El tiempo olvidado


II

Condado de Sligo en Irlanda.



Consuelo, Caridad y Teresa  eran hijas de otro indiano, Antonio Arias, que había regresado de La Habana con algún dinero y había puesto en Avia el mejor café de la época: “El café francés”, con veladores de mármol blanco, lámparas de globo, sillas Thonet y alargados espejos de marco dorado en las paredes.
   Era un moreno de ojos verdes, alto,  y guapo a rabiar. Traía locas  a todas las avianas casaderas, incluso casadas, pero él se fijó en una rubia de origen irlandés Teresa Moran[1], con la que se casó contra la voluntad del padre de ella, que veía al indiano como un libertino mujeriego y derrochador, que no se iba a casar con la niña, y encima, tampoco es que tuviera tanto dinero como para correr el riesgo.
   Patrick y Erin Moran habían huido de su país cuando las furibundas persecuciones inglesas a los católicos, primero,  y las hambrunas continuadas, mas tarde, obligaron a los irlandeses a emigrar en masa por el mundo, casi siempre, eso sí,  a países de habla inglesa. Don Patricio siempre sostuvo que emigró a España por llevar la contraria, pero lo cierto es que viajó hasta donde le alcanzó el poco dinero que tenían. Salieron del puerto de Cobh, en un carguero que tenía otro rumbo en principio, pero que por una avería, tras una galerna,  recaló en el puerto de San Esteban. Los Moran desembarcaron y se sorprendieron con un paisaje de verdor y niebla, campesino, marinero, y melancólico, donde sonaban las gaitas como en su Eyre querido; lo tomaron por una señal y decidieron quedarse. Unos meses después se establecieron en Avia.
   Patrick Moran, era un black irish, un irlandés de cabello y tez más oscuros, descendiente de aquellos españoles de la Armada Invencible, que naufragaron en las costas de Irlanda, y allí se quedaron para siempre. Don Patricio, procedía de Grange en el condado de Sligo, en el noroeste de la isla. Era descendiente de una rama del clan Ui Fiachrach. Todo el clan había perdido sus privilegios y sus tierras a manos de los ingleses, que se los habían expropiado para entregarlos a escoceses presbiterianos fieles a la corona.



  Su padre y sus antepasados más recientes habían sobrevivido como pescadores, pero él era mucho más inquieto; su costa se le quedaba pequeña. Siempre había soñado con poder hacer grandes viajes surcando aquel mar hostil y sin embargo generoso, que les proporcionaba sustento, pero les separaba del mundo. Pensaba en sus ancestros, aquellos que habían llegado de España[2] en un galeón, el Santa María de la Visión, con intención de invadir la Inglaterra reformista de Isabel I, toda vez que el papa Pio V, promulgara una bula que permitía destronarla y asesinarla. El mar y el clima echaron por tierra las aspiraciones de Felipe II de contra reformar las islas, pero dejaron semilla española en una de ellas. Y ahí estaba él, irlandés católico de rasgos hispanos, varios siglos después, luchando de nuevo contra los ingleses como sus antepasados, e igual que ellos, perdiendo de nuevo la batalla.
   El y su reciente esposa, conocieron el hambre y la persecución día tras día y mes tras mes. La presión protestante se hacía cada vez más insoportable en el condado y con ella, el riesgo de perder la vida. Alguna vez, a él y a otros patriotas gaélicos, se les había pasado por la cabeza colgar al obispo presbiteriano por los pies, en el puerto, y abrirlo en canal como una ballena, aunque estaban seguros de que no asomaría nada bueno. Por ello, antes de convertirse en proscritos, decidieron huir del país como la mayoría de compatriotas. Había llegado el momento de emprender el viaje que tanto había soñado desde niño. Su esposa se fue llorando, pensando en poder regresar algún día, pero el juró no volver a pisar su tierra mientras hubiera ingleses sobre ella. El azar les devolvió a las costas de donde había salido su antepasado español y Patrick se quedó convencido de que sus dioses gaélicos les habían depositado en este lugar para que se quedaran.
  Patrick Moran siempre había tenido mucha imaginación y pocas ocasiones para poner en práctica sus ideas. Esta vez iba a ser distinto. Se dedico a indagar acerca de las carencias de la zona, comprobó las necesidades y vio clara la oportunidad. Esta era una región próspera y dinámica, con mucho futuro, pero mal comunicada, casi aislada del resto de España, lo que frenaba el comercio y las oportunidades de negocio. Un transporte rápido y fiable con la capital de la región primero, y con la meseta y la capital del reino, después, podía ser más que interesante. Era un hombre vehemente, con buen físico, lo cual ayudaba, y mucha labia para exponer sus ideas, que por otra parte estaban bien documentadas y muy bien razonadas. Así pues, consiguió algunos créditos pequeños, fáciles de devolver uno a uno, y levantó un negocio de transporte de viajeros y mercancías Avia Oviedo, que funcionó muy bien, y una línea Asturias Madrid, un poco más adelante,  que tardaba ocho días en hacer el trayecto, lo que era todo un récord. El negocio fue bien desde el principio y pudo devolver el dinero con bastante prontitud, lo que le dio fama de hombre cumplidor, serio y fiable. A partir de ahí, cada vez que necesitaba dinero solamente tenía que pedirlo, sin explicar nada.


Diligencia de la época

   Cuando se vio libre de deudas, compró una casa moderna en el centro de la villa para criar a sus hijas y rehusó pertenecer al Casino cuando se lo propusieron.
   —No tengo tiempo para perderlo en charlas inútiles.
   Se llevó un disgusto cuando su hija pequeña, Teresa, comenzó relaciones con Antonio "el cafetero", como apodaba a su futuro yerno con bastante desprecio. Trató por todos los medios de estorbar la relación, aunque cuando se enteró era ya un poco tarde. Teresa se había enamorado del cafetero y testaruda como buena irlandesa,  estaba dispuesta a casarse con él por las buenas o no tanto.
   Pero don Patricio era más irlandés todavía, y tenía la ventaja de que era quien mandaba en casa. Y como mandaba.
   —No vuelves a ver a ese fucking cubano y punto.
   —Patrick, no emplees ese lenguaje  delante de las niñas, I beg you[3].
   Father —intervino la hermana inmediatamente anterior a mi futura bisabuela—, Antonio no es cubano, es de Avia. Estuvo unos años en La Habana, con su padre. No es lo mismo.
   —Es igual. Son todos unos libertinos. Ese bloody country  corrompe a todo el mundo. O dejas al cafetero por las buenas o no vuelves a salir de casa.
   —Dejaré de comer —amenazó mi futura bisabuela.
   —Mejor. Así te mueres y se acabó el problema.
   —¡Oh, my God! —se lamentaba mi futura tatarabuela— Patrick, no saquemos las cosas de quicio. No sería mejor que hablases con el señor Arias y le preguntaras cuáles son sus intenciones.
   —¿Y qué crees que me va a decir? ¿Qué se va a reír de la niña y de nosotros? Noooo, claro que no. Mentirá como un bellaco, y en cuanto se canse de ella, se irá a por la siguiente.
   —Pero…
   —Se acabó la charla. No vuelves a salir de casa, hasta que me jures sobre la Santa Biblia que has terminado tu relación con ese individuo.
   Las hermanas y la madre, trataron de convencerla. En Avia había otros hombres, más jóvenes incluso, y tan guapos como Antonio. Pero Teresa estaba muy enamorada y Antonio también de ella. Le hacía llegar misivas por mediación de mi futura tía bisabuela Isabel, que estaba completamente a favor del idilio. Gentes de la villa, con una cierta amistad con don Patricio, poca, porque no era muy sociable, trataron de abogar a favor de Antonio, pero don Patricio no dio nunca su brazo a torcer, y el tiempo pasaba y Teresa se consumía encerrada en casa, sin poder ver a su amor imposible. La madre, sufría lo indecible por su niña pequeña. Aquel cabello rizado rojo intenso, que tanto llamara la atención en Avia cuando llegaron,  estaba encaneciendo y su salud, que nunca fue buena del todo, empeoraba con el sufrimiento de la casa, por la desdicha de Teresa que ni comía, ni dormía, ni había vuelto a sonreír. Que solamente lloraba a todas horas.
   Así las cosas, una mañana, Teresa le dijo a su padre, con un hilo de voz,  que juraría por la Biblia no volver a ver al señor Arias.
   —¿Cómo ese cambio?
   —He reflexionado. Creo que tiene razón. Antonio, perdón, el señor Arias, no ha dado señales de vida, ni ha preguntado por mi…creo que ya tiene otra novia, —casi sollozó Teresa.
   —Te lo dije. Bien, veo que la sensatez ha vuelto a esta casa. En principio, te permitiré ir a misa con tus hermanas.
   Father, prefiero acudir a la misa de primera hora. No quisiera cruzarme con el señor Arias…
   —Yo la acompañaré —se ofreció Isabel.
   —De acuerdo. Puedes ir ya mañana, si lo deseas.
   Dicho y hecho. A la mañana siguiente Isabel y Teresa salieron con el amanecer rumbo a la iglesia que estaba a veinte metros de la casa. Don Patricio las vio, desde el balcón de su despacho, cruzar la plaza apresuradas y entrar en el templo. No había un alma aun por la calle. Qué bien cuando todo vuelve a la normalidad, cuando la oveja descarriada regresa ilesa al redil, sin que el lobo haya podido hincarle el diente.
   Nada más entrar en la iglesia, Teresa se dirigió al confesionario. Algunas beatas, muy pocas, acudían a misa a esas horas. La boticaria, aun soltera con su dama de compañía; la marquesa viuda, con su hija mayor, incasable, y su doncella con el frasco de sales por si se privaba con los ayunos, y media docena más sin relevancia.
   Ya estaba la misa a la mitad cuando Teresita regresaba de confesar. Risueña y sofocada.
   —Disimula un poco —aconsejaba Isabel— y termina antes. La gente va a sospechar.
   Todos los días iban a misa y todos los días confesaba Teresa, que cada vez estaba más feliz.
   —¿No os habéis tropezado nunca con don Antonio? —preguntaba la madre, mientras desayunaban solas todas las mujeres de la casa, sin don Patricio que ya estaba atendiendo sus diligencias hacia Madrid.
   —No, nunca —mentían a dúo las hermanas.
   —Mejor ¿no?
   —Desde luego.
   Pero hay cosas que son imposibles de ocultar, y el cuerpo de Teresita comenzó a cambiar demasiado para que doña Erin no se diera cuenta de que algo estaba ocurriendo o mejor dicho, ya había ocurrido.
   —¡Oh my God!
   No obstante, el problema no era el embarazo en sí, porque seguro que Antonio iba a cumplir como un caballero, el problema era don Patricio Moran.
   —¿Cómo pudo haber ocurrido esto?
   Patrick, que cosas preguntas…
   No hablo contigo, Erín, le pregunto a ella —tronó el irlandés. dirigiéndose a Isabel—. Se supone que tú la cuidarías. ¡Contesta! ¿Cómo ocurrió esto?
   No tengo ni idea. Delante de mí no ocurría nada anormal. Nunca vimos a Antonio.
   ¿Que nunca visteis a ese? ¿Tú te crees  que yo soy un fucking silly?[4]
    La culpa es suya fath
Don Patricio sentó a Isabel en el suelo de un bofetón. Teresa se orinó encima, el resto de hermanas, cinco más, enmudecieron y doña Erin se privó, en el mismo momento en el que llamaron a la puerta.
   —Señor, es don Antonio Arias. Quiere hablar con usted.
   —Serán sus últimas palabras —sentenció mi tatarabuelo, mientras iba a por su arma de fuego. Un fusil Henry calibre 44, con el que pensaba matar a mi bisabuelo.
   Evidentemente no lo hizo, y mis bisabuelos se casaron a la semana siguiente, en la misma misa de alba que había sido la culpable de todo. Don Patricio no acudió a la ceremonia, ni quiso ver a la novia nunca más. Para dar su consentimiento había puesto como condición que la pareja se marchara de Avia, cuanto más lejos mejor. Antonio Arias decidió, sobre la marcha, volver a La Habana. Allí continuaba su padre, ya enfermo, y uno de sus hermanos. Trabajo no le iba a faltar. Vendió el café al ferretero de al lado, que quería ampliar el negocio instalando una mueblería, y regresó a La Habana, sin saber cuándo iba a retornar a Avia, si es que lo hacía. Sufría por Teresa, tan joven y alejada de su familia, por la testarudez del irlandés, que aquel día no lo había matado, porque doña Erin, precavida, había hecho desaparecer el fusil. La pareja partió dos días después de la boda desde Gijón en una goleta de bandera inglesa. Don Patricio prohibió a su familia despedir a la novia. Erín Moran no volvió a ver a su hija pequeña nunca más, ni pudo conocer a sus nietas. Falleció dos años después de la boda. Tras meses de postración, una tarde de otoño con niebla y llovizna, la dulce Erin con su pelo rojo y sus ojos azul transparente, se fue con la bruma, en busca de otro cielo más claro al otro lado del mar, al abrigo del cual, su Teresa esperaba ya su segunda hija y la echaba de menos.


Goleta clipper





[1] Moran: familia noble originaria  de Offaly, Mayo y Sligo, en el Noroeste de Irlanda. En gaélico se escribe O´Morain, u O´Moran. Mor significa grande y an es el artículo el, the, en ingles. Sus ramas pasaron a Belgica, España, Francia e Inglaterra, radicándose en Brabant, Normandía, Bretaña, Asturias, León, Vizcaya y Kirkcudbright. Es el apellido irlandés más arraigado en el continente americano.

"Parte de mi familia pertenece al clan celta de los Canechos de Forcinas de Arriba, concejo de Pravia. Tenemos como apellido Morán (en gaélico, Ó Móráin). Copio"The name means a descendant of Mórán. “Mor” in Gaelic translates as big or great and “an” as the prefix the. Morans were a respected sept of the Uí Fiachrach dynasty in the western counties of Mayo and Sligo. In Ireland, where the name descended from the Gaelic, it is generally pronounced /ˈmɒrən/ MORR-ən[1] anglicised approximate of the Irish pronunciation".
Información de mi primo Koldo San Sebastián.

[2] Morán: Apellido de origen asturiano. Procede del concejo de Gijón, descendiente, según la leyenda, de un caballero que en la Batalla de Covadonga apresó a la hija de un rey moro, con la que tuvo algunos hijos que, por ser su madre mora, se llamaron "Moranes". Otra familia de este apellido está formada por el caballero irlandés Don Patricio M. Mulay, capitán comandante del Regimiento del Conde Mahoni, teniente del rey.



[3] Te lo ruego
[4] Jodido imbécil.

El tiempo olvidado


I

Quinta Covadonga, hospital del Centro Asturiano de La Habana


El elegante Ford avanzó despacio por el puente y alcanzó la calle adoquinada. Tras caer, la lluvia dejó en el suelo cristales líquidos que estallaban, a su paso,  en millares de gotas verdes y negras. Giró en la plaza alrededor de la fuente, y se detuvo delante del Casino de la villa. Zacarías, el chofer negro, se apeó presuroso y abrió la puerta a su amo, don José Arango.
   Al fondo, detrás de la torre de la iglesia, las montañas, conservaban harapos de nubes maltratadas por el viento durante la tormenta,  mientras el sol de media tarde aparecía rojizo de otoño, aunque fuera mayo, ruborizando  las nubes y las piedras de los palacios y de las casonas de la señorial Avia.
   Don José Arango, era uno de los muchos indianos que habían ido regresando, casi para terminar sus días. Liquidó sus negocios de La Habana y retornó, viejo, para no volver. Deseaba morir aquí, en el pueblo, en el paisaje de su niñez, que no se le había borrado de la memoria. Sus largos años en La Habana no habían sido malos; mucho trabajo, bastante suerte y mucha, muchísima plata. Fueron buenos años para hacer fortuna; el tabaco siempre había sido un buen negocio. Al principio y durante años, compraba en las vegas, como hiciera su padre,  para abastecer la fabricación de habanos local, pero un tiempo antes de regresar, se había unido al trust norteamericano de Ybor City, y sus ingresos habían crecido cuantiosamente. Con más dinero del que podría gastar en los años que le quedaban, decidió regresar y pasar tranquilo, sin preocupaciones, sin estar pendiente de la marcha del mundo y de los conflictos que pudieran surgir, sus últimos años.
   Andaba agitado el mundo en 1928. Fascismo y comunismo se abrían paso en una Europa diezmada por la guerra y por la gripe española, que había matado más población que la propia contienda global. En América la producción excesiva acumulaba stocks que nadie compraba, y en la Bolsa de Nueva York, la especulación había creado una burbuja de crecimiento totalmente artificial, financiada por una Banca que daba créditos fáciles para comprar acciones, con insuficientes garantías. Esta burbuja podía explotar en cualquier momento. José Arango, muy crítico con los Estados Unidos desde la guerra, presagiaba un panorama negro, aunque en su entorno todo el mundo le llamaba pesimista. Solamente mi abuelo Honorio, le daba la razón, y tal vez influido por él, había adelantado su regreso a Avia, dejando a su hijo mayor estudiando en los Estados Unidos, que para algunas cosas era un país esencial e indispensable y para otras, las más, no tanto.
   José Arango era un hombre pragmático, tenía la cabeza fría y no se dejaba embaucar por las apariencias. La economía americana era un desastre en ese momento, pese a los esfuerzos del gobierno por ocultarlo y si ocurría un crack en la Bolsa de Nueva York, el país se iría al carajo, Cuba se iría al carajo y el resto del mundo lo mismo. Todos al carajo. No quedaría ni un dólar para comprar habanos, ni un centavo siquiera para desperdiciarlo en humo. Por eso liquidó todo y regresó. En el pueblo no se iba ni a enterar, si se hundía el mundo,  y si la industria tabaquera se arruinaba, tampoco. El tenía su dinero en España bien seguro, para vivir con tranquilidad hasta el fin de sus días, que se la tenía merecida.
   No entraba en sus proyectos de futuro conocer a Estrellita; a María Estrella Salomé de la Vega de Avia y Rivagodos, nada más y nada menos. Aviana popular con falso título nobiliario y un pasado revuelto, más o menos gozoso, según como se mirara. Esto era algo que la cuadriculada cabeza de don José, no había previsto, y por eso en este momento,  no era capaz de vislumbrar, ni de lejos, que se le iba a venir encima su crack particular.
   En las noches que pasaba en vela, (tenía insomnio crónico tras unas fiebres raras que se trajo de un viaje a la Santa María de Puerto Príncipe, llamada Camagüey en el rebautismo que sufrieron las ciudades cubanas, tras la independencia),  recordaba cómo llegó a la isla analfabeto, pálido, desnutrido, raquítico, y como su padre se lo quedó mirando como si fuera un extraño. En realidad lo era; no se habían visto desde que el tenía dos años, y ya había cumplido los diez.
   Si, aquella visión era su hijo. El pobre estaba en los puros huesos. Don José Arango, padre, había sabido con gran disgusto, que el dinero que enviaba puntualmente a su familia, se lo quedaba un pariente de su mujer, que interceptaba desde hacía muchos meses, toda la correspondencia que llegaba desde la Habana; Dado que ella no sabía leer ni escribir, ni su familia más allegada tampoco, tenían que fiarse de quien supiera. Al principio, el pariente instruido, les regalaba un poco de lo que enviaba José, pero más adelante le cegó la codicia, dejándolos en la más absoluta miseria, mientras el derrochaba un dinero que parecía lloverle del cielo, porque no tenía ningún oficio productivo, más bien al contrario. Todo el mundo  sabía que ese capital era el dinero que José enviaba para sostener a su familia. La mujer del indiano se presentaba en su casa a pedirle cuentas cada día, a horas diferentes para cogerlo por sorpresa y que no pudiera esconderse. Al principio la echaba de mala manera, a pedradas, a palos, o azuzándole los perros, hasta que un día, intervino un familiar quien escopeta en mano amenazó con “pegarles un tiro a los canes, si vuelve a ocurrir esto, y como tengo mala puntería, lo mismo el tiro le da a alguien; quedas advertido”. Tras ese incidente, la esperó una mañana  cuando iba a trabajar a los campos del rico del pueblo y la amenazó con tomar represalias contra el niño.
   —Ese hijo raquítico y feo que tienes, lo mismo no te dura mucho. Ten cuidado si no quieres que le ocurra un accidente. Te lo advierto, puta. El cubano se olvidó de ti. Allí hay mujeres muy guapas. Búscate a otro.
   Ella conocía bien a José, su marido, y sabía que aunque hubiera conocido a otra mujer, jamás se desentendería del hijo que había dejado aquí.
   El capataz del negocio de su padre, que había venido a Vigo para ver a los suyos,  se había acercado al pueblo a recogerlo. El hermano de mi bisabuelo, en una de sus cartas, le refirió lo que pasaba con la familia de José, alertado por los vecinos de la miseria de estos y de la extraña bonanza del pariente. Mi bisabuelo Antonio le mostró la carta a José Arango, padre, y este envió a su empleado para que actuara en su nombre. El gallego, se encontró un panorama desolador. Convenció a la madre de que lo mejor para el niño era terminar de criarse en La Habana con el padre. Allí el porvenir sería otro muy distinto. Tenía que ser generosa y pensar solo en el hijo. España no tenía futuro para él. Le dio dinero suficiente para vivir con holgura el resto de su vida y, antes de partir, ajustó cuentas con el pariente ladrón, al que dejó tullido para los restos, después de arrasar y quemar todo lo que había levantado con el dinero robado.
   —No llores —le dijo su abuela—. No llores al irte, porque tu madre se moriría de pena. Se valiente. Prométeme que lo harás, tu madre ya ha sufrido bastante. Y no la olvides. No nos olvides. Prométemelo.
   Lo prometió y lo cumplió. Se fue sin soltar una lágrima, con la cara sonriente vuelta hacia el pueblo y sus vecinos que salieron al completo, a despedirlo. Los vio, entre el polvo, hacerse diminutos, diminutos, apenas un punto, y desaparecer para siempre. Lo mismo que a su perro que corrió desesperado tras el carruaje sin lograr darle alcance. Luego lloró y lloró sin darse tregua hasta quedar dormido. Cuando despertó ya estaba a bordo del barco que lo llevaría a La Habana, a reencontrarse con su padre. Nunca los olvidó, ni menos aun a su madre, aunque no volvieran a verse.
   Partió de Gijón, sin haber visto ni siquiera la ciudad. Seguro que La Habana era igual de grande o mayor incluso. El barco, en el que también viajaba mi tía bisabuela Isabel Moran, se hizo a la mar con suavidad, y se alejó tranquilo dejándose llevar por la brisa suave de la mañana. A los dos días entraron en Vigo. Los parientes del empleado de su padre subieron a bordo a despedirse, llenos de comida: empanadas de sardinas, pote gallego, lacón, pensando acaso que en el barco no daban de comer. Todos lo abrazaron como si fuera de la familia.
   —Pobriño, pobriño —le dijo la madre del gallego cuando lo besó antes de descender del barco.
   —Me llamo José, señora.
   —Ya lo sé pobriño mio, ya lo sé.
   El barco zarpó de nuevo desde Vigo con la misma calma con la que había llegado, pero la travesía dejó de ser tranquila poco tiempo después de haber perdido de vista la tierra gallega. Día tras día y noche tras noche, se sucedieron las tormentas en alta mar; el viento de las Azores soplaba con fuerza contra  las olas que se crecían y zarandeaban aquel Bergantín clíper de dos palos, de nombre San Mamés, que en origen había sido inglés, y del que la gente decía era majestuoso y marinero, dos palabras que José no había escuchado nunca.
   Le gustaba encontrarse con aquella señora rubia tan guapa y elegante que había partido desde Gijón como ellos. Se la quedaba mirando absorto. Nunca había visto una señora así: con aquel pelo tan claro y tan suave y aquellos ojos azul transparente. Era para el cómo alguien de otro mundo, como un ángel, que le transmitía  paz y confianza. Mi tía bisabuela se sentó a su lado una mañana en el comedor y le saludó sonriente.
   —Buenos días José. Me llamo Isabel Moran, estoy encantada de  tenerte como compañero de viaje ¿No vas a desayunar?
   José asintió con la cabeza. Ese día el desayuno le supo mejor. Incluso la comida le comenzó a saber mejor, desde que había hablado con “la señora”, para alegría del empleado de su padre, que no sabía cómo lograr que comiera bien, para que mejorara de aspecto y no causara tan mala impresión al llegar a La Habana.

Bergantín cliper

   Pero la alegría duró poco: El temporal de las Azores arreció y se ensañó con el barco, que avanzaba a duras penas por aquel mar que enloquecía con el viento y se volvía violento y agresivo. Recostado en su litera, se convenció de que no llegarían a ninguna parte, porque la tierra había desaparecido para siempre. Solo se veía agua. Agua que caía sin parar formando remolinos desde el cielo, sobre aquella otra agua tan oscura que llamaban Atlántico. Añoraba a su madre, a sus primos, a sus amigos, a su perro, que cazaba ratas para sobrevivir, porque ellos no tenían apenas para darle de comer. Estaba convencido de que no volvería a verlos nunca más, y a su padre, tampoco. Estaba seguro de que no iban a llegar a parte alguna. Sentía unas ganas terribles de llorar, no lo hacía porque no quería que doña Isabel lo viera como un cobarde llorón. Menos mal, que en medio de las desgracias estaba ella. En cuanto la veía, se suavizaban los males.
   —Tranquilo que llegaremos a La Habana. ¿Sabes? Mi hermana y mi cuñado son amigos de tu padre. Van a estar todos juntos esperándonos. ¿Qué te parece? Luego continuaremos viéndonos en la ciudad. Tengo una sobrina de dos años y pronto va a nacer otro.
   —¿Cómo hablan en La Habana, se les entiende?
   —Naturalmente. Hablan español como nosotros.
   —Entonces, ¿Por qué no entiendo a estos hombres del barco?
   —Porque hablan vascuence.
   —¿No son de Cuba?
   —No. Son vizcaínos, de Bilbao.
   —No me gustan estos peces que nos ponen para comer. No son como las anguilas.
   —Podemos pedir que no te sirvan pescado, pero haz un esfuerzo y come de todo lo demás.
   —Imagina que está aquí tu padre y te lo suplica  porque no quiere verte sufrir —remató el gallego.
   José se esforzó y procuró comer para complacer las imaginarias súplicas de su padre, y sobre todo para complacer a doña Isabel. Solo lo consiguió durante unos días. Un  mediodía tras el almuerzo, cuando se dirigía a su litera para reposar y dormir la siesta, comenzó a vomitar en mitad del pasillo, y no dejó de hacerlo a diario, puntual como un reloj, hasta que la silueta del Morro se dibujó una mañana a lo lejos y entendió que habían llegado, al fin. Isabel Moran, que algunos días también se había mareado, pasaba a visitarlo, y le cantaba una vieja canción irlandesa, que su madre les cantaba a todas las hermanas cuando estaban enfermas, y que tenía la virtud de relajar el ánimo, y calmar cualquier dolor. Así y todo, aquellos cuarenta días fueron los más angustiosos de su vida. Sin doña Isabel a bordo, estaba seguro de que no habría podido superarlos. Por ello, su aspecto al llegar a Guanabacoa era más que lamentable. Peor que el que tenía cuando salió del pueblo.
   Ese mismo cariz tenía años más tarde en la Quinta Covadonga[1], tras el viaje a Camagüey. Mi tía abuela Consuelo se preguntaba que se le habría perdido a un tabaquero en territorio azucarero, cuando le iban a visitar al hospital donde permaneció largo tiempo luchando contra aquel mal extraño que se trajo de recuerdo y que casi le cuesta la vida.
   Otra cosa que nunca entendió mi tía abuela, era el porqué se había traído de vuelta a España, a Zacarías, el negro, a no ser para llamar la atención, algo extraño porque, don José siempre había sido un hombre discreto. “A ver si va a ser su hijo de verdad”.
   En esas noches sin sueño, recordaba sus años en el colegio de La Salle, en el barrio de El Vedado, que le había parecido tan lujoso, tan deslumbrante, bajo esa luz que tiene La Habana, con sus palacetes y sus criadas uniformadas, y su primera temporada en el colegio con sus compañeros tan educados y señoritos y el tan rústico y tan tosco todavía, aunque su padre le hubiera enseñado los modales básicos, sobre todo en la mesa, pero aun le quedaba mucho por aprender. Doña Isabel y su hermana doña Teresa, le habían comprado ropa a petición de su padre, y le trataban como a un hijo. Doña Isabel le ayudó a adaptarse al colegio y a la nueva vida, y a comprender las diferentes materias, dado que el apenas sabía leer y escribir, y le costaba incorporarse al nivel que le correspondía por la edad.
   Con el tiempo fue un alumno destacado y un buen deportista que el Colegio supo aprovechar. Al finalizar los estudios, le hubiera gustado dedicarse al beisbol como profesional, pero su padre consideró que era mejor ocuparse del negocio. Ese iba a ser su futuro de verdad.
   Recordaba a su padre como un hombre listo, que comprendía la necesidad de saber cuánto más, mejor. No se puede ser un ignorante, le decía. No hay nada peor. Sabiendo y trabajando se llega lejos. Y así fue en el caso de los dos, pero sobre todo en el suyo. Su padre no regresó jamás al pueblo. Murió, relativamente joven,  una noche mientras dormía. Nunca había vuelto a ver a su mujer, la madre de José, con la que vivió apenas tres años.
    El no se había casado. Había tenido amores, claro está, pero casarse nunca. A veces se sentía solo y pensaba en buscar esposa. Conocía a un buen número de asturianas, muchas  avianas, bastantes de ellas le hubieran aceptado. Se dijo que siempre le había gustado mucho mi abuela Caridad, que estaba a punto de nacer cuando él llegó a La Habana. Pero se tenía por poca cosa para ella. Tenía que ganar más dinero, hacerse con una buena fortuna, comprar uno de los mejores palacetes de El Vedado y después hablar con mi bisabuelo, el irlandés, que siempre lo había querido como a un hijo.   Mientras don José andaba ocupado en esos menesteres, de acá para allá, mi abuela, se casó con mi abuelo, otro aviano que no tuvo tantos remilgos, y don José se quedó compuesto y sin novia, lo cual es un decir, porque propiamente novios no habían sido nunca. Y así continuó y así parecía que se iba a morir, hasta que llegó Estrellita, para cambiar su destino.
   Un día de aquellos de llovizna habanera, don José se presentó en casa de mis tíos abuelos Consuelo y Agustín, con los que mantenía buena amistad, para presentarles a un niño que se había traído del bohío.
   —Le traje porque su madre acaba de fallecer y se ha quedado solo. Vengo a pedirle el favor Consuelo de que le compre ropa adecuada, voy a mandarlo al colegio.
   —¿Al colegio?
   —Si, a La Salle, al que yo fui.
  Mi tía abuela le sacó al porche, para que la conversación quedara entre ellos, sin que la escuchara el muchacho, al que mi tío abuelo Agustín hacía señas agitando una banana.
   ¿Usted en qué mundo me vive José?
   No comprendo.
   ¿Usted se cree que en La Salle van a admitir a un chico de color?
   ¿Piensa usted qué no?
   Naturalmente. Mire, voy a comprarle ropa, pero no para el colegio. Le compraré todo lo necesario, y haré por el lo que usted me diga, pero será mejor que si piensa instruirle le ponga un maestro en casa. No pase por esa humillación, ni haga pasar al niño tampoco.
   Se llama Zacarías.
   Pues muy bien.
   ¿No va a preguntarme por qué lo he recogido?
   ¡No! Usted sabrá.
   Cuando se fueron, mi tío abuelo se había disgustado porque el niño no había saltado a por la banana.
   —Desagradecido.
   —¿Desagradecido? Que no es un mono Agustín, por Dios.
   —¿De dónde lo habrá sacado?
   —Del coño de su madre.
   Consuelo era muy deslenguada, teniendo en cuenta que procedía de buena familia y había recibido una educación esmeradísima en colegio de monjas católicas irlandesas. Mi abuela Caridad, se hubiera puesto roja hasta la raíz del pelo si la hubiera escuchado, más de indignación  que de vergüenza. Y a mi otra tía abuela, Teresa, le habría dado un patatús. Agustín, al que decían el colorado, estaba acostumbrado y se quedó tan campante. Eso sí: ya se enteraría el de donde carajo había sacado José Arango al monito.
   En los días siguientes, en la Reguladora[2], en los corrillos de astures y preferentemente en los de avianos se dijo de todo. Mi tío abuelo Agustín, el colorado, se lo refería a su mujer mientras comían.
   Es hijo de José y de una negra del bohío.
—¡Qué notición! Lo mismo te la publica el diario de La Marina. Fíjate que yo pensaba que la madre podía ser gringa. Gringa y rubia platino.
   Tu ríete, pero hay quien dice que lo ha robado.
   Ese será el tonto del bote de Luis García. ¿Para qué tendría que robar un niño y negro además, que solo le va a traer problemas?
   También se dice que…
   Mira: no quiero escuchar más sandeces. De donde haya salido el chico no nos importa, ni a nosotros ni a nadie. Punto.
   Yo creo que sí, que es su hijo. Hay negras muy guapas…
Mi tía abuela lo miró fijamente, y se levantó de la mesa para no comenzar una discusión. Decir que hay negras guapas, si huelen a cabra. ¡Por Dios!

 
La Reguladora



[1] Casa de salud del Centro Asturiano de La Habana, inaugurada en 1897. Hoy es el hospital Salvador Allende.
[2] Hotel restaurant, creado por una sociedad de tabaqueros asturianos, con el fin de regular, de ahí el nombre, los precios de las comidas y el alojamiento, creando un servicio asequible y digno para los empleados de las fábricas de tabaco. En sus cocinas estaba prohibido el aprovechamiento de las sobras, como ocurría en otros establecimientos, con los consiguientes problemas de salud que la practica conllevaba. Ubicado en la calle Amistad, comenzó a funcionar en 1888.

Encierro







Estaba anunciada, la nueva crisis económica quiero decir, porque esto no es una pandemia ni de lejos. Había un empeño en una nueva crisis y ha llegado. La economía está bien y tratando de recuperar los derechos sociales perdidos en la anterior, que más que una crisis económica fue una involución, pero…

Veamos, yo estoy en mi casa con comida para un mes, porque así me lo han ordenado las altas instancias, para frenar el famoso virus. No voy a decir que no sea necesario, aunque reflexiono y creo que mata menos que una gripe estacional, pero repito: hago lo que me dicen que haga por el bien de todos. No obstante, pienso en el frenazo en seco de la economía de este país y de otros. Hasta luego a la recuperación de la dignidad perdida para las clases no pudientes de los países, hasta luego a la igualdad de oportunidades, a la confianza en un futuro con trabajo digno y con esperanza. Chao, chao, que dirían nuestros amigos  italianos, nuestros compañeros de encierro. Porque esto no va ser un se acabó y nos ponemos en marcha y aquí no pasó nada. Volver al punto de partida va a costar y mucho.

Esto me recuerda a la “brillante” idea de la primavera para los países árabes, que trajo como resultado la guerra de Siria y el caos para algunos de ellos como Libia, por ejemplo. Porque Libia tenía al frente a un mamarracho como Gadafi, pero funcionaba. Y si hablamos de mamarrachos ¿Qué es Trump para ti? Podía ser la pregunta. ¿Por qué nadie trata de hacer la primavera en USA? Ah, claro, que es una democracia. También España lo es y mira como nos manejan.

Hala, feliz encierro y suerte, mucha suerte para este país nuestro tan sufrido.

El tiempo olvidado



Comienzo a publicar este relato: El tiempo olvidado, que quiere ser un retrato de la emigración praviana a Cuba en el siglo XIX. Una parte de mi familia llegó de Irlanda, y otra se fue a Cuba. Somos el resultado de esa mezcla más reciente, aunque yo siempre digo que los españoles somos mestizos a tope. La pureza de raza es para otros, con otra "vox".

Son las historias que escuché en mi casa toda mi vida. No está contado al pie de la letra. He cambiado apellidos, mezclado personajes, inventado otros...pero la esencia es la vivida en mi familia y en muchas familias pravianas, "avianas"...










Ha llegado el momento solemne de lanzarse a la pelea. Así nos lo exige el sagrado nombre de España y el honor de su bandera gloriosa”. 
                                 Almirante Cervera, antes de la batalla de Santiago de Cuba


“A los cubanos conviene darles todo, todo menos la independencia” (Frase atribuida a Julián de Zulueta en conversación con el general Blas de Villate, conde de Valmaseda, Capitán General de Cuba.






Introducción





La noticia llegó a Avia unos cuantos días después, aunque corrían rumores desde hacía tiempo de que la rendición estaba próxima, tras el desastre de Santiago de Cuba, cuando la escuadra española que trataba de salir a mar abierto fue diezmada por la flota estadounidense.
   Aquella tarde de finales de agosto de 1898, el sol caía a plomo sobre la adormilada villa, cuando mi tatarabuelo, el irlandés, subió la calle principal renqueante y se dejó caer, casi sin aliento, en el banco del zaguán. Una de sus diligencias había traído la noticia desde Madrid: el día trece del presente, España había perdido Cuba. Su hija Sara, se extrañó al notar que tardaba en subir, y bajó alarmada a ver qué sucedía.
   Don Patricio continuaba sentado en el banco, sus ojos estaban llenos de lágrimas, o eso le pareció a Sara. Apenas tenía aliento para musitar unas palabras atropelladas.
   —Cuba, es Cuba…
   — ¿Qué ha ocurrido en Cuba? ¿Es por la guerra?
   Don Patricio asintió con la cabeza.
   — ¿Se ha terminado? ¡Gracias a Dios!
   —Hemos perdido…Ahora ¿Qué va a ocurrir con…?
   — ¿Está preocupado por su hija y sus nietos? No sufra padre, estarán bien…
El irlandés se levantó como un resorte.
   — ¡No me importa nada esa gente de la que hablas! Están donde quisieron y tendrán que afrontar las consecuencias. Me importa la ruina de este país. Ahora que he invertido en un vehículo de motor, para competir con el fucking ferrocarril. ¿Qué se les habrá perdido a los americanos en esa isla? ¡Fucking wars! Subamos a comer. A la mierda Cuba y los cubanos.
   Mi tía bisabuela Sara, envió recado a mis tíos bisabuelos Arias, los cuñados de su hermana y así, la noticia corrió por la villa. Raro era la familia que no tenía a alguien en la isla. Cuba era para los avianos bastante más que un país del otro lado del mar. Cuba era el vecino, el amigo, el pariente, la familia; Alguien a quien se recordaba y se seguía esperando, alguien que se sentaba con ellos a la mesa cada día, alguien con quien se compartían alegrías y penas, alguien a quien se conocía sin haberlo visto nunca  y a quien se amaba con nostalgia y con esperanza en la distancia; Todo lo que concernía a esa Cuba, le concernía a Avia como propio.
   Poco a poco, se fue arremolinando gente en la plaza alrededor de la casa del irlandés, interesada en saber más  acerca del fin de la guerra. Que España había perdido Cuba era lo único conocido por ahora, lo demás eran conjeturas. Mi tía bisabuela Sara, bajó a hablar con la gente, para repetir lo único que sabían con certeza: La guerra había concluido. España había sido derrotada por los Estados Unidos.
  En los siguientes días, en el Casino, en los cafés y en cada tertulia que se hacía en la calle en las noches veraniegas, no se hablaba de otra cosa; Todas las noticias, rumores, dimes y diretes, sobre vidas ajenas, comidilla hasta entonces de cada reunión vecinal, pasaron a un segundo plano o se olvidaron por completo, para alivio de muchos. Solamente se hablaba de la pérdida de Cuba. Había opiniones a favor y en contra y los bandos, también aquí, estaban enfrentados. La mayoría pensaba que la culpa era del almirante Cervera que había optado por una mala estrategia; solamente una minoría, mejor informada, sabía que el gobierno de Madrid había sacrificado a sus soldados, desde el principio, en una guerra perdida de antemano, por no querer enfrentarse a una población exaltada, manipulada por la prensa sensacionalista y patriotera del momento. Si el gobierno de Madrid hubiera vendido la isla a los Estados Unidos, declarándose vencido sin haber sido derrotado militarmente, habría inducido un golpe de estado con amplio apoyo popular y, en consecuencia, la caída de la monarquía. Por eso, el gobierno concluyó que la derrota, segura, era mejor que la revolución, también  segura.
   La orden que recibió Cervera de salir de la bahía de Santiago el tres de julio a primera hora del día, era militarmente hablando, la peor de todas. Si hubiera salido por la noche o un día con mal tiempo, hubiera evitado la destrucción de la flota española, más rápida que la norteamericana; además ésta hubiera tenido que alejarse de Santiago y buscar refugio en otro puerto, ante la próxima temporada de huracanes que se avecinaba. Eran el blanco perfecto, puesto que no había otra opción que salir en fila india, dada la estrechez del canal del puerto.
El almirante ordenó navegar cercanos al litoral y embarrancar una vez fueran alcanzados. Sabía que todos los grandes cruceros aguantarían sin hundirse un tiempo, lo que permitiría a mandos, oficiales y marineros ponerse a salvo huyendo por la costa. Cervera trataba de salvar vidas, sabiendo que la batalla estaba perdida.
   —Fue un desastre porque no había otra opción. De este modo se salvaron muchas vidas.
   —Los americanos se rieron de nosotros, como pasó en Filipinas. Nuestra armada es una mierda.
   —Serán nuestros almirantes.
   —Son nuestros políticos. Mejor hubiera sido vender Cuba a los americanos cuando quisieron comprarla, que no perderla de esta manera tan humillante y a costa de miles de vidas.
   —Vidas de los pobres que no tuvieron los trescientos duros que costaba la redención, o que los cobraron de los ricos para que estos no fueran a la guerra. Vendieron su vida por trescientos cochinos duros y se fueron a morir de hambre a miles de millas. Yo me alegro que la guerra haya terminado.
   —Sí, tienes razón, eso es otra cosa que no se dice, pero nuestros soldados murieron de penuria y de enfermedades, más que por heridas de guerra.  El ejército no supo organizar el abastecimiento. Y encima entramos en guerra con los yanquis.
   —Yo creo que la guerra con los Estados Unidos no se buscó…
   —¡Que se iba a buscar! Pero una vez en marcha el gobierno de Madrid quiso que se terminara cuanto antes y por eso autorizó desastres como el de Santiago. No fue el almirante, fueron los políticos. Fue el cabrón de Sagasta, ese masón de mierda.
   —No lo autorizó, exactamente, esa no es la palabra. Digamos que lo ordenó.
  Sí, tenía toda la razón el aviano, hubo muchos oficiales que declararon estar convencidos de que el gobierno de Madrid tenía el propósito de que “la escuadra fuera destruida lo antes posible para llegar a la paz con rapidez”. La continuación de la guerra con los Estados Unidos hubiera supuesto un peligro para los territorios de la metrópoli, en especial para las Islas Canarias y las Baleares, por eso el gobierno del liberal Sagasta optó por sacrificar la Armada. Ese rotundo y decisivo desastre naval justificaría la rápida firma de la paz. Tras el hundimiento de la escuadra, Santiago de Cuba cayó en poder de los americanos apenas una semana después, y el gobierno de España solicitó de inmediato la mediación de Francia para entablar conversaciones de paz con los Estados Unidos.
   —No nos escandalicemos, ni convirtamos a Sagasta en un demonio, sacrificar la Armada fue lo mejor para todos. La guerra terminó por fin, regresarán los soldados y Cuba consigue la independencia, que tiene derecho como el resto de países de América. No hubo asonada y la monarquía continúa. Lo mejor para todos.
   Tal vez fuera lo mejor para España y para la monarquía, pero la independencia de Cuba quedó sujeta a la voluntad de los americanos. España, tras años de despiadada guerra colonial, abandonó a su hija predilecta, a su perla del Caribe, como la nombraba la prensa amarilla, en manos de los Estados Unidos. Los yanquis llegaron a última hora, con el hundimiento del Maine como excusa, remataron  una guerra que ya tenía encaminada el ejército mambí, se erigieron en libertadores de facto, ocuparon la isla, y se quedaron hasta el triunfo de la Revolución de 1956.