La reina hilandera


VIII
 
Alfonso II, sobrino de Adosinda

El principe Alfonso encajó bien la estancia obligada en Samos, pero la pequeña Jimena lloró con desconsuelo cuando su tía Adosinda se despidió de ellos. Llamaba a su madre a gritos y asestaba patadas y mordiscos a todo aquel que trataba de disuadirla, cuando se agarró  a las faldas de Adosinda con la intención de regresar con ella a Cangas.
   —En Cangas no hay nadie de tu familia. ¿Acaso no recuerdas que el rey murió? ¿Te has olvidado de que tu madre huyó a Alava? La vida allí ya no es segura ¿por qué piensas que os he traído hasta aquí? No ha sido por gusto, niña; ha sido por necesidad. Aquí se queda Teodomira, que es como si fuera yo misma, y tu nodriza Gaudiosa. Estarás lo mismo que en Palacio, pero a salvo. Aquí harán de ti una autentica princesa.
   —Cuando yo sea rey, te casaré con el rey de alguna nación importante —afirmó Alfonso como consuelo. Tenía muy asumido su papel en el futuro.
   —No quiero que tú me cases con nadie. Yo quiero regresar contigo, tía Adosinda.
   —Sabes que no es posible, ya lo habíamos hablado. Vendré a visitaros todo lo a menudo que pueda y durante los veranos estaremos juntos el mayor tiempo posible. Necesito  ver que ocurre en la corte y organizar nuestro futuro.
   Antes de abandonar Samos, mientras Jimena continuaba sus lloros y gritos, que se escuchaban por todo el recinto, Adosinda tuvo con Argerico una última conversación a propósito de su boda.
   —Cuando os detengáis en Flavium Avia, manifestad a vuestro tío vuestros propósitos, pero habladlo antes con Silo. Si se muestra demasiado reticente hacédmelo saber, yo trataré de convencerle, aunque creo que no será necesario. Estando casada con él, podéis residir en Flavium Avia, o a caballo entre ahí y la corte, y podéis llevaros a vuestros sobrinos durante las vacaciones; les hará mucho bien algo de vida familiar. Todo son ventajas. En la próxima elección seréis la reina con total seguridad. Comenzaremos a trabajar para ello desde ya.
   —¿Quién es Sisinio de Nepi?
   —Uno de los nuestros.
   —Eso ya lo sé.
   —¿Entonces para que preguntáis?
   —Pregunto si es de fiar y a que ha venido.
   —Tiene una misión que no os concierne y es absolutamente de fiar. ¿Contenta?
   —Está al tanto de nuestros planes de futuro. ¿Viene de parte del papa, como afirma?
   —Ya os he dicho que sus motivos no os conciernen —respondió Argerico con firmeza— Pero si, es bueno que conozca vuestros planes. De lo contrario no estaría presente en nuestras conversaciones. Quiero haceros notar una cosa.
   —Decidme cuanto deseéis.
   —Sería bueno para los niños mantener contacto con su madre…
   —Pero Munia ¡los abandonó!
   —La reina no tuvo otra que huir ante el temor, no infundado, de ser asesinada también. Mi consejo es que se le mande recado de donde están los niños y que se le permita comunicarse por escrito con ellos. No es bueno que ellos se sientan abandonados por su madre. Solicito vuestra venia para hacerle llegar noticias.
   —De acuerdo, si vos creéis que es lo mejor, proceded. Sé que todo lo que dispongáis será bueno para mis sobrinos.
   —Así lo haremos entonces.
   Adosinda dejó Samos con pena por sus sobrinos, sobre todo por Jimena, que tras los llantos se había quedado dormida, pero contenta porque su futuro parecía haberse encaminado, al fin, tras tantos meses de dudas y de miedos, por qué negarlo. Hizo mil y una recomendaciones a Teodomira acerca de los niños, abrazó a Alfonso, que no pudo reprimir una lágrima y besó la mano del abad Argerico, el amigo fiel del rey Fruela, a quien dejaba sus bienes más preciados: sus sobrinos, los hijos del rey.


  Una vez salvado el rio Oribio, cuando dirigió una última mirada a la abadía, observó un jinete que les alcanzaba al galope. Miró a Bermudo de Guimará que les acompañaba hasta el mismo crucero donde les había recibido, y esté afirmó sin ni siquiera ver al jinete:
   —Es Sisinio, Sisinio de Nepi. Regresa con vos.
   —¿Vuelve a Roma?
   —¿A Roma? De momento os acompañará hasta Flavium Avia. Luego continuará hasta el final de su viaje, sea el que sea.
   No volvió a preguntar. Era inútil. Vería el modo de sonsacar a Sisinio cuando estuvieran a solas, aunque lo veía difícil.
   —Estaréis contento —le dijo a Bermudo, con impertinencia, arreando la montura antes de que este le pudiera responder.
   Adosinda les observó, cuando se despidieron todos de todos en el crucero. Los dos frailes simplemente se desearon buen viaje, lo mismo que le dijo Bermudo a ella, antes de volverse a Samos.
   —Os estoy muy agradecida, por vuestra hospitalidad y vuestra compañía.
   —El monasterio os agradece la confianza, señora y yo personalmente, aunque no soy nadie, estoy humildemente satisfecho por el honor de cuidar de vuestros sobrinos, los príncipes.
   —Volveremos a vernos en cuanto me sea posible.
   —Será un honor, señora.
   Reanudaron la marcha en direcciones opuestas. El camino no estaba transitado por lo cual la comitiva avanzaba a buen ritmo. Llegando a Grandas aminoraron el paso. Ya estaban en poblado para pernoctar.
   —¿Y ahora, que? —preguntó a Sisinio.
   —Ahora continuaremos hasta Flavium Avia, donde os entregaremos sana y salva a vuestro primo Silo…el candidato.
   —¿Acaso no veis con buenos ojos mi posible boda con él?
   —Tengo por norma no opinar acerca de asuntos terrenos y menos aun si conciernen a los sentimientos o a la política. Mi reino no es de este mundo.
   —Se me olvidaba que picáis más alto.
   —No es soberbia, señora, es prudencia.
   Adosinda sonrió con diplomacia, pero pensaba que Sisinio era un insolente. Casi lo mismo pensaba él con respecto a ella, aunque le gustaba su carácter fuerte, esa decisión que no se detenía ante nada y esa lengua audaz que le había costado más de un disgusto y que tras el asesinato del rey, había puesto su vida en serio peligro. Si él fuera un hombre normal, con una vida normal, no dudaría en conquistarla.
   Pasaron días sin que se dirigieran la palabra, hasta llegar a Tinegio, precisamente.
   —Podríamos no pernoctar en casa Santa Cruz, si lo preferís. En la abadía estarán encantados de acogernos.
   —No sé por qué hacéis esa sugerencia. No podemos hacerles ese feo innecesario.
   —Lo que ordenéis.
   —No es una orden, es pura lógica. No veo motivo para no visitarles.
   Sisinio de Nepi sabía que si había motivo y sabía también que para Adosinda no era plato de gusto. Circulaban rumores acerca de Silo y la hija de los señores y todos habían notado la tensión sexual que había en el ambiente cuando estaban los dos. A lo mejor era solamente eso: algo puramente físico. Probablemente el sentimiento por parte de Silo no fuera más allá. Pero como eso solo lo conocía el, o tal vez ni siquiera, la situación era incómoda, máxime siendo Silo ahora mismo la más firma opción que tenía Adosinda para encarrilar el futuro del reino a su favor y al de sus sobrinos.
   Llegaron, se hospedaron, cenaron con los señores y su hija, la rubia flaca, según Adosinda, se retiraron a descansar y a la mañana siguiente se fueron con el viento fresco del otoño occidental, que ya se hacía notar y más parecía invierno en ciernes.
  —No sé que ve en esa rubia tan plana. Parece un muchacho vestido de mujer —pensaba la princesa mientras se alejaba del palacio con bastante alivio. Si no fuera porque el poderío del señor era bueno para sus planes de futuro, no se habría molestado ni en saludarles.
   El resto de jornadas hasta Flavium Avia transcurrieron sin casi nada de particular. Sisinio hermético, ella prudente, todos a buen ritmo y el camino perenne, servicial y firme bajo su marcha, compañero y amigo hasta la meta.
   Desde Beriso hasta Villapañada, la niebla se infiltró en la comitiva, para hacerse llovizna hasta la casa de Silo. A tontas  estaban empapados cuando llegaron.
  En casa de Fruela de Cantabria les esperaba un buen fuego. Silo no había regresado de visitar a unos colonos en la raya con los pésicos del sur; “problemas con las lindes entre vecinos”, le aclaró su tío; “tenemos que ocuparnos de todo”.
   Adosinda presento a Sisinio de Nepi a su tío Fruela.
   —Ya me había hablado mi hijo de vos. Os agradezco la compañía que habéis brindado a mi sobrina. Seréis nuestro huésped el tiempo que preciséis.
   —Os lo agradezco, señor. Me iré mañana temprano. Debo proseguir mi camino.
   —¿Va a Roma? —preguntó a su sobrina, cuando el fraile se retiró.
   —Eso creo, pero es muy hermético. Todos lo son con respecto a él.
   —La iglesia y su cerrazón de siempre. Todo son secretos. A veces es más difícil saber qué opina la iglesia acerca de algo concreto que ver nevar en verano. Y menos en estos tiempos tan contestatarios en todos los estamentos. Si hubiera más claridad, todo sería más fácil. Pero supongo que eso forma parte de su pompa.
   —Parece tener que ver con la herejía.
   —¿Con Elipando? Creo que se le da demasiada importancia.
   —Eso creo yo también. Argerico piensa de él que es un hombre inteligente y que la supuesta herejía forma parte de una estrategia.
   —¿Ah sí? Tendrás que contarme. Ha llegado Silo. Vayamos a recibirle.


Fruela de Cantabria






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