La viajera del agua



De nuevo el mar, segunda parte


Mauretania Tingitana, época romana


Desembarcamos en Rusadir tres jornadas después, sin ningún contratiempo. Aquí deberíamos esperar unos días otro barco para Orán. Esta vez la travesía sería un poco más corta.
   —Desde Orán iremos alargando un poco las etapas, si vemos que los niños están bien —me anunció Cayo.
   —Perfecto. ¿Hay alguna noticia?
   El romano negó con la cabeza.
   —No os preocupéis. En cuanto sepa algo, correré a contároslo.
   —Tengo muchas ganas de llegar a algún sitio normal, donde se coma como antes en Hispania —dijo Brunilda que últimamente se quejaba por todo—. Estoy harta de comer el dichoso garum[1]. Todo sabe igual.
   —Por el momento será difícil, aya.
   Fuimos hasta Orán  y desde allí a Caesarea sin contratiempos. Llovió, escampó y lo más importante, los niños continuaban el viaje bien, aunque a Atanagildo le apuntaban dos dientes y con las lógicas molestias lloriqueaba de vez en cuando. Entonces Sigebert le tomaba en brazos y le paseaba por cubierta, cantándole una vieja canción septimana que a todos nos había arrullado de niños, hasta que el príncipe se dormía. Recordé a mi madre y decidí imitar con los príncipes lo que ella había hecho conmigo: escribir y guardar cada nueva que acontecía en mi vida, desde la salida de los primeros dientes, hasta los primeros pasos y desde las primeras palabras hasta el día en que me hice mujer.
   Nos detuvimos un tiempo en Caesarea, porque  hasta Cayo llegaron noticias de los enviados de las reinas.  Por una parte, en Byzantium, habían convencido a los emisarios de Brunechildis  de Austrasia, para que aguardasen allí nuestra llegada y la de Recaredo o sus enviados y luego ellos discutirían entre si lo que había que hacer con Atanagildo. Eran asuntos entre el rey de Toletum y el de Austrasia, Byzantium habría cumplido y solamente sería el anfitrión. No podía ni debía ir más allá.
   —Por este lado el camino está despejado. Los reyes de Austrasia están de acuerdo, ellos deseaban impedir que Goswintha se hiciera con su nieto, dado lo que ocurrió con la princesa Ingundis. Los reyes culpan a Goswintha de su muerte. Otra cosa muy distinta son los enviados de ésta. Parece ser que, una vez sabido que navegamos por la Mauretania, han decidido poner gente en cada barco que toque sus puertos y en todos y en cada uno  de estos. Luego, piensan continuar haciendo lo mismo por toda la costa y seguirnos hasta Byzantium. Han estado desplegándose sin tregua y saben que estamos aquí, en Caesarea, pero no saben dónde. En este momento estamos seguros. Mis contactos nos han proporcionado gente de sobra para repeler cualquier ataque, pero me preocupan las travesías. Había pensado, incluso, continuar por tierra, pero ahora mismo las condiciones serían muy extremas para dos niños tan pequeños. De momento no embarcaremos. Os mantendré al corriente.
   —¿No se sabe nada de la guerra?
   —Parece ser que continúa ligeramente favorable a Toletum. Emérita, que yo sepa, aun no se ha rendido. Hay rumores de que el rey Leovigildo les ha hecho llegar la oferta de libertad a cambio de rendición, pero Hermenegildo y los suyos no han aceptado, a pesar de estar prácticamente sin víveres y con poca agua. La Oróspeda estaba casi liberada, supongo que a estas alturas ya será del príncipe. Son ejércitos muy poderosos, Leovigildo y Recaredo juntos, son la estrategia y la inteligencia en estado puro. Debéis confiar.
   Asentí. Eran buenas noticias a medias. Yo pensaba también en Hermenegildo. Su padre, en un último intento por salvar al hijo le había ofrecido la libertad a cambio de entregarse; creo seguro que Gesaleico y su gente no consintieron. Estoy convencida de que Hermenegildo continúa siendo un rehén en manos de la conjura. Él seguro que hubiera preferido terminar de una vez, arrodillarse ante su padre y abrazar a su hijo, al que apenas conoció. Que vencieran Leovigildo y Recaredo era lo deseado por mí, pero la suerte del rey de Híspalis también me preocupaba. Era mi cuñado, yo tenía conmigo a su hijo. ¿Qué le íbamos a contar el día de mañana al príncipe? ¿Qué su padre había luchando contra su abuelo y su tío y que estos le habían dado muerte durante la batalla? ¿O que habían ordenado encarcelarlo, una vez hecho prisionero? Atanagildo iba a descubrir que su padre había sido un traidor y su madre, la dulce Ingundis, una reina ambiciosa y manipuladora y su bisabuela una reina cruel y asesina. También existía la posibilidad, aunque no se contemplara, de que su padre, ganara la partida. Entonces la versión sería diferente, entonces le contarían que su abuelo, el rey de Toletum y su tío Recaredo habían marchado con sus ejércitos contra su padre, por haberse convertido a la religión verdadera proclamada  en Nicea y por haberla defendido arriesgando su vida,  y tras morir la reina, su madre, los bizantinos aliados con Toletum y apoyados por la septimana y por Sigebert, el traídor, le habían raptado y le habían llevado lejos, separándole de su familia y de su futuro regio, por la fuerza. El porvenir contaría los hechos, como siempre ocurre, a conveniencia del vencedor, siempre deformados y parciales, siempre las verdades a medias. También podía acontecer que                                                                                       Atanagildo fuera entregado por Toletum a su abuela materna y nunca más volviéramos a verlo. Podría convertirse en moneda de cambio para evitar una guerra, o para sellar una alianza. ¡Dichoso futuro! Yo no iba a permitir que a mi hija la intercambiaran como si fuera una yegua. A mi hija no, era algo que quedaría claro con su padre tras el reencuentro. De momento el presente tampoco era halagüeño, acosados en medio de la Mauretania, por los esbirros de la reina, sin saber qué decisión tomar. Había que planificar muy bien la estrategia. Volví a pasar noches en vela, hasta que se me ocurrió algo. Supuse que Cayo habría pensado lo mismo o algo parecido, pero si no lo hablaba con él nunca lo sabría, además dos cabezas pensando juntas son siempre mejor que una.
   —Tengo pagarés del rey que puedo cambiar, con ese dinero compraremos un barco y lo aprovisionaremos de soldados y marineros y nos haremos a la mar por nuestra cuenta.
   —También lo había pensado. Pero no puede ser con vuestro peculio. Nos localizarían enseguida. Byzantium lo adelantará, luego ya se harán cuentas. Otra gente comprará el barco, no yo desde luego, y hará todos los preparativos. Sería bueno partir desde otro punto de la costa menos vigilado, no desde el puerto principal. Hay que pertrechar muy bien el barco, porque la travesía será larga. Tocaremos tierra en alguna isla que haya por el camino, si la travesía se prolonga. Trataremos de llegar a Sicilia y allí veremos…
   —Podríamos esperar en Sicilia hasta que finalice la guerra en Hispania, luego iríamos a Byzantium para el reencuentro. —Planifiqué con poca esperanza. Cada vez lo veía más lejos y difícil.
   —Lo primero es lo primero. Vamos a tratar de burlar la vigilancia y de salir de aquí. Después iremos decidiendo sobre la marcha, según se sucedan los acontecimientos.
   —En esa isla que decís, no sabremos nada de la guerra.
   —Será difícil. Procuraremos pasar a Sicilia cuanto antes podamos. Tened confianza.
   Cayo me iba informando con puntualidad de todos los pasos que iba dando. Ya teníamos el barco. Fingiría trasportar trigo e higos secos. La población de Sicilia había experimentado un sensible crecimiento y precisaban alimentos con urgencia. El barco estaría bajo el control de una naviera local siciliana, todo parecería real. Se había descartado la posibilidad de otro puerto más discreto, porque Toletum estaba en todas partes y un barco grande saliendo de un puerto de menor importancia llamaría la atención.
   —Necesitaríamos un barco que navegara bajo el mar —le dije a Brunilda cuando me preguntó.
   —Veo que la imaginación te sigue acompañando pese a las dificultades;  en estos momentos ya no sé si es bueno o es malo.
   Cayo y su gente habían camuflado muy bien el flete del barco. Alguien que se hizo pasar por un magnate siciliano se había presentado en Caesarea y había adquirido dos barcos de la flota de un naviero local. Uno grande, con tres velas y un enorme cisne a popa, que navegaría hasta Agrigentum y otro más pequeño que se dedicaría a trasportar la mercancía desde otros puertos de la zona a fin de aprovisionar al barco grande para su singladura. ¿Por qué un viaje tan largo, habiendo otros puertos mejores y más cercanos a Sicilia? Le habían preguntado al supuesto armador. “Precisamente por ser tan importantes son mucho más caros. Necesito trigo, higos secos y alguna otra mercancía de primera necesidad. Me sale más barato almacenar y trasportar desde aquí, que desde Cartago, por ejemplo. Es algo que ya se está comenzando a hacer con barcos más rápidos.”
   Parece ser que la treta surtió el efecto deseado. El barco cargó mercancía y nosotros nos fuimos trasladando, camuflados, a bordo. Sigebert y yo, vestida de hombre, embarcamos a los niños dormidos tras el baño y la comida, metidos en canastas cerradas como si fueran dátiles. Brunilda protestó, como casi siempre, al tener que ponerse el atuendo masculino. Al fin con todos a bordo, el barco se hizo a la mar. Esta vez no permanecí en cubierta mirándolo todo,  sino que consideré más seguro permanecer en nuestros habitáculos, hasta que el barco se alejó del puerto.
   La travesía se prolongó durante cinco días, con sus noches, bastante tranquilos. Los hombres de Cayo nos dieron unas hojas procedentes de las montañas, que se masticaban para prevenir el mareo. Por vez primera Brunilda no pasó la travesía vomitando y pudo salir a cubierta y ver el mar y ocuparse de los niños que comieron, jugaron y durmieron, ajenos y felices. Los dos gateaban y se reían exhibiendo un par de dientes inferiores desiguales y graciosos colocados de cualquier modo sobre la encía por un dios desmañado o travieso. El barco entero estaba pendiente de ellos, hasta a Cayo se le caía la baba, incluso muchas veces no podía resistirse y les tomaba en brazos.
   —¿Tenéis hijos Cayo?
   —Los tuve —respondió gravemente dejando a Atanagildo sobre  el suelo.
   —Lo siento —balbuceé avergonzada.
   No pregunté nada más porque hubiera sido muy desconsiderado, además Cayo se alejó. Quise darme de bofetones en ese momento. Sigebert se acercó y me tomó la mano y me la besó. Yo continuaba queriendo agredirme sin misericordia.
   Era imposible tener noticias de la guerra, así que nadie preguntaba aunque Sigebert y yo la tuviéramos siempre presente. Hispania había quedado muy atrás, pero no en nuestra memoria. Nos cruzábamos con barcos que iban y venían, así que continuamos con nuestro atuendo masculino para no llamar la atención. Que nadie pudiera decir que en nuestra nave viajaban mujeres.
   —Esto o permanecer en tu camarín —le dije tajante a Brunilda cuando protestó.
   —Estás insoportable en tu papel de princesa madre.
   Se había puesto a llover de continuo. Ya nos había ocurrido en otras travesías, pero aquellas fueron lluvias puntuales; un chaparrón y de nuevo, el sol. Sin embargo estos días la lluvia era continua, obstinada como yo; el viento caliente del oeste trajo la neblina que dificultó la navegación y terminó por hacerla imposible. Una nube densa y húmeda borró el mar y apresó la nave; llegó mansa y suave para envolvernos como un abrazo hasta apoderarse de todos los rincones, incluso la bodega, haciendo un único todo del cielo y el mar con el barco dentro. Como una masa. Nuestros marineros conocían la costa mejor que su casa, así que dirigieron la nave hacía una ensenada natural cercana. Calcularon la distancia, navegaron hasta allí con extremo cuidado, arriaron velas y fondearon, confiando en que la luz del día por venir, raleara las nubes que nos habían engullido, y fuera posible hallar la entrada del abrigo natural para esperar allí el final de las lluvias y evitar contratiempos como este. Se escuchaba  el cuerno de otro barco detenido también en las mismas condiciones que nosotros. Según los marineros estaba dos milias por delante desviado a estribor.
   —Nos hemos detenido quizá demasiado alejados de la costa, según la posición de ese barco que emite señales, pero por esta zona hay lajas y es peligroso acercarse más a tierra sin tener visibilidad —informó Cayo como siempre hacía.
   El sonido de nuestro cuerno de señales me impidió dormir. Además hacía unos días que me encontraba mal. Lo achacaba al nerviosismo del viaje y a la preocupación  por los niños y por Recaredo y al dolor acumulado desde nuestra partida de Toletum. Todo me estaba cobrando  factura, mi ánimo ya no aguantaba bien, ya no era el mismo. Tras varias horas de obstinada vigilia, el cansancio, compasivo, me rindió por fin. Poco más tarde me desperté al notar una sacudida, como si algo hubiera chocado contra el barco o éste contra algo, una roca tal vez. El movimiento fue tan violento que los niños se despertaron y comenzaron a llorar sobresaltados. Yo iba a salir para preguntar, cuando en la puerta me topé con Sigebert.
   —Jana un barco nos ha abordado. No temas ha sido un accidente, no creemos que haya peligro, de todos modos y por si acaso, no te muevas de aquí. Cierra la puerta y espera. Si puede ser, que los niños no lloren.
   —¿Es grande el otro barco?
   —No, es más pequeño que el nuestro. Perdieron el rumbo, no nos vieron con la niebla. No sé muy bien que sucedió. No temas todo está bajo control, si hubiera algún problema nosotros somos muchos más.
   No me quedé tranquila, pese a todo. Que no nos vieran era lo natural con la niebla, pero podían escuchar perfectamente nuestras señales a no ser que todos fueran sordos. Cerré bien y aguardé con los niños a los que di de mamar para que se callaran. Escuchaba en cubierta gritos y conversaciones en latín, mezclados con alguna blasfemia y bastantes imprecaciones. Era la voz de Cayo que parecía furioso con alguien que supuse era el patrón del otro barco. Bastante rato después volvió Sigebert para tranquilizarme. Todo parecía estar bien, pero la otra nave había sufrido  desperfectos y pretendía navegar a nuestra estela, por si acaso, hasta las proximidades de Regius.
   Permanecí despierta el resto de la noche. Mediada la mañana del siguiente día, la niebla comenzó a ralear como esperábamos. Cayo llegó para informarme de todo como hacía siempre. Me contó lo mismo que ya me había contado Sigebert.
   —Nosotros continuaremos nuestro rumbo, no nos aproximaremos a Regius.
   —¿Falta mucho para nuestro destino?
   —Unos cuatro días.
   Continuamos viaje mediada la tarde, cuando el tul de niebla se rompió por completo, rasgado con desgana por unas manos invisibles, y la lluvia cesó, con el barco accidentado tras nuestra estela. A la altura de Regius  se dirigió al puerto y nosotros continuamos viaje. Nuestros marineros habían ayudado a reparar lo más urgente y Cayo los mantuvo alejados de nuestra nave. Durante un día más proseguimos nuestra singladura con la costa a la vista, pero luego la costa se fue alejando hasta que las aguas del dios Neptuno nos rodearon por completo y la tierra de los hombres desapareció.
   Mientras navegamos por mar abierto permanecí en mi cámara con los niños, me daba miedo tanta agua alrededor sin tierra de referencia. Me había vuelto temerosa, algo que no me sucedía antes; conocí la tristeza y la añoranza y la soledad cuando abandoné Septimania y más tarde sufrí por amor, y por la pérdida de mi madre y por la forzada separación de mi esposo, pero lo que se dice miedo, solamente la noche del arúspice aunque fue un hecho puntual y un miedo con causa, no fue como este temor continuo a la nada. Me abrazaba a los niños, pero ni siquiera ellos con su calor y sus miradas dulces y su sonrisa agradecida  y su parloteo alborozado, calmaban la excitación que me mordía por dentro. Pensaba, para darme ánimo, en el reencuentro con Recaredo, pero eso era aun peor; desde hacía ya un tiempo lo daba por imposible ¿Qué sería de nosotros sin él? Aunque estaba Sigebert que nos protegía con su vida y Cayo que no nos abandonaría, el futuro era incierto y eso me hacía pensar en la muerte más a menudo de lo deseado.
   Brunilda vino a buscarme para salir a cubierta a tomar el aire. El tiempo era magnífico, pero yo no tenía ánimo, prefería estar en el camarín.
   —Me parece raro que no quieras tomar el aire y verlo todo. Tanto como te gusta el mar.
   —Es que me da miedo tanta agua alrededor.
   —¿Miedo el mar? Estarás de chanza supongo. ¿Acaso no te encuentras bien?
   —Si aya me encuentro bien, pero estoy agotada  y nerviosa, prefiero descansar, llévate tú a los niños.
   Sigebert vino a verme preocupado. Se sentó sobre la cama a mi lado y me tomo de la mano. Me dijo que Cayo esperaba estar en Sicilia primero de lo esperado, la singladura iba muy bien, el viento era muy favorable y el mar colaboraba con calma y sosiego. Me adormecí recostada en su hombro. Su voz hablándome bajo era como un bálsamo. Desperté para dar el alimento a los niños y de nuevo volvió el desasosiego.
   Mis preocupaciones tuvieron fundamento al día siguiente. Un barco romano  nos hizo señales para aproximarse. Cuando estuvo situado en paralelo a nosotros desplegó algo parecido al viejo corvus,  una especie de puente levadizo que servía lo mismo para el abordaje que para la comunicación, como en este caso. Era un engranaje complicado, según me parecían a mí estas cosas, sujeto a un mástil colocado a proa,  un poco inclinado, que se accionaba por medio de un cabo y dos roldanas que lo bajaban y lo izaban de nuevo. En caso de ataque al barco enemigo, me explicó Sigebert  mientras contemplábamos la maniobra, llevaba atado al extremo un garfio de hierro que impactaba con violencia sobre el casco del barco rival y lo sujetaba para el abordaje, pero este no iba armado, por suerte.



   —Ahora ya no se utiliza —me informó Sigebert—, porque el pilón pesaba demasiado y desestabilizaba las naves.
   Nuestro barco, carecía de este artilugio, pero el visitante, preparado para singladuras más largas y peligrosas si lo incorporaba. Además, creí adivinar que esa nave no trasportaba alimentos, ni telas, ni vasijas, si no algo más comprometido. Llevaba mucha tropa a bordo.
   —¿Quiénes son? —pregunté a Sigebert— No son como todos los barcos.
   —Patrullan por el mar. Vigilan la seguridad, previenen abordajes y mantienen alejados a los bandidos que asaltan las naves para robar y para secuestrar y pedir luego un rescate. Ya los habíamos visto antes.  Están por todas partes.
   Dos hombres cruzaron la pasarela y una vez en cubierta, abrazaron a Cayo y conversaron con él durante bastante tiempo. Consultaron cartas de navegación con el timonel y luego, tras volver a abrazar a Cayo, regresaron a su barco, retiraron el puente y continuaron su destino, que a nosotros no nos fue revelado.
   —Hay problemas —me dijo Cayo, aunque todos lo habíamos intuido—. Tras esta nave que nos ha visitado, partió otra de Agrigentum  llena de soldados dispuestos a interceptarnos. Son mercenarios de las montañas de Catania, gente ruda, que se vende al mejor postor, a las órdenes de un ostrogodo de la península. De Cartago partió otra para cortarnos la retirada. Vienen detrás. Saben que viajamos en este barco; conocen el destino y las características. Posiblemente la nave que chocó con nosotros nos ha delatado. Hemos tomado la decisión de desviarnos a una isla llamada Cossyra[2], que se encuentra a varias milias a estribor. Aunque nadie nos atacará en medio del mar, porque no se trata de hundirnos si no de raptar a los niños, en este momento es peligroso dirigirnos a Agrigentum, porque están esperando nuestra llegada y nos abordarían en cuanto nos vieran y la suerte sería desfavorable para nosotros. El tiempo juega a nuestro favor, porque la temporada de navegación está a punto de cerrarse y la travesía por el canal de Sicilia es muy peligrosa. Ya hemos tomado rumbo; cuando lleguemos aguardaremos allí hasta el nuevo año. Todo está bajo control. Arribaremos en un día y medio. Confío en que el barco que nos sigue no se dé cuenta del desvío.  Por otra parte mi camarada me ha dicho que la                                                                     ciudad de Emérita aun resiste, pero opina que será por poco tiempo y que Recaredo se ha unido al rey con una parte de su ejército. Ha oído referir que Hermenegildo se halla en Híspalis en este momento. Desconoce cómo ha conseguido salir de Emérita  burlando el asedio. Esto es todo, señora.
   Los espías de Byzantium eran muy competentes, pero los de Toletum no lo eran menos y la obstinación de la reina era gemela de su ambición. Por el momento, la nave que envió para perseguirnos, siguió de largo sin hallar ni rastro de nosotros. Aunque más tarde se dieran cuenta del cambio de rumbo, ya les habríamos tomado mucha ventaja y para cuando quisieran ir tras nosotros ya estaríamos en tierra y el recibimiento que les esperaba no iba a ser grato ni conveniente. Olvidarnos por el momento era lo más acertado.
   Llegamos tras escasamente dos días de travesía tranquila. No divisamos ninguna nave, la navegación estaba próxima a concluir y los barcos ya no se arriesgaban en singladuras largas. Pasado el mediodía del segundo día, avistamos la costa con la misma alegría y la misma esperanza con la que un naufrago perdido en medio del mar, descubre algo a lo que asirse para sobrevivir.
   La isla era de litoral rocoso con promontorios y con montañas de escasa altura y contornos suaves, cerrando el horizonte, en lontananza. Desde lejos era de color pardo, pero a medida que nos aproximamos divisamos manchones verdes salpicando el paisaje aquí y allá, comprobando más tarde con regocijo que eran vides en su mayoría. La isla era vinícola, así nos lo confirmó Cayo, y los cultivos ascendían por las colinas encerrados entre muretes de piedra que los resguardaban de los vientos. Nos dio buen pálpito regresar a las vides y a las vendimias que ya estarían en su apogeo. Nos trajo buenos recuerdos. Era otoño, mi estación favorita en la Septimania. Pensé en mis abuelos y en toda mi familia y recordé a mi madre, una vez más. Aquí las hórreas  no formaban una muralla. Había apenas dos edificios y la ciudad era pequeña, blanca y parecía alegre y hospitalaria. Se veía el Fórum y algún templo. Brunilda parecía muy callada, la busqué con la mirada. Estaba un poco por detrás de mí, contemplando absorta el nuevo paisaje que se mostraba ante nosotros.
   —¿Te gusta aya?
   No obtuve respuesta.
   —¿Aya, que te parece? Hay vides.
   Seguí sin respuesta, entonces me volví y me la quedé mirando frente a frente.
   —Brunilda, ¿estás sorda o qué?
   Negó con la cabeza. No estaba sorda, estaba llorando como una niña abandonada; sus ojos eran dos veneros en primavera y su rostro estaba cuajado de agua, como las riberas tras la crecida. Nos acercamos y nos abrazamos en silencio y con fuerza. Era como si nos hubiéramos reencontrado tras una ausencia prolongada. Como si a través de nuestros cuerpos, abrazáramos a nuestra amada Septimania. Era casi como si hubiéramos regresado, como si los vientos amigos, compasivos con nosotras, nos hubieran desviado y nos hubieran devuelto a  casa.
   —Vayamos a tierra —le dije tras el abrazo—. En la cocina habrá pan reciente y mi abuela estará hilando bajo el olivo del patio.


Isla de Cossyra, hoy Pantellería, Sicilia.





[1] Salsa de pescado hecha de vísceras fermentadas.
[2] Pantelleria

La viajera del agua

De nuevo el mar, primera parte



Tánger: ruinas romanas




P
ermanecimos tranquilos en el campo; Cayo había previsto que lo hiciéramos así hasta las calendas  de marzo, cuando la navegación por el Mare Nostrum se abría de nuevo. Emérita resistía, sin embargo Recaredo parecía tenerlo más fácil en Cordúba. Me alegré por ello, necesitaba que terminara la guerra. Si esto sucediera pronto, no haría falta emprender viaje a la capital del imperio. Si todo se resolviera antes de un mes, podríamos regresar a Híspalis o esperar aquí hasta que Recaredo mandara a buscarnos. Pero yo bien sabía en el fondo que este deseo era solamente eso: el ansia infinita que tenía por volver a ver a mi esposo y el temor cada vez mayor a que el reencuentro no se produjera.
   Según se estaban poniendo las cosas Cayo y su hermano opinaban que Emérita podía resistir un año entero. Era febrero del 581, faltaba sólo un mes para que comenzara  la navegación. Los príncipes estaban realmente hermosos y se parecían como dos gotas de agua, aunque Atanagildo fuera rubio y Aimone morena. Supimos que la reina había vuelto a enviar tras ellos y que los bizantinos les habían vuelto a neutralizar en tres ocasiones. Esa mujer no desistiría nunca. Sigebert se había repuesto por completo al igual que el resto de heridos en la refriega de aquella horrible noche. Los soldados estaban hechos de otra pasta.
   En la casa había muchos niños hijos de nuestro anfitrión y de sus hermanos y varios más de la servidumbre de todas las edades. En la huerta de la casa al lado de un rio de aguas escasas y transparentes se mezclaban unos con otros, como las vainas de garrofa en el suelo; no se sabía de cual árbol se habían descolgado. Pensaba yo que para alguien que nos contemplara era difícil saber quién era quién; si pasaban por allí los espías de la reina, por ejemplo, verían varios niños jugando y otros dormidos en sus capazos y nada más. Sin embargo el enemigo tenía ojos en todas partes.
   Una tarde de lluvia mientras daba el pecho a los niños en mis aposentos, entró Sigebert  y tras contemplarnos unos segundos, indeciso, me dijo:
   —Jana, debemos irnos. La gente de Cayo ha descubierto un siervo tratando de llegar hasta ti para llevarse a los niños. Ocultos en el bosque le esperaban los esbirros de Toletum. Cayo y sus hombres se dirigen hacia allí. Me han dicho que nos preparemos, en cuanto regresen partiremos.
   Avisé a Brunilda e hicimos los preparativos. Nuestro equipaje era sencillo como correspondía a gentes como nosotros fugitivas, errantes como el viento de la estepa, siempre en el camino, huyendo en este caso de la ambición de Goswintha.
   Me despedí con pena de aquella gente amable y hospitalaria. Habían sido unas semanas felices dentro de lo que cabía esperar, en nuestras circunstancias. A los niños les había sentado muy bien la estancia en el campo, habían crecido y estaban sanos y fuertes. Cuando partimos iban dormidos como dos ángeles ajenos por completo al peligro que corrían, que corríamos todos. Viajamos por la noche y antes del amanecer ya estábamos en Gades instalados en una casa adosada a la muralla y cercana al puerto. Tenía un patio trasero con una parra que se aferraba a la pared con su abrazo retorcido y que me recordó a la Septimania donde crecían vides por todas partes. Había también una higuera todavía desnuda, plateada a la luz del orto, y un olivo doliente de años y de temporales, bajo el que sentarnos a esperar.
   —En unos días podremos partir —me anunció Cayo.
   —¿Hay noticias?
   —De momento, no. Pero pronto sabremos algo más.
   Allí estuvimos llenos de incertidumbre unos cuantos días. Sigebert preocupado por su padre y por el príncipe Hermenegildo y yo pensado primero en Recaredo y luego en Hermenegildo y en el rey Leovigildo. Me apenaba el inmenso dolor que seguramente le habría aplastado el corazón como una losa. Su amado hijo mayor le había traicionado, había iniciado una guerra y le había obligado a luchar contra él ¿Qué iba a hacer tras la amarga victoria? No consideraba yo al rey capaz de dar muerte a su propio hijo, ni tampoco a Recaredo consintiendo. “Le encarcelarán y luego se verá” había dicho Cayo. Recordé la insistencia del africano para que Hermenegildo se entregara a su hermano. Esto debería bastarme para comprender que su hermano, de acuerdo con el rey, su padre, le pondría a salvo, hasta que el asunto se fuera olvidando o hasta poder neutralizar a la reina, que se movía sin tregua en todas direcciones asolando a su paso peones y caballos, alfiles y torres y poniendo en jaque al mismísimo rey. Y a todo aquel que se le pusiera por delante.
   También me dolía ¡y mucho! Sigebert. Posiblemente ignoraba la suerte de su hijo; seguro que le hacía en Híspalis sin saber que se había venido con nosotras y por ello era seguro también, que temía encontrarlo cualquier día en el campo de batalla al lado de Hermenegildo luchando contra el rey, contra Recaredo  y contra él, incluso podían matarse sin piedad, sin tan siquiera reconocerse bajo el yelmo, la loriga y el escudo; bajo el polvo, el sudor y la sangre. Imaginaba su zozobra tras cada batalla, pensando si alguno de los muertos por su espada habría sido su propio hijo y rompía a llorar sin consuelo. Tal vez eso mismo le estuviera ocurriendo a él.

Boda de los reyes de Austrasia, según "Las grandes crónicas de Francia" 

   Cayo vino a verme una tarde y me comentó los rumores de que la reina de Austrasia, la madre de Ingundis, tras conocer la noticia de la muerte de su hija, se interesaba por la suerte de su nieto y sabido que los bizantinos le habían sacado de Híspalis pretendía que se lo llevaran a Metz.
   —No temáis —me tranquilizó el romano—. El pacto del imperio fue con Leovigildo. El acuerdo es llevaros a Constantinópolis. Luego Recaredo se hará cargo. Después el decidirá lo que tenga que ser. Nosotros cumpliremos lo que está acordado con Toletum, pero os lo hago saber, porque pienso que debéis conocer cada cosa que ocurra.
   Se lo agradecí. Era lo que faltaba, que la reina de Austrasia nos persiguiera también.
   —¿No se juntarán ambas reinas en nuestra búsqueda?
   —No, no lo creo. Las reinas no se hablan después de lo que pasó con Ingundis. Precisamente Brunechildis trata de impedir que su madre se haga con su nieto.
   —Supongo que las intenciones de la reina de Austrasia sean buenas para con el niño.
   —Seguro que sí. Pienso que querrá criarlo en la corte como nieto suyo que  es.
   —¿Para qué pensáis que lo quiere Goswintha?
   —Si todo saliera bien para ella, Atanagildo  podría ser el heredero. Ella se convertiría en su madre adoptiva y en regente y vuestra hija podría servir para futuras alianzas. Pero también pueden sufrir un accidente, dependiendo de por donde se decanten los acontecimientos. Están mejor con vos en Byzantium y luego se verá. Es lo acordado.
   —¿Serían capaces de asesinar a unos niños? —pregunté casi afirmando.
   Cayo me miró y asintió en silencio con el rostro grave. Yo todavía parecía tener fe en la raza humana, aunque hubiera pasado por tantas calamidades en estos últimos cinco años, a causa de los caprichos y la ambición de una reina. Por una orden suya, absurda, dejamos la Septimania sufriendo todos, la familia que se quedaba allí y nosotras. A causa de ello falleció mi madre y yo me sentí perdida y sola y mi vida se llenó de amarguras. Más tarde, quiso alejarme del príncipe, me amenazó, ordenó a mi padre buscarme marido, y ante la bendición del rey a nuestro amor, trató de matarme. Luego, cuando todo parecía resolverse, vino la paliza a Ingundis y el nuevo exilio y ahora esta guerra cruel y absurda de hermanos contra hermanos y esta enconada persecución para hacerse con los niños, para utilizarlos en su provecho o para quitárselos de en medio. ¿Saldría alguna vez esta odiosa mujer de nuestra vida?                                                                                
   Si no hubiera sido por los niños, yo hubiera emprendido viaje a Toletum por el medio que fuera. Hubiera rodeado Hispania para poder llegar junto a Recaredo. Me hubiera arriesgado hasta lo imposible, para conseguirlo  y segura estoy de que lo hubiera logrado. Pero mi deber era el que era y así debería continuar para cumplir el objetivo final: la llegada a Byzantium y la espera hasta que Recaredo mandara por nosotros o fuera  él personalmente a buscarnos. Por eso, debía afrontar con paciencia las vicisitudes del viaje que estaban siendo ya muchas y cada vez más peligrosas.

   Transcurrida una semana desde la llegada a Gades, Cayo trataba, un poco a la desesperada, de navegar hasta África, pero el tiempo no lo permitía. El bizantino estaba convencido de que el peligro iba a ser cada vez mayor si permanecíamos en Hispania y se acercaba con frecuencia al puerto para ver cómo estaban las posibilidades de iniciar la travesía. Una tarde oscura de viento y tormenta ¿tendría la reina también poder sobre los elementos? se formó un tumulto repentino en la calle delante de la casa. Pensamos que la gente huía de la lluvia y de los rayos atropelladamente. Unos golpes sobre la puerta de entrada nos sobresaltaron, a la vez que unas voces suplicaban ayuda, implorando a Dios y a la caridad de los moradores. Cayo y parte de su gente estaban en el puerto tratando de hallar el modo de sacarnos de Gades hacia Septem. Sigebert nos pidió silencio haciendo un gesto con el dedo índice sobre sus labios, a la vez que nos indicaba con la espada que nos retiráramos hacia la parte trasera de la casa. Cuando estaba próximo a la puerta, esta se abrió súbitamente dejando entrar la tormenta y una espiral de gentes confundidas con la lluvia, que de inmediato se hicieron con la situación. Los hombres que Cayo había dejado en la casa yacían en el patio. Dos de los asaltantes trataron de neutralizar a Sigebert, mientras el resto se dirigió hacia mí. Yo había encerrado a Brunilda y a los niños y plantaba cara a los atacantes armada con un hierro de atizar el fuego. Lancé mandobles a diestro y siniestro sin demasiado orden pensando tan solo en impedir que se acercaran. Sigebert había caído al suelo hecho un ovillo con un contrario, mientras el otro yacía inmóvil. El hierro aullaba en mis manos al igual que el viento, antes de hincarse en la carne de los agresores. Logré herir a dos, pero otros dos consiguieron  desarmarme y reducirme tras darme un fuerte golpe en la cara. Perdí el conocimiento suplicando a Dios misericordia para con los pequeños inocentes, dándolo ya todo por perdido.
   Cuando me recuperé, estaba tendida en mi cama, con Sigebert acariciándome el pelo.
   —¿Qué ha ocurrido, como están los niños?
   —Están bien —respondió Sigebert.
   —¿Y donde están los atacantes?
   Muertos —respondió Cayo—. Regresamos justo a tiempo detrás de ellos. La lluvia nos retrasó. Vamos a tener que adelantar la marcha. Cruzaremos el estrecho en cuando sea posible rumbo a Septem. Allí estaremos al fin en paz hasta que se pueda partir rumbo a Byzantium. Estaba disponiéndolo todo cuando llegaron los visigodos. Hay buenas noticias, señora. Recaredo se ha hecho con Córduba. Quedan algunos pequeños focos de resistencia que posiblemente ya hayan sido neutralizados. Ahora tratará de recuperar la Oróspeda. Leovigildo continúa el sitio a Emérita. La guerra va bien.
   —¿Que se sabe de Hermenegildo? —preguntó Sigebert que estaba herido de nuevo aunque de poca gravedad.
    —Continúa al frente de las tropas resistiendo en Emérita. En Híspalis falta el agua desde hace tiempo y la comida escasea cada vez más. La población lo está pasando mal. La ciudad va a sufrir mucho. Mucha gente huyó al campo, pero ahora las puertas solo se abren para que entren los pocos suministros que se consiguen, nadie más puede salir ni entrar. En cuando el rey avance deberían rendirse. Es lo mejor para evitar sufrimientos inútiles.
   —¿No intervendrá Byzantium?
   —No. El rey compró la no intervención bajo ninguna circunstancia. Además los persas están hostigando las fronteras de Oriente, precisamos allí todos nuestros efectivos, teniendo en cuenta que Toletum no atacará ahora nuestras fronteras en  Hispania. Aquí solamente se quedaran los soldados imprescindibles. El resto viajará por mar en cuanto se pueda, lo mismo que nosotros.
   Al fin llegó el día de la partida; no solo abandonábamos Gades, también dejábamos atrás la Hispania, aunque no del modo que yo hubiera deseado. Una vez más, salíamos huyendo de los enviados de la reina. Esta vez no tuve tiempo, ni ganas, de contemplar el puerto de Gades, ni siquiera nuestro barco. Faltaban quince días para que se permitiera navegar, pero la travesía no era larga y el mar estaba en calma tras el temporal que habíamos sufrido. Cayo me dijo una vez a bordo, que no íbamos a Septem sino a Tingis[1]. “Mantuve el otro destino para despistar a nuestros seguidores, porque hay oídos en todas partes. Posiblemente ya haya alguno en Septem esperando”. Me pareció acertado e inteligente.
   Brunilda agarrada a la borda, miraba hacia poniente y suspiraba.
   —¿Qué te ocurre aya?
   —¿No sabes que el mar se acaba aquí?
   —¿Aquí? ¿Dónde?
   —Allí —dijo señalando al oeste—. Allí todo se termina, si el viento nos desvía caeremos al abismo y habremos terminado el viaje.
   —Eso es una tontería, aya; el mar no se termina.
   —¿Ah no? ¿Es acaso infinito? Allí, allí_ repitió señalando con la mano_ el mar se termina. Es como una sábana sostenida por dos columnas. Si caemos, adiós.
   —Bueno, no caeremos, ten confianza —dije para cortar la discusión que amenazaba con ser eterna.
   —No caeremos, ten confianza, no caeremos, ten confianza. Sigues igual de ilusa —rezongaba Brunilda, como siempre.
   Yo era la aquitana cabezota, pero ella no me iba a la zaga. A pesar de que así me lo habían enseñado, nunca creí que el mar se terminara de ese modo tan abrupto, de igual manera que tampoco creía que solo se moviera por tierras conocidas. El mar seguro que llegaba mucho mas allá acariciando tierras ignotas donde seguro había otras gentes como nosotros que tampoco nos imaginaban.
   Navegamos desde la amanecida hasta el atardecer. La travesía no fue difícil, aunque la navegación no hubiera comenzado aún. El barco era pequeño y ligero. Brunilda se mareó de nuevo, lo cual fue mejor porque así ocupada en vomitar no se lamentaba de miedo. Los niños mamaban y dormían. Sigebert miraba hacia la Hispania que nos acompañó casi todo el viaje ofreciendo el abrigo de su costa baja y cercana y Cayo       vigilaba, mientras su gente dormitaba diseminada por cubierta. Al atardecer divisamos Tingis. La ciudad apareció  a lo lejos, al pie de las montañas, blanca y serena como una gaviota con las alas desplegadas sobre la costa. Era más grande de lo que yo había pensado. La encerraba una sólida muralla y tenía, como casi todas las ciudades romanas, dos vías principales perpendiculares que se cruzaban en el Fórum. Una de norte a sur y la otra de este a oeste. Al igual que en la Narbo, las hórreas separaban el puerto de la ciudad. Cuando llegabas una muralla no te dejaba ver más allá. El gentío era profuso, pese a la hora. Un carro y varios caballos nos estaban esperando a pie de barco, junto con un romano y sus gentes. Byzantium cumplía.
   —Nos instalaremos en la casa de mi primo. Aquí estaremos seguros hasta que la navegación se inicie.
   —Este hombre tiene familiares por todas partes —sentenció Brunilda—, ellos solos se bastan para poblar el mundo.
   Así lo hicimos una vez más. Las estancias en los lugares donde residíamos fueron siempre agradables. Los romanos eran acogedores y educados y amables. Sus casas eran cómodas cuando no suntuosas, comían y bebían bien y nos trataban con mucho afecto y mucho respeto. Todas las casas poseían baños con agua caliente a los que ya nos habíamos acostumbrado y que eran una delicia. La frase emblema de Cayo: todo está pactado y pagado, era una garantía. Los romanos, eran cumplidores a rajatabla. Lo pactado con Toletum nos había sacado de Hispania, nos estaba defendiendo de los esbirros de la reina y nos estaba aproximando, despacio pero sin pausa, a nuestro destino final.
   La espera en Tingis tuvo que prolongarse más de lo debido, porque aunque la navegación se abrió, los temporales se sucedieron con tanto rigor que fue imposible hacerse a la mar.
   —Bueno, por lo menos tampoco llegarán soldados tras nosotros. —Se alegraba Brunilda.
   Yo no estaba tan segura. No podrían navegar, pero podrían estar ya en la ciudad;  aunque nadie conociera nuestro destino, ni siquiera nosotros, podía haber gente de la reina, previsoramente, en cada ciudad de la Mauretania, desde la Tingitana hasta la Cesariense. Goswintha era muy meticulosa. También podrían haber comprado a algún romano, o a alguien de cualquiera nacionalidad de las varias que había en la ciudad. Una banda de mercenarios podría estar dispuesta y aguardando en cualquier punto. Una banda de aquellos soldados mauretanos de piel oscura llena de dibujos, como las misivas entre Recaredo y yo, de los que mi padre me refería historias y que habían sido el terror y la pesadilla de las legiones romanas, podía descender de las montañas y caer sobre nosotros amparados por la noche oscura como ellos. En cualquier punto podía estar el peligro acechando. En el menos esperado. Aunque confiaba mucho en Cayo. Seguro que él pensaba lo mismo e incluso más allá y que tenía ojos y oídos en todas partes. 
   Sigebert estaba siendo un autentico padre para los niños que se alborozaban cada vez que lo veían, recibiéndole con risas y palmeos. Nuestro amigo Cayo se acercaba cada tarde para pasar un rato con nosotras;  hablábamos de los príncipes y del rey y del imperio y de la guerra en Hispania. Ahora no teníamos noticias. Estábamos aislados por completo. Yo escudriñaba  el horizonte con la esperanza de percibir una señal, cualquier indicio de lo que pudiera estar ocurriendo. No me llegaba ningún presagio, por lo menos ninguno malo, lo cual me tranquilizaba.
   Así pasamos varias semanas.
   Una mañana soleada y radiante, Cayo nos anunció que había llegado la hora. Los temporales habían cesado y podíamos navegar.
   —Dentro de dos días llega un barco, en el partiremos hasta Rusadir[2] y desde allí a Orán. Vamos a hacer el viaje en travesías cortas, por los niños y también porque es más seguro.
   Subimos de nuevo a bordo;  por lo menos esta vez, no tropezamos con ningún enviado real. Ya era mayo del 581. Mi hija cumplía medio año de vida. Medio año ya, huyendo desde que nació. ¿Qué estaría haciendo Recaredo, su padre, mi esposo? ¿Pensaría en nosotras? Quería creer que sí.
   Partí igual que aquel día, tan lejano ya, de la Septimania, mirando la costa de Hispania hasta que la perdí de vista. Las montañas de la Bética se perfilaban, azuladas y serenas, entre las brumas de la lejanía, encubriendo tras su aparente mansedumbre, la guerra de hermanos que sangraba el reino; la suave brisa de la costa hispana, empujaba mar adentro para despedirnos, unas cuantas nubes blancas como palomas, mientras el sol brillaba con alegría. Todo era engañosamente tranquilo. Yo llevaba en brazos a los príncipes y les volví el rostro hacia Hispania; ellos iban dormidos ajenos a todo, pero tal vez sus padres pudieran sentir su presencia desde la distancia; pudieran intuir sus caritas apacibles y felices desde el campo de batalla, o tal vez heridos ambos, perdida tal vez la esperanza, pudieran fortalecerse al percibir la estela de su sangre navegando segura por nuestro mar, hacia la libertad. Ella perduraría cuando todo estuviera perdido, cuando la guerra ya estuviera olvidada, cuando no quedara rastro alguno de nosotros; la esencia de los hijos del rey de Hispania permanecería y florecería, si el reencuentro no fuera posible, en algún lugar de alguna de las tierras que baña nuestro mar. Ellos eran esperanza y futuro. Algo muy valioso que se me había otorgado para que yo lo salvaguardara de la maldad de la reina.
   Las lágrimas inundaron mis ojos como en cada partida, pero estas, eran lágrimas sin ilusión, lágrimas de desconcierto, de incertidumbre, oscuras lágrimas de dolor infinito. Las últimas frente a Hispania a la que no volvería, ni tampoco a Septimania. ¿Por qué la vida estaba siendo tan cruel conmigo?
Mosaico romano, ruinas de Tánger.



[1] Tánger
[2] Melilla

La viajera del agua


  La huida, segunda parte




Dejando atrás el puente, oculto en medio del bosque, había un carro como los que nos trajeran desde Barcino, y una recua de caballos custodiado todo por mas soldados. Íbamos a llamar mucho la atención.
   —Vamos a partir de inmediato y viajar de noche, que nadie nos verá. Cuando amanezca ya estaremos lejos. Enseguida llegaremos a la frontera del imperio. Entonces ya estaremos en casa.
   Se decidió que Sigebert nos acompañara. El dudó entre la fidelidad al príncipe o el amor que nos tenía y al final yo le convencí de que sin él iba a ser muy difícil la vida dondequiera que fuéramos y además si por cualquiera motivo el príncipe y yo no podíamos reencontrarnos ¿Quién iba a cuidar de nosotros? El resto de compañeros se quedó en Híspalis para tratar de liberar al virrey, algo harto complicado. No sé de cierto la suerte que pudieron correr, aunque me la imagino. Entre ellos no estaba el marido de Serena y no pudimos hacerle llegar su mensaje. Otro compañero nos prometió buscarle y hacerle llegar las nuevas de su familia.
   Partimos a toda prisa de nuevo hacia el sur. Los niños se durmieron nada más tomar su comida. Sigebert sangraba cada vez más. El aya le curó lo mejor que supo, pero era conveniente lavar la herida con más cuidado y darle unas hierbas que detuvieran la calentura. La herida era profunda. “No me gusta” me confió Brunilda. Terminé por dormirme                               como los niños, vencida por el cansancio y mecida por el movimiento de la carreta. Casi de amanecida me desperté con los gritos de un soldado:
   —Vienen visigodos tras nosotros.
   —Seguro que son los enviados de la reina. La gente de palacio no creo que se moleste en seguirnos. Si estos nos dan caza todos se verán satisfechos. Debemos de escondernos.
   Nos desviamos hacía los montes a toda prisa. Ascendiendo por la ladera, por un camino de pastores cada vez más escarpado y angosto por el que apenas cabía la carreta, llegamos ante unas grutas naturales que se abrían en la roca. Eran los ojos de la montaña. A través de ellos observaba al mundo, cada vez más loco, que tenía a sus pies. Descendimos de la carreta y nos cobijamos en una de ellas. Los soldados escondieron el carro y se llevaron los caballos. Un vigía espiaba encima de una roca a nuestros perseguidores. Gritó, con alivio para todos, que habían seguido de largo. El bizantino decidió esperar allí seguros, hasta que se dieran la vuelta para no tropezarlos por el camino, pero nuestra alegría duró poco. El grupo había retrocedido y desde el lugar donde habíamos abandonado la calzada, se dividió. Un reducido retén aguardó allí y el resto, subió en dirección a donde nos encontrábamos.
   —Hay pastores más adelante, seguro que les informaron de que por allí no pasó nadie. Id al fondo de la cueva. Preparados para el combate.
   Nos instalamos al fondo como ordenó el bizantino. Desde allí escuchamos primero el galopar de caballos y a continuación las imprecaciones, los gritos de furia y el fragor de la lucha y pudimos adivinar la fuerza de los mandobles y la violencia de las cuchilladas. Las voces de rabia, las blasfemias, el entrechocar de las espadas y los lamentos de los heridos eran constantes, los soldados no se concedían tregua. Sigebert quería unirse a la contienda; tuvimos que impedírselo casi por la fuerza. “¿Te has vuelto loco?”, le increpaba Brunilda. La fiebre le comía y casi no se tenía en pie. Incorporarse a la lucha era ir hacia una muerte segura e innecesaria; le necesitábamos vivo cada vez más. Tras un largo tiempo de batalla se escuchó, por fin, el silencio y rompiéndolo unos pasos apresurados en la cueva que delataban nuestra búsqueda. Sigebert se incorporó en guardia a duras penas y yo arrebaté su espada, que él era incapaz de sostener, dispuesta a plantar cara y lo que fuera preciso para defender la vida de los príncipes. Moriría si fuera necesario, pero matando. Pensé en Recaredo ¿Qué estaría haciendo él en este momento?
   El bizantino me gritó que tuviera calma al verme dispuesta a la lucha con la espada lista para cercenarle la cabeza.
   —Calma, soy yo. Todo terminó, de momento. Vamos a por los de abajo. Continuad aquí.
   Le dije al aya que cuidara de los niños y salí tras él. Afuera, varios soldados retiraban los cadáveres de los luchadores. Había muertos de los dos bandos. Los enviados de la reina habían perecido todos. Las heridas de los cadáveres eran horribles. Había cuerpos abiertos en canal, manos y brazos y piernas esparcidos por el suelo, incluso cabezas separadas por completo del tronco o colgando de él, desgajadas como ramas tras el violento temporal. La tierra apretada que asentaba el camino cuando llegamos había desaparecido bajo un charco viscoso que supuse sangre mezclada con todo tipo de fluidos y suciedades, incluso vísceras y trozos de carne desgarrada de los cuerpos que yacían en un caos de muerte como nunca había visto, ni siquiera imaginado que podría ver alguna vez. Hedía a sangre y a odio. Comencé a tiritar. El amanecer era frío, el sol remontaba los montes con pereza y sus rayos recientes, no tenían fuerza aun. Más parecía morir que despertar. Volví la mirada hacia Híspalis. Un halo rojizo tintaba el horizonte de presagios sangrientos. En otro momento el resplandor me hubiera parecido arrebol de enamorados pero ahora solo veía muerte por todas partes. ¿Qué habría sido de Ingundis? Estaría muerta ya probablemente. ¿Qué habrían hecho con Chloevintha? Y a Hermenegildo ¿qué le habría sucedido? Era capaz de sentir su dolor al enterarse de la muerte de la princesa y al saber que tal vez, no vería a su hijo nunca más. Su deseado hijo, al que apenas había sostenido en brazos. Seguro que le sería imposible recordar los rasgos de su carita, cuando asomara confusa entre las brumas de la memoria de aquellos días desdichados en los que comenzó a cosechar el fruto prohibido que había sembrado con tan mal consejo. ¿Dios mío, para qué toda aquella locura? Pensé en el sufrimiento del rey Leovigildo y en Recaredo que tampoco conocía a su hija y tal vez no lo hiciera nunca. ¿Qué se iba a conseguir con la rebelión? Delante de mí tenía la muestra. Al final iba a ser una lucha de hermanos contra hermanos, para que Goswintha se saliera con la suya. Para impedir unas reformas que en mi opinión, y en la de muchos, eran buenas para todos.
   —No miréis, no es necesario que presencies esto. Meteos dentro. Se queda aquí un retén para protegeros, nosotros volveremos pronto.
   Salieron corriendo montaña abajo. Tras un trecho, continuaron despacio y en silencio para caer por sorpresa sobre los enviados de Toletum que aguardaban confiados. Fue rápido. Todos fueron degollados con habilidad en un ataque coordinado y perfecto.
   Cuando todo estuvo de nuevo en orden continuamos la marcha. Habíamos perdido seis hombres y llevábamos algún herido además de Sigebert que empeoraba.
   —Necesitamos hallar un médico —le suplique al bizantino—. Sigebert se morirá si no lo hacemos.
   —Vamos a llegar a la casa de un noble amigo. Allí estaremos a salvo hasta que podamos continuar. Ellos nos proporcionaran lo necesario, incluso un médico. No temáis señora. ¿Cómo están los príncipes?
   —Perfectamente. Muchas gracias por vuestra ayuda.
   —Es mi trabajo. Señora.
   Agradecía el respeto y la amabilidad, después de tanto odio, conque el bizantino nos trataba, como lo que éramos en realidad: la esposa del príncipe  Recaredo y los nietos del rey de Toletum, convertidos en fugitivos huyendo de la reina, de la instigadora de la rebelión y la causante de tanto dolor innecesario.                                                   
   Apenas hablaba con Brunilda enfrascada como iba en los cuidados de los heridos. Solamente nos mirábamos y yo comprendía la gravedad del estado de todos, pero sobre ellos de Sigebert. Me moriría a si él lo hiciera. En ese momento pensé también en su padre fiel al príncipe Recaredo y sufriendo por la suerte de su hijo al lado del otro príncipe. Volví de nuevo mi pensamiento a Hispalis y le pregunté al bizantino:
   —¿Cuándo tendremos noticias de la corte?
   —En cuanto sea posible. No temáis, llegaran con regularidad. Pero haceros a la idea de que no serán buenas.
   —¿Dais también la guerra por perdida?
   —Desde luego. Es una locura. Jamás podrán contra el ejército real,  contra el rey y el príncipe Recaredo juntos. Son magníficos estrategas. Lo lamento por Hermenegildo al que conozco y al que estimo. Ya estamos llegando a nuestro próximo destino. Las cosas cambiarán a mejor. Estad tranquilas.
   Llegamos a una casa en medio del campo. Era bastante suntuaria pero no se parecía a los palacios hispanos ni mucho menos a los de Itálica. Me recordó un poco a la casa de mis abuelos en la Septimania. La casa donde me crié. Salieron a nuestro encuentro; el que parecía nuestro anfitrión se abrazó con el bizantino que nos sacó de Híspalis. Luego éste nos lo presentó.
   —Es mi hermano Scipio. Nos quedaremos aquí durante un tiempo, hasta que los heridos curen y los ánimos se calmen un poco. Estaremos seguros y a salvo. Hasta aquí llegarán noticias de la guerra. Sabéis que no podemos navegar hasta las nonas de marzo. Cuando sea posible nos trasladaremos a Gades. Por cierto, me llamo Cayo. Estaré siempre a vuestro servicio. Señora.
   Hizo una inclinación de cabeza y se retiró. Brunilda y yo nos instalamos ayudadas por las siervas que la casa puso a nuestra disposición. Los niños se durmieron en sus cunitas tras el baño y la comida y nosotras lavamos y curamos a Sigebert que estaba muy débil y solamente tenía sed. Nada más terminar llegó el médico. Tras examinarle nos dijo que las heridas eran feas, sobre todo la de la cabeza, pero estaba seguro de que iba a sobrevivir. Esto nos alegró y calmó un poco nuestra ansiedad.
   Los días se sucedieron todos igual, hasta que una mañana Sigebert se levantó de la cama. La fiebre había cesado y él se encontraba mejor y demandaba alimento. Luego le pusimos al corriente de la situación y terminamos todos pensando en lo mismo, en la suerte de los virreyes en Híspalis y en la crueldad de una guerra inútil.
   Transcurrieron casi dos meses que yo contaba día a día pensando en Recaredo cada minuto. Una tarde Cayo se presentó con buen semblante en el huerto donde estábamos a la sombra con los niños. Acababan de llegar noticias frescas. Leovigildo había sitiado Emérita y, previo, había diezmado a los suevos y hecho prisionero al rey Miro que solo tuvo ocasión de llegar hasta allí. El romano se sentó con nosotras y nos narró, con detalle, los hechos que había conocido.
   “Los dos ejércitos se presentaron con pocas horas de diferencia; eran prácticamente iguales en efectivos. Primero llegó el rey Miro con un ejército nutrido de suevos y lusitanos y campesinos rebeldes y varios miles de mercenarios de acá y de allá. Acamparon amparados por el bosque, en la margen izquierda del Anas flumen[1]. Tras unas horas como os dije, llegó el rey Leovigildo que acampó en frente, sobre una pequeña elevación. Ambas huestes se hallaban separadas por una vastísima campa, donde se suponía iban a librar las hostilidades. Las gentes de los pueblos y de las granjas cercanas huyeron de sus casas llevando consigo a sus animales, los que pudieron, y se cobijaron tras los muros de fortalezas y monasterios, en cuando divisaron las tropas, previniendo el fragor que se avecinaba y los casi seguros saqueos más el pillaje de todo tipo, asociados a cada batalla. Nadie atacó de momento. Los suevos sintiéndose a salvo abrigados por la fronda que proporcionaba, además, comida, esperaron con calma. Miro permanecía en su tienda dentro del bosque. Desde ella podía ver a lo lejos la del rey Leovigildo ligeramente por encima de la línea del horizonte. Eso fue todo lo que hicieron durante dos días: contemplarse. Leovigildo asomaba sobre su caballo en la mañana, cuando el sol arrancaba destellos a su armadura y la hacía parecer de oro puro, brillando deslumbrante como la coraza de un dios invencible. Los haces de luz atravesaban la campa y llegaban hasta el mismo umbral de la tienda de Miro. “Fantoche” decía el suevo. “Germano fanfarrón de mierda”.
   A media mañana del tercer día, el rey Leovigildo vio levantarse por el este una columna de humo. Era la señal; las tropas de Claudio Servilio, el dux de la Lusitania, mayoritariamente hispanas, que habían vencido al dux de Aquitania en la guerra reciente de la Septimania, habían llegado y habían cumplido su cometido. Entonces, una parte numerosa de la tropa inició jubilosa el atronador ataque, sin alejarse demasiado de sus posiciones, obligando a los suevos a salir a campo abierto.
   El ejército del rey  Leovigildo adoptó su típica formación en cuña con el menor de sus lados frente al enemigo y una profundidad, en principio de solo tres filas, que fueron aumentando hasta seis a medida que la lucha avanzaba, con la caballería en los flancos. Mientras los ejércitos de ambos reyes se enfrentaban en campo abierto, los hispanos habían rodeado el bosque y le habían prendido fuego, sorprendiendo al resto de los suevos, forzándolos a salir a escape con bastante desorden; a la misma vez, un contingente trataba de huir a la desesperada protegiendo al rey y bordeando el Anas emboscados bajo los chopos y amparados por la polvareda de la batalla y por el humo de la quema; pero el africano y sus hombres, les estaban aguardando previendo la huida por el único lugar que era posible y les dieron muerte con relativa facilidad y apresaron a Miro sin una herida. Leovigildo le quería vivo. Mientras, el resto de hombres de la Lusitania atacó por la retaguardia a los suevos, diezmándolos. Muchos, trataron de salir de entre los infiernos arrojándose al rio con todo el pertrecho, donde se ahogaron sin remedio. Fue una masacre. El campo de batalla se cubrió de cuerpos muertos, heridos y mutilados. El horror fue inconmensurable comparado con el que vos contemplasteis delante de la cueva la noche de la huida. Los lamentos de los todavía vivos, desahuciados, desoídos por la clemencia que la muerte había tenido con los demás, se alzaron sobre el rumor del río en el silencio de después, hasta que el filo de la espada enemiga, incluso de la amiga, terminaba con el suplicio de la espera y les transportaba al umbral de su última morada a la que se iban al fin con la misma gloria que el resto de camaradas muertos durante la batalla. Los heridos que tuvieron remedio fueron escasos; el rio cambió de color con la sangre de los mártires y el suelo de la campa, antes verdeado de confianza y de ánimo y de arrojo, dejó de verse, cubierto como se hallaba de muertos, y de vísceras y de despojos, mientras el cielo se oscureció de buitres esperando el festín. Todo perdió dimensión; cielo y tierra desaparecieron compañeros de la nada absoluta que había sobrevenido para tantos. Las viles nuevas y el olor a podrido llegaron hasta la ciudad; malos augures, vientos purulentos, minando la moral de la tropa que se aprestaba a la defensa y aterrorizando a los habitantes con su mensaje de muerte. Entre tanto, en el otro bando, en el de los vencedores, Leovigildo y el dux Servilio dieron descanso a las milicias antes de proceder a sitiar Emérita, la ciudad de donde procede mi familia, señora, a la que deseo poco mal, porque no es culpable del horror. Y esto es todo”.

Emérita Augusta

   Permanecí en silencio tras el relato de Cayo. Descubrí que la certeza del odio y del furor y del caos absoluto que engendran las guerras está muy por encima de lo que somos capaces de imaginar, muy por encima de lo peor de todas las razas humanas. Me compadecí también de Emérita. Me compadecí de todos, incluso de los vencedores. Me alegró su victoria, porque eran los míos, pero me compadecí de su futuro, del futuro del rey Leovigildo luchando contra Hermenegildo. Del amargor de la victoria cuando se produjera y tuviera que apresar a su propio hijo en el mejor de los casos.
   Era imposible  saber cuánto resistiría la ciudad. En cuanto cayera,                                                                                              los ejércitos del rey marcharían sobre Itálica. Por lo visto no pensaban ajusticiar a Miro hasta entrar en Híspalis. El rey suevo viajaba encadenado en una jaula, sucio del polvo del camino, pero sin perder un ápice de su dignidad y de su aplomo como corresponde a un rey. Leovigildo no consintió que se le insultara ni se le vilipendiara. Con la derrota tan fulminante ya era más que suficiente escarnio.
   A la misma vez que esto ocurría en Emérita, Recaredo y su tropa estaban reconquistando Córduba y la Oróspeda. El rio Betis había sido desviado; Híspalis comenzaba a notar los efectos de la falta de agua y de alimentos. Ingundis había muerto semanas atrás y Hermenegildo se preparaba para enfrentarse al rey de Hispania al frente de sus ejércitos.
   —Le habrán obligado —pensé en alta voz.      
   —Es su deber como rey. No debería haberse rebelado, ahora debe afrontar sus decisiones y acaudillar a los suyos.
   —Me sorprende que un católico rechace la conversión de Hermenegildo.
   —Ha sido una traición a su rey. Eso yo no puedo verlo con buenos ojos.
   —¿Pensáis vos acaso, como yo, que todo ha sido una conjura perfectamente tramada?
   —Desde luego que sí.
   —¿Desde Toletum?
   —Sí.
   —¿Qué pensáis que sucederá cuando termine la guerra?
   —Si sobrevive, Hermenegildo será encarcelado y luego con el tiempo, se verá.
   —¿Y qué hará Goswintha en vuestra opinión?
   —Intrigará lo que pueda, pero el rey se habrá hecho más fuerte y será imposible desacreditarle. Además está Recaredo que será asociado al trono y el no obedece a la reina. Esta lo va a tener complicado.
    —Insistirá. Hará lo que sea para salirse con la suya.
   —No le conviene. Recaredo la hará encarcelar si se propasa. Estoy convencido. Conozco a los príncipes. Son dos hombres inteligentes. Hermenegildo se dejó llevar por Ingundis y por Leandro, pero sobre todo por  Gesaleico; este fue el que supo de verdad regalarle los oídos; le trastornó la razón, le llevó a su terreno. Estoy convencido de que se arrepintió con creces. Ahora ya no puede retroceder. Pero Recaredo es más firme. Con él no va a poder la reina.
   Mezclada con el temor y la pena por la suerte de Hermenegildo, me llegó la alegría por  la firmeza que el bizantino le concedía a Recaredo. Era lo mismo que yo había pensado siempre y lo mismo que  le había dicho aquella noche a Brunilda. Recaredo no temía a Goswintha y sería él, con toda seguridad, quien la pusiera por fin en su sitio. El ganaría la partida anulando a la reina, y tras ello nos buscaría y podríamos por fin vivir nuestro amor junto a nuestra hija y al hijo de los príncipes al que yo consideraba como mío también. Esa era mi esperanza. Era lo único que tenía para sujetarme con fuerza en estos momentos tan inciertos.













[1] Rio Guadiana