II
Doña
María de Ordóñez sufría por muchas cosas en aquellos momentos, todas diferentes
a las preocupaciones de su esposo, pendiente solo del efecto que su hija había
causado en el rey y sobre manera de que la niña estuviera a la altura.
La señora de la Torre se preocupó
por la suerte de Aulaga, la curandera de la comarca, su amiga y su cómplice;
gracias a su saber se habían enderezado muchas cuestiones entre don Pedro y
ella y muchas otras referidas a sus amigos y enemigos y alguna que otra
referida a la niña que era muy bella, pero muy gazmoña.
En alguna hechicera o brujo fue
en lo primero que pensó el caballero designado por el rey para esclarecer los
hechos y aunque doña María negó conocer a ninguna era cuestión de tiempo que
dieran con su amiga, una vez descartados otros brujos más inferiores, aunque
tal vez más notorios, por desgracia para ellos. Por eso pensó que donde más
segura podía estar era en la boca del lobo precisamente. Así que la hizo traer
a la Torre y la acomodó en casa del herrero. El y su familia eran de total
confianza y le debían a Aulaga la dicha de ser padres y el sustento de la
familia, dado que la curandera le había salvado las manos cierta vez que unos
desaprensivos se las abrasaron en el fuego, rusiente como el infierno, para
irse sin pagar los aceros encargados.
Juan
Tabarés fue el designado por el rey para llevar las pesquisas. Berciano terco
como una mula, chocó frontalmente con el otro Juan, este de apellido García
designado por don Pedro para lo mismo. Ambos quisieron hablar con el copero,
quien entre sollozos, les refirió como él personalmente había llenado todas y
cada una de las copas durante la cena, que para eso era el copero.
—Para eso y para provisionar y
probar el vino.
—Si señores. Ocurre que, una vez
retirado mi señor don Pedro, los caballeros me excusaron de permanecer allí y
me dijeron que trajera vino en abundancia y me retirara. No obstante, yo hice
que se lo preguntaran a mi señor y este me otorgó el permiso.
—¿Lo hizo personalmente?
—No señor, fue a través de su
ayudante. Pueden preguntarle.
—Eso vamos a hacer.
Una vez corroborado el plácet, el
copero les mostró el vino que sirvió, un poco más inferior, por orden de don
Pedro, “pero no tan malo como para matar a nadie”.
—¿A qué hora os retirasteis?
—Poco después de don Pedro. En el
convento ya habían tocado maitines. Sonaba la prima cuando comenzaron las
voces.
—¿Dónde estaba sentado don Alonso
durante la cena, te acuerdas?
—Si señor, como no. Estaba aquí —El
copero se colocó detrás de la silla que ocupara el muerto esa noche.
—Pero, apareció muerto en este
otro lugar —corrigió el leonés.
—Una vez que se retiraron los
señores, los caballeros levantaron la mesa y bebieron de pie y volvieron a
sentarse cada uno donde le pareció. Ya no había protocolo.
—¿Qué crees tú que pudo
ocurrir?—preguntó Juan García— ¿Alguien quería asesinar al caballero y portaba
el veneno esperando la ocasión?
—Los caballeros acababan de
llegar de la guerra, no pensareis que llevaban el veneno con ellos, alguien se
lo trajo esa noche —corrigió el leonés.
—No tuvieron tiempo de hacer el
encargo. Apenas hacía unas horas que habían llegado y ya veis como están los caminos
—puntualizó el copero muy sensatamente.
—Entonces…
—Entonces el veneno ya estaba
aquí, esperando.
—¡Lo trajiste tú! —rugió el
leonés.
—¿Yo? ¿Para qué, señor?, si yo no
conocía a ningún caballero, ni sabía quienes venían, ni cuantos…
—¡Alguien te pagó para ello!
El copero miró a Juan García con
gesto de súplica. Este continuó con el interrogatorio, sin prestar oídos a las
insinuaciones del leonés.
—Es evidente que el veneno se
puso en la copa de don Alonso una vez que se levantó el protocolo ¿Entró mucha
gente en el comedor?
—Los criados que sirvieron la
comida y unos músicos a los que nadie prestó atención, por lo que doña María
hizo que se retiraran y se les sirviera algo caliente en las cocinas. Cuando
ocurrió todo ya hacía mucho que se habían ido.
—Estamos como al principio.
Puedes retirarte. Si ves u oyes algo al respecto, cualquier cosa que te parezca
sospechosa, me lo haces saber.
—Desde luego señor.
Mientras Juan García sacaba
conclusiones y ataba cabos con dificultad, porque había aun poco que atar, el
leonés hizo traer a todos los brujos de la comarca conocidos para ver quién de
ellos había preparado compuesto de beleño, quien se lo había encargado o quien
lo había traído a la torre y servido en la copa del muerto. Todos negaron haber
fabricado esos días ningún veneno, ni haber recibido encargo alguno de hacerlo.
— ¿Y cómo llegó el veneno a la
copa de don Alonso? ¿Vino solo desde el árbol?
—No se da en los árboles —respondió
el más osado que recibió un puñetazo en la boca como agradecimiento por la
información y como advertencia general.
—Es cierto —comentó el
lugarteniente de Tabarés, otro berziano, — el beleño es una hierba.
—¿Y que mas dará lo que sea el
jodido beleño? Alguien lo recolectó y lo preparó y lo puso en la copa de
Alonso.
—No tiene por qué haber sido la
misma persona y los brujos viven de eso: de hacer venenos y pócimas.
— ¿Estás tratando de decirme
algo, Gonzalo?
—Quiero decir que cualquiera de
estos prepara lo que le piden sin preguntar para que lo quieren. El culpable es
el que lo encarga y lo pone luego donde quiera que lo ponga.
—¿Sugieres que los suelte, así
sin más?
—No, déjalos en las mazmorras un
tiempo, a lo mejor recuerdan algo.
—Voy a hacer que les ahorquen.
—Entonces no te dirán nada. Si
saben algo, la cárcel les devolverá la memoria.
Juan Tabarés dudó, pero enseguida tomó una
decisión.
—Es vuestro día de suerte, vais a
tener mucho tiempo para reflexionar. El que recuerde algo interesante, será
libre.
—¡Señor!, tengo familia —suplicó
el del puñetazo, sangrando por la boca— Mi esposa está enferma y mis hijos son
muy pequeños. Con este frío sucumbirán. ¡No me encerréis, os lo ruego! Señor,
piedad. Que alguien se ocupe de mis hijos. Yo no he preparado ningún veneno.
¡Lo juro por Dios!
—¡Calla idiota! —le dijo otro en
voz baja— ahora no tendrás oportunidad de rectificar.
—Que nadie blasfeme o lo
atravieso con mi propio acero. Haced memoria y vuestros problemas se
terminarán.
Aulaga
se enteró pronto de los problemas de la familia del curandero, un buen hombre
llamado Antero, y se lo hizo saber a doña María.
__Permitidme ir a socorrerlos.
Tiene tres niños pequeños. Morirán de hambre y de frío. No tenía otro oficio y
yo le enseñé a preparar pócimas para sobrevivir. Es un pobre hombre.
__Tú no puedes dejarte ver. Yo
haré que les lleven lo necesario para que sobrevivan. No te preocupes. Lo
organizamos ahora mismo.
Por otra parte Juan García
realizó una minuciosa inspección del lugar del crimen. La mesa del refectorio y
el lugar que ocupaba don Alonso de Camponegro en ella. Como el rey no acudió a
la cena, su puesto en el centro de la mesa, de espaldas al fuego, había quedado
vacío. En frente al rey se hubiera sentado doña Gontrodo, que tampoco asistió.
Su puesto lo ocupó el abad del monasterio, invitado a última hora, que
cenó frente al vacío y se fue a la vez que don Pedro. A partir de ese momento,
los caballeros se sirvieron ellos mismos a discreción. ¿Quien puso el veneno en
la copa de don Alonso? Cualquiera de ellos pudo esperar el momento oportuno con
la ponzoña preparada. Era poco probable que fuera alguien del séquito del rey.
Como bien había apuntado el copero, acababan de llegar de la guerra y era
difícil que llevaran el veneno consigo, aunque tampoco imposible. Por otra
parte, de haber querido asesinar a Camponegro, ¿qué mejor ocasión que el campo
de batalla?, donde llegado un momento no se distinguían amigos ni enemigos y
atravesar al rival era fácil sin levantar suspicacias. Un caído más en la
contienda, un muerto más al servicio del rey.
Sin embargo, los invitados
locales procedían de sus casas. ¿Cuántos había? Don Juan García hizo memoria.
Siete, eran siete y el abad, que llegó a última hora. Por si le flaqueara la
memoria llamó al copero e hicieron una lista. De los siete caballeros, cinco
eran ya muy ancianos y no habían estado en el campo de batalla, aunque
evidentemente, habían enviado hombres y armas, incluso comida de sus despensas
para alimentar a las tropas. Tres de ellos se durmieron apenas terminada la
carne de oca y todos ellos se fueron a sus casas cuando don Pedro se retiró.
Ninguno conocía de nada al caballero asesinado. De los otros dos, don Gualtero,
había regresado herido a la misma vez que don Pedro y cojeaba aun
ostensiblemente de la pierna derecha. Apenas había comido porque su pierna le
daba tanto la tabarra que era imposible concentrarse en algo, aunque fuera
placentero como una buena cena. Se sintió aliviado cuando don Pedro se levantó;
el otro caballero, don Alvar de Latores había perdido a uno de sus hijos en la
toma del castillo de Gauzón, pero pese a su dolor, había querido acudir a
agasajar al rey de León. Ninguno de los dos Juanes había estado en Gauzón,
ambos habían combatido en Tudela, por ello desconocían lo ocurrido en la toma
del castillo.
—Habría que saber cómo murió su
hijo, lo mismo don Alonso andaba cerca y nunca se sabe como son estas cosas o
como piensan los demás que son. Y el prior del convento fue invitado a última
hora, habría que saber también si fue olvido de don Pedro o fue que él,
insistió en venir por algún oscuro motivo. Tengo trabajo que hacer.
Ambos Juanes se encontraron para
intercambiar información. Poca cosa tenían ambos, aunque las deducciones de
García eran más razonables que el empecinamiento del otro de saber cual brujo
había preparado la pócima.
—Yo indagaré sobre la muerte del
hijo de don Alvar.
—Bien, yo averiguaré sobre la
invitación del prior.
—¿No iréis a sospechar de un
fraile?
—¿Y por qué no?
—No me los imagino yendo a ver a
un brujo para encargarle una pócima.
—No les hace falta. En los
conventos tienen botánicos, ellos saben de plantas más que los curanderos.
—No sé, no sé. La sabiduría
empírica es superior —sentenció el leonés que no era muy amante de la ciencia.
—Ellos suman el empirismo al
conocimiento científico. No los subestiméis.