del soldado, como
acontece cada vez que se nos tiende una mano en la adversidad más cabal, pero
su corazón era ya incapaz de latir al compás de otro corazón. La vida se le
escapaba desde que tuvo la desdicha de toparse con mi padre y la impuesta
lejanía de los suyos, la nostalgia y la pena del exilio, más el sufrimiento
espiritual y físico que le provocaron los abortos, ahogaron toda posibilidad de
resurgir ante el amor que le demostraba el hombre de confianza del príncipe
Recaredo.
Recaredo también era un joven guapo. Tenía
quince años, dos más que yo. Era instruido y galante. Trataba a las mujeres con
cortesía y no con la condescendencia o el desprecio, con que lo hacían el resto
de los hombres de palacio. Enseguida se fijó en mí. Tal vez porque yo era
diferente al resto por mi aspecto físico: era bastante más alta, tenía los ojos
verdes y el pelo negro, como mi padre, a quien creía lusitano pero que el
príncipe y sus hombres llamaban el africano. ¿Dónde había oído antes ese
nombre?
Entre las gentes que rodeaban a Recaredo un personaje llamó enseguida mi
atención. Era una especie de médico aunque muchos decían que era un arúspice que invocaba a los espíritus y
adivinaba el futuro a través de las
vísceras de animales inmolados para tal fin. Era imposible no fijarse en él
porque tenía un aspecto que lo hacía destacar entre una muchedumbre. Era más
alto de lo normal, enjuto hasta la exageración con pelo y barba blancos como la
nieve que había conocido en Hispania y siempre envuelto en una especie de
vestido talar como si fuera monje en lugar de adivino.
—No le llames así —me dijo el príncipe—, es
un hombre sabio, un hombre de ciencia, alguien importante para mí. Tendrás que
acostumbrarte a él.
Me halagaba que el príncipe me dijera que
había de aceptar todo lo que le rodeara, me hacía sentir como alguien que iba a
acompañarle durante mucho tiempo. Fueron tiempos felices, tiempos de novedades,
tiempos de amor y de nuevas amistades.
La esposa de uno de los espatarios del
príncipe fue una de estas nuevas amigas. Se llamaba Serena y era una hispalense
simpática, poco mayor que yo con la que congenié enseguida, algo que no había
ocurrido con las compañeras de estudios. Ella y su marido nos acompañaban al
príncipe y a mí cuando salíamos a dar un paseo hasta el rio. Cuando Recaredo y
yo decidíamos alejarnos más, íbamos los cuatro a caballo con el resto de la
guardia siguiéndonos a distancia. Al poco Serena dejó de acompañarnos a
caballo, puesto que se hallaba encinta y se decidió que las cabalgadas no eran
convenientes y menos para una primeriza. Cuando el príncipe partió, meses
después, primero hacia la Septimania y desde allí hacia Austrasia para recibir
a Ingundis, en representación del rey y escoltarla hasta la corte hispana,
Serena y yo nos volvimos inseparables.
Antes de partir, Recaredo me manifestó el
deseo de vernos a solas. Yo sabía lo que iba a ocurrir y busqué en una gaveta
de mi tocador, la barrera que nos habían proporcionado; ya tenía catorce años,
acababa de cumplirlos, y podía quedarme preñada. Mis menstruaciones eran
regulares desde hacía un año largo. La remojé en limón como me habían enseñado
y precipitada y nerviosa como estaba, me
hice daño al ponérmela, algo que logré tras varios intentos fallidos, pero no
podía ser de otra manera.
Me bañé, me perfumé con aceite de benjuí que
dejé resbalar por mi cuerpo y me vestí no con mis mejores ropas, si no con las
que más me favorecían. Dejé el cabello suelto como le gustaba al príncipe y me
puse color en los labios. No se me olvidó, pese a la turbación que tenía,
ponerme al cuello el colgante que me regalara al poco de conocernos y que me
había hecho sentir tan especial para él. Nos reunimos fuera de palacio en la
casa de un amigo del príncipe que despidió a los siervos para que nadie supiera
quienes eran los enamorados. Solamente él y Sigebert montaron guardia durante
el resto de la tarde y toda la noche que el príncipe y yo pasamos juntos.
Nuestro encuentro fue inolvidable para mí;
el príncipe era tal y como yo imaginaba
que sería en la intimidad: amable, cariñoso, generoso y hábil. Me abrazó y me
besó y me ayudó a desnudarme con calma, con dulzura, sin apresuramientos,
volviendo a besarme por todo el cuerpo con ternura antes de penetrarme con
cuidado, procurando no lastimarme. Yo, aunque en palacio nos hubieran inculcado
la pasividad como modo de corresponder, me dejé llevar por el consejo de mi
abuela, que consideré más acertado, y permití que fluyeran también mis
emociones y mis instintos y me comporté de su misma manera y le acaricié a mi
vez y le besé y exploré su cuerpo y le abracé con fuerza deseando fundirme con
él en un único todo mientras estábamos unidos y la pasión nos mecía como el mar
a las naves, hasta volverse súbitamente violenta y hacernos estallar en espumas
de dicha como la tempestad a las olas, para después abandonarnos en la arena
extenuados por las acometidas de la galerna y abandonados a la suerte de los
amantes confiados y sinceros como nosotros.
Estimulados por la pasión, creciente como
nuestra habilidad, repetimos varias veces con posturas diferentes, incluso de
pie; experimentamos y nos divertimos hasta que el cansancio nos pudo y nos
quedamos dormidos. Al despertar nos besamos y nos amamos por última vez. Luego
desayunamos juntos y el príncipe se fue y yo regresé a casa donde mi aya me
esperaba intranquila, meneando la cabeza con desaprobación, porque Sigebert la
había advertido de lo que iba a ocurrir cuando pasó a despedirse de mi madre,
que cada día estaba más débil.
Al día siguiente de la partida del príncipe,
la reina quiso verme. Una de sus damas de confianza vino a buscarme a mi casa
con dos espatarios como escolta. Goswintha esperaba en la sala del trono y
ordenó que nos dejaran solas.
—Acércate Jana.
—Alteza.
—¿Cómo ha ido tu noche de amor con el
príncipe? No te ruborices querida, deja esos remilgos para otra, a mi no puedes
engañarme.
—No se a que os referís, señora.
—No me tomes por tonta, ¡hipócrita! Sé que
pasaste la noche con el príncipe y se de sobra que tu relación con él se
remonta a semanas atrás. Nada importa, Recaredo tiene derecho a yacer con quien
le dé la gana. Pero hay algo que debe quedarte claro: el será rey y se casará
con quien deba. Pese a que estoy convencida de que no le importas nada y que
solo te quiere para lo que te quiere, voy a hacerte una advertencia: Deja que
el príncipe alcance su destino de rey y no se te ocurra interponerte, de lo
contrario lo pagarás muy caro. Métetelo en la cabeza, si te cabe algo más que
los pájaros que te la ocupan.
—El príncipe luchará por mi amor
—Además de insolente y puta, eres una
ingenua, septimana. Pero te diré una cosa, ven, acércate más.
Me acerqué con recelo, permaneciendo al pie
del escalón que ascendía al trono donde se había sentado la reina. Goswintha se
inclinó hacia adelante y puso su cara a la altura de la mía, como la primera
vez que nos vimos.
—Voy a hacerte una advertencia. Si se te
ocurre quedarte preñada, te haré desollar y arrojaré tus restos al río. No
quedará de ti, ni del bastardo que lleves dentro, ni rastro.
—Recaredo os lo haría pagar caro.
La reina me dio un bofetón que me hizo
tambalear.
—¡No te atrevas a amenazarme, insolente! ni
tampoco vuelvas a mencionar al príncipe por su nombre de pila en mi presencia,
¡zafia! ¡Fuera de mi vista! ¡Fuera! ¡Fuera he dicho! septimana de mierda.
Tenía
deseos de llorar, pero me mantuve serena. No quería que la reina ganara la
partida con tanta facilidad. No iba a resultarle tan fácil conseguir que
Recaredo ¡si, Recaredo! y yo rompiéramos nuestra relación. Estaba segura que el
príncipe lucharía por lo nuestro. Tenía el convencimiento firme de que yo
estaba llamada a ser alguien decisivo en la vida del príncipe y me sentía
segura solo con pronunciar su nombre. Goswintha lo iba a tener difícil, porque
yo tampoco iba a dar mi brazo a torcer.
Salí con la cabeza alta y el paso seguro,
aunque me tambaleara por dentro, y el firme propósito de vengarme de la reina.
No sabía cómo ni de qué manera, pero sabía que tenía que vengarme, por esto y
por habernos arrancado de la Septimania y por ofender a mi madre delante de
toda la corte. Algún día le haría pagar por todo. Con esa resuelta, aunque
remota esperanza, me consolé y me conformé de momento. Nada dije a nadie de
nuestra conversación. Estaba teniendo demasiados secretos y eso no era bueno.
Claro que tampoco tenía a nadie de confianza para compartirlos. Mi madre estaba
como ausente últimamente y mi aya bastante tenía con ocuparse de ella día y
noche y mis nuevas amistades eran muy
recientes aun, para confidencias tan íntimas y tan delicadas. ¡Cuánto echaba de
menos a mi familia, en este momento como en todos! Mi abuela hubiera sabido que
hacer y me hubiera dado un consejo útil. Yo aunque trataba de pensar como lo
hubiera hecho ella, era incapaz. No tenía ni su sabiduría ni su inteligencia
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