La viajera del agua


La rebelión, primera parte




23


H
asta Híspalis, o por lo menos hasta mi, apenas llegaban las noticias de la guerra en la Septimania, estando como estábamos aislados de la corte, aunque supongo que el virrey y sus consejeros estarían mejor informados dado que la situación en la Narbonense les beneficiaba; pero eran herméticos, nada trascendía; ni siquiera Ingundis, pese a conocer mi sufrimiento, dejaba traslucir ninguna emoción que yo pudiera interpretar en cualquier sentido. Estaba perfecta en su papel de reina, al igual que Goswintha, aunque yo me resistía a creer que tuviera su mismo carácter.
   Fueron de nuevo los sirios quienes portaron la aureola de la reciente victoria enredada entre los tafetanes y los terciopelos, prendida en las cintas de raso y seda y en los hilos de oro y plata, y la hicieron circular por la ciudad, transformada casi en epopeya; tal vez convenía que en Híspalis se conociera el poderío de los ejércitos reales, toda vez que ellos serían quienes presentaran batalla tarde o temprano, si Hermenegildo no rectificaba y se arrodillaba ante su padre. Tal vez la propaganda fuera una nueva estrategia de lucha.
      El dux de Aquitania, hacía días que se había replegado, tras sufrir un implacable castigo por medio de las tropas que mandaba Claudio, el nuevo dux de origen hispano de la Lusitania, que habían desplegado una audaz acometida, ingeniosa y rápida, y le habían vencido a orillas del rio Aude.   Fue Sigebert, una vez más, quien me narró los hechos según llegaron hasta él. Parece ser que los hispanos, recién llegados a la Septimania, se dirigieron al encuentro del ejército aquitano, acampado junto al Aude y una vez que lo tuvieron a tiro, lanzaron al aire tal cantidad de flechas que el cielo dejó de verse durante muchos minutos y el sol desapareció anocheciendo el día. Cuando regresó la luz, los nuestros hicieron amago de retirarse, rehuyendo la lucha y las tropas aquitanas, después de un instante de vacilación, salieron con furia tras ellos. Cabalgaron varias leugas  a implacable galope, hasta que todos acusaron el cansancio; los hispanos se frenaron agotados en la lejanía y los aquitanos les imitaron agradeciendo a la Providencia el favor, permitiendo a las monturas acercarse al rio para refrescar los gaznates secos por la carrera y por la angustia del ataque anterior. Se hallaban en medio de un pedregal, lejos de su campamento, con el rio a la derecha y la montaña a la izquierda. De improviso, los hispanos, abortando la supuesta tregua, se lanzaron contra ellos a galope tendido, reforzados en primera línea por tropas septimanas de refresco, que habían cruzado el rio y estaban aguardando el momento de entrar en liza. Tras la sorprendente acometida, los desconcertados francos tomados al asalto, dejaron sobre el terreno bastante más de la mitad de su ejército y los aliados hicieron tantos prisioneros que se vieron desbordados. La confusión  poseyó a todos, vencidos y vencedores. La lucha se prolongó, no obstante, durante horas. Cayó la noche y los dos ejércitos continuaron la matanza a la luz de las teas, hasta que los aquitanos retrocedieron en desbandada como pudieron amparados por la oscuridad. Claudio Servilio ordenó a los suyos dejarlos ir. Había sido suficiente. Cuando amaneció el paisaje había mudado por completo. El río había enrojecido mientras el cielo permanecía tapado por las nubes, reacio a presenciar las consecuencias de la depravación humana. Los muertos eran más de siete mil, la mayoría aquitanos. Pude imaginar el espanto de la crueldad sobre la campa como en tantas otras batallas que había escuchado referir; aunque Sigebert no me diera detalles, tampoco los necesitaba; por desgracia, me figuraba el resultado del horror.
   La victoria hispana fue incontestable y la Septimania quedó por fin segura y a salvo y los ejércitos pudieron regresar victoriosos a la corte. Recaredo retornaba del frente sin una herida siquiera. Esto era lo más importante para mí. Tal vez fuera posible el reencuentro. Tal vez antes de comenzar la guerra, mandara a por nosotros.
   Una vez en la corte, el príncipe debía ocupar el puesto de su padre en la gobernación del reino, porque Leovigildo pensaba dirigirse al norte de nuevo contra los vascones, ya que temía una expansión aprovechando los diversos problemas en los que andaba inmerso el reino. Nada se decía de iniciar una guerra contra Hermenegildo. Parecía como si Toletum pasara por alto la situación en Híspalis, como si la ignorase a propósito. Tal vez pretendía dar tiempo al virrey a rectificar. De no ser así, estaba teniendo una estrategia lenta o ¿acaso el lento era Hermenegildo? ¿Quién había movido primero? Hermenegildo. Hermenegildo había lanzado el desafío, el rey le había desautorizado y así habían quedado las cosas. Híspalis jugaba con blancas, pero hasta ahora solamente había abierto el juego con temeridad y había expuesto al rey. Su táctica no había hecho más que comenzar y era lentísima y eso, según Recaredo, no era inteligente. Aunque yo continuaba pensando en una trama organizada de antemano, porque todo me parecía inexplicable y confuso. Brunilda cuando me escuchaba meneaba la cabeza con desaprobación.
   —Tú y tu imaginación desbordada. Esa idea tuya no tiene pies ni cabeza, es lo más descabellado que te he escuchado y mira que te he escuchado cosas absurdas. Con lo fácil que es ver las cosas como son en realidad.
   —¿Ah sí? ¿Y cómo son?
   —¿Pues como van a ser? Las cosas son, como tienen que ser. Siempre lo dijo tu abuela, deberías recordarlo.
 
 Fredegonde de Neustria
  

Los reinos de Austrasia y Neustria continuaban en guerra; Frédegonde la asesina de la hija de Goswintha y ahora reina en su lugar, se había revelado como una mujer sanguinaria y ambiciosa y el terror parecía haberse instalado en los reinos del norte, a la vez que la noticia de los malos tratos infringidos a Ingundis oscurecía para siempre las relaciones de las reinas Brunechildis y Goswintha que dejaron de hablarse. Para rematar el laberinto, el desafío de Hermenegildo se convirtió en el principal motivo de enfrentamiento entre el rey y la reina de Toletum. Ella le echaba en cara no haberla dejado convertir a su nieta por las buenas o por las malas o matarla antes que dejarla ir precisamente a Híspalis donde “estarían rodeados de católicos y de ese agitador llamado Leandro” y no haberla escuchado cuando le advirtió del error de  incorporar al gobierno a los católicos “que mira que pronto te lo han agradecido.” Las escaramuzas más o menos encarnizadas se libraban en la corte entre los reyes y ahora mismo yo no acertaba a vaticinar ninguna acción próxima contra Híspalis, aunque imaginaba que el rey y el príncipe tratarían de encauzar la situación con el hijo y el hermano; pero  dada la lentitud de movimientos cualquier cosa podía acontecer. Era exasperante la ausencia de noticias.
   Aquí en palacio, lo que nos estábamos temiendo desde hacía un tiempo podía ocurrir en cualquier momento. Leandro estaba instruyendo a Hermenegildo en el catolicismo a marchas forzadas y todos dábamos por hecha la conversión y en consecuencia, la rebelión. El príncipe y algunos católicos, pero sobre todo la nobleza visigoda, andaban tanteando alianzas. Ya contaban con el rey suevo Miro y con los lusitanos y tras la conversión, Leandro en persona saldría hacia Byzantium, a pactar acuerdos con el emperador.
   Yo ya sabía con certeza que estaba encinta. Me gustaría poder darle la noticia a Recaredo y sobre todo me gustaría verlo aunque solo fuera una vez más. Me gustaría volver a tener una noche juntos, pero con un instante también me conformaría. Con verlo incluso de lejos. Por el momento, nadie sabía de mi preñez excepto mi aya, que se alegró como si viniera un nieto suyo, y lloró toda la mañana y me hizo prometer que si nacía niña la llamaría Aimone. Eso mismo era lo que yo había pensado. Pero con el tiempo mi estado se iba haciendo evidente y tuve que pensar en dar la grata nueva, al menos para mí, a la gente de mi entorno más inmediato. Mi aya me preguntó si consideraba conveniente decir que mi hijo era de Recaredo estando las cosas como estaban.
   —¿Y de quien voy a decir que es?
   —No lo sé. Se nota poco la preñez. Espera un poco más y mientras tanto pensaremos algo, según lo que vaya ocurriendo.
   Una mañana me encontré una sorpresa mientras bordaba en el patio bajo los naranjos, jubones para el hijo de Ingundis que nacería en otoño, como el mío. Yo tenía la esperanza de que, para cuando llegara el momento, estuviera junto a Recaredo y juntos educáramos a nuestro hijo y a los siguientes. Esa mañana a la que me refiero, apareció de improviso Eberhart el africano, por no decir mi padre que me resulta todavía doloroso.
   —Hola Jana.
   —¡Señor! ¿Cómo es que estáis en Híspalis?
   —Vengo de hablar con Hermenegildo, como puedes suponer. El rey quiere verlo en Toletum y yo espero para acompañarle. Saldremos en cuanto esté preparado para el viaje.
   —¿Que se dice de la guerra en la Septimania?
   —Ya ha terminado. Fue muy favorable a nosotros. Recaredo regresa victorioso. Ahora sólo falta que Hermenegildo rectifique y se entienda con el rey. Leovigildo se interesa por ti y te envía saludos.
   Agradecí la deferencia del rey y me quedé confiada en que Hermenegildo, que era un hombre prudente en el fondo, recapacitaría e iría a la corte a entenderse con su padre, que lo adoraba. El rey amaba mucho a sus hijos era muy evidente y eso haría las cosas más fáciles. Pero Ingundis apareció para matar esa esperanza.
   —Supongo que habrás visto a tu padre, Jana y te habrá dicho a que ha venido.
   —Así es, alteza.
   —Comprenderás entonces, que Hermenegildo no tiene porqué desplazarse a la corte. Que venga aquí Leovigildo.
   —Leovigildo es el rey.
   —Y Hermenegildo también, no seas impertinente. Además es él, el que quiere hablar. Que venga si lo desea.
   Hizo una pausa, antes de continuar; cuando prosiguió,  su voz había cambiado desde la arrogancia al temor.
   —No comprendes que si mi esposo va a Toletum será hecho prisionero.
   —No lo creo, el rey solo quiere hablar. No le habrán sentado bien las decisiones que ha tomado el príncipe.
   —Debes decir el rey. Que ingenua eres, Jana ¿te has olvidado de Goswintha? En cuanto Hermenegildo ponga el pie en Toletum será encarcelado como poco. A lo peor ni sale vivo de allí. No irá. Tu padre partirá mañana solo.
   —El rey no se dejará influir por la reina en asuntos que conciernen a sus hijos y menos aun en este caso, después de lo que ocurrió…
   —¡Hermenegildo no irá! Yo soy ahora tan reina como Goswintha y tengo también ascendiente sobre mi rey. El rey de Híspalis no irá a Toletum. Punto.
   Había pensado que, no obstante la firmeza de Ingundis, el príncipe se dejaría convencer por el africano que sabía ser muy persuasivo. Era su oficio, aparte de otros más expeditivos. Pero la princesa y sus amigos de rebelión se unieron en el empeño de impedir el viaje: “Una trampa a todas luces.” El africano le rogó que lo pensara con un poco más de calma, que lo meditara en la noche, antes de irse a dormir, para que el sueño le ayudara, después, a ver las cosas con más claridad. “Mañana volveremos a hablarlo” le emplazó pensando que la soledad de la noche le ayudaría a reflexionar. Pero Hermenegildo no pasaba las noches solo y los argumentos de la virreina eran más dulces que los del africano  y sus armas más inofensivas en apariencia, pero mucho más eficaces, y los estragos que causaban en la voluntad del príncipe, tras la ardiente batalla en la cama, mucho más contundentes y definitivos. Por eso a la mañana siguiente, Hermenegildo se negó a ir a la corte a parlamentar con el rey con mucha más vehemencia.
    Así que el africano partió solo portando el desaire del príncipe a su  padre y rey, que otorgaba, en parte, la razón a Goswintha, cuando reiteraba ante Leovigildo que los católicos le habían traicionado utilizando a su hijo casi como rehén. “Entre ellos y la ramera de mi nieta le han sorbido el seso y le han utilizado contra ti, viejo iluso.”
   Yo tenía que hallar el modo de enviar noticias a Recaredo de mi situación. El tenía que saber que esperaba un hijo suyo y debía conocer por mí lo que se estaba cociendo en los pucheros de la conjura. Porque había una conjura dijera Brunilda lo que dijera. Yo tenía que ser sus ojos y sus oídos en Hispalis. Yo, era él. No podía decirle nada al africano porque se lo confiaría a Goswintha, con total seguridad nada más poner pie en la corte. Entonces se me ocurrió algo.
   Llamé a Serena que nos había acompañado a Hispalis, con su hijo y su marido, al que no tuvo más remedio que perdonar, y que se hallaba de nuevo esperando y nos fuimos a la ciudad a visitar al sastre que confeccionaba la ropa de palacio. Le encargué una chlamys para el príncipe. Le dije que tenía que ser para el día siguiente a primera hora. Elegí con esmero la tela, aunque lo más importante eran los dibujos que tenían que bordar alrededor del contorno con hilo de oro.
   —Le pagaré el doble —le dije cuando vi sus dudas—. Aceptó sin rechistar.
   La misiva, que llevaba cuidadosamente dibujada en un pergamino, decía:
Queridísimo Recaredo, me muero por verte. Estoy bien. Vamos a tener un hijo al igual que los príncipes. Nacerá para noviembre. Confío que cuando llegue el momento estemos juntos, quiero que contemples su carita desde que llegue al mundo. Es segura la conversión de tu hermano. No cederá ante el rey. Ingundis, el obispo y varios nobles visigodos le dominan. No son los católicos, son los nuestros. Yo cada vez entiendo menos la situación. Tiene a los suevos y a los lusitanos como aliados. Piensa buscar apoyo en Byzantium, una vez convertido. Por Dios que no haya guerra. Trata de impedirla por nuestro hijo. Te quiero y te querré siempre. Jana
Chlamys romana

   En una chlamys no cabía nada más. Pensé que había sido suficientemente explícita. Lo fundamental estaba dicho. Al día siguiente le di el presente al africano, junto con una nota de Sigebert para su padre, que el africano leyó atentamente para que no dijera nada más que las lógicas nuevas que se dan a un padre desde la distancia, sin atisbo de referencia alguna, a la situación política o militar. Eso eran asuntos entre reyes y nadie podía, ni debía, ni le era permitido, intervenir. A mí, no se me notaba la preñez por lo cual el africano no pudo contar ninguna nueva a su vuelta a Toletum diferente a lo hablado con Hermenegildo y al embarazo de Ingundis que era de dominio público.

Hermenegildo rechazando la comunión arriana

   Dos días después de la partida del africano, Hermenegildo se bautizó solemnemente en la iglesia catedral católica. El obispo Leandro le ayudó en su única inmersión en el agua bendita[1], mientras Ingundis ejercía de madrina, y varios nobles y magnates católicos, los más amigos, estaban presentes como testigos. El obispo cambió el nombre del virrey por el de Ioannes, que por lo visto quería decir, “el fiel a Dios,” aunque Hermenegildo jamás lo utilizó. Fue solamente algo simbólico.
   Luego hubo fiesta en toda la ciudad y posiblemente en toda la Bética, y un gran banquete de celebración en palacio, al que no me quedó más remedio que asistir. Debo referir que uno de entre los magnates católicos que rodeaban al príncipe, un hombre de edad mediana, viudo con tres hijos legítimos y un buen número de bastardos de varias concubinas, se había interesado desde hacía tiempo por mí. Yo esquivaba su frecuente presencia en palacio siempre que podía, haciendo todo lo posible por qué no coincidiéramos, pero ese día, en la comida, alguien tuvo la desdichada ocurrencia, tal vez pagada, de sentarnos juntos y me pasé el tiempo desoyendo sus insinuaciones y esquivando sus intentos de manoseo, cuando el abundante vino acabó transformado en apasionadas sugerencias, en absoluto compartidas por mí. Mi incomodidad se hizo tan evidente que la princesa se apercibió y levantándose me dijo:
   —Jana tienes que acompañarme. Me siento un poco cansada.
   Hermenegildo, solicito como siempre con su reina, quiso ausentarse con ella, pero Ingundis le convenció sin esfuerzo, para que continuara en la mesa agasajando a  sus invitados como correspondía a la solemnidad del día feliz para los católicos y sobre todo, para ella, que estábamos viviendo. “Jana me acompañará, con ella será suficiente. Es una molestia pasajera de mi estado. Han sido muchas emociones.”
   Conversamos del acoso del noble entre nosotras y ella me prometió decírselo al príncipe para que  hablara con el hispano y le ordenara dejarme en paz. “Le diremos que estás comprometida con un noble de Toletum. Todo se resolverá, no estés preocupada.”
   Entonces, impulsiva como soy, cometí una imprudencia: le confié a Ingundis mi embarazo y naturalmente no hizo falta decirle quien era el padre. Me abrazó largamente y luego lloramos las dos. Últimamente yo estaba también muy susceptible y las lágrimas me acompañaban más veces de lo que sería deseable. Me estaba pareciendo a Brunilda. Tras el llanto, arrepentida de mi impulso, le pregunté a la virreina si sería prudente que el padre del niño fuera de  dominio público.
   —¿Por qué no?
   —No lo sé, dada la situación a lo mejor es peligroso. Debería quedar entre nosotras.
   —Yo debo decírselo a mi esposo. Es el hijo de su hermano y sabes que Hermenegildo te quiere como una hermana.
   —Bien, pero sólo a él. Yo había pensado decir que el hijo es de Sigebert. El está de acuerdo.
   —¡Pero si todo el mundo conoce tu relación con el príncipe!
   —Aquí no. Desde que llegamos Sigebert no se separa de mi lado. Somos como hermanos, pero eso no lo sabe nadie.
   —De acuerdo, de acuerdo. Pero, lo hablaré con el rey y el decidirá.
   Se hizo así. Aunque la princesa tenía razón, mi relación con Recaredo era conocida por muchos, Hermenegildo pensó también que podía ser mejor mentir sobre el padre de mi hijo. Al fin y al cabo Recaredo era el enemigo. ¡Recaredo, el enemigo! No comprendía cómo podía hablar así de su hermano.
   A los días siguientes se sucedieron las semanas y todo continuaba igual. Leandro se había ido, tras la conversión, a buscar alianzas a Byzantium tal y como yo le había indicado al príncipe. Cuando regresó proclamó que el emperador estaba del lado de Hermenegildo y que intervendría si era requerido. Todos lo celebraron como un gran éxito de la diplomacia del obispo; sin embargo a mi me pareció que era no comprometerse mucho por parte del imperio.
   En la corte de Híspalis se contaba con el suevo Miro y con los lusitanos. Hermenegildo se reunía cada día con un grupo de nobles visigodos y algún hispano, pocos diría yo, para planificar la estrategia; teniendo en cuenta que el virrey se había convertido al catolicismo lo más lógico hubiera sido que los católicos le siguieran en masa, sin embargo, esto no había sucedido. Es más, exceptuando mi acosador, un elemento ambicioso del que no deseo recordar su nombre, y algún otro, pienso que éstos se esforzaban por mantenerse al margen. Muchos hispanorromanos, aunque descontentos desde siempre con la dominación visigoda como es natural,  poseían inmensas extensiones de tierras y casas o palacios a ambos lados del conflicto y era difícil posicionarse; creo que a algunos  les daba lo mismo quien fuera el rey, y la mayoría preferían a Leovigildo, incluso los de la Bética. Sin embargo, a la nobleza visigoda le había sentado muy mal la pérdida de poder que avecinaba el empeño del rey  por transformar la monarquía en hereditaria. Leovigildo iba a abolir porque sí, los fueros ancestrales de las tribus, la esencia misma de su razón de ser, la memoria de la estepa. Los huesos de sus mayores se retorcerían en su reposo eterno doloridos por la potestad menguada de ahora mismo y por la nada absoluta que se avecinaba. Era el fin de todo. El rey se había elevado a la cumbre del poder absoluto, impulsado por la estela de la gracia de un dios, antes ajeno, que solo era evidente para él, suprimiendo cualquier prerrogativa a todos los demás, a golpe de Codex Revisus. Echando a la cara de las tribus un pergamino de mierda, redactado por un septimano y varios herejes, que ellos deberían acatar, porque lo ordenaba el rey. ¿Y quién cojones era el rey? Alguien que ellos habían puesto y que podían quitar del mismo sencillo modo. Y eso era lo que iba a suceder.
   Aunque no iba a ser tan sencillo.
   Por todo ello, Cordúba, Emérita y por supuesto Híspalis reconocieron de inmediato la soberanía de Hermenegildo. Y curiosamente, al rebujo de los propios visigodos arrianos, pero sobre todo influido por el obispo Leandro, el nuevo rey anatematizó contra Arrio y sus doctrinas y ordenó destruir los libros sagrados arrianos y entregó nuestras iglesias a los católicos y quemó los templos y los conventos de quien opuso resistencia y pasó a cuchillo sin piedad, a los clérigos que no acataron el celibato, acusándolos de impíos y de herejes. Contemplé, con el estupor de mis propios ojos, a la nueva reina besando con fervor y agradecimiento la mano de su rey tras firmar con ella las sentencias de muerte contra los arrianos desobedientes con el nuevo orden. Sin embargo, ni a la nobleza visigoda, ni a la gente de palacio, se nos impuso la conversión, por lo cual continuamos siendo arrianos quienes así lo decidimos. En mi caso, aunque yo no era fanática, me hubiera resultado muy dolorosa la conversión a otra religión distinta a la de mi esposo, el príncipe. Yo debería continuar siendo fiel a Arrio mientras mi esposo lo fuera. No por sumisión, si no por lealtad.
   No reconocía al prudente Hermenegildo ni a la dulce Ingundis en estos reyes ambiciosos y despiadados en los que se habían convertido. ¿Quien estaría detrás de todo esto? Los nobles católicos desde luego, no. Y cuatro tribus enardecidas obrando por su cuenta tampoco. Entonces, ¿quién? ¿Leandro con su iglesia? ¿El reino de Austrasia después de la paliza a Ingundis? ¿Ambos, unidos contra Goswintha, ganándose a los godos descontentos con Leovigildo? ¿Todos contra los reyes de Toletum? ¿O sólo contra Leovigildo?
   El virrey o el nuevo rey o lo que fuera ahora mismo, que yo ya no sabía bien, contó desde el momento de la conversión con un ejército numeroso, joven y bien armado, ansioso por entrar en combate para repartirse el botín tras la victoria, en la que creían a ciegas. La Bética era una tierra rica y los repartos serían sustanciosos. Sobreabundaban las tierras extensas y fértiles y los palacios llenos de tesoros, sobre todo hispanos, las despensas y las arcas estaban bien surtidas y las mujeres eran abundantes y bellas. Recordé la historia de mi madre y temblé de angustia pensando en lo que iba a ocurrir si nadie lo remediaba, que me estaba pareciendo difícil y por momentos, imposible.


Ruinas de Itálica



[1] Los arrianos hacían tres inmersiones

La viajera del agua



Un nuevo destierro, segunda parte



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Mientras tanto, en la corte se estaban tomando decisiones importantes que iban a cambiar nuestras vidas. Leovigildo iba a asociar a sus dos hijos al trono, enviando a Hermenegildo a la Bética y dejando a Recaredo con él aquí en Toletum, con ello pretendía lograr dos cosas al mismo tiempo: alejar a Hermenegildo y a Ingundis de la corte para que retornara así la paz familiar y transformar, de una vez, la monarquía en  hereditaria, dando origen a una dinastía. Pero hubo quien pensó o quien hizo circular el rumor interesado de que esta decisión favorecía a Recaredo que sería, con toda probabilidad, rey en solitario a la muerte de su padre, que confesaba encontrarse ya viejo y cansado, y que esta decisión se debía a la guerra entre Goswintha e Ingundis. Si esto no hubiera sucedido, si la princesa no fuera tan testaruda y desobediente y se hubiera convertido, Hermenegildo sería quien se quedara en Toletum y Recaredo iría, con el tiempo, a la Narbonense. Yo lo hubiera preferido ya que eso hubiera significado mi anhelado regreso a la Septimania, que cada día veía más inalcanzable.
   El rey pensaba, tras sancionar estas disposiciones, dirigirse al norte para someter de una vez por todas a los vascones y lograr así la deseada unidad territorial, pero otra noticia inesperada le obligó a retrasar el viaje.
   Aprovechando la guerra en los reinos francos, aliados nuestros por razones de parentesco, el rey de Borgoña, llamado Gontram trató de invadir la Septimania, por lo cual fue necesario que Recaredo partiera a toda prisa para la Narbonense.
   Nuestra decepción fue inmensa. Habíamos planeado que yo fuera a Hispalis con los príncipes y dejar así transcurrir un tiempo de calma necesario en nuestra relación. Melque estaba en el norte y el rey tenía previsto dejarle allí con una dádiva generosa en tierras y soldados y siervos. Yo regresaría cuando, tras la vuelta del rey de la campaña del norte,  Recaredo fuera nombrado dux de Rexópolis, para hacer efectiva nuestra unión. Pero la guerra se cruzó en nuestro camino. Parecía ser aliada de Goswintha. Además esta guerra en la Narbonense podía alargarse más de lo deseado por todos, porque el dux de Aquitania que hostigaba también desde hacía un tiempo las fronteras de la Septimania, se había aliado con Gontram; la situación se había complicado mucho y Recaredo podía no regresar, era el riesgo cuando se hacía la guerra, aunque yo no quería escuchar semejante posibilidad. Pero el príncipe la asumía y necesitaba, para irse tranquilo y más motivado si cabe, desposarse conmigo; así se lo comunicó a su padre la noche antes de nuestra partida en direcciones opuestas.
   —Tengo la corazonada de que no volveré a ver a Jana, padre. Siento mucha inquietud, nunca antes me había ocurrido algo así. Necesito sentirme unido a ella ante la ley para irme tranquilo. Desearía que fuera mi esposa. No sé qué hacer. —Casi sollozó el príncipe.
   Leovigildo se conmovió ante la pena del hijo.
   —Un rey tiene solución para todo. Lusitano, vete a buscar a tu hija. Todo debe quedar entre nosotros, nadie debe conocer lo que va a ocurrir aquí. Es por el bien de Jana, sobre todo.
   Aquella tarde que permanecerá por siempre en mi memoria, antes de la dispersión de todos, Recaredo y yo hicimos efectivo nuestro compromiso recíproco en la sola presencia del rey, ni siquiera el africano, que estaba al corriente, presenció la ceremonia. El rey fue generoso con las arras y me otorgó diez mil sueldos, equivalente a la décima parte de la fortuna de mi marido, más la mitad de los territorios y ciudades que conquistara Recaredo a partir de ese día. Le di las gracias y le confesé que lo consideraba excesivo. En realidad, para mí era lo de menos, pero esa era la costumbre en todos los reinos con las esposas de los príncipes.
   —Mañana te entregaré pagarés por varios miles de sueldos. Si necesitas peculio puedes acudir a cualquier cambiador de Hispalis o de Itálica. Acude a cambiadores hispanos, no vayas a los judíos que son unos usureros. No sabemos lo que puede ocurrir, con esto vivirás bien si hay algún problema.
   Luego nos fuimos a los aposentos del príncipe para nuestra última noche juntos antes de la separación. Evidentemente no hubo morgengabe a la mañana siguiente. Esa noche fue, de verdad, nuestro último encuentro aunque yo angustiada como estaba por el futuro inmediato ¡siempre el futuro! no me entregué como hubiera ocurrido de ser las cosas de manera diferente, ni recuerdo todas las palabras de amor que el príncipe derramó enardecido, ni las promesas, ni los proyectos que hizo para nuestro futuro. Algo que lamenté el resto de mis días. Mi cuerpo y mi corazón estaban con el príncipe y le acompañaban en las caricias, en los abrazos, en los susurros, en la dulce batalla, pero mi razón y mi espíritu estaban aguardándome sumergidos en la venidera ausencia dolorida, desamparados, inciertos, oscuros, vacios. Estaba dividida en dos mitades aisladas que no eran nada la una sin la otra.
   Sin embargo, me quedé con el convencimiento de que esta vez sí que había germinado la simiente del amor tan inmenso que sentíamos el uno por el otro.
   El rey se presentó temprano en nuestros aposentos y nos abrazó a ambos, luego me bendijo y yo me fui y les dejé a solas. La reunión se prolongó. Eran muchos los asuntos a tratar y muchos los consejos que el rey le debía dar a su hijo antes de marchar para el campo de batalla. El príncipe partió a media mañana con sus hombres. Por el camino se le fueron añadiendo otros muchos de los diferentes señoríos por los que pasaba. Cuando arribó a Septimania llevaba con él tantos soldados como los que le esperaban allí. Un ejército importante de peones y caballos para defender al rey. Yo permanecí en el ventanal hasta que la última mota de polvo de su estela se desvaneció; me violentó entonces, una ausencia desolada que me poseyó por la fuerza de su salvaje acometida y tras ella un temor aterrador como si me hallara perdida y desorientada a merced de las alimañas en medio de la noche helada, sin un lugar donde guarecerme, sin unos brazos a los que acudir en demanda de auxilio y de cobijo. Ni siquiera pude llorar. Me había quedado vacía sin él.
   Si Recaredo partió con urgencia hacia el norte, Hermenegildo lo hizo también con prisa hacia el sur. Byzantium podía aprovechar la debilidad del reino, con los aliados francos inmersos, en este momento, en una guerra, Gontram atacando Septimania y el rey de Toletum preparando una campaña contra los vascones, para tratar de expandirse. Se habían detectado movimientos de lusitanos y de campesinos rebeldes, tratando de unirse contra Toletum. Además el odio de Goswintha por los católicos crecía como un coloso bien cebado y su deseo de borrarlos de la faz de Hispania y del favor del rey iba a la par. Era conveniente partir cuanto antes por el bien de Ingundis.
   Mi aya y yo acudimos muy temprano al cementerio para despedirnos otra vez de mi madre. Sigebert, nos esperó prudentemente alejado. Permanecí, tras el adiós, un buen rato en la puerta contemplando la tumba por última vez. Estaba convencida de que no iba a regresar.
   Leovigildo abrazó largamente a su hijo y besó en la frente a su nuera, creí ver lágrimas en sus ojos, aunque mi aya me dijo que eran ilusiones mías, “¿cuándo se ha visto a un rey llorar?” Era el rey, cierto, pero también era un padre y un padre que adoraba a sus hijos y que diga mi Brunilda lo que diga, lloró al despedir a su heredero. Tal vez presagiaba algo de lo que estaba por venir. La reina no se presentó en la despedida como era de esperar, pero yo la vi en uno de los ventanales contemplando la marcha con el mismo rostro de despecho que exhibía desde aquella mañana en la que trató de matar a la princesa y no lo consiguió.
   Así partimos hacía Híspalis los príncipes y nosotras, en una mañana soleada mientras el aire de la sierra refrescaba el ambiente y limpiaba el cielo, en el que permanecían aun jirones de nubes tratando inútilmente de resistir, con nuestra lujosa caravana, cinco o seis veces más numerosa que la que nos había traído desde Barcino. Nos escoltaba la guardia del príncipe a la que supuse se irían añadiendo fuerzas de las ciudades, como era costumbre, y una jornada por detrás marchaba un ejercito hispanogodo, no demasiado numeroso, aunque si armado con profusión, reluciente bajo el amarillo y núbil sol de febrero, entonando cantos marciales y causando la admiración de cuantos contemplaron nuestra comitiva marchando hacia el sur, hacia el nuevo exilio, adonde yo acudía con la esperanza de que mi príncipe, mi esposo, regresara victorioso y me llevara con él a la Septimania o al fin del mundo conocido o por conocer. Lo importante era estar juntos para siempre. Ingundis también viajaba con esperanza y con alegría; aunque ya se hallaba recuperada, estábamos convencidos de que el clima del sur le iba a devolver la totalidad de su antiguo esplendor, ese que había enamorado al príncipe, y que nos había cautivado a todos.







21


Salimos por la misma puerta por la que habíamos entrado aquella tarde triste y ya lejana en el tiempo. El Tagus nos devolvió otra vez la imagen invertida de la muralla, que ahora parecía apartarse para dejarnos ir. No miré hacia atrás, no había nada que ver, pero pensaba en mi madre; si hubiera sobrevivido, le agradaría viajar al sur con nosotras y vería con esperanza la posibilidad de regresar a su adorada tierra, pero mi querida Aimone, mi añorada madre, no estaba ya en esta vida, aunque yo siempre la tuviera presente. Como si adivinara mis pensamientos Sigebert se había colocado a mi altura y me sonreía con ternura. Era igual que su padre y yo también me sentía a gusto en su presencia. A gusto y a salvo.
   El viaje fue algo lento, a causa de la naturaleza de la princesa. Fueron siete etapas bastante cómodas comparadas con lo que había sido mi anterior viaje desde Barcino. El paisaje cambió varias veces desde la llanura reseca, al bosque frondoso y exuberante y otra vez el llano, pero aquí verde y fértil, sembrado de olivos y de vides y de naranjos. La calzada estaba más deteriorada que la que nos había traído a nosotros, tal vez por la abundancia de tránsito y los puentes, numerosos, continuaban transportándola en brazos sobre los ríos o los desfiladeros; no habían perdido la cortesía. El tiempo se comportó como se esperaba que lo hiciera, con revuelo, coherente con la estación. Acampábamos al atardecer y Sigebert me hacía compañía hasta que me iba a dormir. A veces dábamos un corto paseo por los alrededores del campamento y hablábamos sobre la Septimania. El conocía de vista a mi abuelo, el viticultor, le había visto por la ciudad  o en el Fórum con mis tíos. Y conocía el amor que su padre había sentido por mi madre y un día me confesó que pese a saber que yo estaba enamorada del príncipe, él se alegraba de que no fuéramos hermanos. En ese momento no di importancia a sus palabras, que me parecieron pura cortesía muy propia del carácter septimano, pero más adelante tuve ocasión de comprobar que había querido decir realmente aquella noche.
   Como era costumbre, cuando arribábamos a una ciudad nos deteníamos una jornada en alguna casa importante. Así ocurrió en Metellinum y días después en Emérita Augusta, donde nos ofrecieron una representación de teatro a la que solamente asistimos las mujeres. Yo nunca había presenciado ninguna. Se titulaba Las Coéforas y estaba escrita por un griego interesante llamado Esquilo, que había muerto siglos atrás. Me pareció llamativo y curioso poder asomarnos a las vidas de gentes del pasado, interpretadas por cómicos que se comportaban como si fueran aquellos mismos, con los mismos sentimientos y las mismas pasiones, logrando una metamorfosis perfecta. Me pareció también que no habíamos avanzado demasiado, dado que el mismo argumento de asesinatos y venganzas acababa de suceder ante nuestros ojos  semanas atrás con mayor virulencia si cabe, y lo que nos faltaba por ver, y que en ese momento desconocíamos, era mucho peor que lo narrado en la obra.
   Hermenegildo se entrevistó mientras, con  el jefe militar y con un representante de los campesinos rebeldes. Sigebert me contó al día siguiente que el príncipe estaba demostrando mucha prudencia y mucha sabiduría al recibir a todo el que lo solicitara sin importar su pensamiento religioso ni político. Estaba continuando al dedillo la política de su padre.
   Nos detuvimos otro día en Uguitunia y después en Itálica, ciudad romana maravillosa, donde un noble hispano nos acogió en su palacio. Disfrutamos de sus relajantes baños de agua caliente y de su refinada y amable hospitalidad. A todos nos hizo bien, pero sobre todo a Ingundis, por eso prolongamos la estancia dos días más. Sus mejillas habían ido recuperando el color y ante tan abundantes y apetitosos manjares le volvió el apetito y esas noches durmió de un tirón sin pesadillas. El sur ejercía ya su efecto mágico sobre nosotros.
   Cuando estábamos llegando a Híspalis, en una mañana dorada por la luz que regalaba el generoso sol, una avanzadilla de la guardia del gobernador, bellamente uniformada, con las monturas ricamente engualdrapadas, se dirigió marcial a nuestro encuentro. La ciudad apareció ante nosotros luminosa, cristalina y llena de fragancias. Desde lejos ya se olía el azahar. El rio Betis brillaba extramuros, espejado y sumiso bajo la densa luz que pesaba, y los palacios y las villas flanqueaban la calle por la que avanzábamos, con solemnidad romana, recta como el tronco de un ciprés. Nuestro palacio era enorme y diáfano, adornado por mosaicos de colores y columnas majestuosas de mármol blanco que reflejaban el sol hasta cegar la mirada. Había flores y plantas verdes por todas partes y un estanque lleno de estatuas en medio del patio donde el agua cantaba como era su costumbre. Era tan distinto a Toletum y tan parecido a Septimania que las lágrimas de alegría y de nostalgia acudieron sin llamarlas a mis ojos y se deslizaron por mi cara polvorienta trazando caminos de agua que Sigebert interrumpió con sus dedos ásperos, pero llenos de ternura.
   —¿Por qué lloras Jana?
   —Porque estoy feliz.
   —Que raras sois las mujeres.
   Ingundis estaba radiante y alegre, aunque las lágrimas también habían acudido a sus ojos azules. Hermenegildo la llevó en brazos por todo el palacio. Todos parecíamos felices. En realidad lo fuimos durante un tiempo. Yo solo a medias, porque seguía preocupada por Recaredo que estaba en la guerra, no había que olvidarlo, aunque aquí todo invitara a la paz y la calma.
   En los días siguientes organizamos nuestra nueva vida. El palacio se llenó de nobles hispanos, viejos conocidos del virrey Hermenegildo que los recibía con agrado, continuando con las consignas recibidas de su padre.  También se presentó el obispo católico, a saludar a Ingundis, pero ningún representante de la iglesia arriana, a saludar a Hermenegildo, que hubiera sido lo natural. Leandro se llamaba aquel hombre, que me recordó al arúspice. La princesa lo recibió con grandes muestras de afecto y de respeto y el la proclamó delante de todos mártir y santa.
   Pronto comenzó a circular por Híspalis el rumor de que Hermenegildo había sido víctima del furor arriano de los reyes y por ello desterrado de la corte y apartado del trono. Leandro, tras abonar la tierra, aventó con habilidad la semilla de la murmuración. Cada esquina de cada calle y de cada plaza, de cada pueblo y de cada ciudad de la Bética, se impregnó con los ecos del odio de Goswintha por su nieta católica a la que había tratado de asesinar al negarse a renunciar a la fe verdadera, con la saña feroz propia de una mujer diabólica y hereje como era la reina de Toletum. El nubarrón de venganza que acompañó a la simiente, depositó su odio a ras de suelo, hasta que venideros y oscuros vendavales le insuflaron nueva vida. El obispo Leandro enardecía los ánimos en la iglesia alabando el fervor y el coraje de la virreina y el amor infinito de su esposo, que había preferido el destierro y la pérdida de sus legítimas aspiraciones, antes que obligar a Ingundis a renunciar a la religión verdadera, aunque no fuera la suya. Un atisbo de futura  santidad.
   No todo era mentira, pero tampoco era toda la verdad. Hermenegildo no había sido desterrado ni había perdido el favor del rey; era virrey en Híspalis, y a su hora sería el heredero con toda seguridad. Por ello debería continuar siendo arriano como su rey y proseguir su labor reformadora para lograr la nueva nación unida y próspera y justa con la que soñaba Leovigildo. Esa era su misión y no la de galantear con la rebelión a la que parecían querer encaminarle, nada más llegar, algunos católicos muy afines al obispo Leandro y curiosamente, muchos visigodos, tal vez enfrentados a Leovigildo por pensar en incluir a los católicos en la gobernación del reino, pero sobre todo por tratar de convertir en sucesoria la monarquía, haciéndola más fuerte, anulando con ello los privilegios de los clanes.
   Las visitas del obispo a la princesa se hicieron muy frecuentes. También participaba el príncipe de estos encuentros. Tras unos días llegó el obispo arriano, que había estado enfermo, parece. Solamente vino aquel día, sin embargo Leandro acudía a diario. Pronto nació el rumor de la posible conversión del virrey, que cada jornada transcurrida estaba más a gusto rodeado de católicos. Con ellos gobernaba, con ellos tomaba decisiones, con ellos salía de caza y con ellos bebía y se solazaba. Siempre había unos cuantos en palacio. Se fueron adoptando, con excesiva rapidez pienso yo, costumbres hispanorromanas; se creó una corte con más boato y más ceremonia, se fue imponiendo el gusto por las joyas y los ropajes suntuarios; para las ocasiones solemnes el virrey y su esposa lucían cetro y corona, lo mismo que los reyes en Toletum, y antes de comenzar aquel verano del 580 el príncipe hizo acuñar moneda con su efigie y la leyenda religiosa Regi a Deo Vita que era lo mismo que autoproclamarse rey en solitario.
   —Ahora solo falta que se convierta —le dije a Sigebert, que también se lo temía dados los rumores no infundados que recorrían el palacio.
   Estos rumores no parecían inquietar a los arrianos o sea a los visigodos. Los nobles godos que lo rodeaban, no se notaban preocupados ni molestos por las decisiones sediciosas del príncipe. A mi simplemente me sorprendían. No hubiera esperado una imprudencia semejante de un hombre inteligente como yo consideraba a Hermenegildo. ¿Qué había ocurrido para que hubiera cambiado tanto y se hubiera vuelto tan osado? ¿Era ambición? ¿Acaso creía verdadero el rumor de que Recaredo pudiera ser rey en solitario? ¿Estaba planeando una rebelión? ¿Le estaban manipulando los católicos con Ingundis y Leandro al frente? ¿Y por qué iban los católicos a rebelarse contra el rey, precisamente ahora que les había incluido en la gobernación del reino? No tenía respuesta, estaba desconcertada y cuando preguntaba a la princesa al respecto, esta sonreía muy enigmática, y me preguntaba a su vez.
   —¿No te estarás volviendo demasiado curiosa, querida Jana?
   Ambos parecían haber olvidado la causa verdadera del viaje a la Bética: la guerra entre la princesa y su abuela. Leovigildo tomó la decisión para recuperar la paz en la familia y permitió a su nuera mantener su religión sin ninguna presión. Y les hizo virreyes. No obstante, pronto llegó la respuesta de Toletum al desafío de Hermenegildo. El rey le reconvino gravemente y le dio la orden de rectificar de inmediato. Ante el silencio del príncipe, Leovigildo le revocó el mando militar y le retiró su asignación económica. Pero la vida continuó de igual manera. De alguna parte llegaba todo lo necesario. Alguien sostenía a Hermenegildo.

   Yo pensaba en aquellos días de sucesos incomprensibles para mí, si Hermenegildo no estaría poniendo en práctica aquello que le había escuchado decir en Toletum, pensando que esto facilitaría las reformas, que la conversión a la fe católica les haría más fuertes; pero el príncipe no podía actuar por su cuenta y razón a no ser que todo obedeciera a un plan previamente trazado y Hermenegildo contara con apoyos sólidos; porque si no era así ¿quién sostenía la corte si el rey había retirado el peculio al príncipe? Y ¿por qué Toletum no enviaba un ejército contra el nuevo rey?  Lo hablé con Brunilda y ella me aconsejó quitarme de la cabeza semejante locura.
   —Hermenegildo está sorbido por Ingundis que es tan ambiciosa como su abuela y ésta por Leandro que es un fanático. Todo esto acabará mal. Ya lo verás. No hay ningún complot; todo es pura ambición.
   —¿Y de que vivimos?
   —De la dote de Ingundis.
   —Pero si el virrey se convierte, los católicos de toda la nación, liderados por su poderosa iglesia, le seguirán en masa y tal vez el rey se vea forzado a la conversión para evitar la guerra dado que todos nuestros vecinos son católicos, además. De este modo, las reformas serán factibles sin oposición porque la iglesia le apoyaría. Como a Clodoveo, el salio. Recuerda lo que decía mi abuelo al respecto.
   —No busques explicaciones imposibles, Jana. Al virrey le han sorbido el seso la virreina y el obispo. No le des más vueltas. Si no rectifica, el rey invadirá la Bética tarde o temprano, cuando Recaredo regrese del frente, posiblemente. Además recuerda por qué estamos aquí.
   Una mañana Hermenegildo e Ingundis nos reunieron a los más allegados para darnos una noticia. Yo me temí lo peor. Hermenegildo se colocó en el centro de todos y dijo en voz alta y emocionada:
   —La reina y yo vamos a ser padres.
   Todos nos alborozamos y con la buena nueva, los rumores de conversión se olvidaron de momento. Yo también creía estar encinta. Era más que probable, estaba casi segura. Si así fuera los dos príncipes iban a ser padres casi al mismo tiempo. La dinastía que Leovigildo quería instaurar tendría continuación antes de tener principio. ¡Cuánto echaba de menos a Recaredo. Como me hubiera gustado darle la noticia en cuanto estuviera segura por completo! Pero esto no iba a ser posible por ahora. Me encontraba triste a pesar del contento de mi buena espera, mi futuro sin el príncipe era algo que no quería ni imaginar. Nuestro futuro sin él. Qué mala fortuna para nuestro hijo si no pudiera conocer a su padre el príncipe, tan inteligente, tan noble, tan cariñoso, tan valiente. ¡Qué buen padre iba a ser! Merecía tener la oportunidad de conocer a su hijo. Le pedí a la vida, como favor, que me lo devolviera, le rogué a mi madre que lo cuidara como si fuera su propio hijo, le supliqué a Dios que tuviera piedad de nosotros, de todos nosotros, incluidos los virreyes que también iban a ser padres. Le pedí a Iesu, aunque no fuera Dios para mí, que iluminara el camino de Hermenegildo y de Ingundis. Que si realmente era ambición lo que les guiaba, ésta no anulara la lealtad y la obediencia que le debían al rey. Que la religión no se convirtiera en la excusa para una guerra absurda y dolorosa con futuro incierto para los virreyes y para todos.
   Porque no estaba nada segura de que el hijo de Recaredo y yo tuviéramos cabida en los nuevos y evidentes planes que Hermenegildo e Ingundis estaban haciendo animados por Leandro y por los nobles godos y contando con el apoyo económico  de no se sabía bien quién.


Leandro, obispo católico de Hispalis







La viajera del agua



Un nuevo destierro, primera parte






Un nuevo destierro



 
Boda de  Hermenegildo e Ingundis



17

H
ermenegildo e Ingundis se desposaron el día primero del nuevo año 578. La primavera había llegado madrugadora y exuberante queriendo unirse a la felicidad de la corte[1]. Parecía un buen augurio. Los fastos se prolongaron durante días. Yo asistí a la ceremonia de las arras y también estuve presente, a la mañana siguiente como dama de la princesa, en el morgengabe  o entrega del regalo equivalente al precio de la virginidad, que en este caso fue muy generoso teniendo en cuenta el rango de los contrayentes. Los reyes se notaban felices, sobre manera la reina, que me ignoró  cuando nos cruzamos. El rey, sin embargo, me guiñó un ojo cómplice y bondadoso. Recaredo buscaba mi rostro durante las ceremonias y me sonreía. Mi aya nos miraba y meneaba la cabeza. El africano también me sonrió. Yo le correspondí entre asombrada y cortés. Aun no tenía claro del todo su juego. Siempre me desconcertó.
   Dado mi reciente luto no quise acudir a los banquetes ni a las fiestas, ni a ninguno de los divertimentos que se organizaron. Recaredo había venido a verme nada más llegar y me había dicho que tras la boda hablaríamos de lo nuestro. Hermenegildo le había referido todo lo acontecido durante los meses que estuvo ausente. Parecían haber transcurrido años, dada la intensidad de acontecimientos desagradables que habían desfilado por mi vida, pero por suerte todo parecía haber terminado, aunque la reina hizo circular la noticia de la boda venidera de Recaredo con su nieta menor.
   —No escuches esos rumores sin fundamento —me aconsejó el príncipe.
   Sigebert sufrió mucho cuando se enteró de la muerte de mi madre. Le vi arrodillado delante de su tumba apoyado el rostro sobre la cruceta de la espada llorando con amargura. Respeté desde lejos su dolor. Me dio mucha ternura ver a aquel hombre tan endurecido por las guerras y los años de servicio, llorar de tristeza por lo que había sido: un hombre enamorado de mi madre desde que la conoció. Detrás de él había un joven soldado que era su misma imagen. Igual de alto, igual de rubio, pero mucho más joven.
   —Es mi hijo Jana. Se llama Sigebert como yo. Nació de mi matrimonio, yo había enviudado cuando conocí a tu madre. Sigebert tenía apenas dos  años. Se crió en casa de mi hermana en la Septimania, la vida de un soldado no era buena para un niño. El ha elegido esta vida también y aquí está. Me gustaría que os llevarais bien.
   —Siendo hijo tuyo le querré como a un hermano.
   El muchacho sonrió. Tenía el rostro agradable de su padre. Sigebert me informó de que su hijo iba a estar al servicio de Hermenegildo.
   —Os veréis a menudo.
   —Eso me dará seguridad  —les dije a ambos.
   Recaredo también visitó conmigo la tumba de mi madre y luego me abrazó largamente. Recordamos a la suya, Teodosia, que perdió siendo muy niño y me confesó que se había sentido solo y abandonado cuando ella murió, que se había escondido para poder llorarla, porque su mentor le había reprendido cuando vio sus ojos anegados, hasta que su padre, que aun no era rey en solitario, le abrazó y le dijo que llorar era de hombres sabios, porque los necios no lloran nunca, al igual que las bestias.
   —Nunca más te sentirás sola Jana. Yo estaré siempre contigo. Hallaremos el modo de vivir nuestro amor en paz. Mi padre nos bendice.
   Sé que Goswintha fustigó al africano para que acelerara mi boda, pero él no podía desobedecer al rey. Así fue que entre los dos decidieron alejar al pretendiente de la corte por un tiempo. Leovigildo le concedió un generoso estipendio y un grupo numeroso de hombres y le envió a la frontera con los vascones, a mantener el orden hasta que el regresara y los sometiera por completo. Nunca le volví a ver; ni siquiera se despidió antes de partir, aunque bien pensado ¿para qué? No había nada que decir, ni ningún reproche que hacer, porque no éramos dueños de nuestros destinos. Ni él me eligió, ni yo a él. Tampoco volví a ver a su padre al que apreciaba y doy por seguro que él también a mí. La reina se contrarió una vez más. Leovigildo se le iba de las manos hasta la exasperación. Con las contrariedades le volvieron los dolores de cabeza, que por lo visto sufría a menudo y durante unos días desapareció de la vida pública para alivio de todos.
   El príncipe y yo ideamos por aquellos días felices, un código para comunicarnos en secreto; era como un juego entre nosotros y además era seguro, puesto que si alguien interceptaba las misivas nada entendería de lo que en ellas nos decíamos; eran dibujos que podían significar cualquier cosa. Ni se sabía a quién iban dirigidas  ni de quién procedían.
   Era sencillo: Un corazón significaba querida Jana o querido Recaredo. Si era más grande de lo habitual, queridísima Jana o queridísimo Recaredo. Quiero verte, era un ojo; cuanto más grande, mayor era la urgencia de vernos. Una rosa era te quiero. Una flecha era Recaredo, dos flechas Hermenegildo, dos flechas atravesadas por otra, Ingundis y un racimo de uvas Jana o la Septimania. Un árbol era nuestra cita en el bosque; una línea quebrada, en el rio. El sol era la mañana; el sol tras el monte era la tarde. La luna era la noche. Un caballo significaba, salgo de viaje. Un rayo era peligro. La reina era una serpiente y el rey un pergamino, el reino una corona…y así, varios símbolos más, necesarios para una misiva donde se dijeran cosas. Lo ideamos una tarde junto al río haciendo los dibujos en la arena y guardándolos después en la memoria; luego lo fuimos perfeccionando a medida que el tiempo transcurría y las misivas se hacían más extensas y precisas. A medida que íbamos necesitando decirnos más cosas. De este modo la comunicación entre nosotros era fluida aunque estuviéramos ambos en la corte, ya que a veces no teníamos tiempo para vernos, sobre todo el príncipe.
   Sigebert traía la pizarra y me la daba personalmente o se la daba a Brunilda o la traía su hijo.



Queridísima Jana, me muero por verte. Por la tarde en el río. Te quiero Recaredo.

   A veces el príncipe hacía el dibujo de una rosa en una pared por donde sabía que yo tendría que pasar más tarde o me encontraba una rosa en mi casa sobre la mesa o en mi lugar de bordado sobre el bastidor, dibujada en la tela. Ya estaba acostumbrada a encontrarme rosas por todas partes. Le pedí que no exagerara. La reina o sus espías, podían ver los dibujos y hacerse preguntas y darse cuenta que utilizábamos una clave. No obstante, a nosotros nos divertían estas cosas. Nos parecía que el amor manifestado de ese modo era solamente cosa nuestra.
   También aprendí con el príncipe a jugar al ajedrez, aunque no llegué a ser buena jugadora. A Recaredo le apasionaba. Me decía que el tablero era como el campo de batalla. Era necesario desarrollar estrategias y sobre todo anticiparse al enemigo.
   —El juego te proporciona agilidad mental, desarrolla tu capacidad de concentración y te permite anticipar el pensamiento de tu enemigo. Quien sabe jugar bien es capaz de ganar cualquiera guerra.
   Luego disponía las piezas y volvía a explicarme quién era quién sobre el tablero y el modo de moverse durante el juego, con su lenguaje sencillo para que yo lo entendiera. Recaredo era un hombre muy inteligente y hacía las cosa fáciles para los demás.
   —El rey tiene un valor infinito, no debe perderse nunca, sin él se acabó el juego; no obstante, la reina es la pieza más poderosa y la más versátil, puede moverse a su antojo en todas direcciones; después los alfiles con sus mitras ¿los ves? Son como los obispos, desplazándose de través, nunca lo hacen de frente; los caballos, el ejército, las piezas más complicadas; siempre debe haber alguno al lado del rey  y por último las torres, las fortalezas. Por delante, en vanguardia, los peones, los soldados. Como en la vida.
   —Si comienzan las blancas es más fácil que ganen ¿o no?
   —No necesariamente. Depende del jugador y de su estrategia. Debe ser audaz y rápido. No debe dar tiempo al contrario. Yo estoy en desacuerdo con los jugadores que piensan demasiado, su estrategia es lenta y el enemigo se puede anticipar. Vamos a jugar y aprenderás sobre la marcha. Llegarás a ser una gran estratega y me ayudarás a tomar decisiones en el futuro. 
Durante unas semanas fuimos dichosos todos. Ingundis y Hermenegildo se habían enamorado rápidamente y había surgido entre ellos una complicidad extrema que nos había sorprendido. Se pasaban los días a solas sin ver el momento de separarse y cuando el príncipe tuvo que regresar de nuevo a sus obligaciones palatinas, la princesa le extrañó tanto que casi enferma de melancolía. No podían estar apartados durante mucho tiempo uno del otro, sentían ambos una necesidad imperiosa de verse, aunque fuera de lejos. Por eso, cuando el príncipe despachaba con el rey y sus asesores los asuntos de la nueva política, Ingundis paseaba por el huerto bajo los ventanales, hasta que Hermenegildo se asomaba. Leovigildo se preguntaba que habría en el exterior para distraer al príncipe de ese modo; cuando observó la cara de embelesamiento de su hijo, comprendió. No obstante se levantó y se acercó a otro ventanal para ver si era cierto lo que imaginaba. Al descubrir a la princesa mirando hacia arriba con el mismo arrobo que el príncipe, dio por concluida la reunión para que sus hijos pudieran abrazarse o lo que gustaran.
   —El amor es buena cosa —comentó el rey a sus colaboradores.
   Recaredo y yo estábamos exactamente igual. Mi aya había vuelto a reprenderme, pero ya lo había dejado por imposible. Además en casa de los príncipes nos sentíamos seguras. Pero, una vez más, la paz duró poco a nuestro alrededor.




18

 Muerte de la reina Galswintha de Neustria


   La reina de Neustria, de soltera princesa Galswintha, la hija predilecta de Goswintha, había sido estrangulada por la concubina de su esposo el rey Chilpéric I. Al menos eso fue lo que se dijo de modo oficial, aunque corrieron rumores de que la habían matado entre los dos, incluso el rey, con sus propias manos. La noticia llegó una noche sobresaltando a todo el palacio. Las campanas comenzaron a tañer a muerto mientras la guardia formaba a toda prisa. Se escuchaban carreras y blasfemias, golpes y ruido de armas. Brunilda me despertó y me dio la noticia. Yo estaba aun medio dormida cuando pregunté:
   —¿Es la madre de la princesa?
   —No, es su tía, es la reina de Neustria.
   Goswintha, siempre excesiva, aullaba de dolor como una loba herida. Ni que decir tiene que el luto fue esta vez total. Ni una sonrisa se podía esbozar, ni siquiera una mueca que alterara la expresión de dolor que la reina quería ver en cada rostro. Hubo exequias solemnes y Goswintha recitó, para mi sorpresa y la de muchos otros, unos dolientes versos  que escribió en homenaje a su hija asesinada y que expresaban una sensibilidad que yo no le suponía, y que era difícil de imaginar en su carácter abrupto y dominante:
“Si nuestra luz ya se extinguió, si murió nuestra hija
¿Por qué para derramar lágrimas, me retienes aún vida enemiga?
Erraste en demasía muerte implacable,
Cuando debieras haberte llevado a la madre,
Fue a la hija a quien arrebataste.”
   El luto oficial se prolongó durante semanas. En ese tiempo nuestro rey, exigió a Chilpéric I la devolución de la dote en monedas, veinte mil sueldos, de Galswintha, más las ciudades que aportó la reina asesinada al territorio del reino. Estas plazas debían ser entregadas al vecino reino de Austrasia donde era reina consorte la hermana de Galswintha,  madre de Ingundis, quien se convirtió a petición de Goswintha, en  vengadora del crimen. Chilpéric, que ya se había desposado con la asesina, aceptó, pero semanas más tarde faltando a su palabra, invadió las ciudades entregadas, declarándose la guerra entre los dos reinos. Ingundis lloraba de dolor pensando en su madre y sobre todo en su padre y sus hermanos varones en el campo de batalla y en sus primos, hijos de la reina asesinada, a merced ahora de su madrastra asesina. Ella casi no había conocido a su tía, pero podía imaginar el dolor de su querida madre, acrecentado por la preocupación por la guerra y por sus sobrinos inocentes. El príncipe, que la adoraba, no sabía cómo mitigar su pena y nosotras tratábamos de consolarla, pero la princesa era de carácter melancólico y la tristeza añadida a la inquietud por lo que estaba ocurriendo a su añorada familia, hizo que enfermara durante varias semanas. Lo mismo ocurría con la reina a la que no vimos durante el tiempo que Ingundis estuvo enferma. Ambas se repusieron casi a la vez; fue la reina la que vino a visitar a la princesa. Llegó con buena cara y parece que con el ánimo renovado; le dijo a su nieta que estaba muy pálida y delgada y que debería reponerse, porque tenían que hablar de cosas muy serias.
   —No me asustéis señora. ¿Ocurre algo malo, aparte de lo ya sabido?
   —No, no se trata de eso. Tenemos que hablar de tu conversión. Antes debes reponerte, pero hazlo rápido. Una reina no debe ser melindrosa.
   Tras el asesinato de su hija, a manos de un católico o por lo menos con su consentimiento, la reina que no los soportaba y menos desde la revisión del Código, comenzó a odiarles a muerte. Goswintha era muy radical, ya lo decía el africano: “puede llevarte al cielo para luego bajarte al infierno,” por ello determinó todo su empeño y sus energías que eran infinitas, en  atraer a su nieta al arrianismo.
   Al principio, trató solamente de atraerla con buenas razones y consejos, mostrándole la conveniencia de la conversión a la fe de su esposo; luego se lo recomendó muy en firme dadas las circunstancias, “porque no se puede profesar la misma fe que practica el asesino de nuestras familias, nuestro enemigo,” y más tarde, ante la poca fortuna de sus exhortos, ordenó sin ambages a la princesa, bautizarse de una vez.
   —Mi madre y mi padre continúan siendo católicos, porque lo sucedido no tiene nada que ver con la religión.
   —La reina de una nación arriana debe ser arriana como su marido el rey.
   —Yo soy católica, ya lo era cuando se pactó mi boda. Eso no fue ningún obstáculo.
   —No lo fue porque se dio por sentado que una vez aquí te convertirías al arrianismo. Al igual que tu madre se convirtió al catolicismo una vez casada con tu padre y tu tía Galswintha, mi desdichada hija, lo mismo.
   —Mi madre se convirtió porque así lo quiso. Mi padre nunca la obligó. Además vos no sois quien para darme órdenes. Yo obedezco a mi esposo y al rey.
   Brunilda empalideció cuando se lo conté, pero yo estaba encantada. La princesa merovingia desafiaba a la reina.
   —¿Qué te había dicho yo, Brunilda?
   —Esta postura sólo traerá problemas, y muchos.
   —Tú temes demasiado a la reina.
   —No la temo, soy realista. Con el tiempo te convencerás.
   Las disputas entre abuela y nieta fueron en principio esporádicas, luego diarias y por fin continuas; en la mesa, mientras bordábamos, cuando paseábamos y últimamente incluso estando presente Hermenegildo, que se posicionaba del lado de su esposa, para grave contrariedad de la reina.
   Esto propició que Goswintha, hiciera ver al rey la posibilidad de que Hermenegildo se convirtiera al catolicismo influido por Ingundis. El rey la ignoró una vez más, ocupado como andaba en una nueva campaña bélica, sofocando una sublevación campesina en la Oróspeda.
   La reina prohibió a su nieta acudir a los oficios divinos en su iglesia y como Ingundis hizo caso omiso, mandó interceptarla cuando se dirigía a orar. Esto causó un grave conflicto con Hermenegildo, incluso con Recaredo, que se alió con su hermano y se enfrentó con él a la reina.
   —Estáis los dos embobados con vuestras vaginas galas. No sé que tienen de especial para que las consideréis el centro del universo. Poco hombres me parecéis si consentís que vuestras hembras hagan lo que les plazca y no obedezcan a su reina ni a su rey. Indignos hijos de vuestro padre.
   —Señora no mezcléis a nuestro venerado padre en estas disputas domesticas fruto de vuestra obstinación y terquedad. Nuestro padre, el rey,  está conforme con que mi esposa y sus damas profesen cada cual la religión que les dieron desde la cuna. Dejadlo ya.
   —Sois tan mujeres como ellas.

19


Leovigildo antes de partir para la Oróspeda ordenó a la reina dejar de entrometerse en la vida de su hijo y de su esposa. Pero la reina era tan obstinada como decía mi abuelo que lo eran las mulas normandas. Por ello, tampoco dejó de inmiscuirse en mi relación con el príncipe Recaredo. Me consta que le habló de mi desdichada concepción, que el príncipe ya conocía y que le amenazó con desvelar graves secretos sobre mi padre para dejar en entredicho nuestra relación; pero yo tenía razón: el príncipe no la temía en absoluto.
   —Eberhart, el africano, obedece vuestras órdenes, no actúa por su cuenta; de hacerlo así ya no estaría entre los vivos. Cualquier acto indigno que queráis achacarle, se volverá contra vos. Pensadlo bien. Y además meteros esto en la cabeza: Yo me casaré con quien yo quiera. Os guste o no.
   —Eso se verá en su momento.
   —En su momento se verá.
   —Una estirpe de asesinos y rameras sólo engendrará asesinos y rameras.
   —¿Os referís tal vez a los baltos, señora?
   —¡Que poco me conoces! —dijo la reina fuera de sí—. ¡Que poco me conoces insolente y que poco valoras mi posición! Y esa tu puta septimana no sabe con quién se las juega.
   —No insultéis ni amenacéis a mi prometida, señora. Será lo mejor para todos.
   No tuvimos ni un solo día de paz a cuenta de la conversión de la princesa. Goswintha descargó todas sus iras sobre ella. Hermenegildo, que desarrollaba con el noble hispano las disposiciones recogidas en el Codex Revisus, tomó la decisión de alejarnos un tiempo de la corte para ver si así se calmaban los ánimos y la reina se olvidaba de la religión de una vez. Nos fuimos lejos de palacio a un lugar precioso al lado de un río en una casa rodeada de huertos de naranjos donde el aroma del azahar te mareaba si aspirabas con avaricia. “Hay que ser prudente al respirar,” decía la princesa. Fueron semanas agradables, aunque tanto la princesa como yo echábamos mucho de menos a los príncipes.
   Llegaron buenas nuevas del frente; siempre llegaban, en realidad; el rey salía victorioso tarde o temprano, de cada batalla y esta vez había sofocado con prontitud la rebelión de los campesinos llamados bagaudas y con ello había afianzado la posición del reino frente a los bizantinos que ocupaban una franja costera cada vez más exigua. Cuando regresó a la corte lo hicimos también nosotras, pensando erradamente que con el rey en palacio la reina cesaría en su acoso a la princesa. Los primeros días todo fue bien, pero apenas transcurrida una semana, Goswintha retornó a hostigar a su nieta con más fiereza si cabe. Aquella decisiva mañana estábamos conversando las tres, Ingundis, su dama y yo, cuando apareció la reina hecha una furia.
   Chloevintha, la dama franca, sentía un miedo cerval por la reina, así que desapareció nada más aparecer Goswintha. Ingundis y yo nos sobresaltamos, pero permanecimos como si tal cosa, tomando nuestro hidromiel de media mañana.
   —¡Vaya!, las rameras de los príncipes juntas como corresponde a dos buenas cómplices. ¡Déjanos Jana, lárgate!
   —¡Quieta, no te muevas! Jana es mi amiga, señora.
   —¿Tu amiga? Cuantas confianzas. ¡Que te esfumes he dicho! y cierra al salir.
   Me levanté y salí haciendo una seña a Ingundis con la mano para que no insistiera. Iba a ser lo mejor. Pasé a una sala contigua. Desde allí podía escuchar. Estaba tan aturdida que ni siquiera vi a la guardia de la reina. La puerta había quedado entreabierta, por suerte.
    —Ven aquí —le dijo Goswintha a su nieta. Fue una orden que sonó como un portazo en medio de la noche silente.
   La princesa se levantó y se acercó a la reina que la recibió con un bofetón aun más fuerte que el que me había dado a mí en el salón del trono aquella tarde. Ingundis se tambaleó y a punto estuvo de perder el equilibrio. Yo traté de entrar, pero la guardia de la reina me lo impidió.  Goswintha, increpaba en gótico a su nieta, en un dialecto estepario y arcaico, que yo apenas pude entender. Parecía que la reina hubiera retrocedido hasta la época  de Gothia e incluso más atrás.
   Logré entender a duras penas, por en medio del vituperio, insultos cada vez más subidos de tono, acompañados de sonidos guturales, como de animal, mientras la reina empujaba a Ingundis aumentando la violencia, con cada acometida, hasta hacerla caer al suelo. Yo intenté de nuevo entrar para defenderla pero la guardia me sujetó con fuerza hasta hacerme daño. Goswintha comenzó a pegar una paliza feroz a la princesa a puñetazos y patadas primero y a golpes con una lanza, después. En principio, Ingundis trató de defenderse, pero la reina fue mucho más hábil y mucho más rápida. La princesa se vio sorprendida por la violencia del ataque y tardó en reaccionar unos segundos que resultaron decisivos. Pese a todo, conservó intacta su dignidad y no emitió ni un quejido.
  De pronto cesaron los golpes y la reina ordenó:
   —¡Levántate! Levántate puerca y di ahora mismo que te convertirás.
   —¡Jamás!—respondió Ingundis, firme, pero con un hilo de voz—¡Jamás! Lo he jurado.
   —Te mataré, perra franca. Y una vez muerta te echaré de cabeza a la pila bautismal. Serás arriana viva o muerta.
   Hasta mucho tiempo después no fui capaz de comprender el por qué de  la obsesión de la reina por la conversión de la  princesa, cuando a nadie más le importaba. Mas que el dolor y la indignación por la muerte de su hija a manos de un católico, parecía ser, tal vez, la cólera y el despecho por no poder convencer al rey, que ni la escuchaba siquiera, del error histórico que iba a ser, según ella, incorporar católicos al gobierno de Hispania. Posiblemente purgaba su temor y su cólera y su frustración con Ingundis. Estaba golpeando al rey y a los católicos en la persona de su nieta. Estaba convirtiendo en mártir a la princesa.
   Los golpes continuaron con tal saña que yo pensé que, en efecto, la mataría, así que me puse a dar gritos de auxilio. Los guardias me taparon la boca, pero ya alguien había escuchado mis lamentos y en el preciso momento en el que la reina les estaba ordenando que me dieran muerte, “asfixiad a esa puta, para que se calle de una vez,” apareció Sigebert con su hijo y un grupo numeroso de espatarios  que obligaron a los guardias a soltarme y los mantuvieron a raya; a la carrera entramos al dormitorio donde Goswintha pateaba con terrible saña a una Ingundis medio inconsciente y enteramente ensangrentada, con la lanza clavada en un costado, “como tu Iesu,” le decía, mientras pretendía arrastrarla por las trenzas hasta la pila de bautizar.
   Trabajo le costó a Sigebert lograr, sin hacerle daño, que Goswintha soltara a la princesa que se desplomó inane sobre el suelo, transformada en un caos de llagas y sangre con el vestido roto y las trenzas desgarradas a tirones. La reina tenía mechones del pelo de su nieta en las manos, mientras vociferaba a Sigebert que le haría matar por esto.
   Alguien había avisado a Hermenegildo que llegó a tiempo para tomar a su esposa en brazos y depositarla en la cama a la vez que yo me fui corriendo a buscar a mi aya, que sabía mucho de remedios, mientras llegaba el galeno que el príncipe ordenaba a gritos que trajeran. Varios días estuvo Ingundis entre la vida y la muerte, como consecuencia de las heridas en la cabeza, el lanzazo en el costado y los huesos rotos que tenía por todo el cuerpo. Su hermoso rostro aparecía hinchado y desfigurado, lleno de arañazos y completamente bañado en sangre licuada con las lágrimas que había derramado de dolor y de angustia y de impotencia. Era una masa sangrante y deforme. Una loba asesina se había ensañado con él. Una hembra descendiente de Fenrir[2] se había reencarnado y vivía en la corte hispana causando todo el mal del que era capaz. La princesa no podía comer ni hablar. Solamente emitía un débil quejido cuando la movíamos para curarle las heridas. En verdad pensamos que se moría.
   La guardia del príncipe vigilaba permanentemente, desde ese día, la alcoba de la princesa a la que solo podíamos acceder su marido el príncipe Hermenegildo, el príncipe Recaredo, el galeno, y su dama franca y yo, que nos turnábamos junto a ella noche y día. Cuando me tocaba velarla por la noche era relevada por Chloevintha al medio día, para poder comer y asearme y descansar un poco. En ese momento Recaredo venía a  mis aposentos y me ayudaba con el baño para luego acompañarme en la comida. Mi príncipe, me acariciaba con ternura y me besaba, pero ni un solo día trató de que hiciéramos el amor. Sabía que mi estado de ánimo no era el adecuado y que insinuarlo siquiera sería una falta de consideración de la que él no era capaz. Aquellos días no  se sabía nada de la reina y no me atrevía a preguntar. Nadie la mencionaba delante de los príncipes.




[1] El Año Nuevo se celebraba el día primero de marzo.
[2] Fenrir es el lobo gigante. Una de las bestias del panteón escandinavo.