La viajera del agua

De nuevo el mar, primera parte



Tánger: ruinas romanas




P
ermanecimos tranquilos en el campo; Cayo había previsto que lo hiciéramos así hasta las calendas  de marzo, cuando la navegación por el Mare Nostrum se abría de nuevo. Emérita resistía, sin embargo Recaredo parecía tenerlo más fácil en Cordúba. Me alegré por ello, necesitaba que terminara la guerra. Si esto sucediera pronto, no haría falta emprender viaje a la capital del imperio. Si todo se resolviera antes de un mes, podríamos regresar a Híspalis o esperar aquí hasta que Recaredo mandara a buscarnos. Pero yo bien sabía en el fondo que este deseo era solamente eso: el ansia infinita que tenía por volver a ver a mi esposo y el temor cada vez mayor a que el reencuentro no se produjera.
   Según se estaban poniendo las cosas Cayo y su hermano opinaban que Emérita podía resistir un año entero. Era febrero del 581, faltaba sólo un mes para que comenzara  la navegación. Los príncipes estaban realmente hermosos y se parecían como dos gotas de agua, aunque Atanagildo fuera rubio y Aimone morena. Supimos que la reina había vuelto a enviar tras ellos y que los bizantinos les habían vuelto a neutralizar en tres ocasiones. Esa mujer no desistiría nunca. Sigebert se había repuesto por completo al igual que el resto de heridos en la refriega de aquella horrible noche. Los soldados estaban hechos de otra pasta.
   En la casa había muchos niños hijos de nuestro anfitrión y de sus hermanos y varios más de la servidumbre de todas las edades. En la huerta de la casa al lado de un rio de aguas escasas y transparentes se mezclaban unos con otros, como las vainas de garrofa en el suelo; no se sabía de cual árbol se habían descolgado. Pensaba yo que para alguien que nos contemplara era difícil saber quién era quién; si pasaban por allí los espías de la reina, por ejemplo, verían varios niños jugando y otros dormidos en sus capazos y nada más. Sin embargo el enemigo tenía ojos en todas partes.
   Una tarde de lluvia mientras daba el pecho a los niños en mis aposentos, entró Sigebert  y tras contemplarnos unos segundos, indeciso, me dijo:
   —Jana, debemos irnos. La gente de Cayo ha descubierto un siervo tratando de llegar hasta ti para llevarse a los niños. Ocultos en el bosque le esperaban los esbirros de Toletum. Cayo y sus hombres se dirigen hacia allí. Me han dicho que nos preparemos, en cuanto regresen partiremos.
   Avisé a Brunilda e hicimos los preparativos. Nuestro equipaje era sencillo como correspondía a gentes como nosotros fugitivas, errantes como el viento de la estepa, siempre en el camino, huyendo en este caso de la ambición de Goswintha.
   Me despedí con pena de aquella gente amable y hospitalaria. Habían sido unas semanas felices dentro de lo que cabía esperar, en nuestras circunstancias. A los niños les había sentado muy bien la estancia en el campo, habían crecido y estaban sanos y fuertes. Cuando partimos iban dormidos como dos ángeles ajenos por completo al peligro que corrían, que corríamos todos. Viajamos por la noche y antes del amanecer ya estábamos en Gades instalados en una casa adosada a la muralla y cercana al puerto. Tenía un patio trasero con una parra que se aferraba a la pared con su abrazo retorcido y que me recordó a la Septimania donde crecían vides por todas partes. Había también una higuera todavía desnuda, plateada a la luz del orto, y un olivo doliente de años y de temporales, bajo el que sentarnos a esperar.
   —En unos días podremos partir —me anunció Cayo.
   —¿Hay noticias?
   —De momento, no. Pero pronto sabremos algo más.
   Allí estuvimos llenos de incertidumbre unos cuantos días. Sigebert preocupado por su padre y por el príncipe Hermenegildo y yo pensado primero en Recaredo y luego en Hermenegildo y en el rey Leovigildo. Me apenaba el inmenso dolor que seguramente le habría aplastado el corazón como una losa. Su amado hijo mayor le había traicionado, había iniciado una guerra y le había obligado a luchar contra él ¿Qué iba a hacer tras la amarga victoria? No consideraba yo al rey capaz de dar muerte a su propio hijo, ni tampoco a Recaredo consintiendo. “Le encarcelarán y luego se verá” había dicho Cayo. Recordé la insistencia del africano para que Hermenegildo se entregara a su hermano. Esto debería bastarme para comprender que su hermano, de acuerdo con el rey, su padre, le pondría a salvo, hasta que el asunto se fuera olvidando o hasta poder neutralizar a la reina, que se movía sin tregua en todas direcciones asolando a su paso peones y caballos, alfiles y torres y poniendo en jaque al mismísimo rey. Y a todo aquel que se le pusiera por delante.
   También me dolía ¡y mucho! Sigebert. Posiblemente ignoraba la suerte de su hijo; seguro que le hacía en Híspalis sin saber que se había venido con nosotras y por ello era seguro también, que temía encontrarlo cualquier día en el campo de batalla al lado de Hermenegildo luchando contra el rey, contra Recaredo  y contra él, incluso podían matarse sin piedad, sin tan siquiera reconocerse bajo el yelmo, la loriga y el escudo; bajo el polvo, el sudor y la sangre. Imaginaba su zozobra tras cada batalla, pensando si alguno de los muertos por su espada habría sido su propio hijo y rompía a llorar sin consuelo. Tal vez eso mismo le estuviera ocurriendo a él.

Boda de los reyes de Austrasia, según "Las grandes crónicas de Francia" 

   Cayo vino a verme una tarde y me comentó los rumores de que la reina de Austrasia, la madre de Ingundis, tras conocer la noticia de la muerte de su hija, se interesaba por la suerte de su nieto y sabido que los bizantinos le habían sacado de Híspalis pretendía que se lo llevaran a Metz.
   —No temáis —me tranquilizó el romano—. El pacto del imperio fue con Leovigildo. El acuerdo es llevaros a Constantinópolis. Luego Recaredo se hará cargo. Después el decidirá lo que tenga que ser. Nosotros cumpliremos lo que está acordado con Toletum, pero os lo hago saber, porque pienso que debéis conocer cada cosa que ocurra.
   Se lo agradecí. Era lo que faltaba, que la reina de Austrasia nos persiguiera también.
   —¿No se juntarán ambas reinas en nuestra búsqueda?
   —No, no lo creo. Las reinas no se hablan después de lo que pasó con Ingundis. Precisamente Brunechildis trata de impedir que su madre se haga con su nieto.
   —Supongo que las intenciones de la reina de Austrasia sean buenas para con el niño.
   —Seguro que sí. Pienso que querrá criarlo en la corte como nieto suyo que  es.
   —¿Para qué pensáis que lo quiere Goswintha?
   —Si todo saliera bien para ella, Atanagildo  podría ser el heredero. Ella se convertiría en su madre adoptiva y en regente y vuestra hija podría servir para futuras alianzas. Pero también pueden sufrir un accidente, dependiendo de por donde se decanten los acontecimientos. Están mejor con vos en Byzantium y luego se verá. Es lo acordado.
   —¿Serían capaces de asesinar a unos niños? —pregunté casi afirmando.
   Cayo me miró y asintió en silencio con el rostro grave. Yo todavía parecía tener fe en la raza humana, aunque hubiera pasado por tantas calamidades en estos últimos cinco años, a causa de los caprichos y la ambición de una reina. Por una orden suya, absurda, dejamos la Septimania sufriendo todos, la familia que se quedaba allí y nosotras. A causa de ello falleció mi madre y yo me sentí perdida y sola y mi vida se llenó de amarguras. Más tarde, quiso alejarme del príncipe, me amenazó, ordenó a mi padre buscarme marido, y ante la bendición del rey a nuestro amor, trató de matarme. Luego, cuando todo parecía resolverse, vino la paliza a Ingundis y el nuevo exilio y ahora esta guerra cruel y absurda de hermanos contra hermanos y esta enconada persecución para hacerse con los niños, para utilizarlos en su provecho o para quitárselos de en medio. ¿Saldría alguna vez esta odiosa mujer de nuestra vida?                                                                                
   Si no hubiera sido por los niños, yo hubiera emprendido viaje a Toletum por el medio que fuera. Hubiera rodeado Hispania para poder llegar junto a Recaredo. Me hubiera arriesgado hasta lo imposible, para conseguirlo  y segura estoy de que lo hubiera logrado. Pero mi deber era el que era y así debería continuar para cumplir el objetivo final: la llegada a Byzantium y la espera hasta que Recaredo mandara por nosotros o fuera  él personalmente a buscarnos. Por eso, debía afrontar con paciencia las vicisitudes del viaje que estaban siendo ya muchas y cada vez más peligrosas.

   Transcurrida una semana desde la llegada a Gades, Cayo trataba, un poco a la desesperada, de navegar hasta África, pero el tiempo no lo permitía. El bizantino estaba convencido de que el peligro iba a ser cada vez mayor si permanecíamos en Hispania y se acercaba con frecuencia al puerto para ver cómo estaban las posibilidades de iniciar la travesía. Una tarde oscura de viento y tormenta ¿tendría la reina también poder sobre los elementos? se formó un tumulto repentino en la calle delante de la casa. Pensamos que la gente huía de la lluvia y de los rayos atropelladamente. Unos golpes sobre la puerta de entrada nos sobresaltaron, a la vez que unas voces suplicaban ayuda, implorando a Dios y a la caridad de los moradores. Cayo y parte de su gente estaban en el puerto tratando de hallar el modo de sacarnos de Gades hacia Septem. Sigebert nos pidió silencio haciendo un gesto con el dedo índice sobre sus labios, a la vez que nos indicaba con la espada que nos retiráramos hacia la parte trasera de la casa. Cuando estaba próximo a la puerta, esta se abrió súbitamente dejando entrar la tormenta y una espiral de gentes confundidas con la lluvia, que de inmediato se hicieron con la situación. Los hombres que Cayo había dejado en la casa yacían en el patio. Dos de los asaltantes trataron de neutralizar a Sigebert, mientras el resto se dirigió hacia mí. Yo había encerrado a Brunilda y a los niños y plantaba cara a los atacantes armada con un hierro de atizar el fuego. Lancé mandobles a diestro y siniestro sin demasiado orden pensando tan solo en impedir que se acercaran. Sigebert había caído al suelo hecho un ovillo con un contrario, mientras el otro yacía inmóvil. El hierro aullaba en mis manos al igual que el viento, antes de hincarse en la carne de los agresores. Logré herir a dos, pero otros dos consiguieron  desarmarme y reducirme tras darme un fuerte golpe en la cara. Perdí el conocimiento suplicando a Dios misericordia para con los pequeños inocentes, dándolo ya todo por perdido.
   Cuando me recuperé, estaba tendida en mi cama, con Sigebert acariciándome el pelo.
   —¿Qué ha ocurrido, como están los niños?
   —Están bien —respondió Sigebert.
   —¿Y donde están los atacantes?
   Muertos —respondió Cayo—. Regresamos justo a tiempo detrás de ellos. La lluvia nos retrasó. Vamos a tener que adelantar la marcha. Cruzaremos el estrecho en cuando sea posible rumbo a Septem. Allí estaremos al fin en paz hasta que se pueda partir rumbo a Byzantium. Estaba disponiéndolo todo cuando llegaron los visigodos. Hay buenas noticias, señora. Recaredo se ha hecho con Córduba. Quedan algunos pequeños focos de resistencia que posiblemente ya hayan sido neutralizados. Ahora tratará de recuperar la Oróspeda. Leovigildo continúa el sitio a Emérita. La guerra va bien.
   —¿Que se sabe de Hermenegildo? —preguntó Sigebert que estaba herido de nuevo aunque de poca gravedad.
    —Continúa al frente de las tropas resistiendo en Emérita. En Híspalis falta el agua desde hace tiempo y la comida escasea cada vez más. La población lo está pasando mal. La ciudad va a sufrir mucho. Mucha gente huyó al campo, pero ahora las puertas solo se abren para que entren los pocos suministros que se consiguen, nadie más puede salir ni entrar. En cuando el rey avance deberían rendirse. Es lo mejor para evitar sufrimientos inútiles.
   —¿No intervendrá Byzantium?
   —No. El rey compró la no intervención bajo ninguna circunstancia. Además los persas están hostigando las fronteras de Oriente, precisamos allí todos nuestros efectivos, teniendo en cuenta que Toletum no atacará ahora nuestras fronteras en  Hispania. Aquí solamente se quedaran los soldados imprescindibles. El resto viajará por mar en cuanto se pueda, lo mismo que nosotros.
   Al fin llegó el día de la partida; no solo abandonábamos Gades, también dejábamos atrás la Hispania, aunque no del modo que yo hubiera deseado. Una vez más, salíamos huyendo de los enviados de la reina. Esta vez no tuve tiempo, ni ganas, de contemplar el puerto de Gades, ni siquiera nuestro barco. Faltaban quince días para que se permitiera navegar, pero la travesía no era larga y el mar estaba en calma tras el temporal que habíamos sufrido. Cayo me dijo una vez a bordo, que no íbamos a Septem sino a Tingis[1]. “Mantuve el otro destino para despistar a nuestros seguidores, porque hay oídos en todas partes. Posiblemente ya haya alguno en Septem esperando”. Me pareció acertado e inteligente.
   Brunilda agarrada a la borda, miraba hacia poniente y suspiraba.
   —¿Qué te ocurre aya?
   —¿No sabes que el mar se acaba aquí?
   —¿Aquí? ¿Dónde?
   —Allí —dijo señalando al oeste—. Allí todo se termina, si el viento nos desvía caeremos al abismo y habremos terminado el viaje.
   —Eso es una tontería, aya; el mar no se termina.
   —¿Ah no? ¿Es acaso infinito? Allí, allí_ repitió señalando con la mano_ el mar se termina. Es como una sábana sostenida por dos columnas. Si caemos, adiós.
   —Bueno, no caeremos, ten confianza —dije para cortar la discusión que amenazaba con ser eterna.
   —No caeremos, ten confianza, no caeremos, ten confianza. Sigues igual de ilusa —rezongaba Brunilda, como siempre.
   Yo era la aquitana cabezota, pero ella no me iba a la zaga. A pesar de que así me lo habían enseñado, nunca creí que el mar se terminara de ese modo tan abrupto, de igual manera que tampoco creía que solo se moviera por tierras conocidas. El mar seguro que llegaba mucho mas allá acariciando tierras ignotas donde seguro había otras gentes como nosotros que tampoco nos imaginaban.
   Navegamos desde la amanecida hasta el atardecer. La travesía no fue difícil, aunque la navegación no hubiera comenzado aún. El barco era pequeño y ligero. Brunilda se mareó de nuevo, lo cual fue mejor porque así ocupada en vomitar no se lamentaba de miedo. Los niños mamaban y dormían. Sigebert miraba hacia la Hispania que nos acompañó casi todo el viaje ofreciendo el abrigo de su costa baja y cercana y Cayo       vigilaba, mientras su gente dormitaba diseminada por cubierta. Al atardecer divisamos Tingis. La ciudad apareció  a lo lejos, al pie de las montañas, blanca y serena como una gaviota con las alas desplegadas sobre la costa. Era más grande de lo que yo había pensado. La encerraba una sólida muralla y tenía, como casi todas las ciudades romanas, dos vías principales perpendiculares que se cruzaban en el Fórum. Una de norte a sur y la otra de este a oeste. Al igual que en la Narbo, las hórreas separaban el puerto de la ciudad. Cuando llegabas una muralla no te dejaba ver más allá. El gentío era profuso, pese a la hora. Un carro y varios caballos nos estaban esperando a pie de barco, junto con un romano y sus gentes. Byzantium cumplía.
   —Nos instalaremos en la casa de mi primo. Aquí estaremos seguros hasta que la navegación se inicie.
   —Este hombre tiene familiares por todas partes —sentenció Brunilda—, ellos solos se bastan para poblar el mundo.
   Así lo hicimos una vez más. Las estancias en los lugares donde residíamos fueron siempre agradables. Los romanos eran acogedores y educados y amables. Sus casas eran cómodas cuando no suntuosas, comían y bebían bien y nos trataban con mucho afecto y mucho respeto. Todas las casas poseían baños con agua caliente a los que ya nos habíamos acostumbrado y que eran una delicia. La frase emblema de Cayo: todo está pactado y pagado, era una garantía. Los romanos, eran cumplidores a rajatabla. Lo pactado con Toletum nos había sacado de Hispania, nos estaba defendiendo de los esbirros de la reina y nos estaba aproximando, despacio pero sin pausa, a nuestro destino final.
   La espera en Tingis tuvo que prolongarse más de lo debido, porque aunque la navegación se abrió, los temporales se sucedieron con tanto rigor que fue imposible hacerse a la mar.
   —Bueno, por lo menos tampoco llegarán soldados tras nosotros. —Se alegraba Brunilda.
   Yo no estaba tan segura. No podrían navegar, pero podrían estar ya en la ciudad;  aunque nadie conociera nuestro destino, ni siquiera nosotros, podía haber gente de la reina, previsoramente, en cada ciudad de la Mauretania, desde la Tingitana hasta la Cesariense. Goswintha era muy meticulosa. También podrían haber comprado a algún romano, o a alguien de cualquiera nacionalidad de las varias que había en la ciudad. Una banda de mercenarios podría estar dispuesta y aguardando en cualquier punto. Una banda de aquellos soldados mauretanos de piel oscura llena de dibujos, como las misivas entre Recaredo y yo, de los que mi padre me refería historias y que habían sido el terror y la pesadilla de las legiones romanas, podía descender de las montañas y caer sobre nosotros amparados por la noche oscura como ellos. En cualquier punto podía estar el peligro acechando. En el menos esperado. Aunque confiaba mucho en Cayo. Seguro que él pensaba lo mismo e incluso más allá y que tenía ojos y oídos en todas partes. 
   Sigebert estaba siendo un autentico padre para los niños que se alborozaban cada vez que lo veían, recibiéndole con risas y palmeos. Nuestro amigo Cayo se acercaba cada tarde para pasar un rato con nosotras;  hablábamos de los príncipes y del rey y del imperio y de la guerra en Hispania. Ahora no teníamos noticias. Estábamos aislados por completo. Yo escudriñaba  el horizonte con la esperanza de percibir una señal, cualquier indicio de lo que pudiera estar ocurriendo. No me llegaba ningún presagio, por lo menos ninguno malo, lo cual me tranquilizaba.
   Así pasamos varias semanas.
   Una mañana soleada y radiante, Cayo nos anunció que había llegado la hora. Los temporales habían cesado y podíamos navegar.
   —Dentro de dos días llega un barco, en el partiremos hasta Rusadir[2] y desde allí a Orán. Vamos a hacer el viaje en travesías cortas, por los niños y también porque es más seguro.
   Subimos de nuevo a bordo;  por lo menos esta vez, no tropezamos con ningún enviado real. Ya era mayo del 581. Mi hija cumplía medio año de vida. Medio año ya, huyendo desde que nació. ¿Qué estaría haciendo Recaredo, su padre, mi esposo? ¿Pensaría en nosotras? Quería creer que sí.
   Partí igual que aquel día, tan lejano ya, de la Septimania, mirando la costa de Hispania hasta que la perdí de vista. Las montañas de la Bética se perfilaban, azuladas y serenas, entre las brumas de la lejanía, encubriendo tras su aparente mansedumbre, la guerra de hermanos que sangraba el reino; la suave brisa de la costa hispana, empujaba mar adentro para despedirnos, unas cuantas nubes blancas como palomas, mientras el sol brillaba con alegría. Todo era engañosamente tranquilo. Yo llevaba en brazos a los príncipes y les volví el rostro hacia Hispania; ellos iban dormidos ajenos a todo, pero tal vez sus padres pudieran sentir su presencia desde la distancia; pudieran intuir sus caritas apacibles y felices desde el campo de batalla, o tal vez heridos ambos, perdida tal vez la esperanza, pudieran fortalecerse al percibir la estela de su sangre navegando segura por nuestro mar, hacia la libertad. Ella perduraría cuando todo estuviera perdido, cuando la guerra ya estuviera olvidada, cuando no quedara rastro alguno de nosotros; la esencia de los hijos del rey de Hispania permanecería y florecería, si el reencuentro no fuera posible, en algún lugar de alguna de las tierras que baña nuestro mar. Ellos eran esperanza y futuro. Algo muy valioso que se me había otorgado para que yo lo salvaguardara de la maldad de la reina.
   Las lágrimas inundaron mis ojos como en cada partida, pero estas, eran lágrimas sin ilusión, lágrimas de desconcierto, de incertidumbre, oscuras lágrimas de dolor infinito. Las últimas frente a Hispania a la que no volvería, ni tampoco a Septimania. ¿Por qué la vida estaba siendo tan cruel conmigo?
Mosaico romano, ruinas de Tánger.



[1] Tánger
[2] Melilla

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