Érase una vez, capitulo I

 

Me habían preguntado por algo que había escrito sobre el Emperador, rogándome que lo repitiera; yo no tenía claro a que se referían, teniendo en cuenta que he escrito mucho sobre Alfonso VII, tanto que casi lo considero de la familia. "Es algo de cuando se encuentra con la madre de Urraca la Asturiana..." me volvieron a insistir. Entonces me di cuenta que era este relato del que ya casi ni me acordaba, porque aunque se publicó en 2017, está escrito desde mucho antes...

Con un poco de retraso, por varias razones, aquí está el relato con mi gratitud por el interés.



Versión libre de los amores de Alfonso VII rey de León y Castilla, llamado el Emperador, y doña Gontrodo Petri, joven allerana hija del señor de la Torre de Soto de Aller.

 

 

I

 

 


Ruinas de la Torre de Soto de Aller.

 

 

Nevaba en Asturias y de qué manera. Alfonso, rey emperador, cabalgaba a duras penas, hundidas las patas del caballo hasta la rodilla, no iba a tener más remedio que echar pie a tierra igual que habían hecho sus hombres; el temporal no respetaba dignidades, ni cansancios, ni prisas.

   —Maldita Asturias, hace más frío que en ninguna otra parte del mundo.

   “Si no ha estado en ninguna otra parte no se para que afirma tal cosa. Un rey emperador debería ser más serio en sus apreciaciones”, pensó Manrique su joven escudero, que descendía de astures y por tanto amaba la tierra y le parecía buena entre las buenas.

   —¿Falta mucho para la fortaleza? —preguntó el rey antes de desmontar.

   —Apenas media legua alteza —respondió el jefe de la guardia, un leonés del Páramo, recio y bruto como un buey— estamos llegando.

   Alfonso rehusó ser llevado a hombros de sus servidores. Todo el mundo estaba igual de cansado y él, en estas circunstancias, era uno más: un soldado más regresando del frente.

   La sublevación de Gonzalo Peláez, la penúltima de ellas, había concluido. El conde había sido derrotado de nuevo, aunque todos pensaban que no tardaría mucho en volver a sublevarse;

   —No entiendo porqué Alfonso no lo expulsa de sus tierras, las reparte entre sus nobles fieles y los monasterios y listo, un problema menos.

   —Alfonso le está agradecido por los leales servicios que le prestó el conde durante la guerra con su padrastro El Batallador. Si no fuera por su arrojo y su diplomacia tal vez el resultado no hubiera sido tan favorable a Alfonso. El conde negoció la Tregua de Almazán y siempre fue muy fiel a doña Urraca la madre del rey.

   —Hasta que se cansó de tanta fidelidad y se alzó en armas, pienso que el rey debería expulsarlo como poco, antes de que se alíe de nuevo con los almorávides.

    La torre de la fortaleza de Soto de Aller se adivinó a lo lejos velada por los copos. Su señor don Pedro Díaz, había participado en la reconquista del castillo de Tudela, al lado de Ovetum y había tenido que retirarse herido antes de la toma del de Gauzón. En su fortaleza alojaría al emperador de León hasta que el tiempo escampara y pudiera continuar viaje. Iba a ser, con seguridad, una estancia tediosa y aburrida, a no ser que cesara la nevada y se pudiera salir de caza. Estos pensamientos rondaban en aquellos momentos la cabeza del rey. El temor al tedio era mayor que su deseo de descansar y de comer como era debido.

   El shofar[1] elevó sus notas desafinadas  por el frio, anunciando al rey y el portón de entrada al gran patio se abrió para dejar paso a la comitiva.

La guardia estaba formada y el señor esperaba a pie firme bajo la nieve. El noble, más alto de lo normal tenía el rostro pétreo como su nombre, esculpido a cincel de batallas y penurias. Profundas arrugas como surcos menguaban su frente y encogían sus mejillas. La boca era apenas una raya y la nariz sobresalía ostensiblemente. Llevaba una venda sobre un ojo y la pierna izquierda le dolía tanto, que a duras penas podía mantenerse en pie, no obstante, se adelantó todo lo diligente que fue capaz, para besar la mano de su rey.

   —Gracias por la hospitalidad don Pedro.

   —Mi casa, mi familia y mi hacienda son vuestras, alteza.

   Desde uno de los ventanales, doña Gontrodo, la hija de don Pedro, contemplaba con sus tres hijos la llegada del rey de León. Su esposo estaba regresando con las tropas victoriosas, seguramente dentro de unos días estaría también en la fortaleza. Su pelo y sus trenzas rubias casi blancas, centellearon como una luz en la semi penumbra nevosa de la tarde. Alfonso levantó la mirada y quedó cegado por su brillo.

   —¿Quién es?

   —Es mi hija Gontrodo, alteza.

   —Radiante y bella como una estrella —pensó Alfonso en voz alta.

   Don Pedro escuchó el comentario y creyó adivinar un desenlace prometedor para su litigio con el abad de Eslonza. Pero tiempo al tiempo. De todos modos hablaría con Gontrodo.

   Alfonso no quiso que la joven lo viera de cerca en tan precaria condición física y prefirió retirarse a sus aposentos, asearse y descansar; mañana sería otro día y los que vendrían, porque el tiempo no tenía traza se escampar y el tampoco tenía prisa ahora mismo. Su esposa Berenguela de Barcelona, que aun no le había dado hijos, podía esperar bordando en su palacio de León y el  reino estaba donde estaba él.

   Manrique ayudó al rey en su aseo, probó la cena y el vino como era su obligación y le calentó el lecho con las brasas de la chimenea rebosando en el calentador. Alfonso cenó con ansia y se quedó dormido como un querube, tal vez soñando con la doncella albina que había observado en el ventanal.

   —Nadie diría viéndolo ahora tan vulnerable, que sería capaz de matar a su propio padre, si el reino se viera amenazado. Digno hijo de su noble madre Urraca “la Temeraria”, a la que no se le ponía guerra por delante —pensó Manrique acomodándose en el suelo, a los pies de la cama, para disponerse a dormir también.

   Los nobles que acompañaban al rey cenaron con don Pedro y su familia aquella noche. María de Ordóñez miraba a los comensales con atención. Entre el cansancio por la guerra y el viaje, aquellos leoneses más parecían siervos de la gleba que personas de la nobleza. Los modales tampoco eran muy refinados aunque esto probablemente se debiera al hambre acumulada. La señora de la torre de Soto confiaba que la estancia fuera corta sobre manera después de haberlos visto comer. Su rebaño de ocas desaparecería en un santiamén, y la misma suerte correrían los cerdos y todos los animales del corral. Sería bueno que se pudiera cazar porque un venado cada día no vendría mal, de seguir así las cosas.

   Gontrodo Petri, cenó con los niños y se retiró a su habitación, porque su padre, viendo el efecto que había causado en el rey, no quiso que ninguno de los demás caballeros la conocieran antes que el monarca.

   —Deberás reservarte —le dijo a la joven, que no entendió muy bien para qué.

   En el refectorio, la sobremesa se prolongó hasta bien entrada la madrugada, porque el ansia por comer y sobre todo por beber, con la excusa de celebrar la victoria, era mayor aun que el cansancio. Transcurridas las horas, algunos caballeros del rey se fueron retirando, mientras los restantes se iban quedando dormidos sobre la mesa o donde quiera que tuvieran apenas un punto de apoyo. Casi alboreando, se hizo el silencio en la Torre.

   —¡Por fin! — exclamó aliviado don Pedro, que no había podido pegar ojo con la algarabía.

   Duró poco la calma. Apenas un rayo de sol, abriéndose paso tenaz por entre las apretadas nubes, iluminó la Torre, unas voces descomunales retumbaron por los corredores y alzaron hasta los más altos aposentos su pregón de muerte.

   —¡Lo han matado, lo han matado! Ha sido envenenado. Traición, traición, el veneno era para el rey.

   —¿Hablan de mi?

   —Eso parece alteza.

   —¿Han querido matarme?

   El escudero se encogió de hombros. Eso decían las voces, pero de haber querido envenenar al rey, el, Manrique, no estaría vivo ahora mismo.

   El jefe de la guardia irrumpió en la estancia, como un toro.

   —Han matado a Alonso de Camponegro; envenenado; tenía la lengua negra como su apellido. Beleño, ese fue el veneno. En una dosis alta. Lo ha confirmado el galeno.

   —¿Motivo? —preguntó el rey.

   El toro del Páramo se encogió de hombros. Luego, ante la mirada inquisidora del rey, reflexionó:

   —Cuernos, rencores, venganzas…

   —Alteza, don Pedro Díaz solicita audiencia.

   —Que entre.

   —Alteza, señor, estoy consternado, abrumado… estoy…

   Don Pedro no encontraba las palabras. Hubiera querido postrarse a los pies del rey, pero su pierna no le consentía veleidades. Que mala suerte, nada más llegar el emperador y ya se producía un crimen contra sus hombres. Su litigio con los frailes de Eslonza, no presagiaba buen desenlace después de esto. El señor de Soto no había sabido velar por la seguridad del rey. Gontrodo tendría que hilar muy fino y el no estaba nada seguro de las filigranas de su hija. Siempre había sido muy sosa. Como su madre.

   —No os preocupéis —le dijo Alfonso con suavidad.

   — ¿Eh? Ah sí, el crimen. Señor no es culpa de la fortaleza.

   —Desde luego que no. Estas cosas ocurren en todas partes. Vamos a investigar los posibles motivos y luego veremos. No obstante debemos extremar las precauciones, por si acaso. Venid conmigo, lo hablaremos con mis consejeros y tomaremos una decisión.

   —Alteza yo había pensado que desayunarais conmigo y mi esposa y mi hija Gontrodo Petri. En familia. No sé si…

   —Desde luego —dijo el rey, recordando la belleza de la joven— Daré orden a mis hombres para que recopilen toda la información y luego vos y yo escucharemos el informe y tomaremos decisiones. Vamos pues.

   —Puede que todo no esté perdido —se esperanzó don Pedro—. Espero que María haya hablado con la niña y que no se ponga mojigata. Hay mucho en juego.

 

 

 





[1]Instrumento de viento, de origen animal, uno de los más antiguos, puesto que ya era usado por los hebreos desde hace 3000 años. Se fabrica vaciando los cuernos de ciertos animales, con preferencia por los de más curvatura.


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