Un poco más tranquilas que el año pasado, solo un poco, vuelven Las Navidades. Os deseo salud y felicidad, y que el nuevo año 2022 traiga lo mejor para todos. 















El tiempo olvidado, séptimo capítulo

 





Manolito de la Vega de Avia y Torres de Campos, era un joven bien parecido para la época. Tenía un aspecto extrañamente aniñado. Era rubio, casi lampiño, con los ojos claros, hablaba poco y su cara exhibía una sonrisa cuasi permanente, como de idiota, aunque todo el mundo decía que era un lince para los negocios. Era hijo de los señores de Omedas, afamados terratenientes de las montañas del concejo, próximas ya al de Beriso. Según los avianos, siempre bien informados del dinero ajeno, como si se dedicaran a contarlo, poseía cientos y cientos de hectáreas de tierra, un palacio, algunos pueblos enteros, varios caseríos, montes y montes llenos de robles y castaños y cientos de miles de acciones de la Unión y el Fénix. Había bajado de sus dominios a residir a la villa, el mismo día que todo Avia buscaba por el cauce del río a mi tía bisabuela María Moran. No obstante, mi tatarabuelo don Patricio, se fijó en él como posible candidato para alguna de sus hijas, pero el recién venido no demostró interés alguno por las mujeres en bastante tiempo.

Sus padres habían fallecido. Su padre, que nunca salió de sus dominios, fue el único hijo de los señores Omedas, y su madre había sido, según se contaba, una mujer muy guapa, hija de unos terratenientes castellanos venidos a menos, que la dieron en matrimonio al rico hacendado para que continuara teniendo una vida cómoda, tras la debacle familiar. Otros dicen que la casaron con el heredero Omedas, un tipo raro y difícil, para alejarla de un novio que no le convenía y con el que estaba dispuesta a embarcarse para América. Sea como fuere, lo cierto es que fue una boda sin amor en absoluto, ya que ambos se conocieron el día antes del enlace cuando llegó la novia. Manolito, padre, había tenido suerte, porque la castellana era guapa y buena moza. El sin embargo, era un tipo más bien desagradable y no por su físico precisamente, sino más bien por su aire altanero de cacique, por su manera de mirar a la gente, cuando la miraba, ya que habitualmente hablaba sin ni siquiera mirar al interlocutor, y por su semblante de sátiro, que hacía empalidecer a las mujeres, que lo temían y lo rehuían sin disimulos, lo cual parecía causarle cierta satisfacción.

Cuando su futura esposa lo conoció, tuvo esa misma percepción, y no quiso ni imaginarse lo que podía ocurrir en la noche de bodas. No se equivocó. Fue la experiencia más insoportable de toda su vida. Esa noche y las que vinieron después, hasta que, una vez nacido su hijo, optó por huir con él, aprovechado la temporada de caza y la ausencia del marido perdido por los montes durante días con su fiel Aquilino y sus amigos o lo que fueran, porque amigos como tales, no tenía.

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Calculó que tendría tiempo para llegar de sobra fuera de las lindes del señorío y alcanzar Beriso para descansar y poder viajar luego a Oviedo, donde tenía familiares. Huyó con apenas lo puesto y algunas joyas, en el coche de viga de la casa, manejable y ligero. El coche con su caballo y el niño, regresaron a los pocos días, en compañía de Manolito y Aquilino, pero a ella nunca más se la vio. Circularon todo tipo de rumores, pero a ciencia cierta nada se supo jamás de su paradero, viva o muerta. La casa contrató un ama de cría para Manolito, hijo, que creció encerrado como su padre, y desarrolló un carácter parecido, aunque a él le gustaba salir de vez en cuando de los dominios Omedas e incursionar por los aledaños, no se sabía bien para que, ya que no se le conocían amigos ni novias. Solamente le acompañaba Aquilino, como a su padre. Iban de caza, parece ser, pero las piezas que se decía que cobraban no tenían nada que ver con rebecos, ni lobos, ni zorros, ni osos.

En Avia se había instalado en la antigua morada de los condes de Lagares, venidos a menos, que rentaban el palacio. Al principio, iba y venía a sus dominios, pero más o menos en un año, se instaló definitivamente en la villa, compró el palacio de los condes por una cantidad muy generosa, al parecer, y se dedicó aparentemente, a sus negocios agrícolas y ganaderos. Se hizo socio del Casino, al que iba poco, y pensó en buscar esposa, por consejo del marqués de Casa Quirós, que le hizo ver la conveniencia de una buena unión con alguna joven de la villa, para evitar habladurías y malas interpretaciones.

Pasó tiempo antes de que Manolito se decidiera a cumplir los consejos del marqués, máxime porque este pretendió emparejarlo con su nieta mayor, un adefesio como su madre, a la que habían casado a macha martillo, con el hijo ciego de los marqueses de Riberas de Arriba. Tanto insistió el abuelo en las bondades de la nieta, que Aquilino le hizo notar la conveniencia de buscar esposa de una vez, antes de que el marqués se ofendiera por la negativa.

Mi bisabuelo Antonio y su hermano Manuel, tenían también una hermana, Estrella. Era solamente medio hermana. Su madre se había quedado sola con dos niños de corta edad, dado que su marido había emigrado a La Habana sin regresar jamás, como tantos otros. Ella joven y guapa, se buscó la vida. De esa búsqueda había nacido Estrella, que llevaba el apellido del marido de su madre, Arias, aunque con el tiempo pudo cambiarlo por el de su verdadero padre, Arturo Rivagodos, un hombre mayor, apuesto, rico, casado también, que decía tener un título nobiliario, aunque nunca se supo cual, y que había perdido la cabeza por Estrella madre.


Estrella Garcés nunca tuvo necesidades económicas, su marido le enviaba dinero religiosamente, para que nada les faltara. No fue por dinero que se lio con el supuesto noble. Tuvieron una tórrida relación que hizo correr torrentes de habladurias en Avia y que avergonzó a sus hijos mayores que soportaron durante años, toda clase de burlas soeces y mal intencionadas, hasta que tuvieron edad suficiente para escribir a su padre y rogarle que les reclamara para La Habana.

En la primera misiva le ponían al corriente de la situación de su madre y del nacimiento de su nueva hermana y de lo difícil que se hacía para ellos la vida en la villa. A Antonio padre, ya le habían llegado rumores de lo acontecido, pero teniendo en cuenta que él también se había emparejado y de esa unión había nacido otro medio hermano Arias, Jacinto, no consideró oportuno pedir cuentas de olvidos, ni infidelidades, que eran mutuos. Escribió a su mujer, para hacerle llegar el deseo de tener en La Habana con él a sus hijos, “porque ellos así lo han manifestado y tú ya no te quedas sola, y además con tu mercería, que yo he pagado, tienes de sobra para vivir. Yo te deseo lo mejor”.

Una vez que los chicos llegaron a la isla y todos supieron de todos, Antonio padre, mi otro tatarabuelo, pensó que ya era hora de legalizar la nueva situación familiar, y propuso a mi tatarabuela, solicitar el divorcio en La Habana, para así, el poder casarse con su mujer de hecho, Jacinta, asturiana de Tineo, emigrada de niña con su familia, y para que ella, hiciera lo que considerase oportuno. El divorcio era legal en La Habana, pero no en España, con lo cual Estrella Garcés, considerándolo oportuno o no, continuaba casada de por vida con Antonio.

Pero ocurrió que mientras duraron los trámites, Arturo Rivagodos enviudó, y entonces ambos decidieron por su cuenta, “matar” también a Antonio, comprando funcionarios, civiles y religiosos, falsificando actas de defunción y todos los papeles que necesitaron para justificar la viudez de Estrella, que pudo casarse con Arturo, muy discretamente, aunque ella hubiera preferido lo contrario, dar el apellido paterno verdadero a su hija, mudarse a vivir a la casona familiar de los Rivagodos, y disfrutar la fortuna que su flamante marido se había traído de Filipinas junto con su mujer, una tagala que no hablaba español, no le dio hijos y no se trataba con nadie, porque dicen las lenguas avianas, estuvo siempre enferma de melancolía.




Estrella Rivagodos y Garcés, hija de mi tatarabuela y del filipino, como le decían en Avia, era bastante agraciada. Mi bisabuelo y su hermano eran altos, morenos, de ojos verdes, como su padre. Ella era rubia como su madre, y tenía cierta innata distinción en los modos, como su padre don Arturo. Su madre se empeñó en darle una educación esmerada y, para evitar roces con el resto de niñas, por lo peculiar de la situación familiar, como les había pasado a sus hijos mayores, contrató a una institutriz madrileña, y la educó en casa.

Fue la tía lejana Gumersa, vieja perenne, casamentera, apaga fuegos, aviva otros, métomeentodo, pero con mucho predicamento en la familia y en la villa, en general, quien colocó a Manolito de la Vega, en la órbita de la joven casadera. Estrella madre había desempolvado el título nobiliario de don Arturo, que por lo visto era conde de Monteagudo, que podía ser tan falso como los papeles de su viudez, dado que ningún noble de los alrededores, que eran unos cuantos, tenían noticia de que constara en los registros semejante condado. Ella, no obstante, se hacía llamar señora condesa, y apenas tenía trato con las gentes de la villa, a las que consideraba plebe. Sentía fascinación por las irlandesas, tan rubias todas y tan elegantes, tan bien vestidas siempre y con tan buenos modales, que decidió que Estrella hija aprendiera inglés, pensando que el idioma traía consigo todo lo demás. Así pues, Estrella adquirió una buena educación, buenos modales y hablaba inglés con fluidez, cualidades que no iban a hacerle falta alguna casada con Manolito de la Vega, que era un sátiro y un patán, y que la iba a encerrar en casa, casi bajo llave.

Desconozco los pormenores de la relación de Estrella con Manolito, si es que la hubo, lo que oí referir siempre fue que la tía Gumersa se encargó de presentarlos y de convencer a Estrella madre de la conveniencia de la boda, ya que ésta, pese a la buena posición económica del novio, no estaba muy convencida. Don Arturo, el filipino, acababa de morirse y parece ser que su fortuna no era tan cuantiosa como se pensaba, eso también influyó para que madre e hija aceptaran a Manolito, que les daba miedo a las dos.

El primer hijo, Antonino, llegó pronto. Cuando la tía Gumersa le vio la cara, sentenció que iba a ser un desgraciado y no porque fuera feo, sino porque parecía tener escrito en el rostro un futuro que solo Gumersa con sus ocultos poderes, era capaz de interpretar. Luego vinieron una serie de abortos y algún parto con él bebe ya muerto; Entre los unos y los otros, hubo varios intentos de huir de la casa por parte de Estrella, que se saldaban con una paliza, cada vez más brutal, según contaba el servicio, y por fin, una tarde lluviosa nació Estrella de la Vega de Avia y Rivagodos. La tía Gumersa ya no vivía para entonces y no pudo aventurar el futuro.

Estrella abuela, tenía prohibida la entrada en el palacio desde hacía tiempo. No veía a su nieto Antonino y tampoco pudo conocer a su nueva nieta, que según le contaron era rubia y guapa, y estaba sana. Ese mismo año del nacimiento de Estrella mi bisabuelo Antonio y su hermano Manuel, regresaron de La Habana, con intenciones de establecerse en Avia. Las cosas no les habían ido mal y traían ambos una pequeña fortuna que, bien invertida, podía asegurarles el futuro. Además a Manuel, el menor de los dos, nunca le sentó del todo bien el clima de la isla, problema que se agudizó con los años. Por eso decidieron regresar.

Su madre Estrella se alegró infinito de la vuelta. Hacía tiempo que su salud se resentía y temía morir sin volver a ver a sus hijos mayores. En el fondo, se sentía culpable de su ausencia, le dolía la forma en la que tuvieron que irse, avergonzados por su situación sentimental. Fue lo primero que le dijo a mi bisabuelo tras abrazarlo y ver el hombre tan apuesto y distinguido en el que se había convertido.

No fue usted madre, fueron la gente y las circunstancias. Usted tenía derecho a hacer su vida lo mismo que padre. No se torture por eso, ya no tiene importancia. Sé que no fue fácil para ninguno.

Estrella les fue contando la situación de Estrellita y lo desgraciada que era, y como su marido la tenía encerada en casa, prácticamente secuestrada, y les rogó que hicieran algo por ella.

No sé qué vamos a poder nacer, madre, pero lo intentaremos.

Mi bisabuelo, le hizo llegar a Manolito, que para entonces era don Manuel, sus deseos de visitar a su hermana y conocer a sus sobrinos. Don Manuel de la Vega hizo caso omiso, pero Aquilino le convenció para actuar de otro modo más tolerante, aunque solamente fuera para disimular.

Corren muchas habladurías.

Y ¿Desde cuándo nos importa a nosotros lo que diga la gente?

No nos importa, pero puede ser conveniente que ellos vean a su hermana, que la vean bien, sin marcas de golpes, quiero decir, y que conozcan a los niños. Estos dos no son tontos, vienen de otro ambiente, tienen otro talante. No se van a dejar intimidar. Ese no va a ser el camino.

Bien. Aleccionaré a Estrella convenientemente, y después haré lo que me dices

No tardes demasiado.

Y así ocurrió. Antonio y Manuel, primero y Estrella madre, después, pudieron visitar a Estrella y conocer a sus hijos, y continuar un cierto trato con ellos, lo que supuso gran alegría para las dos Estrellas, en particular para la joven, que vio aliviado su desamparo y dejó de recibir palizas a diario, aunque de vez en cuando, don Manuel le cruzaba la cara varias veces seguidas, para no perder la costumbre.


                                      



El tiempo olvidado, sexto capítulo

 





Llegaba el siglo XX también en La Habana. José Arango y sus amigos se disponían a celebrarlo como correspondía haciendo planes para viajar a Nueva York. Todos ellos habían luchado en la guerra de independencia cubana, más tarde guerra contra Estados Unidos, formando parte de un batallón de voluntarios asturianos, avianos la mayoría. Sin embargo, una vez terminada la contienda, todo continuó en su sitio, como si no hubiera ocurrido nada. Los voluntarios que lucharon contra la independencia, en el lado de España, volvieron a la vida civil y continuaron con sus negocios. Con los yanquis sucedió lo mismo. Llegaron en tromba a La Habana, tras la rendición, e hicieron negocios con todo el que quiso, sin preguntar.

   A don José, siempre le dolió el oportunismo americano en la guerra de Cuba, llegando al final con la excusa del Maine, cambiándole el nombre a la guerra de Independencia por el de guerra hispano-norteamericana, disolviendo el ejército de los Mambises, los auténticos libertadores, y presentándose como salvadores del pueblo cubano. Todo eso para poder hacerse con el control económico, militar y político de la isla, instaurando una republica a su medida. Por eso, decidió no viajar a Nueva York,  y recibir al nuevo año en La Habana, como todos los anteriores desde que llegara a la isla.

   —Usted, viejo, es un antiamericano furibundo

   —Los conozco muy bien, se lo que me digo.

   El día de Navidad, acudía a comer a casa de mi bisabuelo Antonio, y sus hijas, que ese día, juntaban a un montón de avianos solitarios por diversas circunstancias, viudos, solteros, abandonados, etc., para comer ajiaco y rabo encendido.

   Antonio Arias y su familia vivían en el Vedado, en la calle 17. El Ford verde  de don José salió de la Reguladora en la calle Amistad y cogió, a la derecha, el Paseo del Prado hasta llegar al Malecón; mas allá, dobló en la intersección del Malecón con la 23 y enfiló calle arriba para torcer luego a la derecha y embocar la calle C, hasta la 17. Justo al doblar don José le dijo a Zacarías:

   —Déjame aquí, iré caminando.

   —Muy andarines nos hemos levantado hoy

   Arango sonrió.

   —Es un paseo corto hasta la casa. Me gusta llegar caminando. Fíjate cómo están los flamboyanes, ¡que olor!

Cuando se apeó, le dijo a Zacarías que le sostenía la puerta:

   —Tómate el resto del día libre, regresaré a pié

   —Es mucho trayecto —respondió el negro— se va a cansar.

   —Volveré dando un paseo. Quiero caminar La Habana de nuevo. Hace mucho que no lo hago.

   —Escuche: le estaré esperando en la intersección….

   —Volveré por dentro, quiero pasar por la Moda —le cortó don José—no te preocupes, hombre, si me canso, haré que te avisen los Berckovich.

   Zacarías asintió con la cabeza y Arango se alejó por la C. Poco rato después ya estaba frente a la casa de Antonio Arias.





   A la tarde después de despedirse de todos, y en particular de mi abuela Caridad, Arango salió acompañado de José García, otro aviano solitario, que estaba próximo a regresar a la patria, con dirección a Neptuno. José lo acompañó un trecho hasta donde estaba su oficina. Allí se separaron, después de abrazarse.

   –Cuando regrese a Avia, le avisaré con tiempo, muchacho, –le dijo José García– para que podamos vernos y despedirnos como Dios manda.

   –De acuerdo.

   En ese momento ninguno de los dos imaginaba que no volverían a verse. José quedó parado en la acera. Cuando Arango dobló en la esquina de la calle L se volvió hacia él y ambos se sacaron el sombrero y se hicieron una mutua reverencia.

   Arango contemplaba los exuberantes flamboyanes que teñían de rojo la avenida entera. Flores coloradas en las ramas y en el suelo y hasta en el pelo o en el escote de las mulatas con las que se tropezaba por la calle. ¡Qué mujeres, que caderas! ¡Qué bien caminan los cubanos y sobre todo, las cubanas! Con ese contoneo de palma real, acariciada por la brisa tibia de La Habana. Con esos culos típicamente caribes, únicos en el mundo. ¡Y qué olor!, Dios mío, ¡qué bien huele La Habana!   

   De un solar cercano le llegaba el ritmo de un son, tan de moda en esos momentos. El son había llegado a La Habana, desde Oriente, varios años antes, traído por los soldados del ejército permanente y se hizo popular en la capital gracias a varios artistas, pero sobre todo al Trío Oriental. En el solar un grupo de muchachos negros cantaba un montuno haciendo percusión sobre una lata y utilizando las vainas maduras del flamboyán como maracas: “Bota la muleta y el bastón y podrás bailar el son”, repetía el coro; y el solista:


”Hace tiempo que vivía

postergado en un sillón

Hace tiempo que vivía

postergado en un sillón

y hoy corro la población

mas rápido que un tranvía”…


   Don José repitió el estribillo con el coro e incluso se marcó unos pasos de baile, ante el regocijo de los muchachos, y no porque lo hiciera mal, que don José era un gran bailarín, en especial de danzón, sino porque no era habitual que un señor blanco se parara delante de un solar y se pusiera a cantar y a bailar con los improvisados soneros. Chiquillos habaneros, de no más de doce años, que eran como mimbres bañados de chocolate.

   Arango se acercó al solista y le deslizó unos pesos en la mano. El cantante, sin perder el compás y sin dejar de cantar, los botó hacia arriba con maestría, volviendo a recogerlos y haciéndolos desaparecer en el bolsillo del pantalón que llevaba arremangado hasta media pierna, regalando  al aviano una sonrisa de dientes blanquísimos.




   Don José continuó por la calle L, parándose a tomar un helado y a descansar un rato, hasta Neptuno y Galiano. Allí quería pasar por La Moda Americana y saludar a los dueños. Se paró un buen rato en la acera de enfrente a contemplar el bellísimo edificio porticado antes de entrar. Después de salir de La Moda, continuó por Galiano hasta El Encanto, el comercio emblemático de La Habana, siempre abierto, en el que entró para comprar unos regalos de última hora.

   Al día siguiente cuando desayunaba en La Reguladora, leyó la noticia en el Diario de la Marina: El hombre de negocios español José García y varios cubanos habían resultado muertos accidentalmente, en una redada  contra una supuesta reunión conspirativa de antiguos mambises, que se juntaban clandestinamente en un local de la calle Neptuno.

   –Pero ¡por todos los santos!, que conspiración ni que mambises. Estos yanquis de los cojones, siempre atropellando a la ciudadanía. ¿Cuándo piensan restituir el gobierno a los cubanos? ¿Para que hicimos una guerra? 

   José Arango sabía de sobra que su tocayo José García, se reunía un par de noches a la semana con un grupo de amigos masones. Eso eran en realidad: masones, tratando de reunir dinero para fundar un diario. El mismo, aunque no era simpatizante, había estado varias veces invitado por José. España había masacrado a los masones como desafectos al régimen español y ahora los americanos hacían lo mismo. Se decía que Máximo Gómez, el generalísimo mambí, había logrado huir del tiroteo y se decía también que contra él, iba dirigida la redada promovida por el gobierno de ocupación, con orden de tirar a matar. Fuera como fuera, su amigo José estaba muerto, sin haber podido regresar a la patria.

   —¿Y ahora qué? A quien le pedimos responsabilidades por lo ocurrido. ¿Para que hicimos una guerra?

  —No se repita muchacho, ahora ya no hay remedio. ¿Quién se va a ocupar de sus asuntos?

  —Lo hará Antonio Arias con toda seguridad. Voy a llamarlo por si necesita ayuda.

   En efecto, mi bisabuelo se ocuparía de cumplir las últimas voluntades de su amigo José García. Había que liquidar sus negocios y enviar el dinero a su familia en un pueblo de Avia, perdido en los valles donde nace el rio Aranguín. 





   José García, llevaba muchos años en La Habana. Siempre había sido un tipo peculiar. Cuando la guerra había pertenecido al mismo batallón de voluntarios que Arango y mi abuelo Honorio. Casi a punto de finalizar la contienda, el batallón de voluntarios, que siempre operaba por los alrededores de La Habana,  fue enviado al campo para expulsar de sus casas a un grupo de campesinos que, o no habían sido reconcentrados, o habían desobedecido la orden. Las órdenes de arriba eran claras y escuetas. “Cerquen el bohío y préndanle fuego”.

   Mi abuelo Honorio era el capitán. La orden de incendiar el poblado con los campesinos dentro, siguiendo la política de tierra arrasada ordenada por el general Weyler, les pareció a todos excesiva, máxime en aquellos momentos que la guerra estaba perdida.

   –Sacaremos a la gente.

   –¿Y a donde los llevamos, no hay sitio en parte alguna, todo está lleno? Además esas no fueron las órdenes.

   –Sacaremos a la gente. No vamos a quemarlos vivos. Nosotros no.

   –Nos recibirán a tiros.

   –¿Con que armas? Son campesinos, los mambises les requisan la comida, solo tienen hambre.

   –Capitán, no voy a consentir que haga eso, no son las órdenes recibidas. Si lo hace así, tendrá que atenerse a las consecuencias. A la vuelta referiré al alto mando lo ocurrido.

   –Con toda seguridad, a la vuelta ya no haya alto mando. ¿No sabe lo de Santiago? La guerra se termina y está perdida. No vamos a matar para nada.

   –El alto mando piensa que estos cerdos dan albergue a unos sublevados evadidos.

   –Nos aproximaremos con cuidado y hablaremos con ellos.

   –¿Los cerdos hablan?

   –Yo los conozco capitán. Déjemelos a mí –concluyó José García.

   Así fue, García se aproximó solo a hablar con los campesinos que aun estaban durmiendo en sus caneyes. José llamó a voces a alguien de nombre Tarsicio. Tras varios gritos, un campesino de pelo blanco salió de una de las chozas y se aproximó a José García. Hablaron un trecho largo, gesticulando en exceso, a veces. Tras haberse entendido, el aviano volvió con sus camaradas.

   –Pues es cierto que tienen un evadido que les obligó a acogerlo a punta de pistola. Ayer noche, precisamente, lograron desarmarlo. Nos lo va a entregar y nosotros a cambio nos iremos sin más. Eso les he prometido, siguiendo su consigna, capitán.

   –Perfecto.

   En efecto, Tarsicio apareció de nuevo apuntando a un mambí desarrapado, sucio, con el uniforme hecho jirones, cojeando y con una herida en la cabeza.

   –Parece un Cristo. Nos lo llevamos, justificamos el viaje  y dejamos en paz a esta pobre gente.

   –Esto le honra capitán. Yo conozco a esta gente. Solo son cultivadores de caña, campesinos que ganan lo justo para vivir. No hacen política, ni menos aun la guerra. Son solamente víctimas.

   –Yo sigo manifestando que las ordenes son para cumplirlas, y si no se cumplen informaré al…

   José García le colocó la pistola en la sien. 

   –¡Me tienes hasta los cojones con tu puta disciplina cuartelera. Cállate ya, o te vuelo la cabeza!

   –¡García baje el arma, es una orden! Que cada cual haga lo que crea conveniente. Cabo Iglesias, llévese unos hombres y prendan unos montones de zafra para que salga humo mientras nos vamos.

   –Las órdenes son quemar el bohío. Cuando regresemos… 

   –Si acusas al capitán ya puedes esconderte para que no te encuentre nunca más por La Habana. Si te veo, eres hombre muerto, y tengo ojos por todas partes –le advirtió José García, mientras lo adelantaba.



 

   Pero mientras regresaban al campamento por la manigua, el aviano desapareció misteriosamente sin dejar rastro. Lo llamaron, lo buscaron, regresaron al bohío, los campesinos se unieron a la búsqueda, pasó un huracán, tuvieron que esperar refugiados en los caneyes, que salieron volando la mayoría, y la guerra terminó antes de que volvieran a La Habana, sin José García. Cuando llegaron, don Juan Bances ya había disuelto el Batallón de voluntarios.

   De nuevo en la vida civil, Arango, mi abuelo Honorio, que aun no lo era, y mi bisabuelo, encargaron al hombre de confianza de José García la continuación de sus negocios hasta ver que ocurría. 

   –Usted ocúpese del negocio como si José estuviera aquí. Estamos seguros de que volverá.

   –¿Y si no?

   –Pues si no, ya se irá viendo. Por lo pronto todo debe continuar igual.

Transcurrieron casi dos años, hasta que una mañana, José García se presentó delante de José Arango, mientras desayunaba en La Reguladora.

   –Soy yo –le dijo con naturalidad mientras José le miraba sin pestañear–. Necesito recuperar mi vida.

   Le acompañaba  una negra criolla espectacular que nadie supo nunca de donde había venido ni porque llegó con él. José García, compró una casa en la calle Dragones, cerca del trabajo y en ella vivió con la negra de nombre Celia, hasta que ella murió. Fue entonces cuando él comenzó a pensar en regresar a Avia.

   Cuando se reunían los antiguos camaradas del Batallon de Ingenieros siempre lamentaban la política de Reconcentración del general Weyler que mató de hambre y miseria a un tercio de la población campesina cubana y que dio lugar a más de un episodio como el de García.

   —Me cago en las putas guerras y en los políticos que las dirigen desde los despachos, carajo. —Decía siempre que venía a cuento y aunque no viniera.

   —Usted desapareció para que corriera el tiempo y se acabara la guerra mientras lo buscábamos, ¿verdad?

   —Celia y los suyos me raptaron al pasar. Me costó convencerla para que viniéramos a La Habana. Ya lo vio, muchacho, me llevó casi dos años.

   Era lo que respondía siempre que le preguntaban y no había quien le sacara otra respuesta, ni siquiera mi bisabuelo, que era como un padre para todos.

   Su madre muy anciana, ciega y postrada en cama desde hacía tiempo, aguantaba viva con el único propósito de volver a ver a su hijo varón. Había tenido seis hijas y un solo hijo. Su marido se había muerto cuando José, que era el último, cumplía apenas un año. Desde ese momento, ella se las había apañado para sacarlos adelante con mucho esfuerzo y bastante hambre, aunque un hermano que tenía en La Habana, le había ido enviando dinero una vez que conoció la noticia, no demasiado porque las cosas no le iban del todo bien y además tenía que mantener a su propia familia. 

   Así fueron saliendo adelante, hasta que su hermano, en una carta que le leyó el párroco, le hizo  el ofrecimiento de traerse con él a La Habana a su sobrino, para que se labrara un porvenir mejor que el que le aguardaba en la aldea y pudiera mandarles dinero para continuar sobreviviendo. Ella se lo pensó mucho, pero José insistió, desde el principio, en aceptar el ofrecimiento de su tío y embarcar para América. Al final, aconsejados por el párroco, decidieron que tal vez fuera lo mejor, aunque estaban todos convencidos de que no volverían a verse, en el mejor de los casos, en muchísimo tiempo. Y así fue. A José le fue bastante mejor que a su tío; comenzó como peón de albañil en los nuevos edificios de La Habana, para terminar poseyendo una empresa constructora bastante importante y un buen número de inmuebles en las mejores avenidas habaneras. Todo eso convertido en dinero contante y sonante, llegaría a manos de su madre y de sus hermanas y sobrinos, que se verían dueños de una fortuna sin haberse movido del pueblo y sin saber ni lo que era una inmobiliaria.

   A la tragedia que supuso para la familia la noticia del asesinato de José, y la muerte de su madre, una vez desaparecido el motivo que la mantenía viva, le siguió la sorpresa de la herencia y la desazón de no saber qué hacer con tanto dinero.

   —Espero que no se les vaya la cabeza con tanta plata, y la dilapiden en tonterías, o caigan en manos de desaprensivos que les estafen —le confiaba José Arango a mi bisabuelo, antes de proceder a enviar el dinero a España— Recuerdo el caso de mi madre, de cómo mi tío nos estafó y nos hizo vivir en la miseria quedándose el dinero de mi padre.

   —Nosotros hemos cumplido el mandato de José, ahora su familia que haga lo que quiera, muchacho.

   —Es que me daría mucha lástima, que lo que tanto sacrificio costó conseguir, tantos años de trabajo no siempre fáciles, tanta soledad y tanta ausencia, sirva ahora para que alguien ajeno por completo a la familia se lucre.

   —Confiemos en que no sea así. Don Andrés, el director del banco de Avia, es un caballero que sabrá aconsejarles bien. La gente de los pueblos confía en él. Estoy seguro que estará al tanto y evitará que nadie les time. Ya lo hizo por otros. De todos modos, puedo hacer un seguimiento discreto, si eso hace que se sienta mejor.

   —Me parece muy bien y se lo agradezco, don Antonio.

   —Pues no se hable más.




Continuará...