La viajera del agua


Los planes del rey, segunda parte

14

                                                                                                                                                                                                                                                                                
Leovigildo y Goswintha
                                                                   
                                                                                                                                                                       
 A criterio del otro rey, los hispanos eran gentes arrogantes y soberbias, “una elite venida a menos, resentida e intrigante”, que trataban a los godos sin respeto alguno y que en el fondo estaban orgullosos de no haberse mezclado con nosotros. Lo cual no era cierto; antes de la prohibición, las dos etnias se habían mezclado en todos los estamentos sociales, por lo menos en la Galia y en la Septimania y supongo que aquí también, porque tengo entendido que hubo en el pasado más de una reina hispanorromana. Goswintha, discrepaba de Leovigildo, sobre manera, en lo referente a su fidelidad, más que dudosa. Se daban casos, según ella, de magnates hispanos tan poderosos y con una extensión tal de territorio, que hacían y deshacían a su antojo dentro de sus límites, sin que ni las leyes del reino ni siquiera el rey fueran reconocidos, ni menos aun obedecidos, como el orden imperante en la nación. Eran reyezuelos, remedando el poder real en sus enclaves.
   —Igual que los visigodos —respondía el rey—. Solo que los hispanos no votan en el Consejo y por tanto no son culpables de las coacciones ni de  los crímenes que se cometen antes y durante y después de la elección de los reyes.
   —No estés tan seguro. Muchas veces son los instigadores. No pensarás que les da igual quien les gobierne. Actúan bajo cuerda que es peor. Son ladinos y miserables, gentuza a la que piensas entregar el poder. Las guerras te han enajenado el entendimiento y la sensatez.
   Estábamos ese día el africano y yo invitados a comer con los reyes. El, apenas se había inmutado cuando se enteró de la muerte de mi madre, solamente me preguntó si había sufrido.
   —No —le respondí.
   —Mejor.
   No sé si se refirió a la falta de sufrimiento o a la muerte en sí. Tal vez para él estaba mejor muerta. Pero yo me había quedado muy sola y muy triste, así que traté de excusarme por el luto para no asistir a la comida real, pero el africano me ordenó acudir: “Es una comida Jana, no es una fiesta. Además el rey quiere conocerte.”
   Me vestí de oscuro como para un funeral. Estaba pálida y ojerosa por la vigilia y la pena. Mi aya me dijo que pese a ello estaba muy favorecida.
   —La pena te sienta bien como a tu pobre madre, que a pesar de los sufrimientos, cada día estaba más guapa. Recuerda la mañana que murió, su rostro se había transfigurado y parecía una niña.
   Pienso que mi madre había muerto en realidad siendo una niña, aquella noche nefasta de mi concepción. El tiempo vivido de más fue una prolongación de su quebranto y de su amargura y de su soledad, mitigadas solamente por mi presencia en su vida, de eso estoy segura,  que se acrecentaron en la corte y terminaron por fin el día que nos dejó cuando tal vez sus fallidos hijos vinieron a su encuentro y ella retrocedió en el tiempo y se fue con ellos alegre, como la niña que había sido hasta aquel día desgraciado.
   Cuando llegamos al refectorio, el rey, al que apenas había visto antes, me observó durante un buen rato. No era muy alto, tenía el cabello y la barba rojizos y el rostro abotargado, pero bondadoso. No parecía tan fiero como le suponía, aunque era más viejo de lo que  yo pensaba, o por lo menos lo parecía, tal vez por la vida tan ajetreada de batallas que llevaba; sin embargo, conservaba el empaque y su figura emanaba autoridad. La  protocolaria reverencia te surgía ante él de modo natural. Nunca estaba en la corte, pero por lo visto, se enteraba de todo.
   —Eres muy guapa, Jana. Muy guapa. No me extraña que el príncipe Recaredo se haya fijado en ti.
   —Muchas gracias, alteza.
   La reina me miró de través. Yo tomé asiento donde el  rey me indicó, a su izquierda, entre él y mi padre. Estaba presente Hermenegildo, sentado a su derecha, y su mentor, recién llegados de Híspalis; el príncipe, me observaba y me sonreía cuando yo levantaba la vista del plato, hecho de un material irisado que no supe precisar. Las copas  eran de oro al igual que los cubiertos. No obstante el rey y el africano, comieron el asado con los dedos. Creo que el africano en este punto preciso secundaba al rey en todo lo que éste hiciera; cuando el rey cazaba, él cazaba, cuando el rey comía, él también comía, si el rey reposaba lo mismo haría su ayudante y si el rey se volviera loco de improviso y nos degollara con su puñal, el africano nos remataría. Eran dos grandes lobos con forma humana. ¿Y que era Goswintha? Era la Hembra de la manada. Los lobos podían matarse por ella en cualquier momento. No solo estos dos; todos los lobos, los de todas las manadas de lobos de la Hispania entera. Así veía yo la situación ahora mismo; sin embargo, reconozco que uno de ellos no se dejó devorar por la horda que ella azuzó contra él, aunque tampoco se vengó después. La Hembra de lobo tenía mucho poder. Demasiado poder; al final iba a tener razón mi aya. Goswintha era más que el rey: Goswintha, la reina de Toletum, era el reino entero.
   La conversación, en gótico, se inició con la boda de Hermenegildo y la llegada de la princesa, pero enseguida derivó a la revisión del Código. Leovigildo puso al corriente a su hijo de cómo iban las nuevas disposiciones y le hizo un esquema del reparto de las tareas de  gobierno y le incidió en la conveniencia de continuarlas, si a él le sobreviniera la muerte o cualquiera incapacidad. La reina levantó su copa. El rey la fulminó con la mirada. Yo observaba muda y cohibida, pero cada vez más interesada en la conversación.
   —Con el tiempo surgirá una nueva sociedad, mezcla de los dos pueblos. Eso es lo que veo en el futuro, una sociedad hispano visigoda, más próspera y más instruida, cohesionada y fuerte ante los enemigos. Los nuevos hispanos.
   —Tonterías de viejo cansado. ¿Sabes lo que lograrás? Que la nueva clase política se haga  paulatinamente con el poder y ¿luego qué? Abrirían la puerta al emperador de Byzantium. “Ya todo está en nuestras manos, restauremos el viejo imperio. Para ello os ofrecemos la cabeza del rey visigodo en bandeja de oro. Por fin la Hispania es católica y de nuevo imperial”. ¡Iluso!
   —No harán tal cosa. Los hispanos de ahora mismo  ya no desean vivir bajo el yugo de nadie. Desean como yo un reino totalmente independiente con identidad propia, donde todos los súbditos, provengan de la etnia que provengan, tengan una existencia digna. Ese es el único modo de avanzar. Su propuesta es generosa teniendo en cuenta que poseen la mayor parte de las tierras y son los que sostienen al reino con sus impuestos, dado que son seis veces más que nosotros. Saben leer y escribir, tienen galenos y curanderos, maestros, artesanos que recuperen y enseñen los diversos oficios que están ahora mismo cayendo en el olvido, escuelas y academias donde imparten retórica, filosofía y derecho y son buenos guerreros y súbditos fieles y entregados. Me lo han demostrado con creces. Ya es hora de que el rey los trate como se merecen. Como se merece cualquier hombre libre que satisface sus impuestos. Tengo buenos amigos entre esta aristocracia hispana preocupada por el reino _dijo el rey a su hijo_ ellos me ayudarán a llevar las reformas a buen término. Ellos serán buenos consejeros para ti y aliados fieles.
   —No me explico cómo eres capaz de fiarte de esas gentes; no se han rebelado porque están rodeados de reinos amigos del nuestro y emparentados con nosotros. Entre todos los aplastaríamos _volvió a decir la reina con testarudez.
   —No lo creas. Estamos rodeados de católicos. Hasta Miro, el suevo, se ha convertido. No sé a quién ayudarían llegado el caso. Además, ¿en quién quieres que me apoye para llevar a cabo las reformas, en las tribus visigodas que ya andan sublevándose? Solo saben matar y saquear, matar y saquear, incluso entre ellos mismos. Necesito puntales de otra calaña.
   —Te apoyarían si las reformas fueran inteligentes, si no actuaras en contra de los tuyos.
   —En el reino coexisten varias comunidades, no sólo estamos nosotros los visigodos. Debo ser el rey de todas y cada una de ellas, no puedo ser rey de solo unos cuantos. Por eso se hace imprescindible que todas tengan los mismos derechos y los mismos deberes, aunque respetando las tradiciones de todos, la lengua que cada etnia hablamos y la religión que cada uno de nosotros profesamos. Quiero que impere un orden económico y social justo, porque deseo que todos tengamos una existencia digna en esta nueva nación. Ese debe der el fin de cualquier gobernante.
   —Sofismas griegos. Lo que nos faltaba.
   El rey prosiguió como si no hubiera oído nada.
   —Quiero una monarquía sucesoria y un reino unido y en paz.  Así tiene que ser y así será.
   —Te has dejado embaucar por esa aristocracia católica fanática de las doctrinas griegas y te has dejado arrastrar por ellos al abismo de la entelequia. Llegarás a la perfección y ese será tu fin, pero tu fin real. El prestigio, la inmortalidad, se adquieren de otra manera, afirmando la aventura militar de nuestros mayores y respetando las tradiciones.
   —No se puede continuar como siempre. El mundo avanza y la sociedad debe avanzar también y el gobierno debe encauzar esos avances en beneficio de todos.
   —Sofismas, tonterías, vanidades. Estás moviéndote por un territorio del pensamiento, desconocido para ti por donde andas perdido, ciego mejor, y te dejas guiar por el primer retórico que te sale al paso, por el primer iluso charlatán. Esa no es nuestra filosofía, ni es proceder serio para un rey.
   —Tampoco hace falta que lo hayamos inventado nosotros. Hay que saber aprovechar las buenas ideas provengan de donde provengan.
   La reina continuó llevando el discurso a su terreno, obviando el parecer del rey.
   —Fíate de la verborrea católica, de sus quimeras igualitarias, fíate incluso de los judíos, que son todavía peores. Será tu mayor error.  Luego no digas que no te lo advertí.
   —No toleraré discriminaciones por razón de raza en este nuevo orden. Todos seremos iguales ante la ley. Acabaré con los impuestos especiales que pesan sobre algunas comunidades, como la judía.
     —Oh, qué bien. Voy de asombro en asombro. De ese modo el estado ingresará menos. Muy inteligente  por tu parte. Veremos cómo sostienes al ejército para lograr la unidad. 
   —No será así, porque el clero tanto arriano como católico, pagará  impuestos como todo mundo. La merma quedará compensada.
   —Maravilloso, pagaran las iglesias, gobernarán los católicos, la monarquía dejará de ser electiva, la nobleza visigoda perderá poder. Maravilloso. Sólo te falta nombrar un comes del tesoro judío.
   —¿Por qué no? Son muy listos para las finanzas. Mira, anotaré la idea. Y no gobernarán los católicos, gobernaremos visigodos y católicos, en principio. Porque hay más etnias.
   —Te lo advierto, piénsate muy bien lo que vas a hacer. Estas cavando el fin de tu reinado.
   —Cállate ya mujer, deja de proferir amenazas sin fundamento y de hablar de lo que no te importa. Yo soy el rey aquí. ¡A callar! —Leovigildo, acompañó la orden con un puñetazo en la mesa que derramó las copas e hizo saltar las ocas asadas dentro de los platos como si hubieran cobrado vida— ¡Cierra el pico de una vez, vieja urraca entrometida y ambiciosa!


15

Recaredo

La reina guardó silencio a regañadientes y así el rey pudo detallarnos, con su entusiasmo contagioso, las reformas previstas y hacernos participes de sus planes para el futuro de los príncipes y del reino. Así me enteré de que el aristócrata hispano íntimo amigo del rey era el mismo que nos había  acogido en su casa en Caesaraugusta durante nuestro viaje, aquel que era muy amigo también del africano; Publio Braulio Crispo era su nombre y en su momento me había parecido un hombre amable, muy preocupado por nosotras, en especial por la salud de mi madre. Recuerdo su palacio caldeado por la gloria y recuerdo los dulces y las viadas exquisitas que nos servían. En la partida nos proporcionaron caballos de repuesto y un grupo de hombres armados a su servicio nos acompañó hasta las afueras de Toletum.   El rey y él, iban a encontrarse en Rexópolis, la nueva ciudad que se estaba construyendo: “porque es bueno colaborar con el paisaje para transformar el mundo, esto se lo he escuchado a algún emperador romano”, —decía el rey— como capital de la Celtiberia y a donde pensaba enviar a Recaredo como gobernador (esto lo afirmó mirándome), allí terminarían de diseñar la nueva Hispania. El africano iba a acompañar a Leovigildo y Hermenegildo propuso al rey que me nombrara dama de la princesa Ingundis antes de partir.
   —Jana es septimana y su familia materna procede de Aquitania. Habla gótico, latín y conoce el griego, es instruida y discreta. Lo sé porque así me lo ha confiado Recaredo —afirmó sonriendo ante mi cara de estupor.
   Leovigildo asintió. La reina me miró fijamente y luego hizo una seña casi imperceptible a su amigo el lusitano, que intervino en la conversación por vez primera en toda la comida.
   —Jana tiene concertada boda con Atanasio de Melque.
   —Me suena ¿quién es? —preguntó el rey.
   —Es el hijo del señor de Melque. Es gardingo de vuestra alteza.
   —Ah, perfecto. ¿Pero, no era novia de mi hijo?
   Se hizo un silencio espeso, más espeso y correoso que el puré irreconocible que acompañaba a la carne. Tras él, respondió Hermenegildo.
   —Mi hermano está enamorado de Jana. Nadie sabía que tuviera dispuesto marido.
   —Es posterior —aclaró el africano.
   —¿Cómo posterior? ¿Le has buscado marido mientras tenía relación con mi hijo?
   —No pensé que la cosa fuera seria alteza, creí que eran asuntos de jóvenes sin mayor importancia, una amistad  simplemente_ respondió sin perder el aplomo_ bien se que el príncipe se desposará con quien deba cuando llegue el momento. Una relación con otra mujer es una quimera.
   —Repito que mi hermano está enamorado y él piensa que Jana le corresponde_ insistió Hermenegildo.
   —¿Es cierto? —­me preguntó el rey— ¿Le correspondes?
   —Si, alteza —dije casi sin voz, sonrojándome.
   —Bien —dijo el rey—, cuando regrese Recaredo hablaré con él de esto y luego tomaremos una determinación. ¿Hay fecha para la boda con Melque?
   —Recaredo se casará con Clodosintha, la hermana menor de Ingundis_ cortó la reina.
   —¿Pero no odiabas a los católicos?
   —Clodosintha es mi nieta y obviamente yo no odio a mi familia. Recaredo se casará con ella como estaba previsto.
   —Eso se verá. No hay nada decidido y con una merovingia en la corte ya es suficiente, con eso los acuerdos quedan satisfechos. Además, estoy harto de los francos, harto. Nombraré a Jana dama de Ingundis como deseas. ¿Me has dicho que no hay fecha?
   —Solamente está hablado alteza. No hemos concretado nada aun.
   —Bien. Déjalo así por el momento, hasta que regrese mi hijo —El rey me miró y me tomó la mano—. Me gustas mucho septimana. Confío en que sirvas fielmente a mi nuera al igual que tu padre ha hecho conmigo y con el reino durante todos estos años. Necesito gente de bien en todas partes, gente noble e instruida que esté a la altura de esta nueva era que iniciamos con tanta esperanza.
   —Los príncipes terminarán traicionados por esta nueva casta que estás creando, si no te traicionan antes a ti.
   —Déjalo ya Goswintha.
   —Tu padre el rey se equivoca. Estos hispanos que se dejaron dominar con tanta docilidad, ocultan algo. Estoy convencida. Están esperando su oportunidad. Tu padre les está entregando el reino. Errores de viejo enajenado.
   —Vámonos Eberhart. Tenemos mucho que hacer. Mi hijo se ocupará del gobierno, tú ocúpate de tus asuntos —le dijo a Goswintha—.  Y deja en paz la dirección del reino. Ah y me gusta Jana para mi hijo, es guapa, discreta, bien educada, instruida y le ama. Será una buena esposa. No como otras.
   —La historia te pedirá cuentas por irresponsable.
   El rey se levantó y tras blasfemar, arrojó al suelo de un manotazo las fuentes con las viandas y la vajilla; luego, agarró a la reina por el cuello, llamándola germana ramera ambiciosa, hija de víbora y de escorpión, antes de abandonar el refectorio dando un portazo que hizo balancear las lámparas del techo, apagando la mayoría de los velones.
   —Has perdido completamente la cabeza. Terminarás con ella cortada por los católicos y los judíos y toda esa morralla que piensas ascender al poder_ sentenció la reina levantando mucho la voz.
   El rey volvió sobre sus pasos y parándose delante de ella, ordenó con voz de trueno.
   —¡Mírame!
   Goswintha levantó su rostro airado en actitud desafiante. Entonces el rey le escupió en plena cara y se fue sin más. La reina se puso lívida. Su hermosura se crispó en una mueca indefinible, el color había huido de sus mejillas y las manos se aferraban al borde de la mesa, como si esta fuera el reino de Hispania que se le escapaba. No podía permitir que una nueva clase política y una nueva familia  se instalaran en el poder casi a la vez. Una nueva familia y septimana además, una casta política de herejes y usureros, una monarquía hereditaria y un comes que no fuera balto. Impensable. Ella no iba a transigir en modo alguno. Se supo más tarde que la reina, pese a la advertencia, había dispuesto que el obispo Sunna se uniera al rey en la nueva ciudad.
   —No permita que el romano haga su santa voluntad. Manténgalo a raya y al rey también y procure enterarse de todo.
   Luego había llamado al arúspice y se lo había llevado a sus aposentos. Algo trama esta víbora, habría dicho el rey. Supe después que el obispo había sido arrojado de Rexópolis con cajas destempladas por Leovigildo, con la  amenaza de destierro si no era capaz de mantenerse al margen de algo que en nada le concernía. Lo que trató con el mago no trascendió para mí. Supuse que no sería nada bueno y en efecto, no me equivoqué.
   Parece ser que la reina y él habían adquirido cierta complicidad a raíz de haberle referido lo escuchado de mi conversación con Serena acerca de la muerte de Liuva I. Tal vez el mago creyera que conociendo un posible secreto de Goswintha, ésta comería de su mano. Parece mentira que un hombre de ciencia, según el príncipe, no se diera cuenta de lo peligroso que podía resultar saber más de la cuenta en esta corte llena de intrigas y de retorcidos secretos. Tal vez fuera cierto que no era adivino. Por ello sucedió lo que sucedió.

16

Una noche, días después de aquella comida con los reyes, me desperté de pronto, con sobresalto, como si hubiera sufrido una oscura pesadilla y vi al arúspice en medio de mi habitación mirándome fijamente; fue una visión tenebrosa e inquietante, por un momento dudé que fuera real. Obligué a mis ojos a abrirse por completo y tras conseguirlo di un alarido y salté de la cama, arrastrando conmigo, en mi vigoroso y aterrorizado impulso, parte de la ropa. El mago se encontraba ciertamente en mi alcoba, a los pies de mi cama, esperando algo.  Paralizada por el miedo, percibí unos bultos ondulantes, sibilinos, que se deslizaban hacia mí, reptando por debajo de las mantas. Eran dos serpientes como las que había visto tantas veces en el Fórum, bailando dentro de una cesta al son del pungi que tocaba el encantador. Volví a gritar retrocediendo hasta la pared, mientras el mago permanecía inmóvil como un farallón, esperando que las serpientes me  atacaran de una vez. Fueron sólo segundos. De pronto se abrió la puerta y entró el africano  que, blasfemando, se fue directo al arúspice y le atravesó con la espada. Era algo que él no esperaba y no opuso resistencia ni hizo ademán alguno de escapar. La muerte le llegó por sorpresa, casi como a mí. Porque mientras mi mirada se desvió sorprendida y aterrada  al inesperado final del mago, las serpientes me acorralaron con astucia y rapidez de luchador y cuando retorné a mirarlas las encontré erguidas frente a mí exhibiendo sus lenguas cimbreantes dispuestas para matar en cualquier momento.
   No sé lo que hubiera sucedido, porque no percibí en el africano intención alguna de acabar con ellas. Pero, atraídos por mis gritos llegaron unos cuantos espatarios de la guardia de Hermenegildo y fue uno  de ellos quien mató a los áspides o lo que fueran, de un par de tajos certeros. Salí corriendo hasta la habitación de mi aya. El africano vino detrás empuñando la espada ensangrentada goteando un sendero con la esencia del mago y tras él un soldado del príncipe que permaneció en el umbral.
   —¿Estás bien Jana?
   —¡No! ¿Cómo voy a estar bien cuando han querido matarme?
   —Todo terminó. Trata de calmarte. Ya no hay peligro alguno.
   —Un compañero y yo haremos guardia aquí el resto de la noche. Estad tranquilas —dijo el soldado.
   Eberhart, el africano le miró de reojo y se fue sin más. Seguro que se dirigió a los aposentos de la reina para explicarle que el asunto había salido bien solamente a medias.
   —Pero, ¿qué ha sucedido? —preguntó sorprendida mi querida Brunilda mientras me abrazaba.
   Se lo referí y después, aun temblando, recapitulé lo acontecido. El arúspice intenta matarme, poniendo serpientes en mi cama por orden de la reina. Luego, llega el africano y le mata para que no hable, con la excusa de defenderme al haberle sorprendido en mi habitación, pero dejando que los áspides me maten a mí. Dos estorbos quitados de en medio de una vez en una jugada maestra. No contaban Goswintha y el africano, con que algunos guardias del príncipe Hermenegildo, que teniendo asueto, regresaban de la ciudad, oyeran mis gritos. Esta vez el juego les salió mal, aunque por los pelos.
   —¿Comprendes ahora lo fácil que resulta liberarse de los estorbos, niña? —preguntó el aya mientras me abrazaba.
   —Ahora estoy prometida con otro.
   —¿Recuerdas lo que dijo el rey sobre la boda del príncipe?
   —Si, el rey está harto de los merovingios y no ve nuestra relación con malos ojos.
   —Pues eso. No le des más vueltas. Tu padre tiene que hacer lo que le ordene la reina. Aunque no es cierto eso de que llegaron los espatarios así por las buenas. Yo le vi tratando algo con el jefe antes de cenar. Creo que todo estaba dispuesto para que saliera mal. Sigo diciendo que tu padre te protege. Pero ándate con ojo. Aquí manda Goswintha, no lo olvides.
   Por la mañana, vinieron Atanasio y su padre. La noticia se había propagado lo mismo que el fuego del rayo en un campo de mies madura. Mientras hablábamos de lo acontecido, Hermenegildo envió a buscarme. Sus espatarios le habían referido el suceso de la noche y él se había preocupado. Escuchó mi relato y confirmó mis sospechas. Llegamos al acuerdo de referir los hechos como intentaban hacer ver que habían sucedido. El viejo hombre de ciencia, tal vez enajenado, tal vez celoso del amor del príncipe hacia mí, pensando que su influencia sobre él se le iba de las manos, intentó asesinarme metiendo serpientes en mi cama y mi padre alertado por mis gritos de socorro le mató y evitó la tragedia. Una noche desgraciada, sin duda.
   —He pensado que tú y tu aya os trasladéis a mi casa con la excusa de ponerte al corriente de tus obligaciones para con la princesa. Hoy mismo recoges tus cosas y os venís a vivir aquí. Ven siéntate, tomaremos un hidromiel y hablaremos de otros asuntos.
   Me preguntó por la Septimania, donde él había estado de niño, pero enseguida hablamos de Recaredo. Yo estaba a gusto en su presencia, me hacía sentir bien. Era tan guapo y agradable como su hermano. Hablamos de cómo nos conocimos el príncipe y yo. De cómo nos fuimos enamorando. Le conté mi conversación con la reina y tras ella, como el africano me dio la noticia de mi futura boda.
   —Tu padre se ha precipitado Jana. No niego que tu aya  tenga parte de razón, pero mi hermano está muy enamorado de ti y cuando llegue la hora de su boda, hará lo que le dicte su corazón. No adelantes los acontecimientos. No hay nada pactado para su matrimonio. Sé que el rey piensa acabar con esas alianzas familiares y además, le gustas. Por ello, creo que debes continuar tu relación con mi hermano. Recaredo es un joven tenaz. No creas que será fácil dominarle, —Hermenegildo se acercó a mí y me levantó el rostro— no temas a la reina, no permitiré que te haga daño nunca más. Te doy mi palabra. Muchas cosas van a cambiar en la política, la reina ya no tendrá tanto poder. Estate tranquila. Vivirás con la princesa y conmigo y mi hermano y tú podréis veros cuando queráis. Nada temas. Hallaremos el modo de romper tu compromiso sin que nadie sufra más de lo debido. A Melque se le compensará adecuadamente. Cuando regrese mi hermano todo volverá a ser como antes.
   Esa noche, por fin, pude volver a dormir. Uno de mis primeros pensamientos fue para Serena. Ahora ya nadie le daría más brebajes. La muerte del mago le había salvado asimismo la vida. De todos modos y por si acaso, me ocuparía de ello. Mi aya también se tranquilizó, que falta le hacía, contentas las dos tras tanto sufrimiento, por irnos a vivir con los príncipes al lado de una princesa merovingia, que se nos antojaba diferente. Era como si un trozo de nuestra añorada Septimania, viniera  a la corte, aunque la princesa procediera de Austrasia. El príncipe, que la había conocido años atrás, hablaba de ella con entusiasmo. Según él, era dulce e instruida y guapa y buena y generosa. La mujer que, estaba convencido, le iba a hacer feliz y con la que deseaba reinar cuando llegara el día y con la que pensaba formar una familia numerosa y feliz.
   —Seréis muy buenas amigas, ya verás.
   Cada vez tenía más deseos de conocer a la princesa a la que adornaban tantas gracias. Cuando lo hice, descubrí que también tenía mucho carácter y fuertes convicciones y demasiada ambición.
   Eso no resultó bueno para nadie.


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