Cine: Carancho

Según el diccionario de la Real Academia, el carancho es un ave rapaz del continente americano que se alimenta de animales muertos.

Parece ser que en Argentina los accidentes de tráfico producen mas de ocho mil muertos al año y  un ingente número de heridos de toda consideración. Las víctimas y sus familiares mueven gran cantidad de dinero, para hacer frente a los gastos médicos y legales, procedente de las indemnizaciones de las aseguradoras. Esto hace que emerja un submundo violento que, amparado en la fragilidad de la ley, convierte la desgracia  en un posible negocio, transformando el drama ajeno en una jugosa comisión. Son los “caranchos”, carroñeros siempre al acecho, hurgando entre el dolor y la muerte.

Sobre esta premisa Pablo Trapero construye una historia de  corrupción, pasión y tragedia que no deja al espectador indiferente.
Sosa (Ricardo Darin) es un abogado que, a punto de recuperar su licencia, malvive recorriendo los hospitales y funerarias de la periferia, tratando  de convencer a las victimas de accidentes de tráfico de que confíen en su gestión y dejen las demandas a las aseguradoras  en sus manos. Se presenta como integrante de una sociedad de ayuda a las víctimas, que es en realidad la tapadera de un bufete que realiza actividades sospechosas.
Una noche conoce a Luján (Martina Gusman), una médico de urgencias que viene con la ambulancia a socorrer a un herido.  Ella recién llegada a la ciudad, esta sola y tiene un ritmo de trabajo frenético que apenas le permite dormir. Combate el estrés sedándose.  Son dos personajes extremos, huérfanos, que se aferran el uno al otro para sobrevivir. Sosa quiere dejar de “caranchear”, recuperar su licencia y redimirse. Juntos intentaran cambiar el rumbo de sus vidas, pero les faltará suerte…
Esta es la sexta pelicula de Trapero, director asiduo en festivales. Sucede en las callejuelas de Buenos Aires en la oscuridad de la noche y posee la calidad y la frescura tan envidiables del cine argentino de estos últimos años, con un buen guión, que crea un clima de desasosiego constante y una gran interpretación . Darin tiene una madurez fantástica y Martina Gusman hace totalmente creíble su difícil personaje.
Recomiendo ir a ver Carancho. Disfrutarán hora y media de buen cine y esto siempre es gratificante, aunque la historia sea dura.


Midas

 Este es un relato que forma parte de mi primer libro El eco del bosque, publicado por la editorial  venezolana "El perro y la rana".

Gauguin. Dos tahitianas. 1899

Como fue el primogénito, su padre para celebrarlo compró lotería y la repartió entre los parientes que vinieron a visitarles, después de hacer que el niño la tocara con sus manitas, y a pesar de las protestas de la madre.
Compró dos números distintos.
Tocaron el primero y segundo premios.


 Habían pensado llamarlo Juan como el abuelo, pero el progenitor, visto lo visto, dijo: este niño trae suerte, lo que toca lo transforma en oro, vamos a llamarlo Midas. A la madre casi le da un patatús.  Sin embargo prevaleció la opinión paterna, lo que provocó una crisis en la pareja que duró toda la vida;  la madre cada vez que llamaba al niño recordaba que debería  llevar el nombre del abuelo materno, recientemente fallecido, pero su marido se había empeñado en ese nombre tan peregrino y ridículo. Y todo porque, por pura casualidad, les había tocado la lotería el día que nació.


 Lo cierto es que el niño tenía cualidades innatas para los negocios. Comenzó en el colegio. Hacía chuletas para exámenes y las vendía a cinco pesetas. Luego pasó a vender apuntes a cincuenta  o a cien pesetas dependiendo de la extensión.
Cuando llegó la hora de ir a la universidad, le dijo a su padre: no hace falta que me pagues la carrera. Yo he ganado suficiente. Y ante el asombro paterno le subió al desván y le mostró cajones de madera de los que usaban en la tienda para meter las legumbres antes de que  se vendieran envasadas, llenos de monedas de duro, veinticinco y cincuenta pesetas y otro lleno de billetes de cien.
Aunque no tuviera suficiente, hubiera sido lo mismo. En la Universidad se dedicó, también, a vender apuntes y chuletas.
Cuando terminó la carrera, en vez de ejercerla y con el dinero ganado, abrió un negocio de tesis por Internet.
“TUTESIS.com”. Así de claro.
Comenzó con los conocidos, luego funcionó el boca a boca y le llovieron pedidos de toda España y después del extranjero. Distribuyó por toda la geografía pequeñas oficinas, en vez de una grande centralizada más difícil de manejar. De este modo cada distrito universitario tenía su propio departamento informático creador de tesis. Como era, casi en los albores de la Red, si ésta se caía en un punto cualquiera de la geografía, el problema era minino, ya que el resto seguía funcionando.

Además de Tesis elaboraban  Tesinas, Monografías, Trabajos fin de Carrera, Proyectos, etc. En fin, todo lo necesario para concluir con éxito los estudios universitarios. Según el tema elegido se daba un presupuesto cerrado que incluía todas las correcciones y rectificaciones que fueran necesarias.
 Midas había tanteado algunos tutores, para ver de incluirlos en plantilla y trabajar con ellos directamente, pero la mayoría le parecieron insobornables.
—Son docentes de vocación, peor para ellos—pensó.
Así que para no complicarse el negocio, no captó a ninguno.
Cuando el alumno era, digamos normal, la cosa marchaba por sí misma. El estudiante seguía las directrices del director o tutor y sabía trasladarlas a TUTESIS. Otros solamente necesitaban un poco de asesoramiento o que se le elaborasen algunos capítulos más complicados o que se le escribiese la Tesis, porque podía pasar que, alguien bueno en hacer investigación y sacar conclusiones no sabe luego redactar y echa por tierra años de buen trabajo de campo. En ese caso el aspirante a doctor colaboraba con ellos y todo iba de perlas. Pero si era un zoquete, que había aprobado gracias a los apuntes y chuletas de Midas, entonces la cuestión era más  complicada. Tenían que colocarle una grabadora, donde quedaran registradas las instrucciones del tutor, para ellos poder trabajar. Lo peor venía cuando el doctorando era  incapaz, incluso, de defender su tesis ante el tribunal. Para este supuesto tenían establecida una complicada trama de escuchas, digna de una película de James Bond. En este caso, la Tesis que siempre era costosa, le salía al aspirante por un ojo de la cara.
Recibía encargos incluso de gente que no había ido a la Universidad.
Esto era mucho más fácil. Sólo había que preguntar qué carrera les interesaba.
—Una cualquiera. La que sea más vistosa.
 Querían la tesis para enseñarla o para dejarla, distraídamente, olvidada sobre la mesa, cuando venía alguien a quien quisieran impresionar.
—¿Has visto mi tesis?
—Pero, ¿tú has ido a la Universidad?
—Naturalmente
—Fíjate, cum laude, van a publicarla
En unos años ganó miles de millones de pesetas.

 Fue tan fácil, que se aburrió. Ya no le motivaba y entró en una depresión. Estaba harto de hacer trabajos para que los demás se lucieran. Una panda de ignorantes cada vez más exigentes. Menudos profesionales se estaban formando.
 En la carisisima clínica suiza donde lo trataron tomó la decisión: dejaré todo y me iré a la Polinesia. Compraré una isla, como Marlon Brando.
Repartió la empresa entre sus empleados. Pero, al faltar el líder, los pequeños taifas se empezaron a sublevar. Cada uno quería gestionar el trozo de pastel  a su manera. Al final  se fueron declarando independientes y la mayoría cerró al cabo de un tiempo.
Cuando eso ocurrió, Midas ya se había comprado la isla en la Polinesia francesa, en el archipiélago de Tuamotu, e instalado en ella.

Sin despedirse de nadie ni dar explicaciones, se fue para los mares del Sur.
Vivía en una cabaña, cerca de la playa con todo tipo de comodidades. Era estupendo combinar la exuberancia y libertad del lugar con las más refinadas costumbres occidentales. Desayunar un oloroso café venezolano elaborado de forma artesanal, una tostada de buen pan de molde inglés con mantequilla de la dulce Eire y mermelada de guayaba holandesa, en una terraza abierta a la  playa, mientras el ambiente olía a flores, el mar era verde esmeralda, la arena blanca y buceando a medio metro de profundidad encontrabas jardines de coral fascinantes llenos de peces de colores que parecían de postal.
—Desayuno tres continentes— decía Midas, que tenía la manía de poner título a todo.

Contrató a una nativa para que le hiciera las faenas de la casa y era tan guapa y cariñosa que terminó por ser su amante. Buscaron a otra para que se ocupara de las tareas que la anterior había dejado vacantes, y ocurrió lo mismo. Además, comprobó que no existían rivalidades ni celos entre ellas y que podían hacer tríos sin ningún problema, o estar con una de las dos alternativamente, según le apeteciera, sin que la otra se mosqueara.  Esto sí que es vida.
Los padres de familia del pueblo le ofrecían a sus hijas para que las aceptara a su servicio. Pero con dos ya tenía más que suficiente. Así que contrataron una mujer mayor para las tareas se la casa y aquí se acabó la historia erótico-laboral.

Midas, para no perder del todo el hilo de su vida anterior, tenía decoradas las paredes de su cabaña con fotos suyas hechas delante de los monumentos emblemáticos de cada ciudad que había visitado.
A un nativo que tenía a su servicio, como mayordomo y remero de la  waka, método habitual de desplazamiento acuático en las islas del Pacifico Sur (son pequeñas embarcaciones con un estabilizador o dos al costado), le fascinaba una en la que su jefe tenía detrás los centinelas de Buckingham Palace con sus gorros negros de piel de oso.
Tanto le gustaba que un día Midas decidió hacerle un regalo. Le sacó una foto con su cámara  y luego con el PhotoShop, le colocó detrás a los guardas ingleses. Cuando el nativo de nombre Taipo, se vio, pegó un grito y salió corriendo pensando que era cosa de brujería.
Horas después, Midas le descubrió escondido detrás de unos arbustos cercanos a la casa sin atreverse a entrar.
—Ven aquí, hombre, ven. Creí que te gustaría verte con los centinelas como si hubieras estado allí
—¿No hace falta haber estado para tener esa foto?.
—Naturalmente que no
—Es que pensé que me había hecho magia y me había transportado sin yo darme cuenta.
Midas se río con ganas y le llevó adentro para mostrarle como lo había hecho.
Más le hubiera valido no habérselo enseñado nunca.

Taipo mostró la foto por toda la isla. Tuvo tanto éxito que rogó a Midas hacerle mas.
—Una con esa cosa de metal —dijo, señalando la torre Eiffel.
Se hizo fotos con la torre, con el  Coliseum de Roma, la clásica sujetando la torre de Pisa…
Al día siguiente había una pequeña fila de nativos a la puerta de la cabaña de Midas.
—Queremos vernos con esas cosas raras detrás.
A Midas le hizo gracia. Procedió a hacerles la foto y luego les dio a escoger, delante del mural de su casa, el monumento que les gustaba. Hubo un pequeño lío, porque algunos los  querían todos.
—Vamos a ver, solamente uno. Ya habrá tiempo para más.
Los polinesios se fueron encantados con su foto turística y se dedicaron a mostrarla a todo el vecindario. Los que tenían algún negocio, la colocaron en un sitio preeminente, para que pudiera ser vista por todo el mundo.
El resultado fue que, a la mañana siguiente, había una cola que daba dos veces la vuelta a la casa y en el pequeño embarcadero varias wakas, con gente de los puntos más lejanos de la isla que habían preferido llegar por mar.
Debo explicar que la isla de Midas formaba parte de un archipiélago de cientos de pequeñas islas, situadas en un amplio círculo convirtiendo el océano en un gran lago. Dentro de ese círculo había, también islas diminutas, igualmente habitadas.
Pues bien, la historia de las fotos navegó con la brisa vespertina de isla en isla y causó en los nativos más lejanos, el mismo efecto que en los convecinos de Midas.
Por eso, cada mañana la cola era mayor. Midas, viendo el cariz que tomaba el asunto trató de convencer a la gente de la imposibilidad de complacerlos a todos.
Los polinesios primero sonrieron como si no fuera con ellos la cosa y luego, al ver que no lograban la foto, comenzaron a impacientarse in crescendo hasta que,  la impaciencia llegó a su punto álgido, e intentaron quemar la cabaña con Midas dentro, naturalmente.

Hubo que avisar a las autoridades, que tardaron dos días en llegar. Primero, porque no les dio la gana de venir antes y luego, porque la acumulación de wakas alrededor de la isla era cada vez mayor y no podían aproximarse. Tentados estuvieron de dar la vuelta. Pero un emisario de Midas, (ni él ni su criado podían asomar la nariz), pasando de una barca a otra, llegó a la de los gendarmes y les rogó, por todo el panteón polinesio, que desembarcaran, a la vez que les mostraba el modo de llegar a tierra, desandando el camino de waka en waka.
Una vez en la casa, el gendarme jefe tras estudiar la situación, sentenció:
—No veo otra solución que hacer la foto. Esta gente es capaz de quedarse aquí toda la vida—
Miró a Midas, se encogió de hombros y se largó por donde había venido. Que para lo que hizo hubiera sido lo mismo que no viniera.
Cuando estaba a medio camino, se le encendió la bombilla y dio media vuelta. Pasó sobre las wakas otra vez, ignorando las protestas de los que aguardaban turno y llegó a la cabaña:
—Quiero una de esas fotos. Una con algo japonés.( Era admirador del imperio del sol naciente ). Midas sólo tenía el tren bala y se lo colocó detrás. El poli se fue tan contento mirando su imagen delante del tren. —He estado en Japón—, decía a la gente mostrando la foto. Los polinesios se miraban unos a otros y meneaban la cabeza.
Midas no tuvo otro remedio que comprar más ordenadores y mas cámaras y enseñar a Taipo y a otros nativos a hacer las fotos y manejar el PhotoShop . Aun así no daban  abasto, porque la fila era cada vez mayor.  Y eso que los nuevos ayudantes sacaban las fotos como buenamente podían. Unas veces el monumento elegido parecía querer desmoronarse en cualquier momento y otras era el turista, generalmente sin pies, el que estaba haciendo malabares con el equilibrio. No dejaba de verse original la torre de Pisa derecha como una vela, sirviendo de soporte a un polinesio a punto de caerse.
 Así y todo, la demanda crecía y crecía. Ya no venían por tierra, porque no había sitio para más gente; no cabían.  En el mar, la acumulación de wakas llegó a ser tanta  que se podía, saltando de una a otra, llegar a todas y cada una de las islas.
Tenían que trabajar todo el día.  Establecieron turnos, porque no había ni tiempo para comer, ni mucho menos para dormir, ya que los clientes se impacientaban y cuando eso ocurría se volvían sumamente agresivos y les daba por incendiar lo que pillaban a mano.
—Les gusta mas la hoguera que a la Inquisición —pensaba Midas.
De pronto, tuvo una idea.
—¡ Coño, ya lo tengo. Voy a cobrar por las fotos!. Verás que rápido dejan de venir.Voy a pedir un franco.
Taipo se echó las manos a la cabeza:
—Nos van a linchar.
Ni los lincharon, ni se fueron. Protestaron un poco, porque les pareció caro, eso sí. Algunos necesitaban regresar a su isla a por el dinero. Hubo varios percances, porque no podían maniobrar la waka. Entonces decidieron elegir a uno de cada isla para que fuera por las casas de todos a buscar el dinero. Saltando de barca en barca lo conseguía sin ningún problema. Mientras llegaba el franco, iban pasando los que ya lo tenían. La afluencia se redujo bastante debido a eso.
Esto permitió a Midas organizarse. Se acercó a la capital, compró material, pero sobre todo, contrató los servicios de un helicóptero que esperaba órdenes suyas y estaba operativo en cualquier momento.
Cada vez necesitaban contratar a más gente. Tuvo que hacer como con su empresa de  España: descentralizar. Distribuyó el trabajo por las islas cercanas, porque no podían conectarse todos en el mismo sitio. La potencia eléctrica no daba para tanto. Llegó a tener mil ordenadores trabajando Hubo que traer generadores, que llevaron su tiempo.
A punto estuvo de volverse loco, por segunda vez.
Pero como ya conocía los síntomas, pudo anticiparse. Advirtió a sus mujeres que estuvieran preparadas y un día, cuando ya no pudo más, llamó al helicóptero y se largó de su paraíso privado, que se había convertido en un infierno. Taipo se le arrodilló delante rogándole que no se fuera.
—Ahora si que nos linchan.
—Ven conmigo—, le sugirió Midas. Pero el mayordomo tenía una familia numerosísima a la que no quería abandonar y optó por quedarse al resultar imposible sacarlos a todos de una vez e impensable hacer dos viajes, porque el helicóptero acabaría ardiendo en cuanto volviera a aproximarse.
—Sólo tienes que seguir haciendo las cosas como hasta ahora. Un día acabará todo esto. Ten paciencia. Mientras tanto te harás rico con las fotos.
La codicia lo terminó de convencer y se quedó de jefe del  PhotoShop.
Ocurrió lo mismo que había pasado en España con TUTESIS. Los empleados se fueron sublevando, exigiendo más dinero y menos horas de trabajo, para al final acabar por abandonar el negocio, rompiendo previamente los ordenadores e incendiando las cabañas que les servían de oficinas. Porque los nativos a pesar de sus rostros siempre sonrientes, cuando se les cruzaban los cables tenían un pronto digno de un revolucionario francés.
Taipo aguantó lo que pudo, haciendo ímprobos esfuerzos, porque sabía que le iba la vida en ello. Al final desbordado, tuvo que cerrar el negocio. Trató de ponerse a salvo, pero fue descubierto y arrojado al mar, por un hueco que le hicieron, para el menester, entre dos wakas. Se ahogó,  porque aunque era un gran nadador, le fue imposible resistir, al no poder salir  a la superficie con tanto barco encima del agua. Como ya no había PhotoShop, los nativos se entretuvieron vigilando para ver por donde asomaba Taipo y cada vez que lograba sacar la cabeza, por el menor resquicio, recibía un golpe de remo que lo dejaba medio inconsciente y así hasta que no pudo más.
Cuando comprendieron que se había ahogado, echaron pie a tierra y, una vez linchados todos los fotógrafos que no pudieron ponerse a salvo, incendiaron las oficinas y destruyeron todo lo que les pilló de paso. Los disturbios fueron tantos que tuvo que intervenir la armada francesa  que se vio desbordada y necesitó ayuda de la VII Flota americana. Tardaron meses en poner orden. Todavía hay islas en pie de guerra. Después de varios años ya no saben por qué luchan, pero no paran, por si acaso.

Entre tanto Midas con sus chicas, llegó a la capital del archipiélago y se fue directo al aeropueto.
—Tomaremos el primer vuelo que salga para donde sea —les había dicho a sus mujeres.
El primero iba a Melbourne.
—Hala, nos vamos para Australia. A criar ovejas.
Llegaron a la capital de Victoria, se alojaron en el mejor hotel y Midas se dedicó a buscar un sitio para vivir.
Se tomo su tiempo. No había prisa y además el estado era tan inmenso que costaba elegir un sitio idóneo.
En el suroeste de Victoria, encontró al fin, una granja y allá se fue a criar corderos para carne. La zona disfrutaba de abundantes lluvias, así que además de ganado, había una extensa plantación de frutales delante de la casa.
Entre ellos había unos cuantos  Cinnamomun casia o canela de China,  traídos de Sri Lanka por el antiguo propietario y cientos de frambuesos o sangüesos.
Los aromas y las flores eran variados también, aunque sólo en primavera. Y el mar, aunque vivían en una isla, ni se adivinaba.
Como no podía ser de otra manera, tratándose de Midas, la cría de corderos marchaba viento en popa.
Por si no fuera bastante, un año la cosecha de frambuesas fue desbordante. Tanto que no sabían qué hacer con el excedente. Midas recordó las confituras de su abuela y tuvo una idea:
—Haremos mermeladas  —le dijo al encargado del huerto.
—Cocemos la fruta con azúcar, mitad y mitad.
Se pusieron manos a la obra. Como ese año, gracias a la lluvia los árboles de la canela se habían puesto exuberantes, las ramas estaban henchidas y la cosecha fue magnífica también. Así que  el encargado sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo, sustituyó el azúcar, que no producían, por canela. El resultado fue una mermelada muy especial con un sabor peculiar mezcla de frambuesa y canela. Midas dio orden de que se repartiera, como obsequio, a los granjeros en la reunión anual de criadores ovinos de la zona.

Dos días después su secretario entró en el comedor mientras estaba desayunando con sus mujeres, con cara de susto.
—Mister García, venga a ver esto, please.
Midas se asomó al ventanal y se quedó atónito. Una fila inmensa de Jeeps de todos los colores estaba aparcada desde enfrente de la casa hasta perderse en el horizonte. Eran tantos que el final no se divisaba.
Se le vino a la memoria las cuerdas llenas de banderitas de colores que adornaban su calle en las verbenas de verano. También se le vinieron otros recuerdos más recientes y menos agradables.
—¿Qué ha pasado?
El secretario se encogió de hombros.
—Bajemos a ver qué sucede.
Cuando llegaron al patio, vieron a los granjeros con cara de felicidad lo mismo que sus mujeres, colocados por parejas delante de sus Jeeps. Al ver a Midas prorrumpieron en aplausos y hurras.
—¿Que sucede?
Las mujeres se acercaban a Midas y le tocaban en una mezcla de caricia y veneración, con una sonrisa de oreja a oreja.
Los hombres, con igual sonrisa, le daban palmadas en la espalda o cachetitos en la cara.
Midas no entendía nada.
Por fin el secretario llegó con la explicación:
—Ha sido la mermelada
—¿Como dices?
—La mermelada, mister García. Parece ser que ha tenido un incontestable efecto afrodisíaco. Esta gente ha recuperado poderes y placeres que hacía años no disfrutaban y que creían perdidos para siempre. Quieren nombrarle benefactor de la humanidad.
Quieren hacerle un monumento, quieren….

Midas no se lo podía creer. Tardó un tiempo en reaccionar.
—Vamos a ver Simpson, que les repartan toda la mermelada mas la canela que aún tenemos y que les den la receta.
—Si, señor….Señor, ¿se da cuenta que esto sería un gran negocio?
—Haga lo que le he dicho. Y dígale a Harris que prepare el helicóptero.
Cuando entró de nuevo en la casa, dijo a sus mujeres:
Chicas: preparaos. Vamos a salir de viaje. Aquí ya no tenemos futuro.



FIN