La reina hilandera


VI



Monasterio de Obona, fundado por un supuesto hijo bastardo del rey Silo

El viaje continuó tranquilo desde Beriso hasta Tinegio[1]. Saliendo de Beriso por la margen derecha del rio Nonaya, el camino se sombreaba entre frutales, para ir tranquilo adquiriendo altura hasta el hospital de San Vicente, donde se bifurcaba en dirección a la costa, y luego, descendía de igual manera hasta Tinegio. En el alto del puerto, justo en la bifurcación, un grupo de soldados de la hueste del señor de Santa Cruz, aguardaba para darles escolta hasta el palacio. Adosinda quedó sorprendida de la belleza del paraje y de la suntuosidad de la morada del señor de las tierras, muy amigo por lo que parecía de su primo Silo. Pudieron darse un buen baño, para cenar después en compañía del señor y de su familia. Adosinda creyó apreciar cierta turbación en Silo ante la hija mayor de sus anfitriones, una joven rubia y bella, demasiado flaca para su gusto, pero con unos ojos azules en los que cabía un mar. Hablaron de la Corte y del nuevo rey y de las veleidades levantiscas de ahora mismo en la zona. Solo que aquí no eran los siervos.
   —Ciertos señores de la comarca de Montecubeiro, andan extendiendo la idea de la subversión, aunque sin demasiado éxito, por el momento. No se les olvida la derrota que les infligió el rey. No se les debe perder de vista.
   —¿Son los mismos que se rebelaron contra mi hermano? —preguntó Adosinda mirando de soslayo a la hija del señor.
   —Sí, son casi los mismos, por eso les conocemos bien y les tenemos vigilados. Tengo gente infiltrada.
   —Perfecto  —dijo Silo levantando su copa y mirando también de soslayo a la niña de los grandes ojos, que terminó ruborizada[2].


   —Si los hubieras visto aya, que miraditas.
   —Parece que te ha escocido.
   —¿Qué dices? Simplemente me ha parecido excesivo. Ni tan siquiera tiene tetas.
   —Aprovecha lo que resta de viaje y échale los tejos a Silo. Debes pensar en casarte. Si ya lo estás cuando se vuelva a elegir rey, el mejor candidato será tu marido. Esta zona es suya y con los partidarios de tu hermano, la influencia de Samos y poco más, serás la nueva reina, estarás en una posición ventajosa para hacer rey a tu sobrino y tus recelos y tus miedos en la corte se habrán terminado.
   —No tengo ningún miedo en la corte.
   —Pues haces muy mal, porque tu vida y la de Alfonso, por ende, corren peligro. Tal vez con Aurelio estés segura, pero ¿Quién será el próximo rey? Debería serlo tu marido. Reflexiona. Tienes la solución delante de tus narices.
   Partieron temprano. Adosinda apenas durmió; su cabeza daba vueltas a las palabras del aya y sobre todo a las miraditas que Silo le había dirigido a la niña de la casa. A ver si iba a ser verdad que Silo le interesaba, de otro modo ¿por qué estaba tan inquieta? Sin mirarle siquiera, no fuera ser que se le notara la turbación, subió a su caballo y se colocó al lado de Sisinio de Nepi, que había estado en la cena callado como siempre. Teodomira, el aya, meneó la cabeza con desaprobación cuando los adelanto en el carruaje.
   Fueron desde Tinegio a La Puebla[3], comarca aun próspera por las minas de oro halladas y explotadas desde el periodo romano. Esa prosperidad era visible en la abundancia de tránsito en los caminos y de ganado en los pastos, en el buen aspecto de las gentes y en la suntuosidad de sus casonas palaciegas, en contraste con la humildad de la ermita de la Virgen del Avellano. Aquí se demoraron un día en la torre-castillo del señor de San Martin, porque Adosinda parecía haberse resfriado, aunque ella era contraria a la demora.
   —Quiero continuar mañana mismo. Quiero que nos adentremos en Galicia de una vez. No estaré tranquila hasta hallarnos en Samos y solo quedan tres jornadas. Quiero hacerlas cuanto antes.
   Silo no se atrevió a rechistar. Sabía de sobra de la testarudez de Adosinda. Además, el día se despertó radiante como si deseara plegarse a los deseos de la princesa. De ese modo con todo a favor, reanudaron la marcha. Adosinda continuaba a caballo a pesar de que Silo trató de conseguir que razonara y viajara abrigada con los niños, pero ella se opuso tajante.
   —Solo estoy algo resfriada, nada más. El aire serrano me hará bien.
    Bastante antes del atardecer llegaron a La Mesa. La etapa había sido ligera. Sisinio de Nepi, estuvo más hermético aun que de costumbre. Adosinda aconsejó a Silo no atosigarlo a preguntas.
   —No va a decirte nada acerca de la herejía, ya te lo advirtió y ya sabes, considera a Carlomagno un hombre inteligente.
   —Pero es un mujeriego.
   —El no lo juzga de cintura para abajo, y parece que el papa tampoco. — Se apresuró a rematar antes de que Silo protestara una vez más acerca de la moral del rey franco.
   Tomaron un sencillo refrigerio en el monasterio de los hermanos de San Benito, donde pernoctaron. Esa noche la escolta sufrió un ataque por parte de una banda de malhechores que salieron mal parados del intento de apoderarse de caballos y de armas. En principio pensaron que podían ser siervos rebeldes, pero uno de los heridos confesó antes de pasar a mejor vida que venían de Astúrica[4] y se dirigían al mar para embarcar hacia algún sitio persiguiendo mejor fortuna. Tal vez solo huían de la justicia o del hambre o de la miseria en general. Tal vez una cosa les había llevado a otras.
   A primera hora de una mañana fría prosiguieron la marcha. El rio Navia, gallego de nacimiento, les acompañó un trecho antes de continuar su rumbo buscando el mar de los astures para desaguar. Alfonso estaba prendado del paisaje de esa zona del reino que no había visto nunca. Había salido pocas veces de palacio y casi siempre para ir a Ovetum[5] o a visitar a su abuelo a Cantabria. El viaje hasta Galicia era casi una aventura. También le intrigaba Sisinio de Nepi y le hubiera gustado hablar más con el acerca de Carlomagno y de las campañas que preparaba, pero Adosinda le había prohibido atosigarlo.
   —Todo lo que podía contar del rey franco ya lo ha manifestado. Dejémosle viajar en paz. No es hombre de palabras, no queramos cambiarle.
   Silo se dio también por aludido.
  Esa noche era la última en territorio propiamente astur antes de entrar en Lucus.
   —Mañana debes poner rumbo a Flavium Avia, tu padre estará impaciente y nosotros ya estamos a salvo. A mi vuelta, a no ser que ocurra algo imprevisto, me demoraré un tiempo con vosotros. Tenemos que hablar.
   —Continuaré hasta Fonsagrada, ¿Tenemos que hablar?
   —Sí, claro. Hay cuestiones que quiero tratar contigo con calma.
   —¡Qué sosa eres niña! —le recriminó Teodomira__. Deberías ir al grano, no sea que a la vuelta se demore más de la cuenta en Tinegio.
   —No voy a proponerle matrimonio en medio de la montaña.
   —¿Por qué no?, es un sitio tan bueno como cualquier otro. Háblale de tus intenciones ya.
   —Son más bien las tuyas. No voy a hablarle de momento, no sea que le asuste la responsabilidad y a mi vuelta me de calabazas. Todo a su tiempo. Además quiero hablar con el abad. Necesito saber con qué apoyos reales contaríamos. Tengo que hilar fino, la cuestión es complicada y Silo no es hombre ambicioso. Seguro que nunca se le ha pasado por la cabeza optar a la corona.
   —Seguro que no, porque así por las buenas sería complicado, pero casado contigo ya es otra cosa. La corona sería suya por derecho.
   —Bien. Dejémoslo en este punto. En unos días lo hablaremos; además estará mi tío, que también cuenta. Y no, no creo que se demore en Tinegio. Tiene que regresar o los ruccones se plantaran en Flavium Avia antes que él.







[1] Nombre romano de Tineo.
[2] Se dice que Silo tuvo, con una joven de Tineo, un hijo bastardo llamado Adelgastro que fundó con su mujer el monasterio de Obona. (Crónica general de la orden de San Benito, volumen tres…)
[3] Pola de Allande.
[4] Astúrica Augusta: Actual Astorga
[5] Oviedo

La reina hilandera


V



Pasaron de largo por San Juan de Villapañada, donde algunos viajeros comenzaban la jornada y se apartaban sorprendidos del paso de la comitiva rodeada de soldados a caballo, y se encaminaron a Beriso[1] con intención de hacer noche en el castillo. Hasta Samos serían, con buen pie, ocho jornadas, por caminos difíciles, a veces.
   Un comercio incipiente estaba resurgiendo tímido, pero perseverante. Unos cuantos comerciantes, casi todos locales, iban y venían comprando y vendiendo productos agrícolas y ganaderos en las ferias y los mercados de las villas del camino;  Algunas veces, aparecían mercaderes, por la capital y las poblaciones importantes, casi siempre sirios o judíos, provenientes de otros reinos de Hispania, incluso de Europa, portando deslumbrantes sedas y tafetanes de los telares de Granada, objetos andalusíes hechos de cuero repujado o de marfil primorosamente tallado: jofainas, ataifores, incluso vajillas completas, de cerámica vidriada, que llamaban la atención por su brillo y finura; marqueterías de Toletum; figuras de animales exóticos para estos reinos hechas de bronce, incluso de plata. Por todo ello los caminos volvían a tener vigilancia, ya que los reyes astures cuidaban con esmero el resurgir de las caravanas, y la zona era bastante tranquila y ahora mismo poco levantisca. También el tiempo acompañaba de momento, incluso lucía un tímido sol, sesgado ya por el equinoccio de otoño.
   Los niños viajaban cómodos en una especie de pilentum, adaptada al paso del tiempo, acompañados por Teodomira, puesto que Adosinda, buena amazona, prefería viajar a caballo al lado de Silo y de Sisinio de Nepi, cuando el ancho de la calzada lo permitía. Al pésico continuaba sin gustarle el supuesto, según él, enviado papal, pero a Adosinda le atraía el fraile guerrero callado y hermético, que manifestaba ser italiano y hablaba, cuando hablaba, un latín cultísimo. En uno de los altos para tomar un refrigerio, el príncipe Alfonso le preguntó por Carlomagno, que parecía ser su ídolo.

Carlomagno

   —¿Le conocéis en persona?
   —Desde luego, me he entrevistado con él en varias ocasiones. Siempre de parte del papa.
   —¿Qué opinión os merece? —se atrevió a preguntar Silo.
   —Es un hombre inteligente y ambicioso.
   —¿Y su hermano Carloman[2]?
   —Es también inteligente. No tiene la ambición de su hermano, ni su osadía, ni su temperamento inestable. Para mi es más noble, por esto mismo creo que Carlomagmo saldrá victorioso de la pugna entre ellos, caso de que se materialice.

Carloman I

   —¿Creéis que habrá una contienda entre ambos? —preguntó Adosinda.
   —Pudiera ser. Los aquitanos y los gascones están en pie de guerra contra Carlomán. Carlomagno le insta a intervenir, pero él no parece estar por la labor. Si Carlomagno interviene y se hace con los territorios estallará la guerra entre ellos de modo inevitable. Previamente, y por si acaso, ha firmado un acuerdo con el duque Tassilón de Baviera y se ha casado con una princesa Lombarda, a fin de rodear a Carlomán con sus propios aliados. Muy astuto.
   —¿Pero no estaba ya casado?
   —Sí. Repudió a su esposa para unirse a Desideria y lo repetirá tantas veces como sea necesario. A la anterior la mantiene en la Corte como concubina.
  —Que escándalo ¿Por qué se lo consiente el papa? Además una alianza entre lombardos y francos no sería buena para el papado.
      —Ahora mismo, el papa ya no teme esa alianza, puesto que Carlomagno acaba de repudiar a la princesa lombarda, tras unos meses de matrimonio, para desposar a una sueva: Hildegard. Ya no hay alianza con Lombardía y ahora Desiderio, el padre de la anterior, anda levantisco contra el papa, así que este tiene que llevarse bien con Carlomagno, si quiere su ayuda.
Hildegard de Vintzgau

    Silo sacudía la cabeza con rechazo.
    —¿Y la herejía?
   —No puedo hablaros de eso. Son asuntos teológicos que debo tratar solamente con el abad.
   —Perdonad. —dijo Silo bastante confundido—. Es que me preocupan las nuevas teorías sobre Jesucristo que se oyen por ahí.
   —Es comprensible. Pero, mientras el papa no se manifieste de modo público, nada puedo adelantaros. No obstante, sabed una cosa: Carlomagno quiere controlar la iglesia hispana y Elipando de Toledo es el más firme opositor a esa asimilación.
   —¿Y el papa? —Volvió a preguntar Silo
   El papa hará lo mejor para el pontificado.
   —Hará lo mejor para la iglesia, incluida la hispana —corrigió Silo convencido.
   —Lo mejor para Roma y los estados Pontificios. —reiteró Sisinio de Nepi, levantándose y dando la conversación por concluida.
   Silo quedó pensativo y se dirigió a Adosinda que había escuchado la conversación en un segundo plano.
   —¿Habrá querido decir que el papa apoyará el adopcionismo si le conviene?
   —Creo comprender que el papa o mejor los estados pontificios, dependen ahora mismo de lo que decida hacer Carlomagno. Así que mejor pregunta que piensa Carlomagno del adopcionismo.
   —¿Y qué crees tú qué piensa?
   —Está en contra de Félix de Urgel.
   —Pues menos mal.
   —A lo mejor no es tan malo como tú le supones.
   —Es un libertino ¿no has oído lo que dijo respecto a sus esposas? No comprendo por qué el papa le consiente…
   —Porque le necesita. Es ahora mismo el protector de Roma. No le des más vueltas. —concluyó Adosinda levantándose también__. Pienso que la herejía, como la mayoría, no va a ninguna parte. Son modas pasajeras, o tal vez estrategias.
   Silo no terminaba de entender la posición del papa. Para él la postura de la iglesia de Toledo era subversiva ahora mismo, aunque la posible subordinación a Carlomagno era aun peor. Por ello pensaba que el papa debería actuar con firmeza contra Elipando y poner en su sitio al rey franco. Debía ser rotundo contra los dos. Tal vez eso fuera lo que el viajero venía a comunicar al abad. Tal vez el papa deseara pedirle consejo, o ponerlo al frente de la iglesia de Toledo.
   —Mal no estaría —pensó animado—. Habrá que esperar.


Elipando de Toledo






[1] Antiguo nombre de Salas.
[2] Carlomago y Carlomán; hijos de Pippino el Breve quien a su muerte dividió el reino entre ambos. Con ellos comienza en Francia la dinastía Carolingia. Mantuvieron una relación tensa y estuvieron a punto de iniciar una contienda civil.

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IV
 
Silo de Asturias

La comitiva partió  a primera hora como quería Adosinda, el mismo día que partía el cadáver de Fruela hacia Ovetum. La princesa se había levantado antes del alba y había acudido a la cripta de la capilla para despedirse del cadáver de su hermano el rey. Primero había orado en silencio y luego, se había acercado al féretro y en voz alta, lo suficiente para que la escucharan los vivos, que la habían seguido, le reprochó a Fruela sus últimos años de tiranía; le echó a la cara el crimen de Vimara, que “ha vuelto a matar a padre, allí donde se encuentre”; lamentó la suya “solitaria, fría y traidora, tal vez la que te mereciste, pero que me duele tanto, que no la olvidaré nunca” y le juró por Dios y por el Reino, sentar en el trono a su hijo Alfonso, “cuando llegue el momento”.
   —El te vengará —musitó mientras besaba sus manos heladas.
   Con el frio del beso en los labios, salió de Cangas sin mirar atrás. Cabalgó en silencio, que todos respetaron, hasta que anocheciendo,  llegaron a las puertas de Soberrón. Pasaron allí la noche y con el amanecer se pusieron en marcha de nuevo. Hasta Flavium Avia serían cuatro etapas más. No había tiempo que perder, porque con la parada en casa de Silo y el viaje hasta Lucus, podía caer el invierno.
   El viaje fue tranquilo, casi apacible. El tiempo no se torció y aunque las tardes refrescaban, transcurrió sin sobresaltos. Los niños aguantaron como adultos y se comportaron como príncipes que eran, con buenos modales y buena disposición. Alfonso era curioso e inteligente. Preguntaba y se interesaba por las cuestiones de los lugares a los que llegaban, por las gentes, por el modo de vida, por las leyendas, por las creencias, por las inquietudes y las aspiraciones. Parecía un rey preocupado por sus vasallos. Tenía madera. Solo se desviaba en un punto, según Silo: admiraba a Carlomagno que para el pésico era un sátiro, un rey corrupto y lascivo. Tal vez en la Corte le habían informado mal o el muchacho había malinterpretado la aureola de poder del rey franco. Los frailes de Samos le harían ver la verdad. Por eso él lo escuchó sin hacer comentarios.
Celta pésico

    Adosinda encontró a su tío Fruela anciano y achacoso, para la edad que tenía. Los acontecimientos familiares no habían sido agradables los últimos años: hermanos asesinando hermanos, nobles asesinando reyes y si para colmo, asesino y asesinados eran tus sobrinos, peor que peor. Eso minaba la salud de cualquiera.
   —Víboras matando víboras, círculo emponzoñado de rencores y ambiciones. Menos mal que mi hermano el rey Alfonso está muerto, de todos modos pienso que se habrá revuelto en su tumba. Ni descansar en paz puede uno. —le dijo a su sobrina durante la cena—. Haces bien sacando a Alfonso y a Jimena de esa corte inficionada y maldita. Haces bien llevándolos a Samos. Veo que eres inteligente y resuelta. Digna hija de rey. Brindo por ello y por la memoria bendita de mi hermano y te deseo lo mejor. Te daré varios de mis mejores hombres para que te acompañen hasta el fin del viaje, mi hijo no puede hacerlo, porque sabes que lo necesito aquí. Tenemos vasallos levantiscos. Esos ruccones[1] de la ría del Nalón, solo traen problemas. Los romanos los trajeron y aquí continúan, ya no hay quien los expulse. Están extendiendo la contestación, ya lo sabes. No sé a dónde vamos a llegar.
   Solamente se detuvo un día en Flavium Avia; hubiera deseado permanecer varios días acompañando a su tío y conociendo mejor los nuevos vientos levantiscos que comenzaban a soplar en aquella parte del reino, a imitación de los sofocados en San Martín por el recién elegido rey Aurelio. Silo iba a estar atareado. Tal vez para cuando ella regresara, hubiera terminado la revuelta y pudiera detenerse un tiempo y conocer mejor a su primo. Tal vez debería hacer caso a Teodomira y buscar marido; Tal vez si hubiera estado casada, con Silo, por ejemplo, éste hubiera podido ser el rey, puesto que era del linaje cántabro también, y ahora ella sería la reina y no estaría huyendo a Lucus con sus sobrinos. Y a saber a la vuelta lo que se encontraba en Cangas. Probablemente hostilidad. El Consejo al que había maldecido y su hermano bastardo Mauregato, intrigarían en su contra y tal vez se viera obligada a dejar la corte. En ese caso, lo tenía claro: se instalaría en Flavium Avia. Estaba más cerca de Lucus y en caso de ponerse las cosas más feas, podría huir a Galicia y permanecer al lado de sus sobrinos.
   Con estas inquietudes se puso en marcha esa mañana. Al abandonar con los niños el palacio de su tío observó como su primo y el jefe de la guardia discutían con un hombre corpulento que, por lo visto, pretendía unirse a la comitiva. Silo no parecía estar de acuerdo.
   —¿Qué es lo que ocurre?
   —Un monje que quiere ir a Samos y pretende viajar con nosotros. Dice ser un enviado del papa Esteban III, con instrucciones precisas para el abad acerca de las doctrinas de Félix de Urgel[2]. Trae credenciales papales. Todo parece estar en orden, pero no me gusta que se una a nosotros.
   —¿Por qué no? Puede ser interesante.
   —No lo sé, no me fio.
   —¿Qué daño puede hacernos un enviado de Roma? Será uno más.
   —¿Has visto el porte que tiene? Parece un soldado más que un clérigo. Puede ser un impostor. Sabe quiénes somos y adónde vamos. No me gusta.
   —Para viajar desde Roma, tiene que saber defenderse. Y si nos conoce es porque habrá preguntado. No pasamos desapercibidos precisamente. No te preocupes tanto, será una ayuda si tenemos algún problema. Por mi no hay inconveniente.
   —De acuerdo entonces. —confirmó Silo sin ningún convencimiento. El monje soldado no le gustaba en absoluto.
   Adosinda saludó al recién llegado que dijo llamarse Sisinio de Nepi y viajar por orden directa del papa para poner al corriente al abad de Samos de la posición del papado respecto a la confusión herética del momento. Le agradeció, en nombre de Esteban III, que le permitieran unirse a ellos y se puso, por completo, a su entera disposición.
   Con tan buen arreglo, iniciaron la marcha.

El papa Esteban III



[1] Ruccones o Luggones, tribus celtas, citadas por Plinio el Viejo. Guerreros y levantiscos contra el orden establecido, fuera el que fuera, dieron mucha guerra a los romanos, a los posteriores reyes de Hispania y ahora mismo a los reyes astures. Una parte estaba asentada en la desembocadura del Nalón, desde época romana, para repeler agresiones de pueblos llegados por mar…En esta época que nos ocupa, aun hablaban celta y tenían sus propias leyes y creencias.
[2] Defensor junto a Elipando de la doctrina del adopcionismo, considerada herejía desde el siglo III y vuelta a condenar en el Concilio de Nicea.

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III
 
Mauregato

Mauregato, el medio hermano del rey asesinado, sabía que esta vez no iba a ser el elegido. Si, pese a ser bastardo, sus oportunidades para llegar al trono eran las mismas que las de su primo y sus cualidades también o quizá mejores; en esto Adosinda y Silo se equivocaban, y además, Mauregato no era un asesino; él no había tenido nada que ver con la muerte de Fruela. Tampoco sabía, a ciencia cierta, quien había sido el ejecutor. Tenía sospechas, como muchos, que éste obedecía a instancias superiores. En eso los nobles opuestos al rey habían tenido suerte. Alguien había movido los hilos y, para remate, había enviado un sicario. Eso era lo que se decía. Los nobles contrarios al rey, le acompañaron y le ayudaron a desaparecer. Probablemente a tierra mora. El emir tenía que estar satisfecho, su enemigo, el que ordenó asesinar a su sobrino, estaba muerto. Seguro que Abderramán, hubiera visto con buenos ojos que él fuera el elegido, pero los nobles del Aula ni contemplaron la posibilidad.
Abderramán I

   En ese momento, para la mayoría de los nobles, estaba en el mismo saco que su medio hermano, solamente que él tampoco había tenido nada que ver con la muerte de Vimara, cuyo único mérito para ser asesinado había sido la preferencia de los nobles. Si le hubieran preferido a él, él hubiera  sido el muerto. Fruela no se andaba con bromas. Por eso  el Consejo prefirió regresar al linaje paterno, al linaje de Pedro de Cantabria, el Visigodo, consuegro de Pelayo el primer rey.

Pedro de Cantabria, el visigodo

   Su padre Alfonso le había querido y educado como a los demás y su madre Sisalda había gozado siempre del amor del rey, ya viudo y solo cuando la conoció. Sus hermanos siempre le consideraron un usurpador, un bastardo, que les había disputado el amor paterno y que también podía disputarles el trono. Porque estaba educado para rey y tenía cualidades; era fuerte de carácter y de físico; tenía dotes de diplomático, se entendía bien con los moros, era hijo de una de ellos, como el primo Silo, a quien esto mismo no se le tenía en cuenta y además se llevaba bien con los nobles del Consejo, con la mayoría, al menos.
   Su medio hermana, Adosinda, siempre le había aborrecido, igual que Fruela. Nunca aceptaron que su padre se uniera a otra mujer tras la muerte de su adorada madre, Ermesinda. El no tenía culpa de eso. Sus hermanos siempre le llamaron “el morángano” con desprecio y le consideraban capaz de cualquier cosa. ¿Había algo peor que asesinar por celos a un hermano? Su pobre padre se retorcería de furia y dolor allí donde estuviera. No, el no sería capaz de algo así. Siempre había querido a sus hermanos, aunque no le correspondieran, excepto Vimara. Este había compartido juegos y secretos con él y había querido a su madre Sisalda, ¡era tan pequeño cuando murió la suya!, pero Fruela y Adosinda siempre se lo reprochaban y al final consiguieron que se apartara de él y de su madre. También había influido Gundemaro, el mentor que tenían. Su madre había convencido al rey Alfonso,  para que le destinara otro mentor, ya que estaba probado con creces que el ayo de sus hermanos, les odiaba profundamente.
   Sin embargo no le faltaron compañeros de juegos. Los hijos de muchos nobles palatinos fueron sus amigos y sus aliados desde la infancia, y ahora mismo, contaba con adeptos suficientes para intentar ganar el trono, pero comprendía que no era el momento, estando las cosas como estaban de exacerbadas. Era mucho más conveniente para todos elegir a alguien neutral. El fiel de la balanza. El punto intermedio entre dos bandos enfrentados a muerte. Aunque Aurelio se inclinara ligeramente del lado de los asesinos; no en vano gracias a ellos había accedido al trono.
   Adosinda temía por los hijos de Fruela. Tenía razón en esto. Estaban mejor en Samos. Allí Alfonso sería instruido para rey y Jimena para ser, tal vez en el futuro, una buena reina consorte en algún reino con el que hubiera que sellar alianzas. Les deseaba lo mejor. Los frailes de Samos eran de confianza, leales por completo a la monarquía y agradecidos a Fruela que les había protegido. Su hermana Adosinda era inteligente y lista, y valiente, porque el Camino podía ser peligroso en estos momentos, había demasiada contestación y con un rey recién elegido, el orden aun no había tenido tiempo de restablecerse. No le parecía suficiente la compañía de Silo y sus hombres, aunque probablemente les acompañaran gentes de los diferentes señoríos por los que fueran pasando, y Samos estaría alerta.
   Tenía que recurrir a su amigo Sisinio, para que acompañara a Adosinda y a los niños durante el viaje. No tenía muy claro en qué punto del reino se hallaba ahora, pero le mandaría aviso por el conducto de siempre. Si no podía partir con ellos se les uniría por el camino. Necesitaba saber algo más sobre los planes futuros de Adosinda con respecto a Alfonso, aunque estaba claro que pretendía hacerlo rey en el futuro, pero ese futuro aun estaba lejano y antes seguro que había nueva elección  de rey, y él tenía tantas opciones como cualquiera y la misma ambición como hijo y nieto de reyes que era. Si, antes que Alfonso él sería rey de las Asturias, aunque su medio hermana tratara de estorbar la elección. Capaz era, incluso, de casarse con tal de ponerle trabas. Por eso necesitaba alguien en ese viaje, alguien de la confianza de todos, alguien que supiera interpretar a la perfección el papel que conviniera sin despertar recelos. Y ese alguien era Sisinio de Nepi, que seguro que ni se llamaba así. Nadie lo conocía del todo, esa era su mejor baza. Pero era su amigo, al menos por el momento. El sería sus ojos y sus oídos en el viaje y en Samos. Por cierto ¿Dónde andaría Sisinio la noche que asesinaron al rey? No había estado en el entierro. Nadie le había visto desde hacía tiempo, o eso al menos, le habían manifestado cuando preguntó. Bien, ¿qué importaba?, el lo necesitaba en el viaje y allí iba a estar. Eso era lo importante ahora, lo demás ya era agua pasada.



La reina hilandera


II



La reina Adosinda


   —Los niños ya no son tuyos —le dijo Adosinda, la hermana de Fruela, a la mañana siguiente— Son los hijos del rey. Alfonso será rey en su momento y debe permanecer dentro de su reino y no huir como un villano, aventurándose por tierras moras, para vivir en un territorio indómito sin orden ni concierto, con unas gentes que si siquiera hablan latín. Ni lo sueñes.
   ­—Los niños necesitan a su madre.
   —Pues quédate aquí con ellos, como por otra parte sería tu obligación.
   —Aquí corremos peligro los tres.
   —Aquí corremos peligro todos. Si los nobles se han atrevido a derramar sangre de rey, y a maldecir la tierra que pisan, nada les detendrá si nos ven como una amenaza; pero la hija y los nietos de Alfonso I no huyen como cobardes. Pondré a los niños a salvo dentro de las fronteras del reino, en un lugar seguro. Haré que los eduquen como lo que son.
   —Yo no puedo continuar aquí, tengo muchos enemigos. Nunca me vieron con buenos ojos. Mi vida no vale nada.
   —Márchate pues si es tu deseo, pero te irás como llegaste: sola. Tus hijos ya no te pertenecen.
   La bella Munia, la vascona botín de guerra, que había encandilado al rey Fruela, dudó un tiempo entre sus hijos o su vida y al final el miedo a la nobleza y al clero  enemigos de su difunto marido, pudo más que el amor a sus hijos y partió para Álava donde su familia se había establecido tras huir de Vardulia[1]. No se fiaba ni siquiera de su confesor y su vida en la corte se había convertido  en un suplicio  insoportable. Terminaría por volverse loca y eso no sería bueno para nadie. Sabía que los niños estarían a salvo con Adosinda, porque era la hija de Alfonso I y una parte importante de la nobleza y de los monasterios la respetaban y no dudarían en ponerse a su servicio si fueran requeridos.

 
Vardulia o Bardulia, antigua Castilla
   

   Desde mucho antes de la muerte de Fruela, se venían sucediendo en el reino las revueltas y los enfrentamientos entre los nobles y el clero y entre facciones de la nobleza, a favor y en contra del rey y sus decisiones; Estaba a punto de estallar una contienda civil de consecuencias imprevisibles para el reino astur, asediado en las marcas por omeyas y vecinos levantiscos.
   Aprovechando la confusión, muchos siervos descontentos se levantaron contra sus señores. Un tal Máximo[2], hombre inteligente y ambicioso, encargado  por Aurelio de Cantabria, el primo del rey, de supervisar los trabajo de desbroce y acondicionamiento de la explanada donde iba a levantarse el monasterio de San Martin, había liderado la primera revuelta contra los señores de la zona. Aurelio, que en esa fecha se hallaba en Cangas, llamado por el Consejo tras el asesinato de Vimara, hubo de regresar a toda prisa y ponerse al frente de las tropas para sofocar la rebelión, lo que logró tras meses de contienda igualada y difícil. Los rebeldes eran menos, pero cada hombre se crecía en la batalla como un gigante y cuando alguno caía, aparecía otro con más furia aun. ¿De dónde sacarán las energías, si no comen?, se preguntaban los soldados sorprendidos por la increíble rabia del enemigo.
   La revuelta de San Martin fue imitada en casi todos los señoríos y reprimida en algunos con excesiva crueldad, lo que propició nuevas y más encarnizadas revueltas al mezclarse el deseo de libertad con el de venganza.   Así las cosas, El Consejo decidió elegir rey cuanto antes, poniendo los cinco sentidos en la elección. Se necesitaba un hombre inteligente y capaz, diplomático  a la vez que firme y de la estirpe reinante a ser posible. Y que no tomara represalias contra los asesinos de Fruela.
   Aurelio de Cantabria se perfiló como el mejor candidato. Había demostrado su firmeza y arrojo al sofocar las primarias rebeliones contra los señores locales. Sería bueno alguien con fama de duro al frente del reino para frenar las actuales y las sucesivas tentaciones levantiscas. Además era un buen negociador con los moros, sabía entenderlos, y ese era otro punto a su favor. Si bien no había participado directamente en el crimen regio, tampoco lo había estorbado. Limpio del todo no estaba, por lo que no cabía esperar represalias. Y era devoto partidario de Beato de Liébana, a quien apoyaba en sus diatribas contra Elipando[3], cuyo pensamiento teológico no gozaba de predicamento en el reino astur. El arrianismo había quedado atrás desde hacía siglos. Así pues, con el rey anterior todavía insepulto, Aurelio de Cantabria fue proclamado quinto rey de Asturias, con muy pocos votos en contra.
 
Alfonso I, padre de Adosinda
  

   Adosinda, la bella hija de Alfonso I, hilaba con sus damas en una fría sala de palacio, cuando llegó la noticia.
   —Señora, el Consejo ha decidido.
   —¿Y bien?
   —El elegido ha sido Aurelio, el hijo de Fruela de Cantabria.
   —Sé de sobra de quien es hijo. Un títere en manos del Consejo; en manos de Mauregato, ese mal nacido. El dirigió la revuelta que acabó con mi hermano.
   —Yo pienso que Mauregato no tuvo nada que ver, creo que te equivocas. Sin embargo Aurelio, ese montaraz, si no participó, tampoco hizo nada por impedir el crimen. Además Mauregato es tu hermano. No deberías hablar así de él —Le recriminó Teodomira, su dueña y nodriza.
   —Medio hermano, que no es lo mismo. Hijo de mora.
   —Como tu primo Silo, el pésico[4].
   —No te atrevas a comparar a una dama emparentada con el califa, con una esclava lasciva y artera que hechizó a mi padre.
   —A tú padre no le hacían falta hechizos de ningún tipo cuando veía una mujer bella. Y Sisalda lo era y mucho.
   —¡Ni la menciones! Ese hijo de puta se ha salido con la suya.
   —Sabes de sobra que han elegido al linaje cántabro. Si tú estuvieras casada, el elegido hubiera sido tu marido con toda probabilidad.
   —Yo soy nieta de Pelayo como mi hermano Fruela.
   —Sí, pero dado lo acontecido han preferido obviar al linaje de Pelayo y retomar el de tu otro abuelo[5].
   —Me gustaría hablar con Silo. Manda  a buscarlo, le veré en mis aposentos.
   Adosinda se levantó y se dirigió a sus habitaciones. El aire de su tocado flotando por los corredores hacía oscilar la tenue llama de los velones; su vestido almidonado se frotaba contra el pavimento en un sensual roce que acompañaba su caminar apresurado, como una contradicción. Así era la hermana del rey asesinado: resuelta y precavida, recatada y sensual, femenina y varonil.
   —Hay que poner a salvo a Alfonso, ese mal nacido le hará asesinar. —Le espetó a Silo nada más aparecer por la puerta.
   —¿Aurelio? No lo creo. Aurelio viene a poner paz. Se le ha elegido por ser prudente y moderado…
   —No me refiero a Aurelio, sabes de sobra que hablo de Mauregato. Ese es el peligro. Intrigará y no cejará hasta conseguir el trono.
   —Difícil lo veo. Que consiga el trono, me refiero —explicó Silo ante la cara de extrañeza de Adosinda—. Es un bastardo, no lo olvides.
   —Por eso. Intrigará, matará y hará lo que sea para ser rey. Voy a llevar a Alfonso y a su hermana Jimena a San Julián de Samos, en Lucus[6]. Allí con los frailes estarán a salvo. Ellos les protegerán y darán a Alfonso la instrucción que precisa para ser el futuro rey. Me gustaría que me acompañaras hasta el límite de vuestras tierras. Necesitaré una escolta fiel y preparada. No me fio de casi nadie.
   —¿Necesitarás?
   —Naturalmente. Yo les acompañaré. No voy a permitir que viajen solos tan niños. Es mi última palabra.
   —Está llegando el invierno. Además hay que dar sepultura al rey en la catedral de San Salvador.
   —Si salimos mañana mismo, hay tiempo de sobra. No vamos a acudir al entierro. No quiero ver allí presentes a los mismos que le dieron muerte, no lo soportaría. Que vaya el nuevo rey y sus adláteres regicidas.
   Adosinda hizo una pausa. Sus sentimientos eran contradictorios. El rey asesinado era su hermano, pero también lo era Vimara, al que Fruela dio muerte con su propia mano. Fruela era un fratricida, algo que se solucionaba de puertas adentro, pero los nobles que le dieron muerte eran regicidas, habían cometido un delito contra el rey y contra el pueblo; eran sacrílegos y traidores, merecían la muerte, incluido Aurelio y sin embargo continuaban impunes y el cántabro incluso era el nuevo rey, protector por tanto de los nobles asesinos y enemigo de la familia del rey asesinado. Aunque ella prefería arremeter contra Mauregato. Era un odio patológico, algo que la sobrepasaba, algo que no podía evitar. Más de una vez se reprendió ella misma por su parcialidad en contra de Mauregato. Pero siempre encontraba argumentos para justificarse. Las más de las veces costaba encontrarlos, pero siempre lo conseguía.
   Silo permaneció en silencio mientras Adosinda hacía esfuerzos para no echarse a llorar. Con el aplomo digno de una hija, nieta y hermana de reyes, se sobrepuso al dolor y a la rabia, para lograr concluir la conversación con su primo.
   —Había pensado hacer un alto en Flavium Avia[7] en tu casa, si te parece bien. Hace mucho, además, que no veo a mi tío Fruela. Desde allí las comunicaciones son mejores. Según pinte el tiempo, elegiremos el mejor camino.
   Silo se maravillaba de las aptitudes de mando de la hija de Alfonso I, su prima Adosinda. Si hubiera nacido hombre, hubiera sido un gran caudillo. Hubiera sido un gran rey. Controlaba el reino a la perfección, lo tenía entero en la cabeza. Mientras sus manos hilaban, su cabeza daba vueltas como la rueca; giraba en torno al acontecer de palacio, de la corte, del reino astur y del resto de reinos. Conocía cada personaje, cada idea nueva o vieja, cada punto de vista; estaba al tanto de lealtades y deslealtades, de rebeldías y de fidelidades. Era amiga de moros y cristianos, de guerreros y frailes. Sabía donde saltaba la herejía y donde estaba la verdad. Conocía los caminos, los ríos, los valles y las montañas. Todos los vericuetos del reino. Podía ver en el fondo de unos ojos y adivinar los más recónditos pensamientos. Por ello, si decía que Alfonso peligraba en Cangas, haría lo indecible por ponerlo a salvo, y nadie podría convencerla de lo contrario.
   —De acuerdo, haré lo que me pides. Pero mañana por la mañana será demasiado pronto…
   —Si te pones a ello en vez de perder el tiempo discutiendo conmigo, llegarás de sobra. Partiremos a media mañana, mientras todos están de funeral. Por la noche habremos llegado cerca de la Puebla de Aguilar[8]. Pernoctaremos en el castillo de Soberrón. Con suerte llegaremos a poblado cada noche. De no ser así, acamparemos. Dispón material y carros suficientes. Silo, —llamó cuando él ya se iba— Solamente me fio de ti.
   A Silo le gustaba su prima desde que la había conocido siendo aun muy niños. Era delicada y suave, instruida y culta, pero además, tenía carácter, algo de lo que él adolecía. El era más un hombre de letras, el estatus guerrero le venía grande. Era hombre de paz. Le hubiera costado sofocar rebeliones con la ferocidad de otros y nunca, bajo ningún concepto, hubiera asesinado a su hermano, ni ordenado degollar, así porque sí, a ningún prisionero y menos siendo primo de Abderramán. Tal vez porque su madre descendía de moros y el los veía como sus parientes, de igual manera que ellos a él. Recordaba la sentida misiva de condolencia que le hizo llegar el emir de Córdoba cuando falleció su madre. Amaba a Adosinda, si, la amaba; estaba seguro. Ella también le demostraba afecto y se fiaba de él, acababa de decírselo. Tal vez durante el viaje a Flavium Avia tuviera ocasión para hacérselo saber, aunque iba a costarle. Era tímido y de poco hablar. Adosinda, caso de querer algo con él, tendría que dar el primer paso.
   Ella se había enfrentado valientemente, casi con temeridad, a una parte de los nobles y les había lanzado una encendida diatriba seguida de una  férvida maldición por haber osado derramar sangre de rey. Además, protegía a Alfonso, su sobrino, el hijo del rey asesinado, a quien pretendía ascender al trono, cuando tuviera edad para ello, y eso suponía un peligro para la nobleza asesina. No era conveniente que el niño llegase a rey, como no lo era que Adosinda llegase a reina. Él, no tenía opción alguna a pretender el trono, ni intención de hacerlo, por ello Adosinda no suponía peligro por ese lado. Aunque tal vez ella ansiase el trono para su futuro marido. Entonces él no sería el adecuado. En ese instante preciso andaba desconcertado, no sabía que había en la mente de Adosinda. Tal vez durante el viaje lo averiguara. No podía perder tiempo en disquisiciones, había que organizar la marcha. Todo tenía que salir bien. Tenía que estar a la altura que esperaba ella. No podía defraudarla.

Aurelio de Cantabria, rey de Asturias






[1] Antiguo nombre de Castilla
[2] Hay quien dice que era un presbítero, otros dicen que era un liberto.
[3] Defensor de la herejía del adopcionismo, que niega la divinidad de Jesús, a quien considera hijo adoptivo de Dios. Arrianos en época visigoda, actuales testigos de Jehová.
[4] Pésicos: Tribu que habitaba la franja costera desde Valdés, hasta el Cabo Peñas y desde la Cordillera hasta la margen izquierda del rio Nalón. Se cree que eran pastores trashumantes como los posteriores vaqueiros de alzada. Tenían un cierto enfrentamiento con los astures. Ambos eran celtas romanizados. Silo no era pésico, propiamente. Vivía en zona pésica. La capital de la zona era Flavium Avia ( Pravia)
[5] Su abuelo paterno fue Pedro de Cantabria, consuegro de Pelayo. Silo era hijo de Fruela, hermano de Alfonso I, por ese motivo era primo de Adosinda.

[6] Lucus Augusti: Nombre latino de Lugo.
[7] Antiguo nombre de Pravia.
[8] Antiguo nombre de Llanes.