Un poco más tranquilas que el año pasado, solo un poco, vuelven Las Navidades. Os deseo salud y felicidad, y que el nuevo año 2022 traiga lo mejor para todos. 















El tiempo olvidado, séptimo capítulo

 





Manolito de la Vega de Avia y Torres de Campos, era un joven bien parecido para la época. Tenía un aspecto extrañamente aniñado. Era rubio, casi lampiño, con los ojos claros, hablaba poco y su cara exhibía una sonrisa cuasi permanente, como de idiota, aunque todo el mundo decía que era un lince para los negocios. Era hijo de los señores de Omedas, afamados terratenientes de las montañas del concejo, próximas ya al de Beriso. Según los avianos, siempre bien informados del dinero ajeno, como si se dedicaran a contarlo, poseía cientos y cientos de hectáreas de tierra, un palacio, algunos pueblos enteros, varios caseríos, montes y montes llenos de robles y castaños y cientos de miles de acciones de la Unión y el Fénix. Había bajado de sus dominios a residir a la villa, el mismo día que todo Avia buscaba por el cauce del río a mi tía bisabuela María Moran. No obstante, mi tatarabuelo don Patricio, se fijó en él como posible candidato para alguna de sus hijas, pero el recién venido no demostró interés alguno por las mujeres en bastante tiempo.

Sus padres habían fallecido. Su padre, que nunca salió de sus dominios, fue el único hijo de los señores Omedas, y su madre había sido, según se contaba, una mujer muy guapa, hija de unos terratenientes castellanos venidos a menos, que la dieron en matrimonio al rico hacendado para que continuara teniendo una vida cómoda, tras la debacle familiar. Otros dicen que la casaron con el heredero Omedas, un tipo raro y difícil, para alejarla de un novio que no le convenía y con el que estaba dispuesta a embarcarse para América. Sea como fuere, lo cierto es que fue una boda sin amor en absoluto, ya que ambos se conocieron el día antes del enlace cuando llegó la novia. Manolito, padre, había tenido suerte, porque la castellana era guapa y buena moza. El sin embargo, era un tipo más bien desagradable y no por su físico precisamente, sino más bien por su aire altanero de cacique, por su manera de mirar a la gente, cuando la miraba, ya que habitualmente hablaba sin ni siquiera mirar al interlocutor, y por su semblante de sátiro, que hacía empalidecer a las mujeres, que lo temían y lo rehuían sin disimulos, lo cual parecía causarle cierta satisfacción.

Cuando su futura esposa lo conoció, tuvo esa misma percepción, y no quiso ni imaginarse lo que podía ocurrir en la noche de bodas. No se equivocó. Fue la experiencia más insoportable de toda su vida. Esa noche y las que vinieron después, hasta que, una vez nacido su hijo, optó por huir con él, aprovechado la temporada de caza y la ausencia del marido perdido por los montes durante días con su fiel Aquilino y sus amigos o lo que fueran, porque amigos como tales, no tenía.

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Calculó que tendría tiempo para llegar de sobra fuera de las lindes del señorío y alcanzar Beriso para descansar y poder viajar luego a Oviedo, donde tenía familiares. Huyó con apenas lo puesto y algunas joyas, en el coche de viga de la casa, manejable y ligero. El coche con su caballo y el niño, regresaron a los pocos días, en compañía de Manolito y Aquilino, pero a ella nunca más se la vio. Circularon todo tipo de rumores, pero a ciencia cierta nada se supo jamás de su paradero, viva o muerta. La casa contrató un ama de cría para Manolito, hijo, que creció encerrado como su padre, y desarrolló un carácter parecido, aunque a él le gustaba salir de vez en cuando de los dominios Omedas e incursionar por los aledaños, no se sabía bien para que, ya que no se le conocían amigos ni novias. Solamente le acompañaba Aquilino, como a su padre. Iban de caza, parece ser, pero las piezas que se decía que cobraban no tenían nada que ver con rebecos, ni lobos, ni zorros, ni osos.

En Avia se había instalado en la antigua morada de los condes de Lagares, venidos a menos, que rentaban el palacio. Al principio, iba y venía a sus dominios, pero más o menos en un año, se instaló definitivamente en la villa, compró el palacio de los condes por una cantidad muy generosa, al parecer, y se dedicó aparentemente, a sus negocios agrícolas y ganaderos. Se hizo socio del Casino, al que iba poco, y pensó en buscar esposa, por consejo del marqués de Casa Quirós, que le hizo ver la conveniencia de una buena unión con alguna joven de la villa, para evitar habladurías y malas interpretaciones.

Pasó tiempo antes de que Manolito se decidiera a cumplir los consejos del marqués, máxime porque este pretendió emparejarlo con su nieta mayor, un adefesio como su madre, a la que habían casado a macha martillo, con el hijo ciego de los marqueses de Riberas de Arriba. Tanto insistió el abuelo en las bondades de la nieta, que Aquilino le hizo notar la conveniencia de buscar esposa de una vez, antes de que el marqués se ofendiera por la negativa.

Mi bisabuelo Antonio y su hermano Manuel, tenían también una hermana, Estrella. Era solamente medio hermana. Su madre se había quedado sola con dos niños de corta edad, dado que su marido había emigrado a La Habana sin regresar jamás, como tantos otros. Ella joven y guapa, se buscó la vida. De esa búsqueda había nacido Estrella, que llevaba el apellido del marido de su madre, Arias, aunque con el tiempo pudo cambiarlo por el de su verdadero padre, Arturo Rivagodos, un hombre mayor, apuesto, rico, casado también, que decía tener un título nobiliario, aunque nunca se supo cual, y que había perdido la cabeza por Estrella madre.


Estrella Garcés nunca tuvo necesidades económicas, su marido le enviaba dinero religiosamente, para que nada les faltara. No fue por dinero que se lio con el supuesto noble. Tuvieron una tórrida relación que hizo correr torrentes de habladurias en Avia y que avergonzó a sus hijos mayores que soportaron durante años, toda clase de burlas soeces y mal intencionadas, hasta que tuvieron edad suficiente para escribir a su padre y rogarle que les reclamara para La Habana.

En la primera misiva le ponían al corriente de la situación de su madre y del nacimiento de su nueva hermana y de lo difícil que se hacía para ellos la vida en la villa. A Antonio padre, ya le habían llegado rumores de lo acontecido, pero teniendo en cuenta que él también se había emparejado y de esa unión había nacido otro medio hermano Arias, Jacinto, no consideró oportuno pedir cuentas de olvidos, ni infidelidades, que eran mutuos. Escribió a su mujer, para hacerle llegar el deseo de tener en La Habana con él a sus hijos, “porque ellos así lo han manifestado y tú ya no te quedas sola, y además con tu mercería, que yo he pagado, tienes de sobra para vivir. Yo te deseo lo mejor”.

Una vez que los chicos llegaron a la isla y todos supieron de todos, Antonio padre, mi otro tatarabuelo, pensó que ya era hora de legalizar la nueva situación familiar, y propuso a mi tatarabuela, solicitar el divorcio en La Habana, para así, el poder casarse con su mujer de hecho, Jacinta, asturiana de Tineo, emigrada de niña con su familia, y para que ella, hiciera lo que considerase oportuno. El divorcio era legal en La Habana, pero no en España, con lo cual Estrella Garcés, considerándolo oportuno o no, continuaba casada de por vida con Antonio.

Pero ocurrió que mientras duraron los trámites, Arturo Rivagodos enviudó, y entonces ambos decidieron por su cuenta, “matar” también a Antonio, comprando funcionarios, civiles y religiosos, falsificando actas de defunción y todos los papeles que necesitaron para justificar la viudez de Estrella, que pudo casarse con Arturo, muy discretamente, aunque ella hubiera preferido lo contrario, dar el apellido paterno verdadero a su hija, mudarse a vivir a la casona familiar de los Rivagodos, y disfrutar la fortuna que su flamante marido se había traído de Filipinas junto con su mujer, una tagala que no hablaba español, no le dio hijos y no se trataba con nadie, porque dicen las lenguas avianas, estuvo siempre enferma de melancolía.




Estrella Rivagodos y Garcés, hija de mi tatarabuela y del filipino, como le decían en Avia, era bastante agraciada. Mi bisabuelo y su hermano eran altos, morenos, de ojos verdes, como su padre. Ella era rubia como su madre, y tenía cierta innata distinción en los modos, como su padre don Arturo. Su madre se empeñó en darle una educación esmerada y, para evitar roces con el resto de niñas, por lo peculiar de la situación familiar, como les había pasado a sus hijos mayores, contrató a una institutriz madrileña, y la educó en casa.

Fue la tía lejana Gumersa, vieja perenne, casamentera, apaga fuegos, aviva otros, métomeentodo, pero con mucho predicamento en la familia y en la villa, en general, quien colocó a Manolito de la Vega, en la órbita de la joven casadera. Estrella madre había desempolvado el título nobiliario de don Arturo, que por lo visto era conde de Monteagudo, que podía ser tan falso como los papeles de su viudez, dado que ningún noble de los alrededores, que eran unos cuantos, tenían noticia de que constara en los registros semejante condado. Ella, no obstante, se hacía llamar señora condesa, y apenas tenía trato con las gentes de la villa, a las que consideraba plebe. Sentía fascinación por las irlandesas, tan rubias todas y tan elegantes, tan bien vestidas siempre y con tan buenos modales, que decidió que Estrella hija aprendiera inglés, pensando que el idioma traía consigo todo lo demás. Así pues, Estrella adquirió una buena educación, buenos modales y hablaba inglés con fluidez, cualidades que no iban a hacerle falta alguna casada con Manolito de la Vega, que era un sátiro y un patán, y que la iba a encerrar en casa, casi bajo llave.

Desconozco los pormenores de la relación de Estrella con Manolito, si es que la hubo, lo que oí referir siempre fue que la tía Gumersa se encargó de presentarlos y de convencer a Estrella madre de la conveniencia de la boda, ya que ésta, pese a la buena posición económica del novio, no estaba muy convencida. Don Arturo, el filipino, acababa de morirse y parece ser que su fortuna no era tan cuantiosa como se pensaba, eso también influyó para que madre e hija aceptaran a Manolito, que les daba miedo a las dos.

El primer hijo, Antonino, llegó pronto. Cuando la tía Gumersa le vio la cara, sentenció que iba a ser un desgraciado y no porque fuera feo, sino porque parecía tener escrito en el rostro un futuro que solo Gumersa con sus ocultos poderes, era capaz de interpretar. Luego vinieron una serie de abortos y algún parto con él bebe ya muerto; Entre los unos y los otros, hubo varios intentos de huir de la casa por parte de Estrella, que se saldaban con una paliza, cada vez más brutal, según contaba el servicio, y por fin, una tarde lluviosa nació Estrella de la Vega de Avia y Rivagodos. La tía Gumersa ya no vivía para entonces y no pudo aventurar el futuro.

Estrella abuela, tenía prohibida la entrada en el palacio desde hacía tiempo. No veía a su nieto Antonino y tampoco pudo conocer a su nueva nieta, que según le contaron era rubia y guapa, y estaba sana. Ese mismo año del nacimiento de Estrella mi bisabuelo Antonio y su hermano Manuel, regresaron de La Habana, con intenciones de establecerse en Avia. Las cosas no les habían ido mal y traían ambos una pequeña fortuna que, bien invertida, podía asegurarles el futuro. Además a Manuel, el menor de los dos, nunca le sentó del todo bien el clima de la isla, problema que se agudizó con los años. Por eso decidieron regresar.

Su madre Estrella se alegró infinito de la vuelta. Hacía tiempo que su salud se resentía y temía morir sin volver a ver a sus hijos mayores. En el fondo, se sentía culpable de su ausencia, le dolía la forma en la que tuvieron que irse, avergonzados por su situación sentimental. Fue lo primero que le dijo a mi bisabuelo tras abrazarlo y ver el hombre tan apuesto y distinguido en el que se había convertido.

No fue usted madre, fueron la gente y las circunstancias. Usted tenía derecho a hacer su vida lo mismo que padre. No se torture por eso, ya no tiene importancia. Sé que no fue fácil para ninguno.

Estrella les fue contando la situación de Estrellita y lo desgraciada que era, y como su marido la tenía encerada en casa, prácticamente secuestrada, y les rogó que hicieran algo por ella.

No sé qué vamos a poder nacer, madre, pero lo intentaremos.

Mi bisabuelo, le hizo llegar a Manolito, que para entonces era don Manuel, sus deseos de visitar a su hermana y conocer a sus sobrinos. Don Manuel de la Vega hizo caso omiso, pero Aquilino le convenció para actuar de otro modo más tolerante, aunque solamente fuera para disimular.

Corren muchas habladurías.

Y ¿Desde cuándo nos importa a nosotros lo que diga la gente?

No nos importa, pero puede ser conveniente que ellos vean a su hermana, que la vean bien, sin marcas de golpes, quiero decir, y que conozcan a los niños. Estos dos no son tontos, vienen de otro ambiente, tienen otro talante. No se van a dejar intimidar. Ese no va a ser el camino.

Bien. Aleccionaré a Estrella convenientemente, y después haré lo que me dices

No tardes demasiado.

Y así ocurrió. Antonio y Manuel, primero y Estrella madre, después, pudieron visitar a Estrella y conocer a sus hijos, y continuar un cierto trato con ellos, lo que supuso gran alegría para las dos Estrellas, en particular para la joven, que vio aliviado su desamparo y dejó de recibir palizas a diario, aunque de vez en cuando, don Manuel le cruzaba la cara varias veces seguidas, para no perder la costumbre.


                                      



El tiempo olvidado, sexto capítulo

 





Llegaba el siglo XX también en La Habana. José Arango y sus amigos se disponían a celebrarlo como correspondía haciendo planes para viajar a Nueva York. Todos ellos habían luchado en la guerra de independencia cubana, más tarde guerra contra Estados Unidos, formando parte de un batallón de voluntarios asturianos, avianos la mayoría. Sin embargo, una vez terminada la contienda, todo continuó en su sitio, como si no hubiera ocurrido nada. Los voluntarios que lucharon contra la independencia, en el lado de España, volvieron a la vida civil y continuaron con sus negocios. Con los yanquis sucedió lo mismo. Llegaron en tromba a La Habana, tras la rendición, e hicieron negocios con todo el que quiso, sin preguntar.

   A don José, siempre le dolió el oportunismo americano en la guerra de Cuba, llegando al final con la excusa del Maine, cambiándole el nombre a la guerra de Independencia por el de guerra hispano-norteamericana, disolviendo el ejército de los Mambises, los auténticos libertadores, y presentándose como salvadores del pueblo cubano. Todo eso para poder hacerse con el control económico, militar y político de la isla, instaurando una republica a su medida. Por eso, decidió no viajar a Nueva York,  y recibir al nuevo año en La Habana, como todos los anteriores desde que llegara a la isla.

   —Usted, viejo, es un antiamericano furibundo

   —Los conozco muy bien, se lo que me digo.

   El día de Navidad, acudía a comer a casa de mi bisabuelo Antonio, y sus hijas, que ese día, juntaban a un montón de avianos solitarios por diversas circunstancias, viudos, solteros, abandonados, etc., para comer ajiaco y rabo encendido.

   Antonio Arias y su familia vivían en el Vedado, en la calle 17. El Ford verde  de don José salió de la Reguladora en la calle Amistad y cogió, a la derecha, el Paseo del Prado hasta llegar al Malecón; mas allá, dobló en la intersección del Malecón con la 23 y enfiló calle arriba para torcer luego a la derecha y embocar la calle C, hasta la 17. Justo al doblar don José le dijo a Zacarías:

   —Déjame aquí, iré caminando.

   —Muy andarines nos hemos levantado hoy

   Arango sonrió.

   —Es un paseo corto hasta la casa. Me gusta llegar caminando. Fíjate cómo están los flamboyanes, ¡que olor!

Cuando se apeó, le dijo a Zacarías que le sostenía la puerta:

   —Tómate el resto del día libre, regresaré a pié

   —Es mucho trayecto —respondió el negro— se va a cansar.

   —Volveré dando un paseo. Quiero caminar La Habana de nuevo. Hace mucho que no lo hago.

   —Escuche: le estaré esperando en la intersección….

   —Volveré por dentro, quiero pasar por la Moda —le cortó don José—no te preocupes, hombre, si me canso, haré que te avisen los Berckovich.

   Zacarías asintió con la cabeza y Arango se alejó por la C. Poco rato después ya estaba frente a la casa de Antonio Arias.





   A la tarde después de despedirse de todos, y en particular de mi abuela Caridad, Arango salió acompañado de José García, otro aviano solitario, que estaba próximo a regresar a la patria, con dirección a Neptuno. José lo acompañó un trecho hasta donde estaba su oficina. Allí se separaron, después de abrazarse.

   –Cuando regrese a Avia, le avisaré con tiempo, muchacho, –le dijo José García– para que podamos vernos y despedirnos como Dios manda.

   –De acuerdo.

   En ese momento ninguno de los dos imaginaba que no volverían a verse. José quedó parado en la acera. Cuando Arango dobló en la esquina de la calle L se volvió hacia él y ambos se sacaron el sombrero y se hicieron una mutua reverencia.

   Arango contemplaba los exuberantes flamboyanes que teñían de rojo la avenida entera. Flores coloradas en las ramas y en el suelo y hasta en el pelo o en el escote de las mulatas con las que se tropezaba por la calle. ¡Qué mujeres, que caderas! ¡Qué bien caminan los cubanos y sobre todo, las cubanas! Con ese contoneo de palma real, acariciada por la brisa tibia de La Habana. Con esos culos típicamente caribes, únicos en el mundo. ¡Y qué olor!, Dios mío, ¡qué bien huele La Habana!   

   De un solar cercano le llegaba el ritmo de un son, tan de moda en esos momentos. El son había llegado a La Habana, desde Oriente, varios años antes, traído por los soldados del ejército permanente y se hizo popular en la capital gracias a varios artistas, pero sobre todo al Trío Oriental. En el solar un grupo de muchachos negros cantaba un montuno haciendo percusión sobre una lata y utilizando las vainas maduras del flamboyán como maracas: “Bota la muleta y el bastón y podrás bailar el son”, repetía el coro; y el solista:


”Hace tiempo que vivía

postergado en un sillón

Hace tiempo que vivía

postergado en un sillón

y hoy corro la población

mas rápido que un tranvía”…


   Don José repitió el estribillo con el coro e incluso se marcó unos pasos de baile, ante el regocijo de los muchachos, y no porque lo hiciera mal, que don José era un gran bailarín, en especial de danzón, sino porque no era habitual que un señor blanco se parara delante de un solar y se pusiera a cantar y a bailar con los improvisados soneros. Chiquillos habaneros, de no más de doce años, que eran como mimbres bañados de chocolate.

   Arango se acercó al solista y le deslizó unos pesos en la mano. El cantante, sin perder el compás y sin dejar de cantar, los botó hacia arriba con maestría, volviendo a recogerlos y haciéndolos desaparecer en el bolsillo del pantalón que llevaba arremangado hasta media pierna, regalando  al aviano una sonrisa de dientes blanquísimos.




   Don José continuó por la calle L, parándose a tomar un helado y a descansar un rato, hasta Neptuno y Galiano. Allí quería pasar por La Moda Americana y saludar a los dueños. Se paró un buen rato en la acera de enfrente a contemplar el bellísimo edificio porticado antes de entrar. Después de salir de La Moda, continuó por Galiano hasta El Encanto, el comercio emblemático de La Habana, siempre abierto, en el que entró para comprar unos regalos de última hora.

   Al día siguiente cuando desayunaba en La Reguladora, leyó la noticia en el Diario de la Marina: El hombre de negocios español José García y varios cubanos habían resultado muertos accidentalmente, en una redada  contra una supuesta reunión conspirativa de antiguos mambises, que se juntaban clandestinamente en un local de la calle Neptuno.

   –Pero ¡por todos los santos!, que conspiración ni que mambises. Estos yanquis de los cojones, siempre atropellando a la ciudadanía. ¿Cuándo piensan restituir el gobierno a los cubanos? ¿Para que hicimos una guerra? 

   José Arango sabía de sobra que su tocayo José García, se reunía un par de noches a la semana con un grupo de amigos masones. Eso eran en realidad: masones, tratando de reunir dinero para fundar un diario. El mismo, aunque no era simpatizante, había estado varias veces invitado por José. España había masacrado a los masones como desafectos al régimen español y ahora los americanos hacían lo mismo. Se decía que Máximo Gómez, el generalísimo mambí, había logrado huir del tiroteo y se decía también que contra él, iba dirigida la redada promovida por el gobierno de ocupación, con orden de tirar a matar. Fuera como fuera, su amigo José estaba muerto, sin haber podido regresar a la patria.

   —¿Y ahora qué? A quien le pedimos responsabilidades por lo ocurrido. ¿Para que hicimos una guerra?

  —No se repita muchacho, ahora ya no hay remedio. ¿Quién se va a ocupar de sus asuntos?

  —Lo hará Antonio Arias con toda seguridad. Voy a llamarlo por si necesita ayuda.

   En efecto, mi bisabuelo se ocuparía de cumplir las últimas voluntades de su amigo José García. Había que liquidar sus negocios y enviar el dinero a su familia en un pueblo de Avia, perdido en los valles donde nace el rio Aranguín. 





   José García, llevaba muchos años en La Habana. Siempre había sido un tipo peculiar. Cuando la guerra había pertenecido al mismo batallón de voluntarios que Arango y mi abuelo Honorio. Casi a punto de finalizar la contienda, el batallón de voluntarios, que siempre operaba por los alrededores de La Habana,  fue enviado al campo para expulsar de sus casas a un grupo de campesinos que, o no habían sido reconcentrados, o habían desobedecido la orden. Las órdenes de arriba eran claras y escuetas. “Cerquen el bohío y préndanle fuego”.

   Mi abuelo Honorio era el capitán. La orden de incendiar el poblado con los campesinos dentro, siguiendo la política de tierra arrasada ordenada por el general Weyler, les pareció a todos excesiva, máxime en aquellos momentos que la guerra estaba perdida.

   –Sacaremos a la gente.

   –¿Y a donde los llevamos, no hay sitio en parte alguna, todo está lleno? Además esas no fueron las órdenes.

   –Sacaremos a la gente. No vamos a quemarlos vivos. Nosotros no.

   –Nos recibirán a tiros.

   –¿Con que armas? Son campesinos, los mambises les requisan la comida, solo tienen hambre.

   –Capitán, no voy a consentir que haga eso, no son las órdenes recibidas. Si lo hace así, tendrá que atenerse a las consecuencias. A la vuelta referiré al alto mando lo ocurrido.

   –Con toda seguridad, a la vuelta ya no haya alto mando. ¿No sabe lo de Santiago? La guerra se termina y está perdida. No vamos a matar para nada.

   –El alto mando piensa que estos cerdos dan albergue a unos sublevados evadidos.

   –Nos aproximaremos con cuidado y hablaremos con ellos.

   –¿Los cerdos hablan?

   –Yo los conozco capitán. Déjemelos a mí –concluyó José García.

   Así fue, García se aproximó solo a hablar con los campesinos que aun estaban durmiendo en sus caneyes. José llamó a voces a alguien de nombre Tarsicio. Tras varios gritos, un campesino de pelo blanco salió de una de las chozas y se aproximó a José García. Hablaron un trecho largo, gesticulando en exceso, a veces. Tras haberse entendido, el aviano volvió con sus camaradas.

   –Pues es cierto que tienen un evadido que les obligó a acogerlo a punta de pistola. Ayer noche, precisamente, lograron desarmarlo. Nos lo va a entregar y nosotros a cambio nos iremos sin más. Eso les he prometido, siguiendo su consigna, capitán.

   –Perfecto.

   En efecto, Tarsicio apareció de nuevo apuntando a un mambí desarrapado, sucio, con el uniforme hecho jirones, cojeando y con una herida en la cabeza.

   –Parece un Cristo. Nos lo llevamos, justificamos el viaje  y dejamos en paz a esta pobre gente.

   –Esto le honra capitán. Yo conozco a esta gente. Solo son cultivadores de caña, campesinos que ganan lo justo para vivir. No hacen política, ni menos aun la guerra. Son solamente víctimas.

   –Yo sigo manifestando que las ordenes son para cumplirlas, y si no se cumplen informaré al…

   José García le colocó la pistola en la sien. 

   –¡Me tienes hasta los cojones con tu puta disciplina cuartelera. Cállate ya, o te vuelo la cabeza!

   –¡García baje el arma, es una orden! Que cada cual haga lo que crea conveniente. Cabo Iglesias, llévese unos hombres y prendan unos montones de zafra para que salga humo mientras nos vamos.

   –Las órdenes son quemar el bohío. Cuando regresemos… 

   –Si acusas al capitán ya puedes esconderte para que no te encuentre nunca más por La Habana. Si te veo, eres hombre muerto, y tengo ojos por todas partes –le advirtió José García, mientras lo adelantaba.



 

   Pero mientras regresaban al campamento por la manigua, el aviano desapareció misteriosamente sin dejar rastro. Lo llamaron, lo buscaron, regresaron al bohío, los campesinos se unieron a la búsqueda, pasó un huracán, tuvieron que esperar refugiados en los caneyes, que salieron volando la mayoría, y la guerra terminó antes de que volvieran a La Habana, sin José García. Cuando llegaron, don Juan Bances ya había disuelto el Batallón de voluntarios.

   De nuevo en la vida civil, Arango, mi abuelo Honorio, que aun no lo era, y mi bisabuelo, encargaron al hombre de confianza de José García la continuación de sus negocios hasta ver que ocurría. 

   –Usted ocúpese del negocio como si José estuviera aquí. Estamos seguros de que volverá.

   –¿Y si no?

   –Pues si no, ya se irá viendo. Por lo pronto todo debe continuar igual.

Transcurrieron casi dos años, hasta que una mañana, José García se presentó delante de José Arango, mientras desayunaba en La Reguladora.

   –Soy yo –le dijo con naturalidad mientras José le miraba sin pestañear–. Necesito recuperar mi vida.

   Le acompañaba  una negra criolla espectacular que nadie supo nunca de donde había venido ni porque llegó con él. José García, compró una casa en la calle Dragones, cerca del trabajo y en ella vivió con la negra de nombre Celia, hasta que ella murió. Fue entonces cuando él comenzó a pensar en regresar a Avia.

   Cuando se reunían los antiguos camaradas del Batallon de Ingenieros siempre lamentaban la política de Reconcentración del general Weyler que mató de hambre y miseria a un tercio de la población campesina cubana y que dio lugar a más de un episodio como el de García.

   —Me cago en las putas guerras y en los políticos que las dirigen desde los despachos, carajo. —Decía siempre que venía a cuento y aunque no viniera.

   —Usted desapareció para que corriera el tiempo y se acabara la guerra mientras lo buscábamos, ¿verdad?

   —Celia y los suyos me raptaron al pasar. Me costó convencerla para que viniéramos a La Habana. Ya lo vio, muchacho, me llevó casi dos años.

   Era lo que respondía siempre que le preguntaban y no había quien le sacara otra respuesta, ni siquiera mi bisabuelo, que era como un padre para todos.

   Su madre muy anciana, ciega y postrada en cama desde hacía tiempo, aguantaba viva con el único propósito de volver a ver a su hijo varón. Había tenido seis hijas y un solo hijo. Su marido se había muerto cuando José, que era el último, cumplía apenas un año. Desde ese momento, ella se las había apañado para sacarlos adelante con mucho esfuerzo y bastante hambre, aunque un hermano que tenía en La Habana, le había ido enviando dinero una vez que conoció la noticia, no demasiado porque las cosas no le iban del todo bien y además tenía que mantener a su propia familia. 

   Así fueron saliendo adelante, hasta que su hermano, en una carta que le leyó el párroco, le hizo  el ofrecimiento de traerse con él a La Habana a su sobrino, para que se labrara un porvenir mejor que el que le aguardaba en la aldea y pudiera mandarles dinero para continuar sobreviviendo. Ella se lo pensó mucho, pero José insistió, desde el principio, en aceptar el ofrecimiento de su tío y embarcar para América. Al final, aconsejados por el párroco, decidieron que tal vez fuera lo mejor, aunque estaban todos convencidos de que no volverían a verse, en el mejor de los casos, en muchísimo tiempo. Y así fue. A José le fue bastante mejor que a su tío; comenzó como peón de albañil en los nuevos edificios de La Habana, para terminar poseyendo una empresa constructora bastante importante y un buen número de inmuebles en las mejores avenidas habaneras. Todo eso convertido en dinero contante y sonante, llegaría a manos de su madre y de sus hermanas y sobrinos, que se verían dueños de una fortuna sin haberse movido del pueblo y sin saber ni lo que era una inmobiliaria.

   A la tragedia que supuso para la familia la noticia del asesinato de José, y la muerte de su madre, una vez desaparecido el motivo que la mantenía viva, le siguió la sorpresa de la herencia y la desazón de no saber qué hacer con tanto dinero.

   —Espero que no se les vaya la cabeza con tanta plata, y la dilapiden en tonterías, o caigan en manos de desaprensivos que les estafen —le confiaba José Arango a mi bisabuelo, antes de proceder a enviar el dinero a España— Recuerdo el caso de mi madre, de cómo mi tío nos estafó y nos hizo vivir en la miseria quedándose el dinero de mi padre.

   —Nosotros hemos cumplido el mandato de José, ahora su familia que haga lo que quiera, muchacho.

   —Es que me daría mucha lástima, que lo que tanto sacrificio costó conseguir, tantos años de trabajo no siempre fáciles, tanta soledad y tanta ausencia, sirva ahora para que alguien ajeno por completo a la familia se lucre.

   —Confiemos en que no sea así. Don Andrés, el director del banco de Avia, es un caballero que sabrá aconsejarles bien. La gente de los pueblos confía en él. Estoy seguro que estará al tanto y evitará que nadie les time. Ya lo hizo por otros. De todos modos, puedo hacer un seguimiento discreto, si eso hace que se sienta mejor.

   —Me parece muy bien y se lo agradezco, don Antonio.

   —Pues no se hable más.




Continuará...

El tiempo olvidado, quinto capítulo








Cuando Estrella Salomé era joven, los Vega de Avia solían pasar temporadas en un Balneario de la provincia de Lugo, muy afamado, donde acudían gentes de alto copete, y donde doña Estrella pensaba encontrar marido para la niña.

Julián era el capellán en aquel momento.

No tenía vocación, había entrado en el Seminario obligado por su madre, que aconsejada por el cura la Parroquia, vio en ello una manera de salir adelante. “Cuando seas vieja y no puedas trabajar él te mantendrá”, sentenció el párroco. Julián siempre había sido un niño obediente, así que sin saber muy bien lo que hacía, se fue a estudiar para cura a Compostela. En principio le gustó, por lo menos no pasaba hambre y dormía en una cama con colchón y sábanas limpias, algo nuevo para él, más adelante le gustó menos, pero se acostumbró. Cantó Misa con veintitrés años, siendo destinado como coadjutor a una parroquia cercana a la suya. Una de sus funciones, quizá la que aceptó con más gusto, fue la de capellán del Balneario. No sabía que allí se toparía de narices con su destino fatal: Estrellita de la Vega de Avia.
Poco contacto había tenido Julián con las mujeres; Las veces que venía a la aldea de vacaciones las únicas que veía eran su madre, su hermana y una vecina de casi su edad, poco agraciada, con más pelo en el cuerpo que un sargento de carabineros, que provocaba en él, el efecto contrario al que debería, sobremanera en aquellas edades.

Cuando vio a Estrella se deslumbró. A ella también le gustó. Era alto, quizá demasiado moreno, pero comparado con los carcamales que poblaban el Balneario y con algún médico joven demasiado atildado, Julián era con diferencia el mejor espécimen de la zona y como Estrella no hacía ascos a ninguna profesión, por muy sagrada que esta fuera, acabó ocurriendo lo que no tenía que haber ocurrido.
La historia terminó huyendo ambos del Balneario a refugiarse en una aldea; no la de la madre, sino la de la abuela, que para entonces ya se había muerto y dejado desocupada la casa con todo su mobiliario. Todo muy aventurero y romántico. Pretendían permanecer un tiempo allí y luego dirigirse a Santiago de Compostela donde Julián esperaba poder vivir dando clases en un colegio, para lo que ya se había puesto en contacto con un amigo. ¡Qué tierno y que iluso! Estrella no sería capaz de vivir como una simple ama de casa. Cuando la pasión se enfriara un poco, sólo un poco, llamaría a Antonino y regresaría a Avia a toda prisa.
Fue la hermana de Julián, la que cayó en la cuenta de donde podían estar y guió a Antonino y al secretario del obispo, que con otro coche y el chofer del Obispado, recogió a Julián, mientras De la Vega de Avia y Rivagodos se hacía cargo de su hermana.
Cuando llegaron al Balneario, la madre, en vez de con abrazos y alegrías, la recibió con un bofetón del revés con la zurda, donde llevaba el anillo de pedida, con cuyo diamante le hizo un tajo sobre el labio superior, del que perduró una pequeña cicatriz. Rápidamente hicieron las maletas y se volvieron a Avia. A las pocas semanas Estrella descubrió que estaba embarazada. La madre desesperada, mandó llamar a la abuela de Antonia, la criada de mi tio bisabuelo, que tenía remedios para todos estos problemas, pero no hizo falta, ya que Estrellita tuvo un aborto natural.

Al año siguiente, los Vega de Avia se cambiaron a un Balneario de Santander que no tenía capilla ni por tanto capellán, creyendo que eso lo arreglaba todo, y demostrando lo poco que conocían a Estrella.
Julián fue enviado primero a Madrid y desde allí a Filipinas a una Misión en la isla de Luzón, donde había otros curas del Norte de España.
Estrella lo había olvidado rápidamente. En el fondo no le gustó el final de la historia, pero no por la separación, si no porque creía sinceramente que ella se hubiera merecido otro final más épico: que corriera la sangre, por ejemplo. Que Julián, desesperado, hubiera acuchillado al secretario del obispo o a su hermano Antonino, no que agachara la cabeza y se dejara llevar como un corderito.

Mas o menos un año después, llegó la noticia de la muerte, a manos de los aborígenes filipinos, de un cura sobrino del párroco de Avia, junto con los demás compañeros de la Misión. Se ofició una Misa a la que acudió toda la feligresía, incluida Estrella.
Cuando al final el obispo que había acudido a celebrar el Oficio, leyó los nombres de los asesinados y devorados, “en un acto vil y sacrílego de canibalismo”, ya que los cadáveres nunca aparecieron, Estrella se desplomó al escuchar el nombre de Julián Oteiro Raposo.
Aunque lo hubiera olvidado como amante, el espanto de imaginar a Julián y a los demás, comidos por los caníbales, (parece ser que, en realidad, murieron todos, indígenas incluidos, por la furiosa entrada en erupción de un volcán; pero la Iglesia, teatrera como Estrellita, optó por el martirio), le sirvió de nuevo como abortivo, ya que se había vuelto a quedar embarazada, esta vez de un gacetillero de origen alemán, que iba por el Hotel Balneario para escribir los ecos de sociedad.

Menos mal virgen del Valle, que aborta por las buenas, porque un día voy y la rajo. Ten piedad de mí, por tu Hijo te lo pido— clamaba su madre en el oratorio, entre lágrimas y suspiros.

Pero lo peor estaba por llegar y ocurrió en Madrid.





Habían llegado a la capital para pasar las navidades invitados por su tía Eloísa, casada con el hermano de uno de los médicos personales de la reina madre doña María Cristina. Aunque el país no estaba para muchos saraos, tras el desastre del 98, la llegada del nuevo siglo, el XX, traía revuelta a la alta sociedad y las fiestas de alto copete eran frecuentes en la Corte en aquellos días navideños. Aquella noche, el rey en persona iba a acudir a la cena y baile en el Casino, institución que en años anteriores no había sido muy partidaria de la familia real, pero que para esta fecha crucial, olvidó rencores por la pérdida de las colonias, e invitó al joven rey.

Don Alfonso XIII, estaba aun soltero y sin novia conocida, aunque se sabía de su afición genética por las féminas de toda condición. En eso los Borbones siempre habían sido muy liberales.

Ya sabemos que Estrella de la Vega de Avia era muy guapa, y muy distinguida, con un toque atrevido que descolocaba a los hombres, acostumbrados a mayores recatos. Estrella madre y la tía Eloísa, tenían planes para presentársela al rey. Lo que pasara después, fuera lo que fuera, sería bienvenido. Porque no es lo mismo un cura, un plumilla y etc., etc., que un rey. Y nunca se sabe.

Esa noche Estrellita estaba deslumbrante. Durante la cena, el embajador de Austria no le quitó ojo, pese a estar acompañado por su mujer, una prusiana oronda, que cenó por cuatro. Pero Estrella se mantuvo prudente, por una vez, esperando ser presentada al rey, antes del baile.

Cuando por fin llegó la ansiada presentación, el rey, como era de esperar se quedó prendado de Estrella, y le hizo llegar ya mismo una invitación para cenar a la noche siguiente en Lhardy. Su secretario pasaría a recogerla en casa de su tía. Todo muy discreto. Luego, bailaron sólo un par de valses, porque el rey tenía que atender otros compromisos, aunque no la perdió de vista el resto de la velada.

Estrella madre no durmió esa noche, haciéndose todo tipo de conjeturas acerca de la catarata de bienes y parabienes que se les vendrían encima, a poco que la niña anduviera fina. Un affaire con el rey no era cosa baladí. Ella sabía que el asunto no iba a pasar de ahí, pero el coño de la niña bendecido por Alfonso XIII, eran palabras mayores. Eso borraba todo lo anterior y un hijo del rey, dada la facilidad de Estrella para la preñez, tampoco estaría mal. Eso valía dineros y un título, como poco. Ella sería la abuela del bastardo real, el duque de Lhardy. ¡Qué bien sonaba! ¡Cuánto boato y cuanta envidia en la villa!

Por si acaso, a la mañana siguiente, Estrella madre le llevó el desayuno a su hija a la cama para tener una conversación de mujer a mujer, en privado.

Tú te dejas hacer y le dices a todo que sí. Es importante que quiera volver a verte…

Entonces será mejor que no se lo ponga tan fácil la primera vez.

No entiendo.

Si se lo doy todo, la primera noche, ya no habrá nada más para el día siguiente. El rey tiene muchas amantes, habrá visto de todo. Nada de lo que yo le haga le sorprenderá. Será mejor encelarle con remilgos para que dure un poco más. Para que trascienda. ¿O no?

Estrella madre se quedó pasmada. Su hija hablaba como una meretriz. Qué pena que esas artes no le dieran mejor resultado. Siempre las empleaba con quien no debía. A ver si esta vez con el rey se coronaba de gloria, nunca mejor dicho.

No te remilgues demasiado, no sea que el rey, en vez de encelarse se canse. Piensa que las demás se lo ponen muy fácil.

No se preocupe, yo sabré actuar según vaya viendo. Déjelo de mi cuenta. Yo soy aquí la experta.

Estrella madre se la quedó mirando perpleja. Desde luego, había parido un putón como la catedral de Oviedo. Si, era mejor dar por terminada la conversación. Al fin y al cabo, ella no tenía nada que añadir, ni sabía tampoco que más decir, ni que más hacer. La niña le daba sopas con honda. Solo le quedaba confiar. Iba a rezar a la virgen pero pensó que, en este caso, los rezos no eran muy pertinentes.

A Estrellita, Alfonso XIII no le parecía atractivo en absoluto. Por eso cuando entró en el privé de Lhardy, no iba muy motivada. Pero el joven monarca era muy seductor, se notaba que tenía experiencia, y enseguida supo llevarla a su terreno. Tenía unas maneras muy apasionadas, a la vez que sutiles y, sobre todo, tenía para ella sobre la mesa, un aderezo de rubíes que quitaba el hipo, el sentido, los remilgos, si los hubiere, y hacía que todo fuera como la seda.

La cena avanzó rápida, Estrella miraba de reojo el collar mientras apuraba el champán francés y se dejaba meter en la boca, una croqueta que el rey le ofrecía entre sus dedos, cuando llamaron a la puerta y entró el secretario con prisas y mala cara. Acababa de producirse un atentado anarquista cerca de allí. Había que sacar al rey de la zona, sin llamar la atención. Cuchicheó con el monarca y volvió a salir. Este se dirigió a Estrella, le puso el collar en el cuello, se lo besó suavemente, y le murmuró al oído: “Os pido mil disculpas. Volveremos a vernos y terminaremos la velada.”

Señora, alguien va a venir a recogeros para llevaros a casa. No os mováis de aquí —advirtió el secretario.

Estrella se quedó sola, un poco desconcertada, y un poco temerosa también. No sabía lo que iba a ocurrir en los próximos minutos, si iba a entrar alguien de palacio o los anarquistas a buscar al rey. Cuando, por fin, se abrió la puerta, entró un hombre muy apuesto con uniforme de la Armada, que la dejó perpleja. Al marino tampoco le disgustó lo que se encontró en el privé.

Señora, —le dijo—. Debemos aguardar un poco antes de irnos.

Tras guardar silencio un rato, sin saber muy bien qué hacer, el marino, que le había hecho un repaso de cuerpo entero a Estrellita, recuperó el aplomo y sugirió:

Podíamos terminar de cenar. La verdad es que no hay prisa.

Y no la hubo. La velada terminó en el apartamento que el rey tenía para estos menesteres en la misma Carrera de San Jerónimo, a pocos metros de Lhardy. El marino sustituyó al rey en todo y muy bien además. Y era mucho más guapo.

Pasaron toda la noche juntos y quedaron en verse en los días sucesivos. Estrella mintió en casa. Manifestó a su madre haber estado con el rey toda la noche y haber quedado para esta noche de nuevo.

Pero, ¿No decías que era mejor más despacio? —Preguntó su madre ingenuamente.

Estrella le mostró el collar como toda explicación y su madre enmudeció.

Voy a retirarme. No he pegado ojo.

¿No prefieres darte un baño?

Ya nos hemos bañado.

No sé ni para que pregunto.

El romance con el marino del que no sabía ni el nombre, duró diez noches exactas. En la undécima cita, una mujer muy exaltada, se presentó en Lhardy, con el secretario del rey. La señora, esposa del marino, para más señas, montó un escándalo, consentido por el secretario, que hizo enmudecer a todo Lhardy. No quedó un alma sin enterarse, incluso en los aledaños, porque los gritos y las imprecaciones continuaron en la calle. Al día siguiente, el affaire había corrido por Madrid, con más ímpetu que las aguas del Manzanares, que continuaba siendo un aprendiz de río.

El secretario real condujo a una Estrella sorprendida y desconcertada, a casa de su tía en la calle Monte Esquinza.

No hace falta que subáis —casi suplicó Estrella.

Debo hacerlo, señora. Tenéis que devolver el collar.

A la mañana siguiente, la tía Eloísa, les comunicó sin miramientos, la conveniencia del regreso a Avia, cuanto antes.

Mejor si no volvéis por aquí —sentenció antes de darles con la puerta en las narices.

Para Estrella madre, el viaje de vuelta en tren, abochornada, humillada, enfurecida hasta casi el ataque de nervios, fue como una Odisea.

Me rio yo del Ulises, ese. Y encima sin collar. Porque esta imbécil, no podía esperar un día por el rey, tuvo que fornicar con el primero que llegó. Puta de mierda. No sé a quien salió la cretina esta. ¡No me repliques, por Dios te lo pido! Porque te parto la boca.

Madre, no se moleste —advirtió Antonino— Estrella lleva rato dormida, desde que salimos de Madrid.

¡Es la culpable de todo y parece que nada va con ella! Tenemos que ensayar una excusa. Hay que encontrar una explicación digna. Esta puta no nos va a dejar en evidencia.

Madre, seguro que la tía Eloísa ya habrá telefoneado al Casino y se lo habrá contado a su pariente don Anselmo el boticario, y con la lengua que tiene, cuando lleguemos ya lo sabe Avia entera y los pueblos de alrededor.

Oh Dios mío. ¿Habrá sido capaz, tu tía…?

Sabe de sobra que sí. No le dé más vueltas. Sobre la marcha iremos viendo.

No iremos a Avia. Pasaremos el resto de las fiestas, en la casa del pueblo. Después ya veremos.

La casa del pueblo estará helada…

¡A callar! No me lleves la contraria, por la Virgen te lo pido. Haremos todos un sacrificio. No tengo ánimos para enfrentarme al escándalo en la villa.

Cuando regresaron del pueblo, casi en febrero, fingiendo venir de Madrid en contra de lo sugerido por Antonino, Estrella supo que estaba embarazada de nuevo. Esta vez Estrella madre, no tuvo compasión. Llamó a la abuela de Antonia la criada de mi tío bisabuelo y le dio una orden tajante.

Quítele ese paquete de encima y si puede ser, déjemela estéril para siempre. Para siempre.

Así debió ocurrir porque Estrella no se volvió a quedar en estado pese a los méritos que continuó haciendo para ello.





Continará...

El tiempo olvidado, cuarto capítulo

 IV






Patrick Moran, había jurado sobre la Holy Bible, el día de la boda de su hija Teresa, que iría casando una a una a sus hijas desde ya mismo. No iba a correr ningún riesgo más. El iría buscando candidatos y concertando las bodas. Casaría a las niñas con quien conviniera. Las intercambiaría por dinero o por socios o por cualquier otra cosa útil, como si fueran yeguas.

   Conociendo las intenciones del padre, mi tía bisabuela Isabel, la cómplice de Teresa, se embarcó para La Habana, tras morir su madre, con la oposición del jefe del clan, que no pudo prohibírselo porque tía Isabel ya era mayor de edad, pero que no le dio ni un céntimo, ni para el viaje, ni para nada. Antonio y Teresa le mandaron dinero y encargaron a mi tío bisabuelo Manuel, hermano de Antonio, que se ocupara de todo lo que Isabel fuera necesitando, incluso que él y su mujer Elvira, la acogieran en su casa, cuando don Patricio la echara de la suya. Su hermana Erin, también le dio dinero y la ayudó con los preparativos del viaje, y la acompañó hasta el puerto de Gijón, consciente de que iba a pasar mucho tiempo sin que se vieran de nuevo.

   Don Patricio gobernaba su casa como si fuera un internado prusiano. Sus cinco hijas anteriores a Isabel y Teresa, iban a ser sacrificadas en aras del bienestar familiar, que solamente se medía por el dinero.  Así pues, las jóvenes fueron dadas en santo matrimonio a quien su padre le fue pareciendo oportuno. Erin, la mayor, al dueño de la Banca Local, gris y nada atractivo. La única ventaja para Erin es que vivía en frente de su familia y podía ver a su madre y hermanas todos los días. Además consiguió tener un hijo varón, pelirrojo, al que llamó Patricio, antes de que su marido se sumiera en una nebulosa de delirios y manías que le impedía hacer vida normal, y le volvía agresivo, durante periodos cada vez más largos. Erin, a la que dio plenos poderes, vendió la Banca a un consorcio bilbaíno y con el cuantioso capital le ingresó, de acuerdo con los médicos, en un sanatorio especializado en enfermedades mentales. El mejor del país en aquellos momentos. Ella continuó viviendo en su casa de Avia, crió a su hijo, un buen muchacho, inteligente y simpático, y dicen que fue feliz. Visitó a su marido cada semana hasta su muerte y, una vez viuda, se dedicó a sus pasiones: viajar y consentir a sus nietos. 

   La segunda hija, Alicia, prefirió profesar en un convento, antes de que su padre la casara con un gallego avinagrado y patán, por el simple hecho de tener dinero a espuertas, de dudosa procedencia. Pero eso a don Patricio le daba igual. Había pasado tanta hambre y tantas privaciones y había sufrido tanto por pertenecer a una minoría católica,  hostigada por los ingleses, que le impedía trabajar para  poder mantener honradamente a su familia, que se juró no despreciar el dinero jamás, viniera de donde viniera. “Con dinero dejas de ser católico irlandés y pasas a ser ciudadano del mundo, eres bien recibido en todas partes”. Era su máxima y nunca le importó si sus hijas pensaban lo mismo. En realidad, le importaba una mierda lo que pensaran. “Las mujeres no tenéis que pensar; las mujeres obedecer y callar”. Y por eso, Alicia prefirió hacerse monja que meterse en la cama con aquel esperpento de novio que le buscó su padre. Porque a don Patricio no se le ocurriría jamás llevar la contraria a Dios. Si El había elegido a una de sus hijas, suya para siempre.

   —Pero no abuses, Señor; con una te basta. Ya te he pagado el diezmo.

   Por eso, hizo una advertencia en la casa.

   —Ninguna más contará con esa excusa. Dios se ha quedado con una. Es suficiente.

  Perdida Alicia para la causa del gallego, decidió pasar el turno a María, la tercera, una joven delicada, introvertida y tímida en exceso, con frecuentes altibajos de comportamiento, que al verse sin escapatoria ni religiosa ni de ningún otro tipo, prefirió tirarse por el puente al rio Nalón. Los hombres en general, le daban miedo y ese, con el que su padre la obligaba a casarse, mucho más aun. Además faltaba su madre, que hubiera sido su auxilio, y en su defecto, su consejo y su apoyo incondicional.

   Así las cosas, se fue de casa una tarde con todo sigilo rumbo al rio. El marqués que regresaba a la villa en su carruaje la vio lanzarse al agua desde el puente, aunque no la reconoció. Paró y corriendo, se asomó a la barandilla, pero ya no pudo distinguir nada, entre la oscuridad y la turbulencia del río que, además, bajaba crecido. Dio aviso cuando llegó a la villa, aunque en principio nadie supo de quien podía tratarse, hasta que los rumores de la desaparición de María Moran, comenzaron a circular por las calles. Entonces se dirigió a la casa de don Patricio para ponerle al corriente de lo visto y a su disposición para lo que necesitara.

   El cuerpo de María jamás apareció, pese a las intensas búsquedas. A Dios gracias, doña Erin se había muerto hacía unos meses.  En Avia, todo el mundo pensó que estuviera donde estuviera, se habría vuelto a morir ese día desgraciado.

   —Pare father, por Dios se lo pido. Detenga esta desgracia. Olvídese de ese individuo. Busque otro candidato —suplicaba Isabel.

   —¡Cállate!, o te caso a ti con él mañana mismo. He dado mi palabra, y mi palabra es sagrada.  

   — ¿Acaso más que la vida?

   —Mi palabra es la ley en esta casa, y la ley está por encima de todo. Además este hombre ya ha adelantado un dinero.

  —El dinero es lo que está por encima de todo —musitó Isabel sin decirlo en alta voz, para no llevarse otro bofetón.

  Sara fue la que cargó con el gallego. Sara, el vivo retrato de su madre, parecía muy frágil, pero no lo era en realidad. Tenía mucho carácter y era muy resuelta, y muy buena actriz, cuando convenía. Obedeció sin rechistar, aunque con resignación. De ese modo, nada hizo sospechar a don Patricio, pensando que, al fin, se imponía el orden en la casa. Encargó un precioso vestido de novia en Oviedo, que trajo una de las diligencias de la familia, y el día señalado a las cinco de la tarde salió de casa de su padre, para contraer santo matrimonio con aquel estafermo de hombre que había hecho una fortuna con el tráfico de esclavos, rivalizando en Las Antillas con el primer marqués de Comillas, y que había llegado a la zona buscando aires nuevos para invertir, lavar su dinero y adquirir una mujer joven, guapa y con buena educación para lucirla cuando la hubiera que lucir. Y para que le diera descendencia, que ya tocaba.

   El doctor Ayuso, el médico de la familia, observó el movimiento de invitados, por detrás de los visillos de su consulta. Había avisado en casa que esa noche no iría a cenar. Iba a tener asuntos que resolver a altas horas.

   El banquete de bodas se celebró en el Gran Hotel de la villa, donde los novios habían reservado habitación para la noche de bodas. El novio dedicaba a la novia miradas lascivas, mientras ella parecía tranquila, charlando con sus hermanas y otras invitadas.

   —Yo estaría muerta de miedo —confesaba Victoria, la menor de las hermanas.

   —Sara tiene mucho temple y es una mujer de recursos —decía Erin— verás como todo sale bien.

   —¿Cómo va a salir bien con ese hombre, tú lo has visto con detenimiento?

   —Cálmate Victoria. Verás cómo sí.

   Por fin los invitados se fueron y los novios pudieron subir a la habitación.

   —Creo que he bebido demasiado —dijo la novia.

   —Desnúdate de una vez —ordenó el novio— Si no puedes te desnudo yo.

   —Quieto ahí. El vestido ni se toca, que me costó una fortuna. Yo me desnudaré. Todo con calma, please.

   —A mi no me hables en extranjero. Te lo advierto por las buenas.

   —Son of a bitch  —pensó Sara, mientras se descalzaba.

   —Espabila, mujer, pareces una tortuga.

    —Ahora verás.

   Y lo vio. De pronto, la tortuga se convirtió en un torbellino. Gritó, rodó por el suelo, tuvo espasmos, convulsiones, habló en gaélico, echó espuma por la boca…Cuando comenzó a romper cosas, el gallego que se había quedado estupefacto, hizo traer al médico. El doctor Ayuso, viejo conocido de la familia, por visitar a María cada vez que tenía alguno de sus episodios, dictaminó epilepsia sin ninguna duda.

   —¿Es grave? —preguntó el gallego.

   —Mucho.

   —¿Pero podrá hacer vida normal, de casada, me refiero?

   —Depende. Cuando algo la desasosiegue, o la excite, puede sufrir una crisis.

   —¿No le va a dar medicinas?

   —Sí, pero ya le digo que las crisis son imprevisibles. Parece tener una fase muy aguda.

   —Pues vaya un chollo que me endilgó el irlandés.

   El médico miró a la dulce y hermosa Sara y luego al gallego y meneó la cabeza. 


   El doctor Ayuso, Alfredo Ayuso, siempre había estado enamorado de María, sin esperanzas por supuesto, porque él estaba casado y ella era excesivamente tímida con los hombres. Desde que la visitara por primera vez, un par de años atrás, se había prendado de su cara y de su cuello de cisne, y de su porte, y de sus modales, y sobre todo de aquellos ojos azul cielo, desvalidos y tímidos. Nada más verla le daban ganas de abrazarla, y de besarla, y de poseerla con calma y con dulzura, con delicadeza, para que no se asustara, para que se dejara llevar. A lo mejor sería imposible la primera vez, pero lo intentaría todas las que fuera necesario, con toda la sensibilidad y la ternura que fuera necesaria, hasta que María se convenciera de que aquello era lo normal, lo mejor, lo sublime, entre un hombre y una mujer. 

   Lo cierto era que en la casa se había establecido un trío. Sara Moran era quien recibía al doctor y le acompañaba hasta la habitación de María donde estaba doña Erin. Al principio, al doctor enamoradizo, le había gustado Sara, la pelirroja, a la que había curado una amigdalitis, y se había establecido entre ellos mucha complicidad, toda la que se podía estando el casado y siendo aquella casa, la casa del irlandés. Podía correr la sangre. Por eso, siempre había imperado la discreción y el comedimiento, hasta que Ayuso conoció a María, y Cupido en vez de una flecha, descargó el carcaj entero.

   Por ella hubiera sido capaz de dejar a su mujer y de hacer lo que fuera necesario. Por ella hubiera enfrentado al irlandés, se hubiera batido en duelo, que don Patricio no le hubiera dado tiempo, y se la hubiera llevado al fin del mundo. Por eso, cuando supo de la boda con el gallego, la abordó trastornado, una tarde dentro de la iglesia, cuando ella iba al rosario con la doncella y le propuso ocuparse del novio para siempre.

   —Yo lo haría todo, tu solo tienes que seguir mis pautas…

   María se tapó los oídos, sin dejarlo terminar. El doctor la tomó del brazo y le dijo casi a gritos.

   —Escucha, ese hombre es un criminal. No merece vivir.

   Ayudada por la doncella, aterradas las dos, María se soltó de su mano y salió corriendo como si hubiera visto al demonio, entró en la casa, y se encerró en su habitación de donde costó hacerla salir.

   Ayuso miró alrededor, por suerte, nadie había visto ni oído la escena. María no mencionó en casa el episodio e hizo prometer a su doncella que no diría nada, bajo ningún concepto. No quiso volver a la iglesia y se pasaba los días encerrada en su cuarto. Sus hermanas no sabían cómo hacer para que levantara el ánimo. Era difícil alentar a una joven como ella a casarse contra su voluntad con aquel individuo que parecía un sapo.

   Ayuso veía acercarse la fecha del enlace con desesperación, hasta que una mañana fatídica llegó la noticia: María Moran había sido vista arrojándose al rio. La estaban buscando. A punto estuvo de matarse el también. Se culpó de la decisión de María. No debía de haberle hecho aquella propuesta, siendo ella como era. Pensó en dejar la medicina, en irse de la villa. Pensó un montón de salidas en su desesperación, pasó días y meses como un alma en pena, hasta que llegó otra noticia de nuevo: la boda de Sara. Entonces recordó que Sara se había mostrado receptiva a sus halagos e insinuaciones, y venciendo el temor a una nueva metedura de pata, habló con ella.

   —¿Por qué no le propuso esto a María en su momento? Tal vez estaría viva.

   —Se lo propuse. Fue un error. No quiso ni escucharme. Me sentí culpable…Fue por esto que no quiso volver a salir…yo…

   —María era demasiado introvertida. Si viviera nuestra madre, hubiera sido diferente. María se hubiera abierto a ella, y entre todos, tal vez... no lo sé yo tampoco. Es difícil. No se culpe. ¿Así que tenía un plan?




   Aquella noche de bodas, se estaba complicando la consumación del santo matrimonio. Lo que Sara conocía de los planes de Alfredo Ayuso, era la necesidad de que el novio resultara herido de alguna manera; eso haría que el doctor tuviera que inyectarle un analgésico o cualquier otra medicamento. No necesitaba saber nada más. Por eso Sara fingió la crisis de epilepsia, que continuó tras la marcha del doctor Ayuso. El gallego ya no pudo más y, desesperado, trató de lograr consumar por las malas, pero Sara se defendió sin contemplaciones, clavándole primero, unas tijeras en el costado y dándole luego en la cabeza con un florero de alabastro, cuando él, fuera de sí, le dio un par de bofetadas,  le arrancó el camisón de un tirón, y cinturón en mano, se disponía a darle una paliza como si de uno de sus esclavos se tratara. En realidad la había comprado, y a él nadie le colaba mercancía defectuosa.

   Tras el golpe, el gallego puso los ojos en blanco, flexionó las rodillas y estuvo un buen rato oscilando como un péndulo, antes de enderezarse de nuevo con muchas dificultades, sin soltar el cinturón; Sara con el florero aun en la mano, le observó,  a prudente distancia, buscar la puerta, casi a tientas, para salir al pasillo sin rumbo definido; tras un largo titubeo, avanzó unos pasos y se paró en lo alto de las escaleras. 

   — ¡Oh my God! Esto no está saliendo bien. ¿Qué va a hacer? ¿Bajará para llamar a la policía?

   Nunca supo a ciencia cierta qué fue lo que ocurrió. El pasillo estaba solitario y en penumbra, solamente se oía tronar a lo lejos, y segundos antes, el tenue resplandor del relámpago lejano, entraba por las ventanas e iluminaba fugazmente todo el recinto. Sara había llegado hasta la puerta casi de puntillas para no ser descubierta, y observaba la silueta de su marido detenido al borde del precipicio.

   De pronto, una sombra fugaz pasó veloz por delante de la puerta entreabierta; en ese mismo momento, el novio saltó al vacío, dio varios pasos absurdos en el aire, agitando los brazos, y se desplomó rodando por las veinticuatro escaleras que restaban, hasta el hall de entrada, desnucándose durante el trayecto. “Con todas las aventuras que he corrido y todos los peligros y enfermedades que he desafiado y todos los motines y rebeliones que he aplastado y voy a matarme aquí en unas putas escaleras”, le dio tiempo a pensar mientras rodaba.

   El sonido del golpe se vio acompañado por el trueno y por el grito de Sara al verlo caer. El encargado de la recepción dormitaba en aquel momento y se despertó con el estruendo sin saber muy bien que había ocurrido. 

   El doctor Ayuso, entró en la habitación, abrazó a Sara, la cubrió con una bata y la llevó a la cama. 

   —¿ Que ha ocurrido? Lo has empujado por las escaleras…

   —¿Qué dices? ¿No has sido tú?

   —No, yo estaba abajo, aguardando.

   —Pasó una sombra.

   —¿Una sombra? Bueno, ya lo hablaremos.

   Antes de que viniera la policía recogió el florero y lo colocó en su sitio con las flores dentro. También vació en el lavabo una botella de orujo casi por completo. Ese no era el plan, pero de todos modos había salido bien.

   Delante del cabo de la Guardia Civil, el médico justificó el pinchazo en el costado como “una consecuencia de las crisis de epilepsia de doña Sara; ya le dije al esposo que no era conveniente acercarse a la paciente durante esos periodos. Ella también se puede dañar a sí misma”.

  —¿Cómo piensa usted que ocurrieron los hechos? —preguntó el cabo.

   —Probablemente salió a pedir ayuda en plena crisis de la señora, y con el apuro y los nervios perdió el equilibrio. También es posible que hubiera bebido. Me he dado cuenta que hay una botella de orujo casi vacía sobre la mesilla.

   —Parece tener un fuerte golpe en la cabeza.

   —Rodó dándose golpes por las escaleras, tendrá por todo el cuerpo.

   —¿Usted que hacía aquí todavía?

   —Le había dicho al señor, que si tenía dolor por la herida del costado, le inyectaría un analgésico, para que pudiera consumar. Esperaba por si acaso.

   —Ah, ya.

   Sara durmió la noche de bodas en su propia casa a donde la acompañaron el doctor Ayuso, el juez, y el cabo en persona, que no había vuelto a ver al irlandés desde la desaparición de María. La relación entre ellos distaba mucho de ser cordial. Don Patricio le había culpado con su conocida  vehemencia, de no haber sido capaz de encontrar el cuerpo de su hija, y el cabo, cansado de escuchar improperios, le había respondido que el cuerpo no se habría movido de casa si no le hubieran ordenado casarse contra su voluntad.

   —¿Acaso me va a decir usted como tengo que gobernar mi familia?

   —No, si usted no me dice como tengo que hacer mi trabajo.

   —No se lo diría si lo hiciera como es debido.

   —Bueno, calma, calma, por favor —había terciado el juez—. Todos hemos hecho lo que hemos podido. No se puede pedir más, don Patricio, no culpe a nadie. Discúlpelo usted, cabo.

   —Desde luego, señoría.

   Al juez, joven aun, le gustaba también Sara, aunque sabía que no tenía opciones. Tras la muerte de María, pensó con mucha lógica, que la candidata sería ella. Cuando comprobó que estaba en lo cierto, sufrió algo parecido a un ataque de celos, sintió una rabia inmensa contra el irlandés, y contra el futuro marido a quien hubiera fulminado si hubiera podido, si la razón no se hubiera impuesto como correspondía.

Cuando llegó al Gran Hotel esa noche y comprobó lo ocurrido, le pareció de perlas que el novio hubiera tenido un accidente. Le pareció justo, incluso, aunque esto no sirviera para devolverle la vida a la otra hermana, pero si, la libertad a esta, que era además, quien le importaba. En el fondo, el accidente, le dejó un regusto a justicia de lo más agradable.

   —Buenas noches doña Sara —se despidió. 

   —Buenas noches, señor juez. Muchas gracias por todo. A los tres. —dijo al ver que todos se iban juntos.

   Desde las cinco de la tarde, hora en la que salió de casa de su padre, hasta su vuelta a las doce de la noche, Sara había pasado por todos los estados civiles que podía tener una mujer: soltera, casada y viuda. Todo un récord. Y lo mejor de todo: era rica. Por lo menos, le correspondía la mitad de todos los bienes del marido. Luego resultó que éste había muerto sin testar y toda su fortuna pasó a manos de Sara, para alegría del irlandés. 

   El juez le hizo conocer sus sentimientos a través de un amigo común de los pocos que visitaban la casa, donde Sara estuvo un tiempo recluida por el luto. A ella no le disgustaba ese hombre, con lo cual no le cerró la puerta, aunque tampoco le dio esperanzas claras. Con el tiempo, y ante la pasividad de la viuda, el juez se casó con otra, con una amiga de Sara, precisamente. Dijeron las lenguas avianas que para poder verla a menudo. Ella continuó teniendo una relación más o menos discreta con el doctor Ayuso. Le gustaba desde que lo había conocido cuando la inflamación de amígdalas, y, aunque él la cambió por María en su momento, al final mató por ella. O no, porque él siempre sostuvo que el gallego se cayó solo por las escaleras.

   —No pretendas aguarme la fiesta. Aunque así fuera, estabas dispuesto a matar por mí.

   —Eso sí. Pero te juro que en ese momento estaba en el hall. El recepcionista así lo corroboró.

   —¿Y la sombra que yo vi pasar?

   —Yo no soy una sombra. Estabas muy nerviosa.

   —Vi una sombra, algo pasó rápido por delante de la puerta.

   —¿Desde tu posición veías a tú marido?

   —Sí.

   —¿Y viste que alguien lo empujara?

  —No. De pronto lo vi volar, pero pasó una sombra…

   No llegaron a ningún acuerdo, aunque quedó claro que Alfredo Ayuso estuvo dispuesto a matar por ella, pero también por María. El trío continuaba y siempre estaría ahí. María estuvo  presente toda la vida en medio de la relación, aunque a Sara no le importaba. Era como si, a través de ella, María hubiera conocido también el amor. A lo mejor aquella sombra…

      Sara, había tenido con su padre, a propósito de la herencia, una bronca monumental que se escuchó en toda la villa, porque el irlandés se había opuesto a sus ideas de mejorar el convento donde residía su hermana Alicia, para que las condiciones de vida fueran óptimas y no se murieran de frío en el invierno, ni tuvieran goteras cada vez que llovía.

   —Si te opones, me caso con el primero que llegue y todo mi dinero pasa a ser administrado por mi marido. Me caso con el inglés del ferrocarril, que me ha tirado los tejos.

   Mencionar a un inglés y además de la competencia, en aquella casa era un sacrilegio. Así que don Patricio cedió, porque estaba seguro que Sara cumpliría su amenaza.

   Más adelante, con el inglés de nuevo como excusa, donó dinero a la parroquia con el fin de abrir un albergue para chicas con problemas familiares, que se vieran obligadas a dejar sus casas y no tuvieran a dónde acudir. De este modo, la muerte de su hermana María no habría sido en vano. 

   Tras Sara solamente quedaba por casar Victoria. Don Patricio decidió que se quedara soltera para que lo cuidara en la vejez. Victoria respiró aliviada, conociendo a su padre y sus elegidos. Sara siempre le dijo que si conocía a alguien de su gusto se lo hiciera saber.

   —Soy rica, recuérdalo. Yo compraré tu felicidad.

   —¡Qué pena que el gallego no te hubiera elegido antes, el a ti! María estaría viva ahora. ¿Qué habrá sido de su cuerpo?

   —No te tortures inútilmente. El cuerpo ya es lo de menos. Pensemos que está con madre. Estarán juntas en algún sitio, felices las dos, velando por nosotras, contentas de que estemos bien. Así que, para darles una alegría, tú y yo nos vamos a ir a La Habana. ¿Qué te parece?





Continuará...