El tiempo olvidado, quinto capítulo








Cuando Estrella Salomé era joven, los Vega de Avia solían pasar temporadas en un Balneario de la provincia de Lugo, muy afamado, donde acudían gentes de alto copete, y donde doña Estrella pensaba encontrar marido para la niña.

Julián era el capellán en aquel momento.

No tenía vocación, había entrado en el Seminario obligado por su madre, que aconsejada por el cura la Parroquia, vio en ello una manera de salir adelante. “Cuando seas vieja y no puedas trabajar él te mantendrá”, sentenció el párroco. Julián siempre había sido un niño obediente, así que sin saber muy bien lo que hacía, se fue a estudiar para cura a Compostela. En principio le gustó, por lo menos no pasaba hambre y dormía en una cama con colchón y sábanas limpias, algo nuevo para él, más adelante le gustó menos, pero se acostumbró. Cantó Misa con veintitrés años, siendo destinado como coadjutor a una parroquia cercana a la suya. Una de sus funciones, quizá la que aceptó con más gusto, fue la de capellán del Balneario. No sabía que allí se toparía de narices con su destino fatal: Estrellita de la Vega de Avia.
Poco contacto había tenido Julián con las mujeres; Las veces que venía a la aldea de vacaciones las únicas que veía eran su madre, su hermana y una vecina de casi su edad, poco agraciada, con más pelo en el cuerpo que un sargento de carabineros, que provocaba en él, el efecto contrario al que debería, sobremanera en aquellas edades.

Cuando vio a Estrella se deslumbró. A ella también le gustó. Era alto, quizá demasiado moreno, pero comparado con los carcamales que poblaban el Balneario y con algún médico joven demasiado atildado, Julián era con diferencia el mejor espécimen de la zona y como Estrella no hacía ascos a ninguna profesión, por muy sagrada que esta fuera, acabó ocurriendo lo que no tenía que haber ocurrido.
La historia terminó huyendo ambos del Balneario a refugiarse en una aldea; no la de la madre, sino la de la abuela, que para entonces ya se había muerto y dejado desocupada la casa con todo su mobiliario. Todo muy aventurero y romántico. Pretendían permanecer un tiempo allí y luego dirigirse a Santiago de Compostela donde Julián esperaba poder vivir dando clases en un colegio, para lo que ya se había puesto en contacto con un amigo. ¡Qué tierno y que iluso! Estrella no sería capaz de vivir como una simple ama de casa. Cuando la pasión se enfriara un poco, sólo un poco, llamaría a Antonino y regresaría a Avia a toda prisa.
Fue la hermana de Julián, la que cayó en la cuenta de donde podían estar y guió a Antonino y al secretario del obispo, que con otro coche y el chofer del Obispado, recogió a Julián, mientras De la Vega de Avia y Rivagodos se hacía cargo de su hermana.
Cuando llegaron al Balneario, la madre, en vez de con abrazos y alegrías, la recibió con un bofetón del revés con la zurda, donde llevaba el anillo de pedida, con cuyo diamante le hizo un tajo sobre el labio superior, del que perduró una pequeña cicatriz. Rápidamente hicieron las maletas y se volvieron a Avia. A las pocas semanas Estrella descubrió que estaba embarazada. La madre desesperada, mandó llamar a la abuela de Antonia, la criada de mi tio bisabuelo, que tenía remedios para todos estos problemas, pero no hizo falta, ya que Estrellita tuvo un aborto natural.

Al año siguiente, los Vega de Avia se cambiaron a un Balneario de Santander que no tenía capilla ni por tanto capellán, creyendo que eso lo arreglaba todo, y demostrando lo poco que conocían a Estrella.
Julián fue enviado primero a Madrid y desde allí a Filipinas a una Misión en la isla de Luzón, donde había otros curas del Norte de España.
Estrella lo había olvidado rápidamente. En el fondo no le gustó el final de la historia, pero no por la separación, si no porque creía sinceramente que ella se hubiera merecido otro final más épico: que corriera la sangre, por ejemplo. Que Julián, desesperado, hubiera acuchillado al secretario del obispo o a su hermano Antonino, no que agachara la cabeza y se dejara llevar como un corderito.

Mas o menos un año después, llegó la noticia de la muerte, a manos de los aborígenes filipinos, de un cura sobrino del párroco de Avia, junto con los demás compañeros de la Misión. Se ofició una Misa a la que acudió toda la feligresía, incluida Estrella.
Cuando al final el obispo que había acudido a celebrar el Oficio, leyó los nombres de los asesinados y devorados, “en un acto vil y sacrílego de canibalismo”, ya que los cadáveres nunca aparecieron, Estrella se desplomó al escuchar el nombre de Julián Oteiro Raposo.
Aunque lo hubiera olvidado como amante, el espanto de imaginar a Julián y a los demás, comidos por los caníbales, (parece ser que, en realidad, murieron todos, indígenas incluidos, por la furiosa entrada en erupción de un volcán; pero la Iglesia, teatrera como Estrellita, optó por el martirio), le sirvió de nuevo como abortivo, ya que se había vuelto a quedar embarazada, esta vez de un gacetillero de origen alemán, que iba por el Hotel Balneario para escribir los ecos de sociedad.

Menos mal virgen del Valle, que aborta por las buenas, porque un día voy y la rajo. Ten piedad de mí, por tu Hijo te lo pido— clamaba su madre en el oratorio, entre lágrimas y suspiros.

Pero lo peor estaba por llegar y ocurrió en Madrid.





Habían llegado a la capital para pasar las navidades invitados por su tía Eloísa, casada con el hermano de uno de los médicos personales de la reina madre doña María Cristina. Aunque el país no estaba para muchos saraos, tras el desastre del 98, la llegada del nuevo siglo, el XX, traía revuelta a la alta sociedad y las fiestas de alto copete eran frecuentes en la Corte en aquellos días navideños. Aquella noche, el rey en persona iba a acudir a la cena y baile en el Casino, institución que en años anteriores no había sido muy partidaria de la familia real, pero que para esta fecha crucial, olvidó rencores por la pérdida de las colonias, e invitó al joven rey.

Don Alfonso XIII, estaba aun soltero y sin novia conocida, aunque se sabía de su afición genética por las féminas de toda condición. En eso los Borbones siempre habían sido muy liberales.

Ya sabemos que Estrella de la Vega de Avia era muy guapa, y muy distinguida, con un toque atrevido que descolocaba a los hombres, acostumbrados a mayores recatos. Estrella madre y la tía Eloísa, tenían planes para presentársela al rey. Lo que pasara después, fuera lo que fuera, sería bienvenido. Porque no es lo mismo un cura, un plumilla y etc., etc., que un rey. Y nunca se sabe.

Esa noche Estrellita estaba deslumbrante. Durante la cena, el embajador de Austria no le quitó ojo, pese a estar acompañado por su mujer, una prusiana oronda, que cenó por cuatro. Pero Estrella se mantuvo prudente, por una vez, esperando ser presentada al rey, antes del baile.

Cuando por fin llegó la ansiada presentación, el rey, como era de esperar se quedó prendado de Estrella, y le hizo llegar ya mismo una invitación para cenar a la noche siguiente en Lhardy. Su secretario pasaría a recogerla en casa de su tía. Todo muy discreto. Luego, bailaron sólo un par de valses, porque el rey tenía que atender otros compromisos, aunque no la perdió de vista el resto de la velada.

Estrella madre no durmió esa noche, haciéndose todo tipo de conjeturas acerca de la catarata de bienes y parabienes que se les vendrían encima, a poco que la niña anduviera fina. Un affaire con el rey no era cosa baladí. Ella sabía que el asunto no iba a pasar de ahí, pero el coño de la niña bendecido por Alfonso XIII, eran palabras mayores. Eso borraba todo lo anterior y un hijo del rey, dada la facilidad de Estrella para la preñez, tampoco estaría mal. Eso valía dineros y un título, como poco. Ella sería la abuela del bastardo real, el duque de Lhardy. ¡Qué bien sonaba! ¡Cuánto boato y cuanta envidia en la villa!

Por si acaso, a la mañana siguiente, Estrella madre le llevó el desayuno a su hija a la cama para tener una conversación de mujer a mujer, en privado.

Tú te dejas hacer y le dices a todo que sí. Es importante que quiera volver a verte…

Entonces será mejor que no se lo ponga tan fácil la primera vez.

No entiendo.

Si se lo doy todo, la primera noche, ya no habrá nada más para el día siguiente. El rey tiene muchas amantes, habrá visto de todo. Nada de lo que yo le haga le sorprenderá. Será mejor encelarle con remilgos para que dure un poco más. Para que trascienda. ¿O no?

Estrella madre se quedó pasmada. Su hija hablaba como una meretriz. Qué pena que esas artes no le dieran mejor resultado. Siempre las empleaba con quien no debía. A ver si esta vez con el rey se coronaba de gloria, nunca mejor dicho.

No te remilgues demasiado, no sea que el rey, en vez de encelarse se canse. Piensa que las demás se lo ponen muy fácil.

No se preocupe, yo sabré actuar según vaya viendo. Déjelo de mi cuenta. Yo soy aquí la experta.

Estrella madre se la quedó mirando perpleja. Desde luego, había parido un putón como la catedral de Oviedo. Si, era mejor dar por terminada la conversación. Al fin y al cabo, ella no tenía nada que añadir, ni sabía tampoco que más decir, ni que más hacer. La niña le daba sopas con honda. Solo le quedaba confiar. Iba a rezar a la virgen pero pensó que, en este caso, los rezos no eran muy pertinentes.

A Estrellita, Alfonso XIII no le parecía atractivo en absoluto. Por eso cuando entró en el privé de Lhardy, no iba muy motivada. Pero el joven monarca era muy seductor, se notaba que tenía experiencia, y enseguida supo llevarla a su terreno. Tenía unas maneras muy apasionadas, a la vez que sutiles y, sobre todo, tenía para ella sobre la mesa, un aderezo de rubíes que quitaba el hipo, el sentido, los remilgos, si los hubiere, y hacía que todo fuera como la seda.

La cena avanzó rápida, Estrella miraba de reojo el collar mientras apuraba el champán francés y se dejaba meter en la boca, una croqueta que el rey le ofrecía entre sus dedos, cuando llamaron a la puerta y entró el secretario con prisas y mala cara. Acababa de producirse un atentado anarquista cerca de allí. Había que sacar al rey de la zona, sin llamar la atención. Cuchicheó con el monarca y volvió a salir. Este se dirigió a Estrella, le puso el collar en el cuello, se lo besó suavemente, y le murmuró al oído: “Os pido mil disculpas. Volveremos a vernos y terminaremos la velada.”

Señora, alguien va a venir a recogeros para llevaros a casa. No os mováis de aquí —advirtió el secretario.

Estrella se quedó sola, un poco desconcertada, y un poco temerosa también. No sabía lo que iba a ocurrir en los próximos minutos, si iba a entrar alguien de palacio o los anarquistas a buscar al rey. Cuando, por fin, se abrió la puerta, entró un hombre muy apuesto con uniforme de la Armada, que la dejó perpleja. Al marino tampoco le disgustó lo que se encontró en el privé.

Señora, —le dijo—. Debemos aguardar un poco antes de irnos.

Tras guardar silencio un rato, sin saber muy bien qué hacer, el marino, que le había hecho un repaso de cuerpo entero a Estrellita, recuperó el aplomo y sugirió:

Podíamos terminar de cenar. La verdad es que no hay prisa.

Y no la hubo. La velada terminó en el apartamento que el rey tenía para estos menesteres en la misma Carrera de San Jerónimo, a pocos metros de Lhardy. El marino sustituyó al rey en todo y muy bien además. Y era mucho más guapo.

Pasaron toda la noche juntos y quedaron en verse en los días sucesivos. Estrella mintió en casa. Manifestó a su madre haber estado con el rey toda la noche y haber quedado para esta noche de nuevo.

Pero, ¿No decías que era mejor más despacio? —Preguntó su madre ingenuamente.

Estrella le mostró el collar como toda explicación y su madre enmudeció.

Voy a retirarme. No he pegado ojo.

¿No prefieres darte un baño?

Ya nos hemos bañado.

No sé ni para que pregunto.

El romance con el marino del que no sabía ni el nombre, duró diez noches exactas. En la undécima cita, una mujer muy exaltada, se presentó en Lhardy, con el secretario del rey. La señora, esposa del marino, para más señas, montó un escándalo, consentido por el secretario, que hizo enmudecer a todo Lhardy. No quedó un alma sin enterarse, incluso en los aledaños, porque los gritos y las imprecaciones continuaron en la calle. Al día siguiente, el affaire había corrido por Madrid, con más ímpetu que las aguas del Manzanares, que continuaba siendo un aprendiz de río.

El secretario real condujo a una Estrella sorprendida y desconcertada, a casa de su tía en la calle Monte Esquinza.

No hace falta que subáis —casi suplicó Estrella.

Debo hacerlo, señora. Tenéis que devolver el collar.

A la mañana siguiente, la tía Eloísa, les comunicó sin miramientos, la conveniencia del regreso a Avia, cuanto antes.

Mejor si no volvéis por aquí —sentenció antes de darles con la puerta en las narices.

Para Estrella madre, el viaje de vuelta en tren, abochornada, humillada, enfurecida hasta casi el ataque de nervios, fue como una Odisea.

Me rio yo del Ulises, ese. Y encima sin collar. Porque esta imbécil, no podía esperar un día por el rey, tuvo que fornicar con el primero que llegó. Puta de mierda. No sé a quien salió la cretina esta. ¡No me repliques, por Dios te lo pido! Porque te parto la boca.

Madre, no se moleste —advirtió Antonino— Estrella lleva rato dormida, desde que salimos de Madrid.

¡Es la culpable de todo y parece que nada va con ella! Tenemos que ensayar una excusa. Hay que encontrar una explicación digna. Esta puta no nos va a dejar en evidencia.

Madre, seguro que la tía Eloísa ya habrá telefoneado al Casino y se lo habrá contado a su pariente don Anselmo el boticario, y con la lengua que tiene, cuando lleguemos ya lo sabe Avia entera y los pueblos de alrededor.

Oh Dios mío. ¿Habrá sido capaz, tu tía…?

Sabe de sobra que sí. No le dé más vueltas. Sobre la marcha iremos viendo.

No iremos a Avia. Pasaremos el resto de las fiestas, en la casa del pueblo. Después ya veremos.

La casa del pueblo estará helada…

¡A callar! No me lleves la contraria, por la Virgen te lo pido. Haremos todos un sacrificio. No tengo ánimos para enfrentarme al escándalo en la villa.

Cuando regresaron del pueblo, casi en febrero, fingiendo venir de Madrid en contra de lo sugerido por Antonino, Estrella supo que estaba embarazada de nuevo. Esta vez Estrella madre, no tuvo compasión. Llamó a la abuela de Antonia la criada de mi tío bisabuelo y le dio una orden tajante.

Quítele ese paquete de encima y si puede ser, déjemela estéril para siempre. Para siempre.

Así debió ocurrir porque Estrella no se volvió a quedar en estado pese a los méritos que continuó haciendo para ello.





Continará...

El tiempo olvidado, cuarto capítulo

 IV






Patrick Moran, había jurado sobre la Holy Bible, el día de la boda de su hija Teresa, que iría casando una a una a sus hijas desde ya mismo. No iba a correr ningún riesgo más. El iría buscando candidatos y concertando las bodas. Casaría a las niñas con quien conviniera. Las intercambiaría por dinero o por socios o por cualquier otra cosa útil, como si fueran yeguas.

   Conociendo las intenciones del padre, mi tía bisabuela Isabel, la cómplice de Teresa, se embarcó para La Habana, tras morir su madre, con la oposición del jefe del clan, que no pudo prohibírselo porque tía Isabel ya era mayor de edad, pero que no le dio ni un céntimo, ni para el viaje, ni para nada. Antonio y Teresa le mandaron dinero y encargaron a mi tío bisabuelo Manuel, hermano de Antonio, que se ocupara de todo lo que Isabel fuera necesitando, incluso que él y su mujer Elvira, la acogieran en su casa, cuando don Patricio la echara de la suya. Su hermana Erin, también le dio dinero y la ayudó con los preparativos del viaje, y la acompañó hasta el puerto de Gijón, consciente de que iba a pasar mucho tiempo sin que se vieran de nuevo.

   Don Patricio gobernaba su casa como si fuera un internado prusiano. Sus cinco hijas anteriores a Isabel y Teresa, iban a ser sacrificadas en aras del bienestar familiar, que solamente se medía por el dinero.  Así pues, las jóvenes fueron dadas en santo matrimonio a quien su padre le fue pareciendo oportuno. Erin, la mayor, al dueño de la Banca Local, gris y nada atractivo. La única ventaja para Erin es que vivía en frente de su familia y podía ver a su madre y hermanas todos los días. Además consiguió tener un hijo varón, pelirrojo, al que llamó Patricio, antes de que su marido se sumiera en una nebulosa de delirios y manías que le impedía hacer vida normal, y le volvía agresivo, durante periodos cada vez más largos. Erin, a la que dio plenos poderes, vendió la Banca a un consorcio bilbaíno y con el cuantioso capital le ingresó, de acuerdo con los médicos, en un sanatorio especializado en enfermedades mentales. El mejor del país en aquellos momentos. Ella continuó viviendo en su casa de Avia, crió a su hijo, un buen muchacho, inteligente y simpático, y dicen que fue feliz. Visitó a su marido cada semana hasta su muerte y, una vez viuda, se dedicó a sus pasiones: viajar y consentir a sus nietos. 

   La segunda hija, Alicia, prefirió profesar en un convento, antes de que su padre la casara con un gallego avinagrado y patán, por el simple hecho de tener dinero a espuertas, de dudosa procedencia. Pero eso a don Patricio le daba igual. Había pasado tanta hambre y tantas privaciones y había sufrido tanto por pertenecer a una minoría católica,  hostigada por los ingleses, que le impedía trabajar para  poder mantener honradamente a su familia, que se juró no despreciar el dinero jamás, viniera de donde viniera. “Con dinero dejas de ser católico irlandés y pasas a ser ciudadano del mundo, eres bien recibido en todas partes”. Era su máxima y nunca le importó si sus hijas pensaban lo mismo. En realidad, le importaba una mierda lo que pensaran. “Las mujeres no tenéis que pensar; las mujeres obedecer y callar”. Y por eso, Alicia prefirió hacerse monja que meterse en la cama con aquel esperpento de novio que le buscó su padre. Porque a don Patricio no se le ocurriría jamás llevar la contraria a Dios. Si El había elegido a una de sus hijas, suya para siempre.

   —Pero no abuses, Señor; con una te basta. Ya te he pagado el diezmo.

   Por eso, hizo una advertencia en la casa.

   —Ninguna más contará con esa excusa. Dios se ha quedado con una. Es suficiente.

  Perdida Alicia para la causa del gallego, decidió pasar el turno a María, la tercera, una joven delicada, introvertida y tímida en exceso, con frecuentes altibajos de comportamiento, que al verse sin escapatoria ni religiosa ni de ningún otro tipo, prefirió tirarse por el puente al rio Nalón. Los hombres en general, le daban miedo y ese, con el que su padre la obligaba a casarse, mucho más aun. Además faltaba su madre, que hubiera sido su auxilio, y en su defecto, su consejo y su apoyo incondicional.

   Así las cosas, se fue de casa una tarde con todo sigilo rumbo al rio. El marqués que regresaba a la villa en su carruaje la vio lanzarse al agua desde el puente, aunque no la reconoció. Paró y corriendo, se asomó a la barandilla, pero ya no pudo distinguir nada, entre la oscuridad y la turbulencia del río que, además, bajaba crecido. Dio aviso cuando llegó a la villa, aunque en principio nadie supo de quien podía tratarse, hasta que los rumores de la desaparición de María Moran, comenzaron a circular por las calles. Entonces se dirigió a la casa de don Patricio para ponerle al corriente de lo visto y a su disposición para lo que necesitara.

   El cuerpo de María jamás apareció, pese a las intensas búsquedas. A Dios gracias, doña Erin se había muerto hacía unos meses.  En Avia, todo el mundo pensó que estuviera donde estuviera, se habría vuelto a morir ese día desgraciado.

   —Pare father, por Dios se lo pido. Detenga esta desgracia. Olvídese de ese individuo. Busque otro candidato —suplicaba Isabel.

   —¡Cállate!, o te caso a ti con él mañana mismo. He dado mi palabra, y mi palabra es sagrada.  

   — ¿Acaso más que la vida?

   —Mi palabra es la ley en esta casa, y la ley está por encima de todo. Además este hombre ya ha adelantado un dinero.

  —El dinero es lo que está por encima de todo —musitó Isabel sin decirlo en alta voz, para no llevarse otro bofetón.

  Sara fue la que cargó con el gallego. Sara, el vivo retrato de su madre, parecía muy frágil, pero no lo era en realidad. Tenía mucho carácter y era muy resuelta, y muy buena actriz, cuando convenía. Obedeció sin rechistar, aunque con resignación. De ese modo, nada hizo sospechar a don Patricio, pensando que, al fin, se imponía el orden en la casa. Encargó un precioso vestido de novia en Oviedo, que trajo una de las diligencias de la familia, y el día señalado a las cinco de la tarde salió de casa de su padre, para contraer santo matrimonio con aquel estafermo de hombre que había hecho una fortuna con el tráfico de esclavos, rivalizando en Las Antillas con el primer marqués de Comillas, y que había llegado a la zona buscando aires nuevos para invertir, lavar su dinero y adquirir una mujer joven, guapa y con buena educación para lucirla cuando la hubiera que lucir. Y para que le diera descendencia, que ya tocaba.

   El doctor Ayuso, el médico de la familia, observó el movimiento de invitados, por detrás de los visillos de su consulta. Había avisado en casa que esa noche no iría a cenar. Iba a tener asuntos que resolver a altas horas.

   El banquete de bodas se celebró en el Gran Hotel de la villa, donde los novios habían reservado habitación para la noche de bodas. El novio dedicaba a la novia miradas lascivas, mientras ella parecía tranquila, charlando con sus hermanas y otras invitadas.

   —Yo estaría muerta de miedo —confesaba Victoria, la menor de las hermanas.

   —Sara tiene mucho temple y es una mujer de recursos —decía Erin— verás como todo sale bien.

   —¿Cómo va a salir bien con ese hombre, tú lo has visto con detenimiento?

   —Cálmate Victoria. Verás cómo sí.

   Por fin los invitados se fueron y los novios pudieron subir a la habitación.

   —Creo que he bebido demasiado —dijo la novia.

   —Desnúdate de una vez —ordenó el novio— Si no puedes te desnudo yo.

   —Quieto ahí. El vestido ni se toca, que me costó una fortuna. Yo me desnudaré. Todo con calma, please.

   —A mi no me hables en extranjero. Te lo advierto por las buenas.

   —Son of a bitch  —pensó Sara, mientras se descalzaba.

   —Espabila, mujer, pareces una tortuga.

    —Ahora verás.

   Y lo vio. De pronto, la tortuga se convirtió en un torbellino. Gritó, rodó por el suelo, tuvo espasmos, convulsiones, habló en gaélico, echó espuma por la boca…Cuando comenzó a romper cosas, el gallego que se había quedado estupefacto, hizo traer al médico. El doctor Ayuso, viejo conocido de la familia, por visitar a María cada vez que tenía alguno de sus episodios, dictaminó epilepsia sin ninguna duda.

   —¿Es grave? —preguntó el gallego.

   —Mucho.

   —¿Pero podrá hacer vida normal, de casada, me refiero?

   —Depende. Cuando algo la desasosiegue, o la excite, puede sufrir una crisis.

   —¿No le va a dar medicinas?

   —Sí, pero ya le digo que las crisis son imprevisibles. Parece tener una fase muy aguda.

   —Pues vaya un chollo que me endilgó el irlandés.

   El médico miró a la dulce y hermosa Sara y luego al gallego y meneó la cabeza. 


   El doctor Ayuso, Alfredo Ayuso, siempre había estado enamorado de María, sin esperanzas por supuesto, porque él estaba casado y ella era excesivamente tímida con los hombres. Desde que la visitara por primera vez, un par de años atrás, se había prendado de su cara y de su cuello de cisne, y de su porte, y de sus modales, y sobre todo de aquellos ojos azul cielo, desvalidos y tímidos. Nada más verla le daban ganas de abrazarla, y de besarla, y de poseerla con calma y con dulzura, con delicadeza, para que no se asustara, para que se dejara llevar. A lo mejor sería imposible la primera vez, pero lo intentaría todas las que fuera necesario, con toda la sensibilidad y la ternura que fuera necesaria, hasta que María se convenciera de que aquello era lo normal, lo mejor, lo sublime, entre un hombre y una mujer. 

   Lo cierto era que en la casa se había establecido un trío. Sara Moran era quien recibía al doctor y le acompañaba hasta la habitación de María donde estaba doña Erin. Al principio, al doctor enamoradizo, le había gustado Sara, la pelirroja, a la que había curado una amigdalitis, y se había establecido entre ellos mucha complicidad, toda la que se podía estando el casado y siendo aquella casa, la casa del irlandés. Podía correr la sangre. Por eso, siempre había imperado la discreción y el comedimiento, hasta que Ayuso conoció a María, y Cupido en vez de una flecha, descargó el carcaj entero.

   Por ella hubiera sido capaz de dejar a su mujer y de hacer lo que fuera necesario. Por ella hubiera enfrentado al irlandés, se hubiera batido en duelo, que don Patricio no le hubiera dado tiempo, y se la hubiera llevado al fin del mundo. Por eso, cuando supo de la boda con el gallego, la abordó trastornado, una tarde dentro de la iglesia, cuando ella iba al rosario con la doncella y le propuso ocuparse del novio para siempre.

   —Yo lo haría todo, tu solo tienes que seguir mis pautas…

   María se tapó los oídos, sin dejarlo terminar. El doctor la tomó del brazo y le dijo casi a gritos.

   —Escucha, ese hombre es un criminal. No merece vivir.

   Ayudada por la doncella, aterradas las dos, María se soltó de su mano y salió corriendo como si hubiera visto al demonio, entró en la casa, y se encerró en su habitación de donde costó hacerla salir.

   Ayuso miró alrededor, por suerte, nadie había visto ni oído la escena. María no mencionó en casa el episodio e hizo prometer a su doncella que no diría nada, bajo ningún concepto. No quiso volver a la iglesia y se pasaba los días encerrada en su cuarto. Sus hermanas no sabían cómo hacer para que levantara el ánimo. Era difícil alentar a una joven como ella a casarse contra su voluntad con aquel individuo que parecía un sapo.

   Ayuso veía acercarse la fecha del enlace con desesperación, hasta que una mañana fatídica llegó la noticia: María Moran había sido vista arrojándose al rio. La estaban buscando. A punto estuvo de matarse el también. Se culpó de la decisión de María. No debía de haberle hecho aquella propuesta, siendo ella como era. Pensó en dejar la medicina, en irse de la villa. Pensó un montón de salidas en su desesperación, pasó días y meses como un alma en pena, hasta que llegó otra noticia de nuevo: la boda de Sara. Entonces recordó que Sara se había mostrado receptiva a sus halagos e insinuaciones, y venciendo el temor a una nueva metedura de pata, habló con ella.

   —¿Por qué no le propuso esto a María en su momento? Tal vez estaría viva.

   —Se lo propuse. Fue un error. No quiso ni escucharme. Me sentí culpable…Fue por esto que no quiso volver a salir…yo…

   —María era demasiado introvertida. Si viviera nuestra madre, hubiera sido diferente. María se hubiera abierto a ella, y entre todos, tal vez... no lo sé yo tampoco. Es difícil. No se culpe. ¿Así que tenía un plan?




   Aquella noche de bodas, se estaba complicando la consumación del santo matrimonio. Lo que Sara conocía de los planes de Alfredo Ayuso, era la necesidad de que el novio resultara herido de alguna manera; eso haría que el doctor tuviera que inyectarle un analgésico o cualquier otra medicamento. No necesitaba saber nada más. Por eso Sara fingió la crisis de epilepsia, que continuó tras la marcha del doctor Ayuso. El gallego ya no pudo más y, desesperado, trató de lograr consumar por las malas, pero Sara se defendió sin contemplaciones, clavándole primero, unas tijeras en el costado y dándole luego en la cabeza con un florero de alabastro, cuando él, fuera de sí, le dio un par de bofetadas,  le arrancó el camisón de un tirón, y cinturón en mano, se disponía a darle una paliza como si de uno de sus esclavos se tratara. En realidad la había comprado, y a él nadie le colaba mercancía defectuosa.

   Tras el golpe, el gallego puso los ojos en blanco, flexionó las rodillas y estuvo un buen rato oscilando como un péndulo, antes de enderezarse de nuevo con muchas dificultades, sin soltar el cinturón; Sara con el florero aun en la mano, le observó,  a prudente distancia, buscar la puerta, casi a tientas, para salir al pasillo sin rumbo definido; tras un largo titubeo, avanzó unos pasos y se paró en lo alto de las escaleras. 

   — ¡Oh my God! Esto no está saliendo bien. ¿Qué va a hacer? ¿Bajará para llamar a la policía?

   Nunca supo a ciencia cierta qué fue lo que ocurrió. El pasillo estaba solitario y en penumbra, solamente se oía tronar a lo lejos, y segundos antes, el tenue resplandor del relámpago lejano, entraba por las ventanas e iluminaba fugazmente todo el recinto. Sara había llegado hasta la puerta casi de puntillas para no ser descubierta, y observaba la silueta de su marido detenido al borde del precipicio.

   De pronto, una sombra fugaz pasó veloz por delante de la puerta entreabierta; en ese mismo momento, el novio saltó al vacío, dio varios pasos absurdos en el aire, agitando los brazos, y se desplomó rodando por las veinticuatro escaleras que restaban, hasta el hall de entrada, desnucándose durante el trayecto. “Con todas las aventuras que he corrido y todos los peligros y enfermedades que he desafiado y todos los motines y rebeliones que he aplastado y voy a matarme aquí en unas putas escaleras”, le dio tiempo a pensar mientras rodaba.

   El sonido del golpe se vio acompañado por el trueno y por el grito de Sara al verlo caer. El encargado de la recepción dormitaba en aquel momento y se despertó con el estruendo sin saber muy bien que había ocurrido. 

   El doctor Ayuso, entró en la habitación, abrazó a Sara, la cubrió con una bata y la llevó a la cama. 

   —¿ Que ha ocurrido? Lo has empujado por las escaleras…

   —¿Qué dices? ¿No has sido tú?

   —No, yo estaba abajo, aguardando.

   —Pasó una sombra.

   —¿Una sombra? Bueno, ya lo hablaremos.

   Antes de que viniera la policía recogió el florero y lo colocó en su sitio con las flores dentro. También vació en el lavabo una botella de orujo casi por completo. Ese no era el plan, pero de todos modos había salido bien.

   Delante del cabo de la Guardia Civil, el médico justificó el pinchazo en el costado como “una consecuencia de las crisis de epilepsia de doña Sara; ya le dije al esposo que no era conveniente acercarse a la paciente durante esos periodos. Ella también se puede dañar a sí misma”.

  —¿Cómo piensa usted que ocurrieron los hechos? —preguntó el cabo.

   —Probablemente salió a pedir ayuda en plena crisis de la señora, y con el apuro y los nervios perdió el equilibrio. También es posible que hubiera bebido. Me he dado cuenta que hay una botella de orujo casi vacía sobre la mesilla.

   —Parece tener un fuerte golpe en la cabeza.

   —Rodó dándose golpes por las escaleras, tendrá por todo el cuerpo.

   —¿Usted que hacía aquí todavía?

   —Le había dicho al señor, que si tenía dolor por la herida del costado, le inyectaría un analgésico, para que pudiera consumar. Esperaba por si acaso.

   —Ah, ya.

   Sara durmió la noche de bodas en su propia casa a donde la acompañaron el doctor Ayuso, el juez, y el cabo en persona, que no había vuelto a ver al irlandés desde la desaparición de María. La relación entre ellos distaba mucho de ser cordial. Don Patricio le había culpado con su conocida  vehemencia, de no haber sido capaz de encontrar el cuerpo de su hija, y el cabo, cansado de escuchar improperios, le había respondido que el cuerpo no se habría movido de casa si no le hubieran ordenado casarse contra su voluntad.

   —¿Acaso me va a decir usted como tengo que gobernar mi familia?

   —No, si usted no me dice como tengo que hacer mi trabajo.

   —No se lo diría si lo hiciera como es debido.

   —Bueno, calma, calma, por favor —había terciado el juez—. Todos hemos hecho lo que hemos podido. No se puede pedir más, don Patricio, no culpe a nadie. Discúlpelo usted, cabo.

   —Desde luego, señoría.

   Al juez, joven aun, le gustaba también Sara, aunque sabía que no tenía opciones. Tras la muerte de María, pensó con mucha lógica, que la candidata sería ella. Cuando comprobó que estaba en lo cierto, sufrió algo parecido a un ataque de celos, sintió una rabia inmensa contra el irlandés, y contra el futuro marido a quien hubiera fulminado si hubiera podido, si la razón no se hubiera impuesto como correspondía.

Cuando llegó al Gran Hotel esa noche y comprobó lo ocurrido, le pareció de perlas que el novio hubiera tenido un accidente. Le pareció justo, incluso, aunque esto no sirviera para devolverle la vida a la otra hermana, pero si, la libertad a esta, que era además, quien le importaba. En el fondo, el accidente, le dejó un regusto a justicia de lo más agradable.

   —Buenas noches doña Sara —se despidió. 

   —Buenas noches, señor juez. Muchas gracias por todo. A los tres. —dijo al ver que todos se iban juntos.

   Desde las cinco de la tarde, hora en la que salió de casa de su padre, hasta su vuelta a las doce de la noche, Sara había pasado por todos los estados civiles que podía tener una mujer: soltera, casada y viuda. Todo un récord. Y lo mejor de todo: era rica. Por lo menos, le correspondía la mitad de todos los bienes del marido. Luego resultó que éste había muerto sin testar y toda su fortuna pasó a manos de Sara, para alegría del irlandés. 

   El juez le hizo conocer sus sentimientos a través de un amigo común de los pocos que visitaban la casa, donde Sara estuvo un tiempo recluida por el luto. A ella no le disgustaba ese hombre, con lo cual no le cerró la puerta, aunque tampoco le dio esperanzas claras. Con el tiempo, y ante la pasividad de la viuda, el juez se casó con otra, con una amiga de Sara, precisamente. Dijeron las lenguas avianas que para poder verla a menudo. Ella continuó teniendo una relación más o menos discreta con el doctor Ayuso. Le gustaba desde que lo había conocido cuando la inflamación de amígdalas, y, aunque él la cambió por María en su momento, al final mató por ella. O no, porque él siempre sostuvo que el gallego se cayó solo por las escaleras.

   —No pretendas aguarme la fiesta. Aunque así fuera, estabas dispuesto a matar por mí.

   —Eso sí. Pero te juro que en ese momento estaba en el hall. El recepcionista así lo corroboró.

   —¿Y la sombra que yo vi pasar?

   —Yo no soy una sombra. Estabas muy nerviosa.

   —Vi una sombra, algo pasó rápido por delante de la puerta.

   —¿Desde tu posición veías a tú marido?

   —Sí.

   —¿Y viste que alguien lo empujara?

  —No. De pronto lo vi volar, pero pasó una sombra…

   No llegaron a ningún acuerdo, aunque quedó claro que Alfredo Ayuso estuvo dispuesto a matar por ella, pero también por María. El trío continuaba y siempre estaría ahí. María estuvo  presente toda la vida en medio de la relación, aunque a Sara no le importaba. Era como si, a través de ella, María hubiera conocido también el amor. A lo mejor aquella sombra…

      Sara, había tenido con su padre, a propósito de la herencia, una bronca monumental que se escuchó en toda la villa, porque el irlandés se había opuesto a sus ideas de mejorar el convento donde residía su hermana Alicia, para que las condiciones de vida fueran óptimas y no se murieran de frío en el invierno, ni tuvieran goteras cada vez que llovía.

   —Si te opones, me caso con el primero que llegue y todo mi dinero pasa a ser administrado por mi marido. Me caso con el inglés del ferrocarril, que me ha tirado los tejos.

   Mencionar a un inglés y además de la competencia, en aquella casa era un sacrilegio. Así que don Patricio cedió, porque estaba seguro que Sara cumpliría su amenaza.

   Más adelante, con el inglés de nuevo como excusa, donó dinero a la parroquia con el fin de abrir un albergue para chicas con problemas familiares, que se vieran obligadas a dejar sus casas y no tuvieran a dónde acudir. De este modo, la muerte de su hermana María no habría sido en vano. 

   Tras Sara solamente quedaba por casar Victoria. Don Patricio decidió que se quedara soltera para que lo cuidara en la vejez. Victoria respiró aliviada, conociendo a su padre y sus elegidos. Sara siempre le dijo que si conocía a alguien de su gusto se lo hiciera saber.

   —Soy rica, recuérdalo. Yo compraré tu felicidad.

   —¡Qué pena que el gallego no te hubiera elegido antes, el a ti! María estaría viva ahora. ¿Qué habrá sido de su cuerpo?

   —No te tortures inútilmente. El cuerpo ya es lo de menos. Pensemos que está con madre. Estarán juntas en algún sitio, felices las dos, velando por nosotras, contentas de que estemos bien. Así que, para darles una alegría, tú y yo nos vamos a ir a La Habana. ¿Qué te parece?





Continuará...



El tiempo olvidado, tercer capítulo

 III





En el Casino de Avia se hablaba de todo, había opiniones para todos los gustos y gentes de todas cataduras, algunas incluso, buenas. Había hombres cultos, como el médico, viajero y melómano, patanes sin educación alguna como el veterinario, chismosos compulsivos como el boticario, mujeriegos empedernidos como el indiano del Valle, regresado de México, borrachos a tiempo completo como Antonino de la Vega, el hermano de Estrellita, descreídos como el juez, beatos como el director del internado y así sucesivamente, hasta completar un centenar largo de hombres de pro de la villa, que había sido corte, in illo tempore. Cada cual se integraba en el grupo más afín de entre los citados y todos tenían quórum.  

   Don José Arango y mi abuelo Honorio, eran del grupo del médico. Si, pese a haberle levantado la novia, don José y mi abuelo fueron muy amigos, desde que sirvieron juntos en el Batallón de Voluntarios durante la guerra. Sin embargo, no se sabe muy bien por qué razón, si fue el destino u otro hado con mala idea, don José se hizo amigo de Antonino de la Vega. Mi abuela Caridad no se lo explicaba, ni tampoco mi tía abuela Consuelo cuando mi abuela se lo contó. Debo aclarar que en casa de Consuelo no se sabía porque Agustín, el colorado, no era admitido en el Casino al ser comerciante y no hombre de carrera o de negocios. El era del Circulo de la Industria y del Comercio. Una especie de Casino de poca monta, que fundaron los comerciantes de la villa, como réplica.

   Curiosamente, según mi abuela, cuando don José conoció a Antonino de la Vega se hicieron amigos enseguida. Tal vez tuvieran más cosas en común de lo que la gente pensaba. Tenían un edad parecida, estaban solteros, a ambos les gustaba el ron y el vodka, aunque a don José no se le notara apenas, y a los dos les divertían los viajes a Gijón a horas extrañas; aunque hiciera frio o calor, aunque nevara o ventara, el Ford verde y negro, tomaba rumbo al oriente, dos veces al mes, bien entrada la tarde.

   Una noche de despiadado invierno, volviendo a las tantas, calentitos y exhaustos, se averió el Ford en mitad del trayecto y tuvieron que esperar a que Zacarías llegara caminando a Avilés, y regresara a recogerlos, ya amanecido, con un coche de punto. Era Diciembre;  Don José y Antonino pasaron esas Navidades en la cama, cada uno en su casa, con una bronquitis aguda y una dieta estricta de caldo de gallina, que por poco ni lo cuentan, entre las fiebres altas por un lado y las toses y el hambre, por el otro.  Zacarías, que se llevó la peor parte, ni se había resfriado. 

   —Impertinente, que eres un impertinente, —le recriminó su amo cuando subió a ver como se encontraba, tras salir el médico. 

   —No se lo tengas en cuenta —le aconsejó la vieja criada— Es la fiebre. Delira. 

   Zacarías se reía casi a carcajadas, algo que a la vieja criada de la casa, le resultaba incomprensible.

   —No debes reírte así de las desgracias ajenas, hay  que tener misericordia. El amo es bueno contigo.

   Don José, envió a Zacarías a la villa, con un par de gallinas, a interesarse por la salud de Antonino y a darle noticias de la suya. Cuando regresó le contó que don Antonino estaba bastante mal, con fiebre altísima y muchos ahogos. Que doña Estrella le agradecía el interés y las gallinas y que esperaba que su bronquitis fuera más benigna y se repusiera pronto. Cada quincena iba Zacarías a la villa a preguntar por Antonino, con un par de gallinas, hasta que ambos se repusieron por completo y pudieron abandonar el caldo.

   —Menos mal —decía la criada— Nos estamos quedando sin pitas en esta casa.

   Con la primavera, cuando el sol ya se colaba por todos los rincones, levantando los ánimos, volvieron a coincidir en el Casino. La villa estaba de luto con la Semana Santa. Solo había procesiones y oficios religiosos. El reloj de la torre de la iglesia, se paraba para que no diera las horas, hasta el domingo de Resurrección. Solamente se escuchaban las campanas tocando a muerto. Ni siquiera los niños jugaban en la calle. Todo era silencio.

   —Parece que se ha muerto alguien —dijo a modo de saludo, el descreído del juez.

   —¡Por favor don Arturo!, no bromee con esto o al Casino le caerá una multa.

   —Lo siento, lo siento, no he dicho nada. Cambiemos el tercio ¿Alguien ha ganado dinero con la Bolsa?

   —Yo si —dijo el marqués—. Con la Unión y el Fénix, y creo que Honorio se ha forrado también. Que convide a una ronda cuando venga. A esta convido yo.

   —A Honorio lo mata su mujer, como sepa que anda tirando el dinero en convidadas. Y usted don José, ¿no ha ganado con la bolsa? —preguntó el boticario.

   —No hice inversiones, últimamente. Ya saben que estuve enfermo. Y doña Caridad no se mete en esas cosas, no sea malicioso.

   —Mire como defiende a la irlandesa. Todavía le hace tilín.

   —¿Qué dice, hombre? A este le gusta la Selevé. Yo creo que vamos a tener romance otoñal y si no, al tiempo. A los hermanitos les vendría genial, están a punto de quebrar. Arango sería su salvador. Pero no sé yo…Arango no es tonto.

   —Pero ella es muy puta. Se las sabe todas. Ya verá como cae. Podríamos apostar. Entre nosotros dos, digo, para que no trascienda.

   —De acuerdo. Quinientos duros a que no.

   —Lo veo. 

Don José se había alejado del grupo del boticario, para acercarse a Antonino.

   —Ahora que hace buen tiempo volveremos a Gijón —le soltó mientras se sentaba a su lado.

   Antonino tosió un buen rato, antes de responder. Luego, hizo una larga pausa, para coger resuello.

   —Mire don José, me pregunto si estamos para estos trotes.

   —Naturalmente que sí. Ya estamos repuestos y hace buen tiempo, hay que pensarse lo del invierno, eso sí. Lo mismo puede ser conveniente hacer una pausa esos meses.

   Pero Antonino de la Vega, había trazado otros planes para el futuro de su amigo y sobre todo para el de su hermana y para la economía familiar. Así que, en tono grave, le expuso la realidad, el proyecto que había tramado con Estrella, en los meses de retiro forzado.

   —Mire don José, usted y yo ya no estamos para estos trotes, déjese de putas, yo le aprecio mucho, le quiero como un hermano y voy a proponerle una cosa: sí necesita una mujer, cásese. 

   Don José se sorprendió con el consejo.

  —Bueno, no exageremos muchacho, la necesito de vez en cuando, muy de vez en cuando…

  —Es lo mismo; verá, yo tengo una hermana, ya lo sabe, Estrellita. Usted la conoce. Ya no es joven, pero sigue siendo guapa y lo que es mejor es buena, dócil y discreta, sabe llevar la casa maravillosamente y además tiene, tenemos apellido, y título nobiliario —Antonino hizo una pausa larga, para que don José valorara todo el peso del título,  y continuó—. Con ella lo tendría todo, y además, es prima de las irlandesas —apostilló como final para hacer fuerza, sabiendo como sabía, que a don José le había gustado mucho mi abuela.

   Efectivamente, Estrella seguía siendo guapa a sus cuarenta y algo, y desde luego tenía apellidos, y era medio prima de la abuela. Lo que no tenía era ninguna de las cualidades enumeradas por su hermano. Carecía de todas y de vergüenza, también.

  Desde joven, la madre y este hermano, Antonino, bastante mayor que ella, la paseaban por todos los Balnearios, bailes, inauguraciones, reuniones y saraos, en Santander, en Lugo, en Madrid, en Oviedo, en Avia  y en todas partes, para que  encontrara un buen partido, cosa que no fue posible, dada la habilidad innata de la niña para relacionarse con quien no debía. Tanto la mostraban que el boticario le puso un apodo: Estrellita Selevé,  con el que cargó toda su vida. Fueron pasando los años y creciendo la dificultad de casarla, porque la niña había protagonizado algún que otro escándalo amoroso y además el dinero mal invertido y sobre todo, malgastado por los Vega de Avia y Rivagodos, se agotaba y no había para saraos. En el momento presente, muerta la madre, a Dios gracias, que no tuvo que presenciar la cuesta abajo, no les quedaba ya casi nada que vender para ir tirando.

   Don José se dejó convencer fácilmente. En el fondo le había gustado Estrella, desde el día que la conoció, pero con tanto blasón no se había atrevido. Ese continuaba siendo su problema con las mujeres. Un complejo, injustificado, de inferioridad.  A Estrella sin embargo no le gustaba nada el indiano, pero la falta de liquidez que en aquellos momentos amenazaba con la miseria más vergonzante a los Vega de Avia, obró el milagro de mudar el desprecio en atención y estima, incluso extremas. Sobre manera después de la crudísima exposición que le hizo su hermano de la situación familiar.

   —Piensa que casada con Don José no tendrás que preocuparte por el futuro, y además disfrutarás de un tren de vida mucho mejor que el que tuviste nunca. Si lo sabes manejar, tendrás lo que quieras, podrás pasar temporadas en Madrid, a don José le gusta mucho el teatro y la ópera….Aquello ya está olvidado, y si quieres, podrás darle en las narices a la tía Eloísa y a su familia. Además, no te engañes, ya eres vieja, es tu última oportunidad, yo diría la que la única. Piensa un poco…don José es bastante mayor, no tiene buena salud, quedarás viuda pronto y si tienes un hijo, mejor que mejor; asegurarás tu futuro y el de todos…

   —¿Tener un hijo?— se escandalizó Estrellita.

   —Sería lo ideal. Don José tiene un único sobrino, hijo de aquella prima que cuidó a su madre, al que quiere como un hijo. Está estudiando medicina en Santiago. Seguro que es su heredero. Pero si tuviera uno propio…

   —Va a ser complicado, — pensó Estrellita para sí.







El tiempo olvidado, segundo capítulo

 


Condado de Sligo en Irlanda.



Consuelo, Caridad y Teresa  eran hijas de otro indiano, Antonio Arias, que había regresado de La Habana con algún dinero y había puesto en Avia el mejor café de la época: “El café francés”, con veladores de mármol blanco, lámparas de globo, sillas Thonet y alargados espejos de marco dorado en las paredes.
   Era un moreno de ojos verdes, alto,  y guapo a rabiar. Traía locas  a todas las avianas casaderas, incluso casadas, pero él se fijó en una rubia de origen irlandés Teresa Moran[1], con la que se casó contra la voluntad del padre de ella, que veía al indiano como un libertino mujeriego y derrochador, que no se iba a casar con la niña, y encima, tampoco es que tuviera tanto dinero como para correr el riesgo.
   Patrick y Erin Moran habían huido de su país cuando las furibundas persecuciones inglesas a los católicos, primero,  y las hambrunas continuadas, mas tarde, obligaron a los irlandeses a emigrar en masa por el mundo, casi siempre, eso sí,  a países de habla inglesa. Don Patricio siempre sostuvo que emigró a España por llevar la contraria, pero lo cierto es que viajó hasta donde le alcanzó el poco dinero que tenían. Salieron del puerto de Cobh, en un carguero que tenía otro rumbo en principio, pero que por una avería, tras una galerna,  recaló en el puerto de San Esteban. Los Moran desembarcaron y se sorprendieron con un paisaje de verdor y niebla, campesino, marinero, y melancólico, donde sonaban las gaitas como en su Eyre querido; lo tomaron por una señal y decidieron quedarse. Unos meses después se establecieron en Avia.
   Patrick Moran, era un black irish, un irlandés de cabello y tez más oscuros, descendiente de aquellos españoles de la Armada Invencible, que naufragaron en las costas de Irlanda, y allí se quedaron para siempre. Don Patricio, procedía de Grange en el condado de Sligo, en el noroeste de la isla. Era descendiente de una rama del clan Ui Fiachrach. Todo el clan había perdido sus privilegios y sus tierras a manos de los ingleses, que se los habían expropiado para entregarlos a escoceses presbiterianos fieles a la corona.



  Su padre y sus antepasados más recientes habían sobrevivido como pescadores, pero él era mucho más inquieto; su costa se le quedaba pequeña. Siempre había soñado con poder hacer grandes viajes surcando aquel mar hostil y sin embargo generoso, que les proporcionaba sustento, pero les separaba del mundo. Pensaba en sus ancestros, aquellos que habían llegado de España[2] en un galeón, el Santa María de la Visión, con intención de invadir la Inglaterra reformista de Isabel I, toda vez que el papa Pio V, promulgara una bula que permitía destronarla y asesinarla. El mar y el clima echaron por tierra las aspiraciones de Felipe II de contra reformar las islas, pero dejaron semilla española en una de ellas. Y ahí estaba él, irlandés católico de rasgos hispanos, varios siglos después, luchando de nuevo contra los ingleses como sus antepasados, e igual que ellos, perdiendo de nuevo la batalla.
   El y su reciente esposa, conocieron el hambre y la persecución día tras día y mes tras mes. La presión protestante se hacía cada vez más insoportable en el condado y con ella, el riesgo de perder la vida. Alguna vez, a él y a otros patriotas gaélicos, se les había pasado por la cabeza colgar al obispo presbiteriano por los pies, en el puerto, y abrirlo en canal como una ballena, aunque estaban seguros de que no asomaría nada bueno. Por ello, antes de convertirse en proscritos, decidieron huir del país como la mayoría de compatriotas. Había llegado el momento de emprender el viaje que tanto había soñado desde niño. Su esposa se fue llorando, pensando en poder regresar algún día, pero el juró no volver a pisar su tierra mientras hubiera ingleses sobre ella. El azar les devolvió a las costas de donde había salido su antepasado español y Patrick se quedó convencido de que sus dioses gaélicos les habían depositado en este lugar para que se quedaran.
  Patrick Moran siempre había tenido mucha imaginación y pocas ocasiones para poner en práctica sus ideas. Esta vez iba a ser distinto. Se dedico a indagar acerca de las carencias de la zona, comprobó las necesidades y vio clara la oportunidad. Esta era una región próspera y dinámica, con mucho futuro, pero mal comunicada, casi aislada del resto de España, lo que frenaba el comercio y las oportunidades de negocio. Un transporte rápido y fiable con la capital de la región primero, y con la meseta y la capital del reino, después, podía ser más que interesante. Era un hombre vehemente, con buen físico, lo cual ayudaba, y mucha labia para exponer sus ideas, que por otra parte estaban bien documentadas y muy bien razonadas. Así pues, consiguió algunos créditos pequeños, fáciles de devolver uno a uno, y levantó un negocio de transporte de viajeros y mercancías Avia Oviedo, que funcionó muy bien, y una línea Asturias Madrid, un poco más adelante,  que tardaba ocho días en hacer el trayecto, lo que era todo un récord. El negocio fue bien desde el principio y pudo devolver el dinero con bastante prontitud, lo que le dio fama de hombre cumplidor, serio y fiable. A partir de ahí, cada vez que necesitaba dinero solamente tenía que pedirlo, sin explicar nada.


Diligencia de la época

   Cuando se vio libre de deudas, compró una casa moderna en el centro de la villa para criar a sus hijas y rehusó pertenecer al Casino cuando se lo propusieron.
   —No tengo tiempo para perderlo en charlas inútiles.
   Se llevó un disgusto cuando su hija pequeña, Teresa, comenzó relaciones con Antonio "el cafetero", como apodaba a su futuro yerno con bastante desprecio. Trató por todos los medios de estorbar la relación, aunque cuando se enteró era ya un poco tarde. Teresa se había enamorado del cafetero y testaruda como buena irlandesa,  estaba dispuesta a casarse con él por las buenas o no tanto.
   Pero don Patricio era más irlandés todavía, y tenía la ventaja de que era quien mandaba en casa. Y como mandaba.
   —No vuelves a ver a ese fucking cubano y punto.
   —Patrick, no emplees ese lenguaje  delante de las niñas, I beg you[3].
   Father —intervino la hermana inmediatamente anterior a mi futura bisabuela—, Antonio no es cubano, es de Avia. Estuvo unos años en La Habana, con su padre. No es lo mismo.
   —Es igual. Son todos unos libertinos. Ese bloody country  corrompe a todo el mundo. O dejas al cafetero por las buenas o no vuelves a salir de casa.
   —Dejaré de comer —amenazó mi futura bisabuela.
   —Mejor. Así te mueres y se acabó el problema.
   —¡Oh, my God! —se lamentaba mi futura tatarabuela— Patrick, no saquemos las cosas de quicio. No sería mejor que hablases con el señor Arias y le preguntaras cuáles son sus intenciones.
   —¿Y qué crees que me va a decir? ¿Qué se va a reír de la niña y de nosotros? Noooo, claro que no. Mentirá como un bellaco, y en cuanto se canse de ella, se irá a por la siguiente.
   —Pero…
   —Se acabó la charla. No vuelves a salir de casa, hasta que me jures sobre la Santa Biblia que has terminado tu relación con ese individuo.
   Las hermanas y la madre, trataron de convencerla. En Avia había otros hombres, más jóvenes incluso, y tan guapos como Antonio. Pero Teresa estaba muy enamorada y Antonio también de ella. Le hacía llegar misivas por mediación de mi futura tía bisabuela Isabel, que estaba completamente a favor del idilio. Gentes de la villa, con una cierta amistad con don Patricio, poca, porque no era muy sociable, trataron de abogar a favor de Antonio, pero don Patricio no dio nunca su brazo a torcer, y el tiempo pasaba y Teresa se consumía encerrada en casa, sin poder ver a su amor imposible. La madre, sufría lo indecible por su niña pequeña. Aquel cabello rizado rojo intenso, que tanto llamara la atención en Avia cuando llegaron,  estaba encaneciendo y su salud, que nunca fue buena del todo, empeoraba con el sufrimiento de la casa, por la desdicha de Teresa que ni comía, ni dormía, ni había vuelto a sonreír. Que solamente lloraba a todas horas.
   Así las cosas, una mañana, Teresa le dijo a su padre, con un hilo de voz,  que juraría por la Biblia no volver a ver al señor Arias.
   —¿Cómo ese cambio?
   —He reflexionado. Creo que tiene razón. Antonio, perdón, el señor Arias, no ha dado señales de vida, ni ha preguntado por mi…creo que ya tiene otra novia, —casi sollozó Teresa.
   —Te lo dije. Bien, veo que la sensatez ha vuelto a esta casa. En principio, te permitiré ir a misa con tus hermanas.
   Father, prefiero acudir a la misa de primera hora. No quisiera cruzarme con el señor Arias…
   —Yo la acompañaré —se ofreció Isabel.
   —De acuerdo. Puedes ir ya mañana, si lo deseas.
   Dicho y hecho. A la mañana siguiente Isabel y Teresa salieron con el amanecer rumbo a la iglesia que estaba a veinte metros de la casa. Don Patricio las vio, desde el balcón de su despacho, cruzar la plaza apresuradas y entrar en el templo. No había un alma aun por la calle. Qué bien cuando todo vuelve a la normalidad, cuando la oveja descarriada regresa ilesa al redil, sin que el lobo haya podido hincarle el diente.
   Nada más entrar en la iglesia, Teresa se dirigió al confesionario. Algunas beatas, muy pocas, acudían a misa a esas horas. La boticaria, aun soltera con su dama de compañía; la marquesa viuda, con su hija mayor, incasable, y su doncella con el frasco de sales por si se privaba con los ayunos, y media docena más sin relevancia.
   Ya estaba la misa a la mitad cuando Teresita regresaba de confesar. Risueña y sofocada.
   —Disimula un poco —aconsejaba Isabel— y termina antes. La gente va a sospechar.
   Todos los días iban a misa y todos los días confesaba Teresa, que cada vez estaba más feliz.
   —¿No os habéis tropezado nunca con don Antonio? —preguntaba la madre, mientras desayunaban solas todas las mujeres de la casa, sin don Patricio que ya estaba atendiendo sus diligencias hacia Madrid.
   —No, nunca —mentían a dúo las hermanas.
   —Mejor ¿no?
   —Desde luego.
   Pero hay cosas que son imposibles de ocultar, y el cuerpo de Teresita comenzó a cambiar demasiado para que doña Erin no se diera cuenta de que algo estaba ocurriendo o mejor dicho, ya había ocurrido.
   —¡Oh my God!
   No obstante, el problema no era el embarazo en sí, porque seguro que Antonio iba a cumplir como un caballero, el problema era don Patricio Moran.
   —¿Cómo pudo haber ocurrido esto?
   Patrick, que cosas preguntas…
   No hablo contigo, Erín, le pregunto a ella —tronó el irlandés. dirigiéndose a Isabel—. Se supone que tú la cuidarías. ¡Contesta! ¿Cómo ocurrió esto?
   No tengo ni idea. Delante de mí no ocurría nada anormal. Nunca vimos a Antonio.
   ¿Que nunca visteis a ese? ¿Tú te crees  que yo soy un fucking silly?[4]
    La culpa es suya fath
Don Patricio sentó a Isabel en el suelo de un bofetón. Teresa se orinó encima, el resto de hermanas, cinco más, enmudecieron y doña Erin se privó, en el mismo momento en el que llamaron a la puerta.
   —Señor, es don Antonio Arias. Quiere hablar con usted.
   —Serán sus últimas palabras —sentenció mi tatarabuelo, mientras iba a por su arma de fuego. Un fusil Henry calibre 44, con el que pensaba matar a mi bisabuelo.
   Evidentemente no lo hizo, y mis bisabuelos se casaron a la semana siguiente, en la misma misa de alba que había sido la culpable de todo. Don Patricio no acudió a la ceremonia, ni quiso ver a la novia nunca más. Para dar su consentimiento había puesto como condición que la pareja se marchara de Avia, cuanto más lejos mejor. Antonio Arias decidió, sobre la marcha, volver a La Habana. Allí continuaba su padre, ya enfermo, y uno de sus hermanos. Trabajo no le iba a faltar. Vendió el café al ferretero de al lado, que quería ampliar el negocio instalando una mueblería, y regresó a La Habana, sin saber cuándo iba a retornar a Avia, si es que lo hacía. Sufría por Teresa, tan joven y alejada de su familia, por la testarudez del irlandés, que aquel día no lo había matado, porque doña Erin, precavida, había hecho desaparecer el fusil. La pareja partió dos días después de la boda desde Gijón en una goleta de bandera inglesa. Don Patricio prohibió a su familia despedir a la novia. Erín Moran no volvió a ver a su hija pequeña nunca más, ni pudo conocer a sus nietas. Falleció dos años después de la boda. Tras meses de postración, una tarde de otoño con niebla y llovizna, la dulce Erin con su pelo rojo y sus ojos azul transparente, se fue con la bruma, en busca de otro cielo más claro al otro lado del mar, al abrigo del cual, su Teresa esperaba ya su segunda hija y la echaba de menos.


Goleta clipper





[1] Moran: familia noble originaria  de Offaly, Mayo y Sligo, en el Noroeste de Irlanda. En gaélico se escribe O´Morain, u O´Moran. Mor significa grande y an es el artículo el, the, en ingles. Sus ramas pasaron a Belgica, España, Francia e Inglaterra, radicándose en Brabant, Normandía, Bretaña, Asturias, León, Vizcaya y Kirkcudbright. Es el apellido irlandés más arraigado en el continente americano.



[2] Morán: Apellido de origen asturiano. Procede del concejo de Gijón, descendiente, según la leyenda, de un caballero que en la Batalla de Covadonga apresó a la hija de un rey moro, con la que tuvo algunos hijos que, por ser su madre mora, se llamaron "Moranes". Otra familia de este apellido está formada por el caballero irlandés Don Patricio M. Mulay, capitán comandante del Regimiento del Conde Mahoni, teniente del rey.



[3] Te lo ruego
[4] Jodido imbécil.