La viajera del agua


 Dos años en Toletum, segunda parte
8

Gardingos. Guardia real

Serena y yo conversábamos un rato casi todos los días, tras habernos liberado de nuestras obligaciones. Ella tenía menos, puesto que estando encinta, debía reposar. Yo disponía que nos sirvieran un buen tazón de leche y unos dulces mientras nos hacíamos confidencias irrelevantes.
   Las tardes que tocaba bordado practicábamos juntas, y de paso, hablábamos de sus experiencias maritales, más bien escasas, porque su esposo andaba muy ocupado y tenía poco tiempo para el asueto, y en consecuencia, sus encuentros amorosos eran escasos y rápidos, aunque se había quedado preñada a la primera. Éste también tiene puntería, pensaba yo, será una habilidad de los espatarios. Ella se interesaba por lo que habían sido nuestras clases amatorias y yo le contaba posturas y maneras que a ella le escandalizaban y me juraba que su marido la mataría si le proponía algo así. Luego cambiábamos de tema, porque aunque era ella quien me preguntaba, se hacía muy evidente que terminaba por incomodarle la conversación.
   Serena era inteligente y bastante instruida para su condición. Siempre viviendo entre la guardia del príncipe, escuchaba todo tipo de conversaciones y estaba informada de quien era cada cual en la corte. Por ella supe que mi padre era en realidad el hombre de confianza absoluta de la reina y que era a ella y no a los reyes a quien él obedecía y que su última presencia en la Septimania se debió a una orden directa de Goswintha.
   —Si, lo sé, fue a pactar la boda de Ingundis y Hermenegildo.
   Mi amiga Serena se mantuvo callada un buen rato, yo respeté su silencio pensando que se encontraba mal. Tras el mutismo, Serena me preguntó que sabía de mi padre en realidad.
   —Poca cosa. Ahora ando mas confundida si cabe puesto que el príncipe Recaredo y su gente, se refieren a él como el africano y la reina y el resto de la corte le dice lusitano. ¿Qué sabes tú?
   —Nosotros siempre le hemos tenido por africano. Parece que llegó desde Septem[1] con los barcos lusitanos que regresaron tras la batalla con los bizantinos; se dice que procedía de las montañas y que era de origen vándalo y que había sido hecho prisionero por los bereberes y liberado por nuestras tropas a las que se unió. Hay quien dice que en realidad era un bereber que se hizo pasar por vándalo para salvar la vida. La verdad absoluta no se conoce o yo no la conozco. Se cuenta que era un hombre valiente, bien parecido, astuto y osado y que pronto se ganó la confianza del rey Atanagildo y de la reina Goswintha a los que sirvió  fielmente.
   Serena se levantó y acercó su silla a la mía, para seguir contándome cosas de mi padre, pero en voz tan baja que me costaba escucharla pese a la cercanía.
­   _Cuando mi esposo y sus compañeros beben demasiado se les desata la lengua, ya sabes, y entonces dicen cosas. Dicen, por ejemplo, que  Goswintha quiso volver a ser reina y ordenó al africano regresar a la Septimania y ¡qué casualidad! que el rey Liuva I se cayera accidentalmente por las escaleras de la Torre desnucándose en el acto cuando estaba en compañía del africano y del conde de Tarraco. Ambos parece ser que le recogieron y le auxiliaron según sus propias declaraciones, pero hubo un testigo, un criado que tuvo la mala suerte de ver como el jefe de la guardia real, le empujaba violentamente, mientras el noble le esperaba abajo para rematarle si fuera preciso que parece ser que no lo fue. Este testigo fue más tarde asesinado y su cuerpo expuesto a la vista de todos en la misma torre ensartado en una lanza, para escarmiento de posibles delatores. De este modo su hermano Leovigildo, apoyado por el poderoso clan de Goswintha y por todos sus deudos políticos y militares, fue el sucesor en solitario.
   Tras esta revelación fui yo quien guardó silencio durante un buen rato. En casa de mis abuelos se hablaba libremente de todo y nunca escuché nada semejante. Tal vez porque nunca ocurrió así o tal vez porque si ocurrió y mi padre era el asesino y ellos lo sabían y nadie lo mencionó delante de mí.
   —Eso pueden ser infundios de los enemigos de la reina. Pueden ser calumnias de los católicos, por ejemplo, de ese obispo Masona, o como se llame —alegué para convencerme yo también.
   —Pueden ser.
   —Pueden ser invenciones de las factio rivales que hubieran preferido a otro rey y que maniobran para desprestigiar a Leovigildo y también a la reina.                                                                                                           
   No me reconocí, defendiendo a Goswintha.                                  
   —Pueden ser también.
   De pronto lo recordé. Recordé a mi abuelo diciendo que la muerte de Liuva había sido obra del africano y del conde de Tarraco. Lo había dicho de pasada, como si se le hubiera escapado, luego nunca más se habló del asunto. Recordé a mi abuela plantada en la puerta mirándole fijamente con los brazos en jarras, como cada vez que mi abuelo se excedía de palabra.
   —Si mi padre mató a Liuva es un asesino —pensé en voz alta como siempre.
   —Tu padre cumplió órdenes. Es su trabajo. Además nada está probado, se cuenta simplemente. Y ten presente que bastantes reyes han muerto así. La mayoría…                                                                       
   De pronto sin saber de dónde había surgido, apareció el arúspice, se materializó, más bien. Serena se levantó de un salto y se fue corriendo, como si hubiera visto a un demonio. Yo le hacía de viaje con el séquito de Recaredo.
   —Esta joven tiene la lengua demasiado larga. Harás bien no creyendo lo que cuenta, es lo mejor por tu bien y por el suyo.
   —¿Es una amenaza, señor?
   El viejo hombre de ciencia, según el príncipe, se acercó a mí y se inclinó poniendo su cara a la altura de la mía. ¡Una costumbre bastante desagradable entre las muchas malas de aquella corte!
   —Eres una insolente, y eso no es bueno, ni la curiosidad tampoco y la lengua afilada de tu amiga, menos aun. Tenlo presente. Es una advertencia. Te repito que es por tu bien.
   Desde aquella tarde, no volví a ver a Serena. Fue imposible. Me acerqué a su casa, pero las siervas no me dejaron pasar. Pedí explicaciones a su esposo que me refirió, entre doliente y esquivo, que Serena tenía una enfermedad grave, algo extremamente contagioso.
   —¿Así, de repente?
   —Si. No debes acercarte, Jana. Por tu bien. Está en manos de los galenos del príncipe. No te inquietes.
   Impulsiva como soy, iba a preguntarle que sabía él acerca de la muerte del rey Liuva, pero me contuve. Comprendí que hablar del asunto estaba resultando peligroso. Sin embargo hablarlo con mi aya, si que podía. Era algo que, dentro de casa y en nuestros aposentos, quedaría entre nosotras.
   Esa misma noche, me encerré con ella en mi habitación y le pregunté sin rodeos que se decía de Liuva I y de mi padre en general, ¿por que al mencionar al rey surgía siempre de las sombras el nombre del lusitano? Le hice ver que sabía bastante más de lo que ella podía suponer. Brunilda se sorprendió y en principio se negó a hablar, afirmando que no había nueva alguna que contar y tratando de salir de la alcoba a toda costa, pero ante mi insistencia y ante mis argumentos de que ya era una mujer que pronto tendría que casarme y necesitaba saber todo acerca de mí familia para evitar sorpresas desagradables cuando ya no hubiera remedio, o coacciones teniendo en cuenta mi relación de ahora mismo con el príncipe, mi pobre Brunilda claudicó. Primero lloró un buen rato y luego me contó la verdad. Siempre tuvo por costumbre poner el emplasto antes de que apareciera la herida. “Sabía que este momento llegaría  algún día, lo sabía.” Me hizo jurar que nunca se lo diría a mi madre ni menos aun a mi padre, que la haría matar si llegaba a averiguar que había hablado de “aquello”.





9
Liuva I


Se lo juré y se lo volví a jurar por todos mis ancestros hasta el momento mismo de la Creación. Brunilda entonces, voz ligera de brisa liviana y apresurada, aireó acciones que yo no esperaba descubrir, aventó hechos que yo nunca hubiera imaginado, aunque fuera evidente que mis padres no tenían una relación, digamos normal. Denunció al africano  y puso al descubierto toda su mezquindad; sacó a la luz su más recóndito secreto, su lado más oscuro que no era el que yo esperaba averiguar aquella noche, si no otro todavía más miserable y canallesco, más ruin e imperdonable. Aquella noche supe al fin quien era mi padre.
   Brunilda me relató sin paños calientes, como era su costumbre, los sucesos acontecidos en la Narbo la noche del día de la proclamación como rey de Liuva I. Pienso que, en mi impaciencia, había hecho mal la pregunta. No era la proclamación del rey lo que me interesaba, era la muerte, pero ella ya había comenzado el relato.
   —Tu padre el lusitano, el jefe de la guardia real, la mano derecha del rey, había estado bebiendo para disfrutar los fastos acompañado de otros jefes militares y de algún que otro noble amigo, como el conde de Tarraco, y avanzada la noche, excitados por el licor los ánimos y los más bajos instintos, entraron por la fuerza en varias casas principales y violaron a las mujeres y golpearon e incluso mataron a alguno de los hombres: padres, hermanos o maridos, que trataron de defenderlas. Tu madre, Aimone, estaba con unas amigas y varios familiares en la casa de su tía en la Narbo cuando irrumpieron tu padre y algunos otros. Su tío se hallaba comprando trigo en Aquitania y los siervos fueron reducidos con relativa facilidad. Nadie esperaba un asalto de esas características. Cada uno eligió una mujer y se la llevó. Tu padre se llevó a tu madre a la que había conocido días antes y que le gustaba desde entonces. Tu madre no le había hecho caso alguno, porque él no era precisamente un seductor, aunque fuera bien parecido. Es más, creo que siempre le tuvo miedo. Tras violarla repetidamente, el muy canalla, llamó a sus espatarios para que se divirtieran también. Después de todo, Aimone tuvo suerte de que el primero en acudir a los gritos de tu padre fuera Sigebert el ahora jefe de la guardia del príncipe Recaredo. El rescató a tu madre, que había perdido el conocimiento e impidió que nadie más la tocara. ¡Por eso tú eres hija del lusitano sin duda! ¡Ningún otro forzó a tu madre aquella noche nefasta!
   Tras esta afirmación tan rotunda y tan vehemente, Brunilda permaneció un buen rato llorando y suspirando con el rostro oculto entre las manos, como una niña ante el despojo de su adorada muñeca despedazada por un esbirro sin piedad. Me dio lástima, porque sabía que toda aquella tragedia estaba ocurriendo de nuevo para ella, la estaba reviviendo para mí. Fue entonces cuando pensé en mi madre; hasta ese momento, obsesionada como estaba desde el principio de la conversación con la posible muerte del rey a manos de mi padre, aquellas confesiones tan conclusivas, me habían dejado bastante indiferente, casi las pasé por alto; más de pronto, percibí a mi madre más o menos con mi misma edad de ahora, humillada bajo el peso y la fuerza y las acometidas de un soldado borracho, jadeante, como una res enloquecida que desgarró sin clemencia el velo de su cuerpo y de su alma casi infantiles  y se llevó por delante sin pesadumbre alguna, su inocencia, su pudor y su dignidad, y sentí una furia incontenible; noté crecer y expandirse un odio cerval que nacía de lo más profundo de mis entrañas removidas por aquellos hechos terribles y tuve deseos firmes de matar por vez primera en toda mi vida. Si en ese momento hubiera irrumpido en la estancia el africano, le habría atravesado sin piedad las entrañas. Le habría despedazado hasta romper la espada contra su cuerpo de pedernal negro como la lujuria que le llevó a quebrar sin atrición alguna, el candor y la vida entera de mi madre; de Aimone, de la dulce Aimone la aquitana.
   Entonces lloré, lloré como mi aya dolorida por el recuerdo. Lloré de vergüenza y de dolor y de desconcierto como había llorado mi madre aquella noche; lloré de indignación y de lástima infinitas como seguro había hecho mi abuela al conocer lo acontecido y lloré de humillación y de impotencia como tengo por cierto que lloró la familia entera. Lloré de nuevo como todos ellos y por todos ellos, por mi familia adorada.
   Brunilda, algo más serena, aunque evitando encontrar mis ojos, prosiguió con su relato cada vez más sórdido, con la mirada ausente y la voz rota.
   —Cuando el rey Liuva se enteró de estos hechos, ordenó castigar  de manera ejemplar a todo aquel que hubiera dado muerte a alguien durante la horrible bacanal de aquella noche. Si la intención fue laudable, el resultado no estuvo a la altura, porque teniendo en cuenta la alta posición de alguno de los criminales, se hizo necesario buscar un infeliz a quien echar las culpas y, como tantas otras veces, terminaron pagando justos por pecadores; aunque, por lo menos, se cubrieran las apariencias. El rey ordenó después a cada agresor pagar una satisfacción a las familias de las mujeres violadas; esto sí que fue una gran novedad porque no era lo corriente; las violaciones nunca se castigaban, eran tenidas por cosa normal, desahogos inevitables de los hombres; pienso que esa vez se hizo por ser, la mayoría, de familias principales, sin embargo, nada se remedió tampoco; comprenderás que no todas eran vírgenes como tu madre; hubo varias casadas entre las raptadas y violadas aquella noche y aunque alguna de ellas ya estuviera preñada, el esposo nunca aceptó al nuevo vástago como suyo aunque lo fuera con toda seguridad, con lo que las vidas del inocente niño y de la inocente madre quedaron marcadas para siempre. Alguna fue repudiada y terminó sus días en un convento alejada de su familia y alguna otra, mendigando y prostituyéndose en las calles de la ciudad para subsistir con su supuesto hijo bastardo. Muchas mujeres, pese a los sueldos prometidos, fueron obligadas por sus familias a negar haber sido violadas o ellas mismas lo hicieron por propia voluntad y varias de las que quedaron preñadas se deshicieron del bulto en cuanto tuvieron ocasión. Fueron las más sensatas. Si, no te escandalices. En el caso de tu madre, ni su familia la obligó a nada, aunque rechazaron la satisfacción económica, ni a ella se le pasó jamás por la imaginación deshacerse de ti. Te aceptó y te quiso desde el primer momento que supo de tu existencia. Sigebert que la había devuelto a casa y se había enamorado de ella, la pidió en matrimonio renunciando a la dote, y la hubiera hecho feliz, estoy segura,  pero tu padre lo impidió. Sabía lo sucedido y sabía que él era el padre de la criatura que estaba en camino, o sea tú.  Así fue como consiguió a tu madre, a la que  nunca amó, solamente la deseaba y de ese modo logró además que no fuera de ningún otro. Ella no lo quiso tampoco, aunque me consta que lo intentó, venciendo sus comprensibles reparos, pero él no se dejó querer nunca. Ahora ya lo sabes y como eres tan mayor, según tú, podrás asimilarlo.
   —No comprendo cómo mis abuelos consintieron el matrimonio.
   —Todos pensaron en ti. Creyeron que sería bueno que tuvieras un padre y un padre influyente, además. Por eso consintieron. Y debo decir que el lusitano siempre te quiso bien y siempre atendió a tu bienestar.
   —¿Pactaron que viviéramos en la granja?
   —Era lo mejor. Tu padre andaba siempre de un lado para otro en guerras y embajadas y además de ese modo tu madre no se vería obligada a convivir con él. Fue un buen acuerdo.
   Ya no me interesó saber si mi padre había matado al rey o no, ni siquiera si el rey había muerto asesinado o de muerte accidental ¿Qué podía importarme la suerte del rey, después de lo escuchado? Tampoco importaba si mi padre era lusitano o africano, vándalo o bereber.  Sólo me afectaba lo que había hecho con mi madre. Ni que decir tiene que la relación con él nunca volvió a ser como antes y que desde entonces consideré a Sigebert como mi verdadero padre. El siempre me quiso bien y yo desde ese día le correspondí como una hija. También amé a mi madre más aun, si cabe, desde que descubrí las circunstancias de cómo había sido concebida. Lo más natural hubiera sido su rechazo; no la culparía si hubiera ocurrido así. Sin embargo, toda mi vida sentí su cariño inmenso y sin condiciones, al igual que el de toda la familia. Siempre me sentí querida y abrigada por aquella estirpe maravillosa, de la que un día me separaron para siempre.
   —Aya ¿conocerá el príncipe estos hechos?
   —Seguro que sí. Goswintha se los habrá referido para lograr que se aparte de ti, aunque no le habrá dicho toda la verdad; seguro que le contó la historia de modo que tu madre pareciera una ramera. A propósito, quiero hablarte sobre eso, Jana.
    —¿Todavía hay algo más?
   —Sabes que sí. Es acerca de tu relación con Recaredo, precisamente. Tu madre y yo lo hablamos al principio de todo, pero la salud de Aimone no nos permitió tener una charla contigo. Sé que la reina te ha prohibido amar a su hijastro.
   —Bueno, tanto como prohibir —interrumpí sorprendida de que conociera lo hablado con la reina.
   —No te lo habrá dicho así, pero en realidad es una prohibición. Voy a hacerte unas reflexiones que debes conocer, algo que debería haberte dicho tu madre antes de que su salud empeorara tan de repente y es que, además, el príncipe y tú habéis ido muy deprisa.
   —Es que Recaredo siempre está muy ocupado yendo y viniendo y hay que aprovechar el tiempo —respondí continuando con mi costumbre de dar a todo una explicación lógica.
   Brunilda sonrió benévola por única vez en toda la noche y me hizo una señal de las suyas para que volviera a tomar asiento. Ella se sentó enfrente y me tomó las manos.
   —Escucha bien, tu eres una joven inteligente y madura para tu edad, por eso sé que comprenderás. Iré directa al grano, sin preámbulos, que ya sabes que no me gustan, los considero una pérdida de tiempo. Recaredo se casará en su día con una princesa merovingia ¿y sabes por qué? Porque, además de ser de noble estirpe  que es lo encomiado en una futura reina, son el linaje de Goswintha y ese es el modo de que ella y su grupo afiancen más si cabe su poder.
   Puse cara de sorpresa, pero mi aya continuó como si no me hubiera visto. Quise interrumpir, pero no me dejó.
   —Espera, escucha y verás. Esto, forma parte de los acuerdos matrimoniales de los reyes, en ellos se contempla la realización de nuevos matrimonios entre el linaje de la reina y los hijos del rey. No pongas esa cara, tiene una explicación más que lógica. Si alguno de los príncipes se casara con alguien de fuera de la factio de Goswintha, la nueva familia adquiriría pujanza y podría, a través de la reina, influir sobre las decisiones que tome el rey, y si además esta familia es septimana, se rompería la hegemonía de la nobleza de este lado de los Pirineos en la política del reino. ¿Por qué crees que murió Liuva? Porque la política que estaba haciendo tenía muchas influencias merovingias. Incluso se contempló la conversión…
   —No te comprendo aya. Las princesas son merovingias —atajé desconcertada.
   —Déjame continuar sin interrupciones, te lo ruego. Las princesas de Austrasia y Neustria son nietas de la reina. Ella las gobierna. Ellas ejercerán sobre sus maridos la influencia que ella les diga que ejerzan. ¿No lo entiendes aun? ¿Por qué piensas que Leovigildo, septimano también, se casó con Goswintha? Porque sin el apoyo de los baltos nunca sería rey.
   —¿Y si las princesas no se dejan manipular?
   —No puedo creer que seas tan ingenua. ¿Has olvidado lo que aprendiste sobre como contemporizar para sobrevivir? Pues las princesas también lo han aprendido y saben desde la cuna que son meros instrumentos políticos y que si quieren conservar, no solo la corona, si no la cabeza, deben obedecer a quien manda: la reina Goswintha.
   —Creí que mandaba el rey.                                                                                                                                        
  —Jana, no me hagas dudar de tu inteligencia. Comprendo que te has enamorado del príncipe, pero trata de ver las cosas con imparcialidad.
   —Aya, el príncipe también me ama, yo lo sé. Luchará por mi amor.
   —Niña, el príncipe deseará ser rey y para ello necesita el apoyo de la sippe Baltha y de toda la clientela política de la reina que es mayor que la del rey. Voy a confiarte algo que se cuenta por ahí. La reina es la depositaria del tesoro regio que le confió su anterior marido el rey Atanagildo  y complacer  a la reina es un modo pacífico de hacerse con ese caudal. ¿Te queda claro? Por eso tiene tanto poder.
   —El tesoro regio lo administra el comes[2]interrumpí convencida.
   —El comes es la reina, aunque el titulo lo ostente otro, cuando lo pretendes puedes parecer hasta tonta, Jana. Con ese caudal se puede comprar todo. Si Goswintha quisiera, Leovogildo perdería el trono y sería eliminado sin ningún problema. Y lo mismo sucede con los príncipes. ¿Para qué te crees que está aquí el hijo de Liuva, el que viajó con nosotras, el príncipe de la tos como tú le llamabas, al que está educando en Híspalis el hermano de la reina? Es el repuesto por si todo falla, por si el rey y los príncipes se le van de las manos. Entonces podría salir a la luz, por ejemplo, la oscura muerte de Liuva y culparía a Leovigildo de dar la orden de matar a su hermano, culparía a  los septimanos de organizar un complot, culparía a quien fuera de lo que fuera, pero se haría su poderosa voluntad. Si alguien se sale de lo conveniente para los baltos lo pagará muy caro. Métetelo en esa cabezota obstinada de aquitana que has heredado de tu abuelo.
   Me quedé en silencio durante minutos. Mi aya sabía que necesitaba tiempo para asimilar todo lo aprendido. ¿Y quién no? ¿Quién podía asimilar toda una vida de golpe? Pasado, presente y sobre todo futuro. Otra vez el futuro incierto y desafortunado. ¿Qué iba a hacer sin Recaredo?
   —Aya, júrame que la reina es tan poderosa.
   Mi querida Brunilda llorando de nuevo, me abrazó largamente. Luego secó mis lágrimas y las suyas y me volvió a abrazar.
   —Mi pobre y querida niña. Olvida al príncipe si no quieres sufrir como nunca te imaginarías que se pueda sufrir. Olvida al príncipe y como te ha dicho la reina, déjalo continuar su destino. Que sea rey y si te ama tanto como crees y algún día tiene tanto poder como Goswintha, tal vez quiera recuperarte. Quédate con esa esperanza. Otra cosa sería un lamentable error y tu sentencia de muerte. Te lo ruego. No hagas sufrir más a tu madre, ya no lo soportaría.


10


Guardamos silencio ambas durante unos minutos; yo pensando en mi madre y en el príncipe y Brunilda aguardando a que asimilara por completo lo que acababa de decirme, para rematar la labor.
   —Voy a ponerte al corriente de algo que posiblemente no se te habrá ocurrido. Tu padre puede concertarte una boda, es más, dadas las circunstancias y tu obstinación, es muy probable que ya esté sobre ello. La reina se lo habrá ordenado. He oído cosas. Estate prevenida y no se te ocurra montar un escándalo.
   —Ningún hombre querrá casarse conmigo después de saber que ya no soy virgen —dije con alegre esperanza.
   —Mejor me lo pones. Entonces te irás de monja a cualquier convento perdido por ahí. Cuanto más lejos mejor. Ese es el futuro que te espera. Pero tu padre te quiere, aunque no lo creas, y sé que te está buscando marido. Nadie tiene porqué saber que has yacido con el príncipe. Lo sabemos quienes lo sabemos y nadie más.
   Volvimos a guardar silencio.
   —Pero, el marido lo notará…
   —Muy necio tiene que ser y muy poco hombre para que pueda importarle, cuando va  a tener una mujer como tú para el resto de sus días. Tu eres muy guapa Jana y muy inteligente y muy distinguida y con una buena dote. No es lo corriente. Además que el príncipe te haya amado es un honor y puede ser una oportunidad de medrar para tu familia. Si el príncipe te quiere de verdad siempre tratará de favorecerte, —volvió a decime el aya cuando yo ya me levantaba para irme—. Créeme, la boda te salvará la vida. Por favor, te ruego que te dejes de tonterías. Esto no es la Septimania.
   —Si el príncipe me quiere de verdad, Brunilda, luchará por mí y se casará conmigo.
   Brunilda se agarró la cabeza con las manos, y se quedó llorando una vez más, mientras yo me iba dando un portazo y la conversación por concluida.
   Menuda noche aquella. Había comenzado con la duda de si mi padre era o no, un asesino y había terminado con varias certezas mucho peores.  El pasado y el presente no eran favorables, pero el futuro ni tan siquiera existía para mí.  Volví  a pasar noches en vela como cuando arribé a Toletum. Yo estaba segura del amor de Recaredo, pero también sabía que los príncipes se casan con quien deben, que no son dueños de sus sentimientos. Seguro que Hermenegildo había tenido algún amor en Híspalis y posiblemente Ingundis en Metz y sin embargo ambos cumplían con su deber. Pero así y todo me gustaría hablarlo con el príncipe, me gustaría que  me confirmara personalmente que, en efecto, cuando llegara la hora de contraer matrimonio lo haría con alguien conveniente y no conmigo. Pero conveniente para quien, me preguntaba, para el reino o para Goswintha ¿Eran acaso lo mismo? Según mi aya si. Y yo no podía, ni debía, estar en medio.
   —Tu para la reina no eres ni siquiera un obstáculo, eres solo una ínfima mota de polvo en su camino. No lo olvides —. Había sentenciado el aya.
   Yo era obstinada como mi abuelo, tenía razón Brunilda, y estaba muy enamorada; ambas cosas juntas eran una mezcla fulminante;  pero no quería dañar a mi madre por nada del mundo y menos aun después de lo conocido aquella noche. Así que traté de contemporizar con todos, incluida la reina. No traté de olvidar al príncipe, como me había aconsejado Brunilda. Eso no era posible. Además no me daba la gana de olvidarlo, tanto si podía tenerlo como si no. En mi corazón, recién estrenado para el amor, solamente se asentaba él. No había espacio ya para nadie más. Su presencia lo llenaba todo como el mar. Sin embargo, podía fingir que si lo estaba olvidando, para que no fluyeran amenazas, más o menos veladas, y para que mi madre no se preocupara ni sufriera. Eso podía hacer y eso hice, porque estaba convencida de que el príncipe me amaba de igual modo que yo a él.
    —No estés tan segura —me decía el aya— los hombres engañan; a menudo confunden el placer con el amor, pero no son la misma cosa. Además él ¿qué problema tiene? Ninguno. Puede continuar contigo hasta que le llegue la hora de casarse y ya está.
   Estaba segura de que mi príncipe no era de esa clase de hombres. Estaba segura de que me amaba y de en cuanto regresara todo se resolvería entre nosotros. Además no temíamos a la reina, ni él ni yo.
   —Es que tu eres muy audaz, Jana y muy terca. No es temor, es destino. Si Recaredo quiere reinar sabe desde la cuna lo que debe hacer. Es algo que ha mamado, algo que ha crecido con él, algo que es consustancial con su posición; el aya suspiró y se sentó, derrotada. Mi niña querida, temo que el príncipe te mienta y te haga creer lo que no puede ser. Lo temo. Entonces no se qué va a ser de ti. Confío en que actúe con honradez y te permita a ti también continuar tu destino, porque tú también lo tienes, y seguro que más feliz y menos complicado que el suyo y esperemos que lejos de esta corte maldita.
   —No sufras aya. Yo también haré lo debido —respondí resuelta, continuando con mi fingimiento—. Aunque me desangre por dentro, aunque no consiga ser feliz nunca más, no quiero causar daño alguno a madre, nunca me lo perdonaría si así ocurriera. Por eso acataré lo que ordene mi padre y cuanto antes mejor.
   —¡Que Dios te ilumine para que así sea!
   Con la luz de Dios o sin ella, el juego parecía haberse resuelto a favor de la reina, pero aun faltaba mucho para terminar la partida, apenas habían eliminado un peón, y la suerte podía mudar y la jugada complicarse para quien parecía ir ganando y al final, el resultado podía no ser el previsto por Goswintha.
   Si estas reflexiones las hubiera escuchado mi aya, no es que dudara, estaría más que convencida, de mi poca inteligencia y de mi nula sensatez, pero ¿cuándo se ha visto una enamorada sensata? Nunca.
   Entonces, yo no tenía por qué ser la primera.



[1] Ceuta
[2] Comes thesauri, administrador del tesoro de la corona

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