La reina hilandera


IV
 
Silo de Asturias

La comitiva partió  a primera hora como quería Adosinda, el mismo día que partía el cadáver de Fruela hacia Ovetum. La princesa se había levantado antes del alba y había acudido a la cripta de la capilla para despedirse del cadáver de su hermano el rey. Primero había orado en silencio y luego, se había acercado al féretro y en voz alta, lo suficiente para que la escucharan los vivos, que la habían seguido, le reprochó a Fruela sus últimos años de tiranía; le echó a la cara el crimen de Vimara, que “ha vuelto a matar a padre, allí donde se encuentre”; lamentó la suya “solitaria, fría y traidora, tal vez la que te mereciste, pero que me duele tanto, que no la olvidaré nunca” y le juró por Dios y por el Reino, sentar en el trono a su hijo Alfonso, “cuando llegue el momento”.
   —El te vengará —musitó mientras besaba sus manos heladas.
   Con el frio del beso en los labios, salió de Cangas sin mirar atrás. Cabalgó en silencio, que todos respetaron, hasta que anocheciendo,  llegaron a las puertas de Soberrón. Pasaron allí la noche y con el amanecer se pusieron en marcha de nuevo. Hasta Flavium Avia serían cuatro etapas más. No había tiempo que perder, porque con la parada en casa de Silo y el viaje hasta Lucus, podía caer el invierno.
   El viaje fue tranquilo, casi apacible. El tiempo no se torció y aunque las tardes refrescaban, transcurrió sin sobresaltos. Los niños aguantaron como adultos y se comportaron como príncipes que eran, con buenos modales y buena disposición. Alfonso era curioso e inteligente. Preguntaba y se interesaba por las cuestiones de los lugares a los que llegaban, por las gentes, por el modo de vida, por las leyendas, por las creencias, por las inquietudes y las aspiraciones. Parecía un rey preocupado por sus vasallos. Tenía madera. Solo se desviaba en un punto, según Silo: admiraba a Carlomagno que para el pésico era un sátiro, un rey corrupto y lascivo. Tal vez en la Corte le habían informado mal o el muchacho había malinterpretado la aureola de poder del rey franco. Los frailes de Samos le harían ver la verdad. Por eso él lo escuchó sin hacer comentarios.
Celta pésico

    Adosinda encontró a su tío Fruela anciano y achacoso, para la edad que tenía. Los acontecimientos familiares no habían sido agradables los últimos años: hermanos asesinando hermanos, nobles asesinando reyes y si para colmo, asesino y asesinados eran tus sobrinos, peor que peor. Eso minaba la salud de cualquiera.
   —Víboras matando víboras, círculo emponzoñado de rencores y ambiciones. Menos mal que mi hermano el rey Alfonso está muerto, de todos modos pienso que se habrá revuelto en su tumba. Ni descansar en paz puede uno. —le dijo a su sobrina durante la cena—. Haces bien sacando a Alfonso y a Jimena de esa corte inficionada y maldita. Haces bien llevándolos a Samos. Veo que eres inteligente y resuelta. Digna hija de rey. Brindo por ello y por la memoria bendita de mi hermano y te deseo lo mejor. Te daré varios de mis mejores hombres para que te acompañen hasta el fin del viaje, mi hijo no puede hacerlo, porque sabes que lo necesito aquí. Tenemos vasallos levantiscos. Esos ruccones[1] de la ría del Nalón, solo traen problemas. Los romanos los trajeron y aquí continúan, ya no hay quien los expulse. Están extendiendo la contestación, ya lo sabes. No sé a dónde vamos a llegar.
   Solamente se detuvo un día en Flavium Avia; hubiera deseado permanecer varios días acompañando a su tío y conociendo mejor los nuevos vientos levantiscos que comenzaban a soplar en aquella parte del reino, a imitación de los sofocados en San Martín por el recién elegido rey Aurelio. Silo iba a estar atareado. Tal vez para cuando ella regresara, hubiera terminado la revuelta y pudiera detenerse un tiempo y conocer mejor a su primo. Tal vez debería hacer caso a Teodomira y buscar marido; Tal vez si hubiera estado casada, con Silo, por ejemplo, éste hubiera podido ser el rey, puesto que era del linaje cántabro también, y ahora ella sería la reina y no estaría huyendo a Lucus con sus sobrinos. Y a saber a la vuelta lo que se encontraba en Cangas. Probablemente hostilidad. El Consejo al que había maldecido y su hermano bastardo Mauregato, intrigarían en su contra y tal vez se viera obligada a dejar la corte. En ese caso, lo tenía claro: se instalaría en Flavium Avia. Estaba más cerca de Lucus y en caso de ponerse las cosas más feas, podría huir a Galicia y permanecer al lado de sus sobrinos.
   Con estas inquietudes se puso en marcha esa mañana. Al abandonar con los niños el palacio de su tío observó como su primo y el jefe de la guardia discutían con un hombre corpulento que, por lo visto, pretendía unirse a la comitiva. Silo no parecía estar de acuerdo.
   —¿Qué es lo que ocurre?
   —Un monje que quiere ir a Samos y pretende viajar con nosotros. Dice ser un enviado del papa Esteban III, con instrucciones precisas para el abad acerca de las doctrinas de Félix de Urgel[2]. Trae credenciales papales. Todo parece estar en orden, pero no me gusta que se una a nosotros.
   —¿Por qué no? Puede ser interesante.
   —No lo sé, no me fio.
   —¿Qué daño puede hacernos un enviado de Roma? Será uno más.
   —¿Has visto el porte que tiene? Parece un soldado más que un clérigo. Puede ser un impostor. Sabe quiénes somos y adónde vamos. No me gusta.
   —Para viajar desde Roma, tiene que saber defenderse. Y si nos conoce es porque habrá preguntado. No pasamos desapercibidos precisamente. No te preocupes tanto, será una ayuda si tenemos algún problema. Por mi no hay inconveniente.
   —De acuerdo entonces. —confirmó Silo sin ningún convencimiento. El monje soldado no le gustaba en absoluto.
   Adosinda saludó al recién llegado que dijo llamarse Sisinio de Nepi y viajar por orden directa del papa para poner al corriente al abad de Samos de la posición del papado respecto a la confusión herética del momento. Le agradeció, en nombre de Esteban III, que le permitieran unirse a ellos y se puso, por completo, a su entera disposición.
   Con tan buen arreglo, iniciaron la marcha.

El papa Esteban III



[1] Ruccones o Luggones, tribus celtas, citadas por Plinio el Viejo. Guerreros y levantiscos contra el orden establecido, fuera el que fuera, dieron mucha guerra a los romanos, a los posteriores reyes de Hispania y ahora mismo a los reyes astures. Una parte estaba asentada en la desembocadura del Nalón, desde época romana, para repeler agresiones de pueblos llegados por mar…En esta época que nos ocupa, aun hablaban celta y tenían sus propias leyes y creencias.
[2] Defensor junto a Elipando de la doctrina del adopcionismo, considerada herejía desde el siglo III y vuelta a condenar en el Concilio de Nicea.

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