La reina hilandera

Este relato, no es un libro de Historia. Existe muy poca documentación acerca de la vida de los primeros reyes astures, y en concreto, acerca de don Silo y doña Adosinda. Así pues, partiendo de hechos reales conocidos, como la procedencia de ambos, aunque en el caso de Silo es ambigua, la sucesión de reyes, y la causa de la muerte de algunos, nos hemos inventado el resto, como no podía ser de otro modo.



Capitulo I





Fruela I, el Cruel





Llovía en Cangas.
   El otoño  había aniquilado por completo al verano  y los días estaban siendo cada vez más lúgubres, presagiando el triste final del rey.
    El año 768 cercano a terminar, había sido demasiado sangriento en el joven reino astur. Desde el día que Fruela diera muerte a su hermano Vimara, la Corte de Cangas se había convertido en un nido de víboras. La ponzoña se esparcía como la peste, envenenando los rincones de cada estancia, llegando incluso a las habitaciones privadas, sembrando dudas y recelos como cicuta.
   Por todo el territorio, los emisarios del rey y de sus enemigos, iban y venían de un señorío a otro, ignorándose las más de las veces, evitándose otras, o enzarzándose en peleas a muerte, en algunos casos.
   El rey no se fiaba ni de su sombra. Había muchos nobles en su contra. Los partidarios de sentar en el trono a Bermudo, el hijo de Vimara, tenían una fuerte representación en el Aula Regia, aunque  no la suficiente para ganar una votación si le hacían renunciar, algo en lo que no pensaba.
   Por otra parte, los nobles del Aula no partidarios de Bermudo, tenían en su mayoría, intereses encontrados con los suyos. Fruela, el hombre de hierro, estaba siendo un rey difícil. Había gobernado a su manera, sin tener en cuenta los intereses de nadie que no fuera el mismo, sin escuchar las voces que le exigían moderación, sin prestar oídos al descontento, sin clemencia para nadie.
   Así las cosas ¿Qué le quedaba a la nobleza, contraria o no? Eliminarlo cuanto antes. Por ello,  estaba seguro de que, siendo o no rey, el destino a corto plazo iba a ser la muerte. Tenía presagios y visiones. Vivía atormentado. Visitaba brujas y adivinos. Tomaba pócimas y bebedizos. Hacía penitencias absurdas. No comía, bebía en exceso. No dormía para no tener pesadillas.
   Había puesto al clero en pie de lucha, tras años  y años de apacible  y necesaria convivencia, al decretar la prohibición de los casamientos de clérigos, y la obligación de abandonar a sus familias, los que ya estuvieran casados,[1] dando lugar  a situaciones críticas de desamparo, en muchos casos, o de desobediencia, en la mayoría, con las funestas consecuencias que cualquiera de ellas acarreaba, provocando un gravísimo enfrentamiento con una parte de la iglesia, además de un enorme malestar en todo el reino.
   Por otro lado, se había enemistado con el emir de Córdoba, Abderramán I, al ordenar degollar, así porque si, a su sobrino Omar, al que tenía prisionero desde la batalla de Pontuvio.
   Todo el pueblo lo afirmaba, algunos con angustia, la mayoría con terror: una negra sombra recorría las calles de Cangas apenas llegada la noche. Se escuchaba el galope de un caballo y algo oscuro y fugaz, como la misma muerte, visitaba cada rincón de la capital del reino, trayendo consigo una brisa fría y cortante, como una hoz y dejando tras de sí silencio de muerte y olor a infierno. En las casas, apenas llegada la noche, se apagaba la lumbre y las teas, para que la sombra pasara de largo, y se encaminara a palacio.
   Fruela no solo la había notado, la llevaba siempre con él. En principio, había sido por las noches. La sombra con su aire gélido, le seguía por todo el palacio, apagando los velones, se metía en su estancia a través de las paredes y allí se quedaba aguardando.
   Su esposa Munia, se resistía a recibirlo en su alcoba. Tal vez si la hubiera tratado mejor, ahora se compadecería de su zozobra, igual que los siervos, cuyas vidas no valían nada si cometían el más mínimo error o se cruzaban en su camino en el momento equivocado. Todos le rehuían, todos menos la sombra impenitente que dormía con él y le seguía a todas partes.

La reina Munia

   Y una noche, en la soledad de los corredores, cuando el miedo y el frío se podían cortar con el acero, algo le quemó el corazón; alguien, dejó de ser una sombra y se manifestó claramente ante él, clavándole un puñal en mitad del pecho. Fruela le reconoció, reconoció al amigo de todos, de los moros y de los francos, del papa, de Samos, al diplomático, al soldado, al hombre de iglesia, al erudito, y sus ojos se abrieron hasta casi abandonar las órbitas. Tras aquel asesino falsario, el rey moribundo adivinó otras sombras oscilantes, murmuradoras, cobardes, antes de que todo se detuviera: el tiempo, el oído, la vista. Solamente la sangre se derramaba  caliente, mientras el pecho le ardía y el aire se tornaba irrespirable, denso, hasta que llegó la oscuridad absoluta y todo acabó.
   Un grito de triunfo retumbó en todo el palacio. La reina Munia, se encogió en su lecho. Aterrorizada, pensó en salir a buscar a sus hijos, pero el miedo la tenía paralizada. No obstante, tras unos minutos de terror, se levantó y sin ni siquiera una vela salió al corredor, dándose de bruces con otro cuerpo. Ambos se reconocieron y se abrazaron. Era su dueña Adolorida. La reina iba a preguntar, pero la dueña le tapó la boca y la empujó de nuevo dentro de la alcoba.
   —Sí, sí, han asesinado al rey. Tenía que ocurrir.
   —Ahora vendrán a por mí y a por los niños.
   —No, no vendrán. Ya estarían aquí. Habrían llegado antes que yo. Se han ido.
   — ¿Y el rey?
   —Muerto en los corredores.
   — ¿Qué va a ocurrir ahora?
   —Lo de siempre. Elegirán otro rey y la vida continuará.
   —Tengo que irme de aquí y llevarme a los niños.
   —Eso va a ser complicado. Tu podrás irte si lo deseas, pero que te lleves a los hijos del rey no te lo van a consentir.
   —¿Quién me lo va a impedir?
   —Mira mi niña, tal como están las cosas puede ocurrir de todo. Lo mejor es esperar la evolución de los acontecimientos y luego se verá…Mi consejo es que no te precipites.
   —Vamos a ver a los príncipes.




[1] «Se está de acuerdo en la completa prohibición, válida para obispos, sacerdotes y diáconos, o sea, para todos los clérigos dedicados al servicio del altar, que deben abstenerse de sus mujeres y no engendrar hijos; quien haya hecho esto debe ser excluido del estado clerical»,