La viajera del agua


Esperando el final, segunda parte

Prácticas médicas del antiguo Egipto



Llegó el egipcio para cauterizar mis úlceras que supuraban, y me dolían. Me durmieron mediante unas hierbas para que no sintiera dolor físico, ya bastante dolor tenía mi alma. Brunilda no pudo resistir ver como quemaban mi carne, ni el olor que se desprendía y se desmayó. Cayo la llevó fuera de mi habitación y regresó junto a mí. Allí estaba a los pies de mi cama cuando desperté. Siempre presente junto a nosotros. En ese momento le quería casi tanto como quise a Sigebert.
   Livia, la esposa de Adriano, me lavaba y me ponía el ungüento para el dolor, porque Brunilda era incapaz de soportar la vista de las quemaduras. A pesar del mal aspecto que tomó mi piel, el tratamiento de fuego del egipcio resultó y mis llagas cicatrizaron, pero la enfermedad continuó su curso.
   El emisario de Toletum tardaba más de lo previsto en regresar; no había nuevas noticias; tal vez fuera mejor, porque después de lo sabido cualquier cosa podía acontecer. Cualquier cosa nada buena, estando Goswintha por medio. Cayo no imaginaba que podía haber sucedido, hasta que Adriano llegó semanas más tarde con la noticia. La nave que les traía de vuelta había naufragado por el temporal en medio de nuestro mar. Todos habían perecido.
   —Tenemos que volver a enviar emisarios. No sabemos lo que había respondido el rey.

   Volvieron a partir enviados a la corte. El tiempo pasaba inexorable. Los niños crecían y yo me acercaba a mi final. Ya casi no me importaba volver a ver a Recaredo. Me había decepcionado por completo. Pensar que, tras lo ocurrido en el reino, Goswintha continuara con todo su poder intacto, me sacaba de mis casillas. En mi fuero interior, pensaba que Recaredo no había estado a la altura que se esperaba, que yo esperaba. No lo discutía con nadie porque todos me quitaban la razón. Parecía que estuvieran aliados con Goswintha.
   Tras darle vueltas en mi cabeza convencí a Cayo para que hiciera caso omiso de la futura respuesta del rey y, fuera la que fuera, dejara conmigo a los niños hasta mi muerte. Luego, lo mejor hubiera sido entregar a Atanagildo a su abuela, la reina de Austrasia y a mi hija a mi familia en la Septimania. Allí crecería sana y a salvo y sería feliz como yo lo fui. Cayo me hizo notar que esto eran solamente deseos sin ningún fundamento. Discutimos un buen rato. Al final le hice prometer que él cuidaría de los niños. Escribí una carta para Recaredo suplicándole por nuestro amor, que permitiera a Cayo cuidar a los niños y velar por su seguridad que yo veía peligrar mientras Goswintha estuviera en la corte. Le hice participe de mi decepción por su decisión de convertir en madre suya a la reina y le recordé, una vez más, todo el daño que Goswintha había causado, no solo a nosotros, si no al reino.
   Mi cabeza ya no estaba clara. Algunos días confundía deseos y realidad y otros no encontraba las palabras para expresar lo que sentía. Entonces, pedía a Brunilda que me diera una pizarra para escribir y en vez de eso, hacía los dibujos de nuestra clave secreta, de aquella que inventamos el príncipe y yo, para expresar nuestro amor. Brunilda lloraba todo el día y Cayo tenía el semblante grave y andaba taciturno y poco comunicativo.
   Me olvidé de los niños. No recordaba ni sus nombres cuando Brunilda los mencionaba. Mi cabeza se vaciaba de recuerdos. La memoria estaba desapareciendo y su espacio lo ocupaba la imaginación, lo irreal, como creo que ocurre cuando somos incapaces de rememorarlo todo.
   No podía moverme de la cama. No comía y no recordaba por qué estaba triste y molesta con Recaredo y más tarde también me olvidé de él. Tras varios días ausente, perdida en mi nebulosa permanente por en medio de la cual deambulaba errante e inquieta sin saber ni quién era, una tarde ¡por fin! se hizo el milagro de la luz a mi alrededor y se abrieron postigos y puertas y dejé de sentir dolor y vi a mi príncipe, al rey Recaredo, entrar en mi alcoba y acercarse a mi cama y llamarme por mi nombre y abrazarme y decirme lo mucho que me amaba y le vi llorar y le vi confundirse con el resplandor que me cegaba y, mientras alargaba mi mano para retenerlo, vi aparecer a mi madre que me sonreía tan bella y tan joven y vi a Ingundis, muy pálida, dándome las gracias por haber cuidado de su hijo y vi a Sigebert que me tendía la mano con su cara dulce llena de amor y yo tuve entonces energías para incorporarme y me agarré con fuerza a su mano salvadora y sentí su calor y me volví segura y resuelta como antes, como siempre.
   Repentinamente, me sentí en paz y tranquila y volví a ver a Recaredo a lo lejos, muy lejos, lamentando la muerte de su hermano Hermenegildo asesinado por orden de la reina y vi a mi padre defendiendo con furia al príncipe y cayendo muerto al mar desde lo alto de una fortaleza y ¡por fin! vi a Recaredo ordenando ajusticiar a Goswintha y supe que había llegado el final.
Busqué el rostro de Sigebert que me esperaba y cogida de su mano, tranquila y confiada y segura me fui con él. En mi otra mano llevaba la carta que Recaredo me había enviado escrita en nuestra clave y que no había podido leer antes de partir. Ahora tendría tiempo para hacerlo. Ella me acompañaría hasta que volviéramos a vernos.
Algún día esto sería, por fin, posible.


Recaredo conviertiéndose al catolicismo



Epílogo



T
ras la rebelión de Hermenegildo, planificada e inducida por Goswintha y los suyos, y una vez iniciada la guerra, la princesa Ingundis salió con su hijo de Hispalis, ayudada por los bizantinos; partió desde Gades  bordeando la costa de África,  y parece ser que llegó hasta Sicilia donde se piensa que falleció puesto que allí se perdió su rastro por completo. Algunos historiadores afirman que murió en el norte de África. Pero nada de esto está comprobado.
   El pequeño Atanagildo, llegó a Bizancio —Existe constancia de misivas entre los reyes de Austrasia y el imperio, al respecto—, y allí se terminan las noticias sobre su existencia. Posiblemente fue entregado a sus abuelos los reyes austrasianos que lo habían reclamado al Imperio al conocer que estos lo habían sacado de Hispania, tratando de impedir que Goswintha, que había enviado sicarios tras ellos, se apoderara de él.
   Su otra abuela, la reina de Austrasia, falleció asesinada años más tarde, por su cuñado, el mismo que había matado a su hermana Galswintha y la guerra continuó por mucho tiempo entre los reinos de Austrasia y Neustria.

   El príncipe Hermenegildo falleció asesinado en Tarraco, se piensa que por orden de la reina Goswintha, a manos de un esbirro llamado Sisebuto que le abrió la cabeza con su hacha.
   Tras subir al trono a la muerte de su padre, Recaredo convocó un concilio y se convirtió al catolicismo; el rey Leovigildo se lo había aconsejado en el lecho de muerte. “Conviértete como Clodoveo para que la iglesia te ayude a conseguir la unidad”.  Goswintha urdió un complot para envenenarle, pero el príncipe y su gente lo descubrieron y la reina fue encarcelada y ejecutada.

   Recaredo nunca se casó oficialmente, se dice que lo estuvo en secreto, pero se desconoce con quien. Tuvo con su concubina un hijo varón que le sucedió en el trono con el nombre de Liuva II. La iglesia católica nunca le reconoció como rey al considerarlo bastardo. Recaredo continuó las reformas de Leovigildo y el reino hispano vivió una época de prosperidad.
   Recaredo fue un buen rey, como pensaba Jana, que nunca existió, que sepamos.











Bibliografía:

Domus romana/ Bonum cursum, viajar por las calzadas romanas.

Diccionario náutico: léxico marinero

“Corona gótica castellana y austríaca”/ Leovigildo y Goswintha: Don Diego de Saavedra y Faxardo, caballero de la Orden de Santiago, del Consejo de Su Majestad en el Supremo de las Indias y su Plenipotenciario para la Paz Universal / Año 1646

Historia Económica y Técnica del Mundo Antiguo.
 Profesora Dña. Carmen Alfaro Giner. Vicente Peris Boscá Facultad de Geografía e Historia. Universidad de Valencia. Valencia Enero de 2007.

Tecnología portuaria romana
Jose Manuel de la Peña 2001
Colegio de Ingenieros Caminos Canales y Puertos
Monográfico Ingeniería e Historia II

Puertos y comercio marítimo en la España visigoda
Salvador I. Mariezkurrena

“Los godos en España”:Thompson, Edward Arthur.
Alianza editorial, 1971

“Reinas de los godos”: Amancio Isla Frez, Universidad Rovira i Virgili/ (c) Consejo Superior de Investigaciones Científicas
Tiempo, religión y política
Tiempo, religión y política en el “Chronicon” de Ioannis Biclarensis: Fernando Álvarez García

 La antigua Septimania/ Real Academia e Instituto de estudios occitanos

Historia de Roma: Theodor Mommsen

Los gitanos en España: Agustín Vega Cortés.

Honderos de la Menor:  Pep Gómez Arbona










La viajera del agua



Esperando el final, primera parte




L
a vida en Sicilia  hubiera transcurrido apacible a la espera del fin de la guerra en Hispania si no hubiera sido por mi enfermedad. Yo supe desde el principio, desde que me descubrí los bultos en el seno izquierdo, que mis días en este mundo estaban contados. Había visto morir de lo mismo a tres de mis tías; dos tías abuelas, ya algo mayores y una hermana de mi madre, mi tía Leonora que era poco mayor que yo en este momento. Mi tía Leonora acababa de casarse cuando descubrió la enfermedad. Su marido no la repudió como hacían otros hombres en estos casos y la cuidó hasta el final. Yo no iba a tener esa suerte. Mi esposo no podía estar conmigo en estos momentos tan amargos. Tampoco estaba mi madre, ni siquiera mi abuela, aunque en el fondo me alegraba por ellas. Verme morir les hubiera supuesto, sobre manera a mi madre, un dolor terrible, insuperable.
   La enfermedad avanzaba deprisa. El pecho se había deformado y el pezón se había metido hacia dentro. Ese era un mal síntoma. Cayo, que me cuidaba como un padre, lo mismo que Adriano, tenía la intención de buscar discípulos de un sabio galeno del otro extremo de la isla que por lo visto había hecho avances en la curación de estos tumores que llamaban cáncer y que según me contó Cayo, ya eran conocidos por las antiguas gentes de la Mesopotamia, que los trataban y parecía que con éxito, en muchos casos. Cayo me había hablado de este sabio griego que había copiado esas técnicas de unas tablillas de arcilla descubiertas por el oriente lejano y las había puesto en práctica utilizando unas determinadas piedras recogidas dentro del volcán de la isla, llamado Etna, que tenían la facultad de hacer desaparecer los bultos que brotaban dentro de las mamas de las mujeres. Cayo me habló de la posibilidad de indagar si algún discípulo en la isla, incluso en la península italiana, había continuado esta praxis a escondidas,  porque el maestro había terminado sus días arrojado dentro del volcán, cuando un dux ostrogodo le requirió para que curara a su esposa y el sabio no lo consiguió, algo que ya le había advertido al comprobar que la enfermedad estaba muy avanzada, pero el ostrogodo, loco por el dolor y la furia, ordenó arrojarlo al volcán con sus famosas piedras y con todos sus escritos.
   Cayo fue en persona a buscar posibles seguidores de esa práctica y Adriano le relevó en nuestro cuidado. La esposa de Adriano, Livia, era una mujer inteligente y amable con la que hice amistad enseguida. Ella fue también una madre más que una amiga para mí y una abuela para los niños que se criaban revueltos entre sus propios nietos. La casa estaba situada a bastante altitud en la falda de un monte prominente, bastante más elevado que la montaña grande de Cóssyra. El aire era purísimo, comíamos lo que producía el huerto y los animales que criaba la casa. Todo era saludable pero para mi salud ya daba todo igual. Mi vida estaba llegando a su término, que jamás imaginé fuera a ser así, en medio del mar, en una tierra lejana donde ni siquiera había visigodos, lejos de mi esposo y preocupada por el porvenir de mi hija y de mi sobrino. Siempre el futuro incierto y oscuro presente en mi vida desde el día que llegó a la granja la noticia del pacto de boda de Ingundis y de Hermenegildo.
    El mal continuaba invadiendo mi cuerpo sin remedio; el malestar  era, a veces, continuo y otras, como ahora mismo, intermitente. Estaba teniendo unos días sin dolor ni molestias. Disfrutaba una tregua en el combate que estaba librando con la enfermedad; habían cesado las acometidas; de vez en cuando amagaba una finta, el enemigo jugaba conmigo, no era capaz de dejarme tranquila. Tal vez para que no olvidara que estaba ahí.
   De Hispania habían llegado noticias de la toma de Híspalis. Parece que Hermenegildo, por medio del obispo Leandro, que había sido desterrado, pero que había vuelto para sufrir con la ciudad según sus propias palabras, había solicitado ayuda al imperio, pero éste ni podía por haber vendido su neutralidad a Leovigildo, ni aunque hubiera podido estaba en condiciones de enviar ayuda, porque tenía las fronteras de Oriente hostigadas por varios enemigos a la vez, los persas por un lado y los árabes que desde hacía un tiempo avanzaban por el sur amenazando Egypto, por el otro. Adriano confiaba en el cercano final de la guerra que por otra parte solamente afectaba a la Bética. El resto del territorio estaba en paz.
   Nuestros bizantinos estaban preocupados por los nuevos hostigamientos que sufría el imperio de oriente y yo recordé lo que tantas veces me había referido mi padre acerca de la caída del imperio de occidente hostigado a su vez por tribus errantes como las nuestras, que buscaban espacio para asentarse y para vivir en paz. Le deseaba mejor suerte esta vez a la patria de mis amigos a los que quería de verdad. 
   Cayo regresó dos semanas después de su partida sin haber hallado a ningún discípulo del griego, pero si con la dirección de un galeno egipcio de la Cirenaica, pionero en el tratamiento de las úlceras, por cauterización mediante la horquilla de fuego, algo que le había dado fama en el imperio, aunque se sabía que la enfermedad continuaba incurable y sin tratamiento.
   —No os asustéis, pero me han dicho que llegará la ulceración y…
   —Lo sé, Cayo. No olvidéis que he visto morir a tres mujeres de mi familia de esto mismo.
   —Voy a enviar emisarios para contactar con el egipcio y traerlo, si es posible, o tenerlo localizado, para cuando le necesitemos.
   Al día siguiente de esta conversación, Adriano llegó rebosante de buenas nuevas. Vino a verme a la sala donde me hallaba con los niños dormidos, solicitó permiso para sentarse y luego me relató  radiante las recientes noticias:
   —Señora, tengo el inmenso placer de notificaros que la guerra en Hispania ha concluido. Híspalis fue finalmente tomada al asalto. Hermenegildo huyó a Córduba y se refugió en una iglesia católica. Hasta allí fue Recaredo a buscarle acompañado por vuestro padre y sus hombres, ambos hermanos se reencontraron y Recaredo le convenció para llevarlo a Toletum ante el rey. Leovigildo, bastante enfermo por lo que me refirieron, se emocionó mucho e hizo levantar al príncipe  que se había arrodillado a sus pies suplicando perdón, para abrazarle lleno de amor y de compasión, lo que sorprendió a todos los presentes. Se comportó como un padre, pero tras ello, en su posición de rey, le hizo apresar, le despojó de sus vestiduras regias y ordenó su destierro a Valentia…
    —¿Habéis dicho destierro?  
    —Sí. El rey le desterró a una fortaleza de donde no puede salir, pero donde está libre para hacer lo que le plazca, más adelante cuando los ánimos se calmen, hallaran el modo de liberarle. Recaredo será, seguramente enviado como dux a la Septimania y yo pienso que irá acercando a su hermano al territorio. Pero no adelantemos acontecimientos. El príncipe sabe desde el principio que su hijo está a salvo y que pronto le verá y eso le ha hecho feliz en lo que cabe. Por otra parte, señora, Miro fue ajusticiado como cabía esperar, Híspalis liberada y provista de agua y de comida por orden del rey, los focos de sedición que había por diferentes lugares de la Bética fueron sofocados y el reino está en paz.
   —¿Qué pasó con la reina, nadie la culpa de instigadora?
   —Supongo que dentro de la casa, si. Pero no trasciende, porque la reina aun es muy poderosa y no se puede en este momento provocar a los baltos. Sería un caos ahora mismo y además está Hermenegildo. Su seguridad peligraría. Hay que contemporizar y esperar el momento.
Hermenegildo en prisión. Boceto de Goya

   Tenía razón Adriano, Goswintha era muy astuta y todavía muy poderosa, había que actuar con cuidado. Pero el rey y Recaredo eran también muy astutos, seguro que iban atando cabos para actuar contra ella en el momento preciso, para sacarla del tablero antes de que volviera a poner en jaque al rey.
   Mi vida volvió a llenarse de esperanza, que era lo único que tenía al alcance de la mano, lo único tangible para sobrevivir con un poco más de calma, esperando el reencuentro. Si el cáncer no me hubiera atacado todo sería diferente. La reina y el cáncer se habían combinado para terminar conmigo y aunque al final fue la enfermedad quien ganó la última batalla, Goswintha salió vencedora de la guerra. Lo mismo le ocurrió a la Hispania; la reina se alió incluso con Leandro, su mayor enemigo, para torcer el destino que el rey y los católicos deseaban para la nación. Abortó la unidad y los cambios, provocó un alzamiento contra el rey y lanzó a la muerte a miles de visigodos, para salirse con la suya. Convirtió su ambición en el destino de Hispania. Al menos de momento.
   No podía imaginar cuando abandoné la Septimania que retornaría a nuestro mar para terminar mis días, tan lejos de casa, sin mi madre y sin mi esposo, dejando sola a mi hija que ni siquiera recordaría mi rostro cuando pensara en mí. Yo por lo menos recordaba siempre la infancia feliz en la granja con mi madre y mi familia, pero mi niña no tendría nunca esos recuerdos y mi familia posiblemente no la conociera jamás. Tenía que decirle a Brunilda que enviara recado a mis abuelos tras mi muerte y les hablara de Aimone, que supieran que fui la esposa de Recaredo y que tuve una hija que lleva el nombre de mi madre, de su querida y desdichada hija.
   Dos semanas después de estas noticias, una tarde cuando yo ya me encontraba mal cada día y los huesos me dolían como si un enemigo invisible me apaleara, Cayo se presentó corriendo en mi alcoba y casi sin aliento hizo un saludo militar y tras esto, se arrodilló al lado de mi cama para decirme:
   —Señora, el rey Leovigildo ha muerto. Recaredo es ahora el rey. Vos sois en consecuencia la reina de Toletum, la reina de Hispania.
   —¿Qué tonterías estáis diciendo?
   —Alteza, de sobra se que sois la esposa de Recaredo…
   —¿Cómo lo habéis sabido?
   —Señora, es mi obligación. Sé todo lo ocurre en el reino de Hispania. Yo vivía en Híspalis... Pero, estamos divagando, pasando por alto la importancia de lo que os acabo de referir. Recaredo es el nuevo rey.
   —¿Cómo ha muerto Leovigildo?
   —De improviso. Su corazón. No ha sufrido si es lo que os preocupa.
   —¿Y ahora que va a ocurrir?
   —Ahora mismo el viaje de Recaredo es imposible. Pero alguien vendrá a buscaros. Opino que el rey debería conocer el estado de vuestra salud.
   —Es que no quiero causarle disgusto.
   ­­—Señora, mas disgusto sería cuando, un día de pronto, le comuniquemos que ya no estáis. Debe conocer vuestro estado para que pueda obrar en consecuencia. Solicito vuestro permiso para hacerle llegar la noticia. Vos podéis escribirle una nota.
   —Cayo. Vamos a hacer  una cosa. Aun hay tiempo. Puedo viajar a Toletum. Le daría una sorpresa a mi esposo.
   —Señora, no me parece prudente. El viaje es largo y estáis muy débil. Además la reina viuda no ha perdido su poder, puede ordenar cualquier cosa contra vos y los niños. Es mi opinión que debéis permanecer aquí seguros todos. Yo enviaré recado al rey y él decidirá.
   Brunilda, que presenciaba la conversación, se asombró, primero, de que yo fuera la esposa del rey Recaredo y quiso saber cómo y cuando y donde había sido la ceremonia para regañarme después por no haberle dicho nada, ni tan siquiera un atisbo que le permitiera adivinar, “¿desde cuándo te has vuelto tan reservada?”, y luego, de mi osadía tratando de viajar a Toletum en mi estado. Le conté las cosas punto por punto y después la tranquilicé acerca de mi viaje. Cayo me había convencido. Era mejor esperar y que Recaredo, el rey, mi esposo, decidiera.
   —Debería alegrarme porque te hayas dejado convencer. Pero no se…me parece muy extraño viniendo de ti. ¿Tan mal te encuentras?
   —No, no eso. Es que Cayo tiene razón y como decís la abuela y tú las cosas son como tienen que ser.
   Brunilda no quedó convencida, era muy evidente, pero por lo menos se alegró de mi repentina sensatez. “Algo es algo”, comentó suspirando.
   Los emisarios partieron de nuevo hacia la corte mientras yo imaginaba cada día mi reencuentro con mi amado esposo suplicando a la vida que me permitiera verlo de nuevo, que me concediera una tregua misericorde hasta que mi príncipe viniera a por mí. Pero antes de que regresaran los emisarios fue otra la noticia que llegó a Sicilia, mediante camaradas  de Adriano que transportaban tropas desde Gades hacia Oriente.
   Aprecié un cierto desconcierto entre los dos hombres, que discutían  con calor acerca de alguna cosa sobre la que no se ponían de acuerdo. Noté indecisión en Cayo, algo sorprendente conociéndole, y me preocupé. Sabía que algo no iba del todo bien. Por fin Adriano se fue con mal talante y Cayo se acercó a mi habitación y  titubeó antes de hablarme y yo me puse en todo lo peor. Era muy evidente que ocurría algo y algo nada bueno. Me incorporé en el lecho y noté como el rubor encendía mis mejillas por la  angustia que me traspasaba la indecisión del bizantino. Cayo tragó saliva y no demoró más el relato:
   —Señora, ha llegado una noticia que no está lo suficientemente contrastada, aunque tiene rasgos evidentes de verosimilitud, pero no está comprobada al ciento por ciento. No obstante mi obligación es hacéroslo saber.
   Cayo se detuvo y tragó saliva y yo me desesperé.
   —¡Cayo, hablad por Dios! La incertidumbre es peor.
   —Veréis,  el rey ha adoptado a la reina viuda Goswintha como madre. ¡Señora!
   Perdí el conocimiento con la dolorosa sorpresa de la noticia. ¿Cómo había podido Recaredo hacernos esto? Cuando me recuperé estaba furiosa, estaba fuera de mí. Brunilda entró para calmarme. Yo lloraba y me lamentaba. Estaba llena de ira pero sobre todo, estaba decepcionada. Por completo.
   —Señora, vos lo sabéis mejor que nadie. Este es el único modo de controlar el tesoro regio. Hay que dar pasos pequeños…
   —¡Ese no es un paso pequeño! Jamás creí que Recaredo cediera ante Goswintha.
   —No ha cedido, señora, es un modo pacífico de avanzar. Recaredo acaba de ascender al trono, dadle tiempo. Tiene que hacerse con las riendas de la política. Tiene que apaciguar a los baltos. Tiene que ir atando cabos. Tiene que parecer que cede para llegar a donde quiere, a las reformas deseadas por su padre. Recaredo las continuará. Será un gran rey, estoy seguro.
   No quise convencerme de que aquello fuera lo correcto. Me arrepentí de haber dejado que le informaran acerca de mi estado. No tenía derecho a saberlo quien había obrado de ese modo para reinar. El sabía el daño que nos había hecho Goswintha. El era conocedor de que la reina había intentado matarnos varias veces para llevarse a los niños, quien sabe con qué intención. Tal vez pensara darles muerte también. Eso Recaredo lo sabía. ¿Cómo podía pasar por alto que la reina pensara  asesinar a su hija? No quise que los niños viajaran a Toletum. Me negué. ¿Qué iba a ser de ellos en manos de la reina? Recaredo continuaría como su padre, guerreando de un lado para otro del reino, mientras los príncipes estarían a merced de Goswintha y sus intrigas. ¿Había olvidado Recaredo la paliza a Ingundis? Lo que estaba ocurriendo no me parecía real. Tomé la firme resolución de enviar a los niños a la Septimania con mi familia. Pero Cayo me dijo que eso no podía ser en modo alguno. Lo pactado, en principio, era llevarlos  a Byzantium  y ahora, imperaba lo acordado a posteriori con Recaredo: esperar en Sicilia a que vinieran por nosotros.
   —Estoy muy harta de lo pactado —le dije a Cayo fuera de mí—. Muy harta. Estoy harta del Imperio y de Toletum. Estoy harta de todos. ¡Fuera de mi vista! —Le ordené a Cayo injustamente, muy injustamente.

   Lloré durante días. Con la tristeza y la desesperación por la noticia, me olvidé por completo de mi enfermedad, hasta que Brunilda al ayudarme con mi aseo, vio las úlceras y salió corriendo a avisar a Cayo. El bizantino entró en mi habitación para comunicarme que el egipcio estaba en este momento llegando a la isla, por lo cual comenzaríamos el tratamiento de inmediato. Yo me agarré a su mano y le pedí disculpas, le reconocí cuanto le debíamos todos y lo difícil, o mejor lo imposible, que hubiera sido la huida sin él y su gente y lo dura que sería la vida  si él no estuviera con nosotros.
   Cayo me respondió como siempre: “es mi trabajo, señora,” pero su mirada se iluminó y su mano apretó suavemente la mía.
   —El cariño no se pacta, bizantino. Vos habéis sido mucho más que un aliado en todo este tiempo. Nunca lo olvidaré.
   —Confío en que estéis bien cuando lleguen noticias de Toletum.
   —No confiéis en que envíe a los niños a la corte, mientras las cosas allí continúen así. Según lo que cuente el emisario, tomaremos una decisión. Ahora yo soy la reina de Toletum, tengo voz también. Soy tan reina como Goswintha.
   ¿Dónde había escuchado antes esa afirmación? Si, en Híspalis. Ingundis me lo dijo cuando mi padre trataba de convencer a Hermenegildo para que fuera a Toletum a verse con su padre. Ingundis se había equivocado en su momento, pero yo no. Yo estaba en lo cierto. Los niños peligraban en la corte en manos de Goswintha. Brunilda que había enmudecido desde que supo que yo era la esposa de Recaredo, me miró fijamente desde los pies de mi cama y meneó la cabeza.
   —No sé que tiene la corona que todas os ponéis igual de autoritarias en cuanto la sentís sobre la sien. Es un misterio para mí.

Papiro de Edwin Smith, un completo tratado de Medicina del Antiguo Egipto


La viajera del agua




Tierra amiga, segunda parte




Tras recoger a los heridos, los recién llegados prepararon un improvisado hospital en el granero de la casa, luego enterraron a los muertos propios y arrojaron al mar a los invasores. Algunos supervivientes huyeron en dirección a su barco, pero la nave había sido incendiada por los isleños, que les esperaban en la playa para rematarles con las hondas y con hoces y con remos y con cualquier cosa que tuvieran a mano. No sobrevivió ninguno. De los cien hombres de Cayo fallecieron setenta y dos, la mayoría en el campo de batalla y algunos después en el hospital. Los recién llegados tuvieron diez bajas. Todos habían muerto por culpa de la obstinación de una mujer implacable, como tantos estaban muriendo en Hispania por la guerra cobarde como todas, de hermanos contra hermanos. Pero la peor batalla se estaba librando dentro de la casa, Sigebert y Cayo peleaban contra la muerte con bastante desventaja, sobre manera Sigebert que tenía varias heridas demasiado profundas. La hoja de la espada enemiga había separado su carne y había penetrado a placer en su cuerpo y le había destrozado las entrañas. Brunilda no había dejado de llorar desde que el médico de los bizantinos nos hubiera cortado las esperanzas. Yo no quería creerlo, no podía ni imaginar la vida sin Sigebert, me dolía en el alma, en mi maltratada alma, la agonía de mi hermano, el final de su corta existencia, sus diez y ocho años segados sin piedad por el acero del sicario de Toletum. Podía sentir el dolor de su padre cuando conociera la noticia. No me separaba de su lado ni de día ni de noche; aunque el galeno afirmara que no podía oírme, yo le hablaba bajito al oído y le acariciaba la mano casi inerte y dormía con mi cara apoyada en la almohada cerca de la suya para que pudiera notar mi presencia y para que mi calor le abrigara y su espíritu no se sintiera solo y desamparado.
   Cayo continuaba grave también, pero su estado no era desesperado, había una posibilidad de recuperación, pequeña  pero posible. Yo le visitaba cada día y él me reconocía y hacía una mueca, que podía ser una sonrisa, y me apretaba la mano con suavidad, porque no tenía más fuerzas.
   Una mañana triste, desolada, llegó la oscuridad con su mordaza vil y Sigebert dejó de respirar. El médico asintió con la cabeza. Yo no quería creerlo. No podía creerlo. El no podía habernos dejado así, sin llegar a nuestro destino. ¿Qué iba a ser de todos ahora? ¿Qué iba a ser de los niños cuando yo ya no estuviera? ¿Quién los iba a devolver a sus padres? ¿Por qué la vida había sido tan injusta con él? ¿Por qué la vida era tan mala con todos nosotros? Me desesperé. Salí al huerto a gritar de dolor. Estuve sola mucho tiempo gritando y llorando. Luego, emprendí una frenética carrera hasta el borde del promontorio. Fue entonces, cuando el nuevo bizantino salió en pos de mí, alarmado. Cuando me calmé y me volví, estaba detrás aguardando. Me tendió la mano que yo agarré con fuerza, como un cabo salvador en medio de la tormenta que mi alma estaba librando con la desolación. Lo miré, afligida, demandando una explicación que no podía darme, solamente podía hacer lo que hizo: abrazarme con fuerza, para que me sintiera segura y llamarme como me llamó: “hija, hija mía”, y decirme lo que me dijo: “no te desesperes, aquí estaré siempre que me necesites, siempre, no te dejaré sola. Nunca. Estaré contigo y con los niños hasta que todo se resuelva”.
   Enterramos a Sigebert con tanto dolor como a mi madre. En la isla, solamente había clérigos católicos. Uno de ellos, elevó una emotiva oración por su alma; que importa una u otra religión si todas honramos al mismo Dios. Luego, le sepultamos en aquella isla que nos había acogido con tanto calor y que había luchado con nuestros aliados para defendernos. En una tierra amiga, allí iba a reposar su cuerpo. Su espíritu estaría siempre con nosotros, conmigo hasta el final de mi escaso tiempo y con los niños yo me encargaría de que su recuerdo perdurara, de que siempre recordaran a aquel hombre que hizo de padre y de hermano mayor y que dio su vida por ellos. En medio de la conmoción surgió una certeza que me confortó: en el escaso tiempo que me restaba por vivir, no iba a olvidar su voz; aquella voz que tenía la virtud de calmar mi espíritu no sería desleída por el tiempo porque no iba a haber tiempo para ello. Se iría conmigo, viva, lo mismo que su rostro y sus caricias.
    Adriano, el bizantino, dijo que llevaría la notica a su padre, cuando fuera a Toletum con las nuevas sobre nosotros una vez que concluyera la guerra, que según él ya estaría próxima a su fin.
   —En Agrigentum haremos planes. Ahora deberíais descansar. Nosotros cuidaremos de Cayo.
   Cayo mejoraba, por suerte para todos, despacio pero sin pausa. Se apenó cuando conoció la muerte de Sigebert. Vi como sus ojos se humedecieron y como su mirada buscó la mía para tratar de acompañarme desde su dolor sincero. Yo le apreté la mano y él asintió. Luego cerró los ojos y yo salí de su habitación confiando en su completa curación. La vida no podía quitarme ya a nadie más.
   Llegó el momento, como llega todo, del inicio de la navegación por nuestro mar. Al puerto de Cossyra comenzaron a llegar naves, Adriano se acercaba cada día a recabar noticias. No había nada nuevo sobre la guerra de Hispania. Cayo ya se levantaba, y aunque estaba débil, hacía planes con Adriano sobre el viaje.
   Ambos decidieron que tal vez fuera aconsejable no desembarcar en Agrigentum, incluso ni tocar Sicilia. Podíamos navegar hacia Byzantium dejando atrás la isla de donde partieron los enemigos que tanto daño nos habían hecho.  El plan era navegar hasta Cyrene o mejor hasta Alexandria y desde allí a Ephesus y luego a Byzantium. El barco de Adriano nos daría escolta y navegaríamos seguros.
   Fue entonces cuando decidí hablar con Cayo y contarle el estado de mi salud. Le dije la verdad absoluta, no había otra opción. Le confesé como la enfermedad mataba a las mujeres de mi familia y el tiempo que yo creía pudiera resistir en buenas condiciones. Cayo solicitó mi permiso para hablarlo con Adriano y juntos poder tomar una decisión. La que más conviniera dadas las circunstancias.
   Tuve que contárselo a Brunilda, aunque sabía que iba a ser un mar de llantos y que esto después de todo lo sufrido no iba a ser bueno para ella. Pero no podía esperar más.
   Los dos bizantinos decidieron, dada mi situación, viajar hasta Sicilia como en un principio habíamos acordado, desembarcar en Agrigentum con absoluta naturalidad y desde allí trasladarnos por tierra a un pueblo del interior donde vivía la familia de Adriano. Enna se llamaba el lugar. En su casa, con su mujer y sus hijas esperaríamos el fin de la guerra y la llegada de los enviados de Recaredo. Allí estaríamos seguros y los niños se criarían bien. Había buenas ovejas con buena leche y buenos y variados alimentos.
   Brunilda quiso ver en qué estado se encontraba mi pecho en ese momento. Tenía un bulto que crecía, pero el pezón no se había hundido aun como había ocurrido con mis tías, aunque ya notaba otro bulto pequeño debajo del brazo izquierdo y había comenzado a sentir dolor y el malestar continuo aumentaba. Mi aya lloró todo el día incluso los días sucesivos.
   Antes de partir de la isla, hablé con Cayo sobre el modo de compensar a las familias de los isleños que habían muerto por defendernos. Pensé en cambiar algún pagaré, total ya todo el mundo sabía que estábamos allí, y repartir el dinero entre las familias para resarcir de algún modo la perdida de hombres y los destrozos que causó la lucha en los campos y los sembrados, que quedaron arrasados y baldíos. De ese modo indemnizaríamos a las familias que se habían quedado sin algún varón que fuera su sustento, aunque la pérdida en lo personal fuera irreparable. Cayo accedió y así se hizo antes de partir para Sicilia. Además, Cayo ya había repartido con generosidad parte del grano que llevaba el barco, para pagar los servicios de los hombres  y los materiales que necesitó, para armar a su eficaz ejército. Supe también que Adriano y su gente habían encontrado al espía de Toletum, un griego desterrado en la isla, y le habían dado muerte junto a sus hijos, que andaban preparando otro golpe contra la casa aprovechando el desconcierto por la muerte de Sigebert y la convalecencia de Cayo y el dolor de todos. Es lo malo de las guerras, la hojarasca podrida que arrastran por cada rincón, con sus remolinos de muerte y de codicia.
   Partimos con mucho dolor el día once de marzo de aquel año 582; nuestro barco rodeó Cossyra y enfiló el mar rumbo a Agrigentum; en la isla se quedaba Sigebert para siempre. Me costó mucho retirar la mirada de aquel lugar que tan bello me pareció a la llegada y donde se había quedado reposando mi hermano querido, el hijo del hombre que tanto amó a mi madre y que tampoco pudo desposarla porque el africano se cruzó en su camino, en el camino de los dos. Lloré de nuevo, pero esta vez el llanto acudió a mí, reparador, con suavidad. Adriano me observaba con semblante grave mientras permanecía aferrada a la borda contemplando la isla hasta que su montaña más alta, aquella que nos cobijaba, terminó difuminada por la distancia y las brumas de la mente y del tiempo. ¿Era real lo que estaba viviendo o era también un espejismo? Me volví, como aquella mañana en el promontorio, para volver a encontrar la mano paternal de Adriano; esta vez la tomé con suavidad y él besó la mía con respeto y me dijo: “señora, aquí continúo y aquí estaré siempre a vuestro servicio. Haré por vos todo lo que sea posible”.
   Estaba convencida de que así sería.
   La travesía fue tranquila y el viento favorable. Cuando llegamos a Agrigentum, Adriano fue el primero en saltar a tierra. Nosotros permanecimos en el barco hasta que el desembarco fuera seguro. Nuestro nuevo amigo bizantino regresó con buen semblante y con la buena nueva de la rendición de Emérita.
   —Señora. Emérita ha sido tomada por el ejército real. Hermenegildo y los suyos despreciaron por dos veces, la rendición que les ofreció el rey Leovigildo, a cambio de respetar sus vidas. Sin embargo, el príncipe pudo huir de la ciudad, burlando el asedio, no sabemos cómo y refugiarse en Híspalis que está siendo sitiada ahora mismo; en nuestra opinión, no resistirá demasiado porque está sin agua y casi sin comida. Parte de la población ha huido como ha podido, arrollando a la guardia que custodiaba las puertas o descolgándose por la muralla o cruzando los túneles bajo la ciudad. Itálica se rindió sin condiciones, fue lo más sensato. El rey Leovigildo y su hijo Recaredo están perfectamente. Sin un rasguño. Y por lo que hemos sabido, Hermenegildo, también. La suerte está echada, es cuestión de días o quizá de semanas, pero poco más. Miro, el suevo, será ajusticiado en cuanto Híspalis sea tomada.
   La nueva me alegró.  El rey y sus dos hijos continuaban vivos y estaban bien. Los bizantinos pensaban enviar recado al príncipe de nuestro estado en cuanto estuviéramos en un lugar seguro. Un hombre de la total confianza de Adriano iría personalmente, puesto que Cayo aun estaba convaleciente para un viaje tan largo y le necesitábamos con nosotras tras la pérdida de Sigebert.
   Dejamos la nave, cuando ya todo estuvo dispuesto para nuestra partida hacia la casa de la familia de Adriano. El nos acompañó con sus hombres durante el viaje, preocupado por la seguridad y el bienestar de todos y por mi salud en particular. Desde el día de la pérdida de mi querido Sigebert, Adriano que me había llamado hija, había sido como un padre verdadero para mí, cariñoso y solicito. Los dos bizantinos que me habían acompañado eran especiales. Duros y curtidos, inteligentes y astutos, generosos y nobles. Como me hubiera gustado poder llevarlos conmigo a Toletum y mantenerlos en la corte junto a nosotros. Para Cayo, mis hijos y yo, seríamos su nueva familia y Adriano podía venir con la suya. Allí tendrían una vida mejor, gozando del favor del rey. Pero eso eran solamente sueños, yo sabía que moriría en Sicilia sin regresar a Toletum y lo que era peor, sin volver a ver a Recaredo.
   Fue un trayecto corto para lo que estábamos acostumbrados. Cuando llegamos a Enna, la esposa de Adriano y sus hijas nos esperaban en la puerta de su casa. Una casa grande y espaciosa con una huerta con muchos árboles. Era un lugar sano y agradable, cerca del cielo, donde los niños estarían bien. Antes de que el hombre de Adriano partiera hacia Hispania con misivas para Recaredo, me dispuse a terminar el relato de nuestro viaje hasta ese momento. No permití que le dijeran al príncipe nada de  mi enfermedad, hice que Adriano me lo prometiera. No quería que nada enturbiara la dicha que iba a sentir al saber que su hija, su sobrino y yo estábamos bien y a salvo, esperándole, en la casa de nuestros amigos. 
   Transcurrieron tres meses antes de que regresara el enviado de Adriano. Tardó en poder llegar hasta la Bética y luego la fue difícil acceder hasta Recaredo. Mientras esperábamos su regreso, a la isla llegaban noticias sueltas y dispares acerca del asalto a Emérita. Algunas decían que fue el mismo Recaredo quien facilitó la huida de su hermano, que mi esposo le aconsejó salir hacia territorio bizantino, pero Hermenegildo prefirió quedarse en Híspalis o tal vez trató de llegar a la frontera y no lo consiguió. Otros cuentan que siendo imposible dejar la ciudad por ninguna de sus puertas, el virrey saltó desde la muralla al rio  y luego alguien le dio cobijo y le ayudó a huir después. Lo cierto es que nada se sabe con certeza, pero si fue cierto que Hermenegildo no estaba en la ciudad cuando entraron las tropas y se supo también con absoluta certeza que Gesaleico fue ejecutado por orden de Leovigildo en cuanto fue apresado.
   Recaredo lloró cuando supo que estábamos a salvo en Sicilia. Preguntó por su hija y por su sobrino y sobre todo se emocionó cuando quiso saber de mí. Se entristeció al conocer la muerte de Sigebert y le dijo al enviado que el mismo le daría la noticia a su padre, que se hallaba herido en ese momento. Hizo que le diera una descripción de como era su hija y le preguntó si yo continuaba igual de guapa y de resuelta y si Brunilda continuaba tan gruñona y tan llorona. Luego le envió a descansar y al día siguiente le presentó a su padre, el rey Leovigildo, que se emocionó también al saber que tenía dos nietos, uno de cada uno de sus hijos. Recaredo leyó con fervor, eso me decía en su misiva escrita en nuestra clave porque en ella me hacía varias revelaciones, el relato que yo le había enviado contándole la huida y el viaje por el norte de África escapando de los asesinos enviados por la reina, y me hizo saber que la reina perdería toda su posición en el reino, porque el rey Leovigildo era sabedor de sus intrigas y de su culpa en la sedición de Hermenegildo, pero esto era algo que se iría haciendo despacio para no sublevar a los baltos y algún otro clan afín a la reina y nada debería de trascender. El rey pretendía continuar con rapidez las reformas que habían quedado interrumpidas y promulgar el Codex Revisus, en cuanto la guerra finalizara por completo. Me decía que el rey se encontraba agotado en este momento y pensaba retirarse a la corte y esperar allí con calma el fin de la contienda. El confiaba en hallar a su hermano con vida y poder llevarlo ante el rey para que se reconciliaran y hablarle al príncipe de su hijo y decirle que pronto podría abrazarle. Luego, una vez resueltas las cuestiones familiares, habría llegado el momento de nuestro encuentro. El me prometía acudir a Sicilia a buscarnos, para regresar todos juntos y no volver a separarnos nunca más. Casi al final me habló de mi padre. Me dijo que el africano había sido un puntal decisivo para el rey y que, tras la toma de Emérita, les había pedido como favor especial ejecutar el mismo al noble hispano que fuera mi acosador en Híspalis, asunto que mi padre había conocido y que ya era sabido por todos, y que había pretendido asesinarme para enviarles mi cabeza. El rey le dio permiso y mi padre le dio muerte por su propia mano, sin que mi esposo me refiriera los detalles. Al final el príncipe me reiteraba el amor inmenso que sentía por mi y ya también por nuestra hija y por su sobrino y se despedía soñando con el reencuentro que le iluminaría los días de campaña que le restaban aun antes de regresar a Toletum, para después venir a buscarnos.
   Leí la carta hasta que fui capaz de repetírmela de memoria y se la leí también a los príncipes, que no entendían pero que comprendieron se trataba de un asunto importante. Los dos príncipes decían padre y Atanagildo, me llamaban madre, aunque yo le hablaba de Ingundis y él sabía que ella era su madre verdadera, hasta tal punto que siempre proclamaba tener dos madres. Con frecuencia preguntaban por Sigebert. Era algo que me helaba el alma. Yo les decía que Sigebert  había tenido que ausentarse, pero que algún día volveríamos a verlo.
   —No os preocupéis está bien y no nos ha olvidado. Nunca nos va a olvidar.

 
Agrigentum, Sicilia

La viajera del agua


Tierra amiga, primera parte

 
Cóssyra, hoy Pantellería


N
os instalamos provisionalmente en una casa cercana al puerto, donde los niños podían jugar y fortalecerse con el aire sano del mar. Luego, Cayo buscó otra más retirada y discreta, teniendo en cuenta que continuábamos siendo fugitivos, en el campo en medio de las vides y los olivos. A nuestra espalda la montaña grande daba cobijo y seguridad y nos protegía del viento difícil de la isla. Subiendo hasta su cima se podía ver Sicilia en los días claros. Frente  a la casa, el mar agitado y vacío nos separaba de África y entre medias, los fértiles huertos de las casas y los viñedos preñados de uvas en sazón, le hacían parecer un erial.
   Los isleños, cultivaban  la misma variedad de uva blanca que en la casa de mi abuelo, que allí se convertía en un caldo amarillo con sabor a fruta madura, placentero y dulce, y aquí en esta isla hermosa, en un vino peculiar, licoroso, elaborado con la uva secada al sol sobre una cama de paja, que llamaban passum[1], y también vino santo, y que hubiera hecho las delicias del abuelo. Algún viticultor secaba las uvas colgándolas de vigas, continuando una costumbre importada de más al norte, pero lo general era secarlas sobre paja por lo menos durante tres meses. El resultado era un vino dulce, cálido, frutado y aromático, con sabor ligero a higo seco y a dátil y a miel, que era envejecido en barriles de roble y que estaba delicioso empapando una especie de torta de harina de trigo con nueces molidas que elaboraban ex profeso para acompañarlo.

Passito di Pantellería

   La espera se presentaba apacible. Desembarcamos el mismo día que Atanagildo cumplía un año de vida. Recordamos a Ingundis una vez más. Brunilda y yo rezamos por ella y por mi madre y por el fin de la guerra. Aquí imposible tener nuevas así que tratamos de olvidar, aunque para mi fuera imposible. Pensaba en Recaredo de continuo y veía su rostro en la carita de nuestra hija Aimone cada día y cada hora y cada segundo.
   Sabíamos que debíamos permanecer en Cossyra hasta las nonas de marzo por lo menos. Yo cada mañana contemplaba el mar temerosa de que apareciera un barco a lo lejos, pero con el tiempo lo fui olvidando. Aquí, como en la Septimania, estábamos seguras. Mi hija cumplió un año de vida al mes siguiente de llegar. Los niños estaban sanos, aunque mi leche comenzó a escasear y hubo que alimentarlos con leche de oveja que Cayo hizo traer desde las montañas y que tenía un sabor exquisito y peculiar como cada cosa de aquella isla deliciosa. Brunilda les preparaba desde hacía un tiempo una papilla de trigo molido tostado ligeramente, la misma con la que crecimos en la Septimania, que a todos nos había alimentado y nos había ayudado a criarnos sanos y fuertes.
   Pasó el otoño distraído con la vendimia y la elaboración del vino ordinario  que hacían para consumo propio y para vender a las naves que arribaban y  que eran bastantes más de las que se podría pensar en principio, dada la posición de la isla en medio del canal de Sicilia. Para el passum  reservaban la uva de la primera floración, bien soleada. Cada semana, retiraban la uva seca que iba cambiando de color y añadían  uva fresca, tiraban los granos estropeados y quitaban el raspón del racimo que de lo contrario, amargaría el vino. Me gustaba contemplar como la uva iba cambiando de color y de tamaño al secar y como la mimaban los isleños para que el néctar fuera único.
   Nuestra mirada se acomodó rápidamente al paisaje oscuro de la isla, determinado por las rocas que había expulsado la montaña cuando se había abierto siglos atrás y había escupido fuego. De vez en cuando de las faldas y de la cima de la montaña grande, ligeramente prominente, con la cresta rota por el cráter del fuego, salían fumarolas que los isleños decían eran los suspiros, que aliviaban el pesar que la consumía por dentro, y evitaban que reventara de dolor como antaño.
   Llegó el invierno casi sin darnos cuenta. El tiempo enfrió algo pero el clima era muy benigno comparado con la severidad del carpetano que habíamos sufrido estos últimos  años en Hispania. Conformábamos todos juntos una gran familia. Sigebert era más que un amigo, un hermano mayor para mí y un padre para los niños con los que no se cansaba de jugar y Brunilda era mucho más que una abuela. Cayo, nuestro querido bizantino, pasaba con nosotros mucho tiempo; a mí me intrigaba la personalidad de aquel hombre solitario, fiel e inteligente que tenía control sobre cada cosa, que estaba al tanto de todo  y que alguna vez había tenido una familia. Nunca más le volví a interrogar al respecto. Le veía jugar con los niños y pensaba que hubiera hecho mi padre de haber conocido a su nieta. Pensé en él al lado del rey en el asedio a Emérita, pero sin preocupación. Estaba segura que fuera cual fuera el resultado final, saldría adelante al lado del vencedor.
   Cayo andaba reclutando entre los jóvenes desocupados en el invierno o con menos trabajo por la estación, candidatos a soldados temporales a los que daban instrucción él y sus hombres mostrándoles el manejo de la espada y del resto de armas. Sin embargo en la isla, los hombres tenían una táctica de lucha ancestral común por lo visto a muchas islas de nuestro mar. Eran capaces de disparar piedras de buen tamaño, con hondas que hacían estragos en el enemigo. Los romanos los habían utilizado en el campo de batalla y también los enemigos del antiguo imperio occidental se habían aprovechado de esta pericia dándoles trabajo como mercenarios. Cayo organizó un peculiar ejército, conformando tres secciones diferenciadas: los tiradores con arco, los honderos y los luchadores a espada. Luego se dedicó a construir armas. En el barco habían traído armamento, pero él lo consideraba insuficiente.
   —¿Insuficiente para qué —preguntaba yo.
   —Insuficiente si nos atacan.
   —¿Ahora? ¿Aquí?
   —Siempre hay que estar preparados.
   Buscó un ferrarius, que halló al otro lado de la isla. Allí forjaron espadas y construyeron flechas. También fabricaron escudos con la madera que recogieron de barcos varados y maltratados por la severidad de la intemperie en las playas. Eran bastante rudimentarios pero Cayo opinaba que serían eficaces. Luego ensayaron tácticas de ataque y de defensa y construyeron camuflajes. No se dieron tregua ni tuvieron un solo día de descanso.
    Sigebert quiso colaborar, pero Cayo le dijo que debería estar siempre con nosotras, acompañado de cuatro hombres que él dejó en nuestra casa para nuestra protección.
   —Aunque nos sintamos seguros, no debemos descuidarnos. Cualquier cosa puede suceder. Hay que estar prevenidos. No os mováis del lado de ellas y de los niños.
   Sigebert cumplió a rajatabla; desde ese momento fue como la única sombra de los tres. “Es la mejor orden que han dado en mi vida.” En ese tiempo fue cuando una tarde, sentados bajo una higuera desnuda aun y torcida a poniente por la fuerza del viento, mientras los niños correteaban por la ribera pedregosa del mar vigilados por Brunilda y por dos hombres de Cayo, Sigebert me confesó su amor.
   —Jana sé que no debería decirte esto, pero…
   —Pues no lo hagas —interrumpí presumiendo lo que iba a acontecer.
   —Jana, es que no puedo callarlo. Falta poco para que nos dirijamos a Agrigentum, la guerra posiblemente haya concluido, Recaredo enviará a buscaros y ya no habrá oportunidad. Jana, yo te quiero, te he querido desde que te vi aquella mañana en el cementerio frente a la tumba de tu madre. Sé que mi padre siempre amó a tu madre y a mí me ha ocurrido lo mismo contigo…
   —Sabes que no puede ser. Yo también te quiero, pero como a un hermano. Siempre quise a tu padre como si fuera mi verdadero padre.
   —Lo sé y sé que te debes al príncipe, pero tenía que decírtelo Jana, no puedo ocultarlo. Eres muy especial para mí. Siempre lo serás.
   —Yo te agradezco el amor y la lealtad y la compañía y todo lo que haces por nosotros y te quiero, mucho, mucho, pero como a un hermano. No puede ir más allá ¿comprendes? Y te ruego que no vuelvas a mencionarlo. Resulta doloroso.
   —Jana, no he querido que te sientas molesta…
   Me levanté y le abracé.
   —No estoy molesta, estoy muy orgullosa de que un hombre como tú me quiera, pero ya sabes que yo amo al príncipe y debes comprender. Ya me has dicho lo que querías y se acabó. Por favor.
   Le acaricié el rostro, hermoso y curtido por el tiempo y el sufrimiento, y me fui en busca de los niños y de Brunilda, dando por terminada la conversación, por el bien de todos.
   En los días siguientes el tiempo estuvo ventoso y permanecimos en casa contemplando a través de las ventanas, como Cayo y los hombres que había reclutado en la isla, rodeaban por completo el recinto con matorral espinoso traído de los montes, formando una especie de paredón vegetal a bastante distancia de la vivienda. Yo salí al huerto e inquirí a Cayo con la mirada levantando la barbilla en dirección al matorral.
   —En caso de ataque le prenderemos fuego. Evitará que se acerquen a la casa.
   —¿Pero, ¿es que pensáis que alguien nos va a atacar?
   —Conozco bien al jefe de la partida que se formó en Agrigentum, espero cualquier cosa de él. Pero no estéis inquietas; es pura precaución, por si acaso. Todo va bien.
   Todo iba bien, pero yo comencé a sentirme mal de continuo. Ya no era ansiedad ni temor, era realmente malestar. Un día, cuando faltaba poco más de un mes para el nuevo año, cuando ya la primavera estaba haciéndose notar, cuando ya las vides habían verdeado tras la pausa del invierno y los frutales ofrecían al sol sus brazos plateados llenos de botones a punto de reventar, el motivo de mi mal se hizo evidente y supe de modo irremediable que la suerte estaba echada. Era el mal de mi familia materna, el que había acabado con la vida de varias de mis tías y con alguna de mis primas jóvenes. “La maldición de las mujeres Wothan” decía mi abuela.  Sabía que no tenía curación, así que no dije nada a nadie, para no provocar una desazón innecesaria por el momento, pero comencé a tomar medidas para cuando llegara el final. Sabía que tendría tiempo. En el peor de los casos, que había sido mi tía Leonora, la vida le regaló casi un año desde que descubrió el mal. Si yo era igual aun quedaba tiempo, incluso para que Recaredo viniera a por nosotros. Lo único seguro desde ese momento, era la permanencia obligada en Sicilia. El viaje hasta Byzantium sería impensable. Al igual que Cayo con la defensa, me apliqué en lo que iba a ser mi quehacer cotidiano, aparte de criar a los niños, hasta el final.  
   Comencé a escribir un diario para Recaredo contándole el día a día desde que comencé a notar a nuestra hija dentro, hasta el momento en el cual ya no pudiera continuar. Tenía que referirle la conspiración, el nacimiento de nuestra hija, la huida, la persecución de los esbirros de la reina, los cuidados de Sigebert y de Brunilda, la fidelidad y la lealtad de Cayo y la hospitalidad de los bizantinos. Mi esposo tenía que conocer nuestros pasos desde el principio de todo hasta mi final y mi hija lo mismo cuando tuviera edad para ello. Cada tarde, mientras los niños dormían tras la comida, yo me iba a mi habitación y allí en soledad, con la compañía del silencio que aprendí a apreciar durante mi viaje de llegada, le iba describiendo a Recaredo nuestras vidas con detalle, poniendo en el relato todo el amor que me rebosaba y que no había podido darle.
   Así continuamos tranquilos, sin ninguna noticia de Hispania, aislados y por eso mismo seguros. Los niños crecían sanos y felices, su vida era juegos y amor, sobre todo amor. Mi relato para Recaredo avanzaba, como mi  enfermedad, que continuaba su camino implacable. Que mala suerte. Confiaba en que la vida me diera una tregua y me permitiera ver el fin de la guerra, aunque presentía que mi anhelado reencuentro con Recaredo no se iba a producir, pero por lo menos, esperaba de la vida que permitiera a mi hija conocer a su padre y también a Atanagildo conocer al suyo, si fuera posible. Confiaba en la clemencia del rey y en las dotes de diplomático de Recaredo. Me apenaba la vida de Aimone sin madre, me apenaba esto más que mi propio final. Tenía que rogarle a su padre que la criara con él en palacio, en su palacio, que no la dejara en manos de nadie y menos aun de Goswintha, aunque esperaba que para entonces ya hubieran tomado medidas contra ella. Ya hubieran descubierto su juego y le hubieran dado el castigo que se merecía.
   Un mes antes del inicio de la temporada de navegación, cuando ya andábamos preparando la nueva singladura y los hombres de Cayo subían diariamente a bordo para hacer reparaciones y poner la nave a punto,  tras unas semanas de niebla, el vigía que Cayo había apostado en la cima del monte grande, se precipitó a galope montaña abajo dejando tras de sí una estela sicofante que se confundía con el humo blanco de las fumarolas. El bizantino lo vio y ordenó de inmediato que nos metiéramos en casa. El vigía saltó del caballo y casi sin resuello, soltó la noticia.
   —Hay un barco detenido en la costa. Apareció tras levantar la niebla. Comenzó a percibirse una silueta, yo creí que era un enorme pez. Están desembarcando soldados sin cesar. Es un ejército.
   —Nosotros también.
   —¿Qué va a pasar? —inquirí.
   —Lucharemos y venceremos. Confiad.
   Desde el lugar del desembarco, mientras transportaban hombres y armamento hasta la playa y se encaminaban luego hasta la casa, tendríamos un intervalo de un par de horas a nuestro favor para prepararnos. Cayo apostó a sus nuevos soldados en rigurosa formación como si fueran realmente un ejército, aunque eran no más de cien hombres. Sigebert preparó la defensa de la casa por si hubiera que luchar cuerpo a cuerpo. Yo encerré a los niños con Brunilda en una habitación sin ventana donde Cayo me había dicho que lo hiciera en caso de ataque y le pedí una espada a Sigebert  para colaborar como pudiera. Pero siguiendo con mi costumbre curiosa me dispuse a contemplar el choque desde la ventana del piso superior.
   —Jana, retírate de la ventana. Puede ser peligroso, una flecha puede alcanzarte —me aconsejó prudente Sigebert.
   —Déjame ver el comienzo. Cuando vea peligro, me retiraré, pierde cuidado.
   Por el oeste era el único modo de acceder con facilidad a la casa y al resto de casas diseminadas por el valle, porque el este eran promontorios escarpados que morían sobre el mar. Cayo mandó advertir al resto de habitantes del valle para que se encerraran en sus casas, convocó a los hombres y les dispuso para la lucha. Se camuflaron de tal modo que era imposible distinguirlos del matorral que cubría en ese momento la campa, que se extendía hasta la falda de la colina donde comenzaban las vides.
   Desde mi atalaya en la ventana, distinguí el avance acompasado e inexorable, de una mancha oscura y polvorienta hacia la campa. Marchaba a buen ritmo, sin temores, pensando en la victoria que seguro daban por hecha sin mayores sobresaltos. Pero no conocían a Cayo o no le valoraban lo suficiente. De todos modos, aunque yo confiara ciegamente en el bizantino, me inquietó el número tan abundante de tropas que avanzaban a buen paso, enfilados hacia la casa que tenían sobradamente localizada. Habían desembarcado al otro lado de la isla y se habían dirigido derecho hacia nosotros. En la isla había un informador. Había un espía al servicio de Toletum. Era cierto que estaban por todas partes.
   Mientras los agresores avanzaban, por delante de ellos, todo era quietud. El aire que precedía a la marcha, peinaba la hierba que se agitaba diligente y coqueta con un verde contoneo, suavemente desvanecido contra el rompiente matorral que ocultaba al ejército de Cayo y que parecía haber estado siempre allí. Seguro que los invasores estaban viendo la barrera de espino y pensando que tras ella se hallaba Cayo oculto con sus hombres.

   De pronto, cuando los invasores estuvieron a tiro, el matorral se apartó con violencia, surgiendo de él una súbita nube de flechas que voló compacta hacia los recién llegados quienes, tomados por sorpresa, se detuvieron en seco y levantaron los escudos para protegerse. Fue un ataque que no esperaban y que causó desconcierto y mortandad. A continuación nuestros honderos hicieron su trabajo, estrellando las piedras contra las cabezas de los arqueros enemigos que se preparaban para contraatacar, mientras los nuestros  habían vuelto a desaparecer bajo el camuflaje, dejando libre el campo para las hondas. Fueron varios ataques por ambas partes, alternos, acompasados como una danza, hasta que de pronto los dos ejércitos se lanzaron ferozmente el uno contra el otro, en medio de un griterío atronador que helaba la sangre y detenía el tiempo.
   Aunque tomados por sorpresa habían tenido muchas bajas, los invasores eran bastantes más, pero los nuestros luchaban con arrojo impidiendo el avance. Sin embargo, visto desde mi posición, la victoria se antojaba difícil, porque el enemigo parecía surgir de todas partes. Caían diez y aparecían veinte por detrás. Pronto la masa comenzó a progresar lentamente hacia la casa. Algún luchador avanzaba por los flancos, tratando de rebasar la barrera espinosa que nos rodeaba, pero era fácilmente ensartado por las flechas de nuestras defensas. Probablemente hubiera muchos cuerpos sobre la campa, pero los dos ejércitos continuaban  su lucha feroz manteniéndose en pie, sobre los muertos y sobre los heridos. La progresión hacia nosotros era lenta, pero inexorable. No puedo calcular el tiempo transcurrido. Los enemigos cada vez se aproximaban en mayor número a la casa y llegó el momento en el cual hubo que incendiar la cerca.
   —Retírate de la ventana —me gritaba Sigebert—. Por Dios Jana, quítate de ahí. Si te ocurre algo, Cayo me desollará vivo.
   No tuve más remedio que obedecer. El humo, además, no me dejaba ver la lucha que continuaba feroz e inclinada hacia los enemigos. Todos nuestros soldados iban a morir y, después, nosotros seriamos llevados hasta Toletum por la fuerza. Aunque pienso que nosotras no, nosotras seríamos ejecutadas y los niños raptados y conducidos hasta Goswintha.
   Estos pensamientos tan negros fueron interrumpidos por un soldado que irrumpió en la casa con una flecha clavada en el brazo y otra en la espalda y que antes de desplomarse nos anunció:
   —Algo está ocurriendo por detrás del enemigo. Han llegado más soldados.
   —Lo que nos faltaba —comentó Sigebert con desaliento, desde su puesto.
   Yo me acerqué al herido para socorrerle. Cuando me arrodillé a su lado, el tomó mi mano y me susurró con apenas un hilo de voz:
   —Son amigos, están atacando…son amigos.
   —Sigebert ¿has oído? Son amigos. Han venido más soldados a ayudar.
   —Que extraño ¿de dónde pueden haber venido? Jana, voy a salir. Cierra y no te muevas de aquí. ¿Cómo está el soldado?
   —Ha muerto. No salgas, puede ser peligroso.
   Sigebert ni me escuchó. Miré hacia afuera desde la puerta. El fuego y el humo no me dejaron ver lo que ocurría, pero la lucha se escuchaba feroz, aunque parecía que ya no estaba tan próxima a la casa. Pero eso podía ser deseo más que realidad.
   —Jana, entra en casa y cierra —ordenó la voz de Brunilda desde el umbral del cuarto en el que se ocultaba con los niños—. ¿Qué está ocurriendo?
   Se lo referí. Le referí sobre todo la noticia reciente de la venida de más soldados de no se sabía dónde.
   —Al igual que los enemigos supieron donde estábamos y como  hallarnos, los amigos también han sabido que venían a atacarnos y les habrán seguido. Byzantium cumple. Ya lo sabes.
   —¿Cómo están los niños?
   —Perfectamente. No te preocupes.
   Cerré la puerta, subí de nuevo al piso superior y volví a mirar por la ventana. El humo se iba disipando y pude ver lejos ya de la casa, el mismo panorama de lucha, pero más favorable a nosotros. En efecto, por detrás había llegado otro grupo de soldados, menos numeroso que el enemigo, pero que fue suficiente para conseguir acabar con la hegemonía de los atacantes y con la mortandad de los nuestros que había sido grande y que por un momento a punto estuvo de hacer que la batalla fuera favorable por completo al enemigo. No pude saber quiénes eran los refuerzos ni de donde habían venido, pero lo importante estaba siendo el resultado, luego ya me enteraría. Mi mirada retrocedió esperanzada y agradecida para descubrir con horror a Sigebert luchando a muerte con un soldado enemigo y algo por detrás, surgiendo de entre el humo, como sombras evadidas de entre los muertos de la batalla, distinguí la silueta de Cayo, ensangrentada, doliente, luchando desesperada contra otra silueta tan desesperada y doliente como la suya. Imposible saber si combatían aún con vida o si eran sus espíritus los que continuaban la lucha persiguiéndose con saña infinita en la antesala del más allá, si eso fuera posible. Miraba alternativamente a Sigebert y a Cayo. Les veía continuar la lucha sin tregua y casi ya sin fuerzas. Les veía solamente a ellos, de espaldas a mí, blandiendo la espada contra alguien o contra algo que hacía lo mismo contra ellos, el mismo movimiento, la misma acometida, la misma furia. En ese momento no me importaba nada más. El fuego había consumido por completo la defensa de espino y el humo se había disipado  y posiblemente, la lucha en campo abierto hubiera concluido, pero delante de mí, los dos hombres que nos habían acompañado y defendido desde la huida de Hispania, estaban librando su última batalla, sin fuerzas ya, pero sin ceder ni un palmo, mantenidos en pie por la furia y el coraje y el valor y la lealtad y el sentido del deber. De pronto, vi a  Sigebert en el suelo y vi a su contrario levantar la espada haciendo un supremo esfuerzo para rematarle. Grité su nombre y me maldije por no tener a mano un arco para disparar. Me maldije y me desesperé y baje corriendo y agarré la espada del soldado muerto abajo y salí dispuesta a vengar a mi hermano del alma, al hijo de mi querido Sigebert, al hombre que también me amaba y al que yo no había podido corresponder.
   Pero si podía vengar su muerte.
  Emprendí una carrera frenética con la espada izada sobre mi cabeza, contra la silueta que vi de pie frente al cuerpo de Sigebert tendido en el suelo. Mientras avanzaba presa de la furia y del dolor, noté como la silueta se desviaba de mi camino y me hacía señas para que me detuviera.
   —Eso es lo que tú quisieras, pero vas a morir, llegó también tu hora, cerdo, asesino —gritaba fuera de mí, en gótico, mientras descargaba mi espada contra la suya en un golpe tan violento que la partió en dos, haciéndome tambalear. Entonces, el soldado me desarmó con facilidad y me sujetó por la cintura.
   —Señora, calma, clama. Soy amigo, acabo de salvar la vida del visigodo. Está mal herido, llevémosle a casa. Todo está bajo control.
   —¿Quién sois?
   —Amigo, soy amigo. Luego hablaremos.
   —¿Sois bizantino? —volví a preguntar mientras recogíamos a Sigebert con la ayuda de dos soldados que el “amigo” hizo acercarse para ayudar.
   —Sí, soy bizantino. Soy el hombre que subió a bordo de vuestro barco en alta mar. ¿Me recordáis?
   Afirmé con la cabeza. Entonces caí en la cuenta de que Cayo continuaba su lucha contra el otro espectro.
   —¿Están vivos? —pregunté al nuevo bizantino, que sonrió antes de contestarme.
   —Sí lo están. Cayo vencerá, no temáis.
   Me di cuenta que varios hombres de los recién llegados esperaban prudentemente retirados formando un semicírculo por detrás, para socorrerle; pero Cayo no necesitó ayuda y logró rematar en un esfuerzo postrero, al luchador contrario, que había caído de rodillas, antes de que, nuestro bizantino tambaleante, le abriera la cabeza con su espada, para caer de rodillas también. Me acerqué corriendo a sostenerle. Cayo me miró y sin apenas resuello, me confió su secreto antes de perder el conocimiento:
   —El fue quién mató a mi familia. A mi mujer y a mis dos hijos.



[1] Hoy conocido como  passito de Pantellería