El misterio de la Torre Sur

SEIS



García era un tipo raro, “muy suyo” decían los compañeros. Inteligente, trabajador, buen poli, pero difícil. Llevaba personalmente las investigaciones hasta el final, sin delegar en nadie ni el más nimio detalle, exceptuando a Harry el sucio, cuando necesitaba que el testigo cantara y no había otro remedio.
    El asunto de la Torre sur le estaba dando muchos quebraderos de cabeza, máxime porque sus superiores se habían puesto nerviosos al moverse bruscamente el sillón bajo sus traseros, la mañana que recibieron los apremios del propio ministro del interior al que acababa de dar un toque al respecto el mismísimo presidente. “Quiero resultados ya, hoy mismo”, le había dicho el comisario jefe. “Si no puede con el asunto dígalo de una vez y le relevaré encantado. Tengo al FBI tocando los huevos. Hasta el mismo Obama ha telefoneado al presidente, quieren echarle el guante al puto inglés ya mismo. Nos lo sirven en bandeja y nosotros ¿qué hacemos? Le dejamos ir”.
   “Pues si el FBI no le ha podido echarle el guante en años vamos a detenerlo nosotros, pobres policías de provincias, que no tenemos ni gasolina para los coches patrulla”.
   García le dijo lo que sabía y que solamente faltaba encontrar al autor de los secuestros  “¿Solamente? Si sólo tienen conjeturas, ni siquiera sabemos si el crimen del desgraciado ese, ¿Cómo se llama?”—El comisario consultó unos papeles sobre su mesa; era enemigo del ordenador— “El Jere, está relacionado en realidad. No me joda García. Tráigame algo más tangible, por Dios. Le doy un día, uno solo.”
   Era cierto, solo tenían conjeturas. Poniendo  comillas, sabían que detrás de todo estaba el famoso inglés buscado por la Interpol y el FBI que, en efecto, se había escurrido como una víbora después de tenerlo ante sus narices. Gracias a Aníbal, habían detenido a los asesinos del Jere, que confesaron haber sido contratados por el abogado Estrada hijo, que había desaparecido. Ellos no conocían al inglés personalmente, aunque “sabían que había un guiri en las partidas, que apostaba fuerte y mandaba mucho.”
   García llevaba una mala racha. Su salud le estaba dando problemas; desde hacía un tiempo, el malestar era continuo y, a mayor abundamiento, como él diría, su hijo al que veía de uvas a peras, le había dado una impresión desastrosa la última vez que se encontraron. Desde entonces no se lo quitaba de la cabeza. Hacía tiempo que lo veía desencarrilarse, tomar rumbo hacia nada bueno. Lo había hablado con su ex, pero a ella le parecieron “paranoias tuyas”: “todo el que no es como tú se descarría, a lo mejor eres tú el equivocado ¿nunca te has parado a pensarlo?” Dijera lo que dijera su ex, el muchacho se había convertido en un gilipollas. Había abandonado los estudios, iba vestido como el Dioni de Camela, con tirabuzones asomando bajo el sombrero, reloj y cadenas de oro y un tatuaje con la cara de Camarón sobre el corazón; “es Dios”, afirmaba poniendo el dedo índice sobre el tatuaje, “este tío es Dios, papa,” cada vez hablaba más raro, se metía coca, “aunque lo negara el muy cretino, no había más que verlo”, y se dedicaba a tocar la guitarra en locales de dudosa catadura donde rulaba de todo.  Lo que en la jerga se llama un lolailo como una catedral. Un fracaso, una pérdida de tiempo, una vida desperdiciada, porque por ahí se va directo y rapidito a la nada, con parada y fonda en la cárcel, “más temprano que tarde, sin remedio”.
   Desde que se había separado, “hacía miles de años”, su vida personal era la de un solitario. Tenía alguna relación esporádica, siempre breve, porque no había quien lo aguantara. Además se había avejentado notoriamente. Los mofletes se le descolgaron, la papada se volvió flácida, la calvicie se expandió por su cabeza inexorable como una mancha de aceite sobre un papel secante y su color había mudado del blanco roto al amarillo cera. “Parezco un cirio”, se decía cuando se veía al espejo de cuerpo entero. Las pocas veces que se miraba, total para qué.
La última vez que salió por la noche había ido a un cabaret donde actuaba una pelirroja impresionante que se anunciaba como Gilda. El era un cinéfilo y Rita Hayworth, una sus actrices fetiche al igual que Lauren Bacall. Había pasado por delante la mañana del día anterior,  había visto el poster y había decidido venir. Le interesó la chica, tenía algo magnético, aparte del parecido asombroso con la Hayworth, así que decidió invitarla a una copa tras la actuación. Ella aceptó, pero luego no se presentó. La esperó un buen rato inútilmente.  “Bueno, no se hizo la miel para la boca del asno. O de la burra, que da lo mismo”.








Capitulo siete



   —Trae, yo las miro.
   —Me sentaré con usted y las visionaré yo también.
  —Oye, esto se debe estar poniendo feo, cuando tú te tomas tanto interés…
   Aníbal asintió en silencio y se sentó al lado de la abuela, seleccionó la grabación del día anterior y se dispuso a ver qué pasaba. Cruzó los dedos rogando que “apareciera algo de una puta vez y no me tengan aquí toda la tarde viendo cintas como un gilipollas”. La mujer del joyero se había ido “¿Y qué? Para qué se casan con ese tipo de mujeres, de las que se arriman al mejor postor. Busca algo más de fiar o quédate soltero, como yo”.
   La vio llegar al trabajo por la mañana abriéndose paso entre los reporteros que aun merodeaban por allí, “además está escuchimizada, no tiene ni culo; no sé cómo liga tanto. Bueno algo hará bien, seguro”, salir al mediodía a comer algo al restaurante de la Torre Sur, regresar, asomarse a la puerta para despedir a la que suponía sería una buena clienta, cerrar, salir y esperar por alguien en la calle. “Vamos a ver bonita, quién es el maromo”. Encendió un cigarrillo; aunque lo había dejado, la puta Torre le había obligado a retomar el vicio. Lo bueno era que había conocido a Isabel. Era lo único positivo hasta ahora. A Isabel y a su abuela que se habían convertido no sabía cómo en su familia. La abuela le dio un codazo y reclamó un cigarro.
   —Isabel no quiere que fume.
   —Me la suda. No va a mandar en mí. Además ahora desde que folla, está más simpática.
   Aníbal sonrió por vez primera en todo el día mientras en la pantalla, la joyera saludaba con la mano a alguien que iba al volante de un coche que aparcó en doble fila unos metros por delante. Parecía una mujer…”no me digas que se volvió lesbiana”. En la grabación solamente se veía la parte de atrás del coche. “Va a ser la cámara de la zapatería”.
   —Abuela vamos a por otra. La de la tienda de los manolos como dice usted.
   Visionaron a cámara rápida el resto del día hasta la hora del cierre. Entonces apareció el coche, un Volkswagen Cabrio verde con capota negra del que descendió una tía alta, pelirroja, con gafas de sol que se quitó, para verse bien, en el espejo que la tienda de los manolos tenía en la esquina, justo debajo de la cámara, para que las clientas se vieran al salir de cuerpo entero, tan altas sobre los tacones de aguja, lanzando un beso de aprobación a la imagen que éste le devolvió.
   —¡Coño, la Rita Hayward! —exclamó la abuela— Andan por aquí de nuevo, como en los viejos tiempos.
   Aníbal se disparó hacia arriba como si hubiera saltado el muelle del asiento y llamó a García.
  —Es ella.
  —¿Quién es ella?
  —La tía que se llevó a la mujer del joyero. Es la morena del ascensor. Aquí va de pelirroja y según la abuela de Isabel tiene un look Rita no se que  en Gilda, una película. Acabo de verla con claridad. La vanidad le acaba de jugar una mala pasada.
   Hubo una pausa al otro lado de la línea.
   —Ahora mismo voy para allá.
   García se quedó mirando la grabación en silencio. Luego se volvió hacia Aníbal y le espetó:
  —Sé donde trabaja. Voy a organizar la operación. No se te ocurra intervenir.  Te mantendré informado, te doy mi palabra. Pero, como me arruines el operativo te dejo sin licencia o mejor, te pego un tiro en los huevos, sin contemplaciones. Te lo advierto.



   Bosco Nieto había tenido un mal día, uno más desde hacía demasiado tiempo. Paró el coche y trató de reflexionar. Había sido un hombre de éxito ¿En qué momento todo lo conseguido se había venido abajo? Tal vez cuando se auto convenció de que podía lograr todo lo que se propusiera. Desde niño se había  empeñado en destacar en la vida. Procedía de una familia de clase media baja, en la que era el mayor de siete hermanos. Siempre le había parecido excesivo el entusiasmo de sus padres por aumentar la demografía, máxime cuando ello significaba descender unos grados en la escala social y en el bienestar familiar aunque los dos progenitores se mataran a trabajar. Su padre en una farmacia donde era dependiente y su madre, además de las tareas de la casa, subiendo dobladillos y aumentando cinturas hasta la saciedad para una tienda de ropa.
   Si sólo hubieran sido dos hermanos (los dos mayores, él y su hermana), otro gallo les hubiera cantado y no hubiera necesitado endurecerse los codos estudiando para conseguir una beca y poder acceder a  la Universidad sin que los cinco pequeños dejaran de comer como es debido. Sin ser demasiado inteligente, tuvo que destacar en el Instituto y en la Facultad a fuerza de disciplina. Cuando terminó la carrera comenzó a trabajar casi inmediatamente en su empresa actual, primero en la sección de comercio exterior, en un puesto sin importancia, para luego ir ascendiendo despacio pero sin pausa, hasta el lugar que ocupaba ahora: Jefe de proyectos internacionales de la Compañía. Por el camino tuvo tiempo para formar una familia: mujer y dos hijos, el número que consideraba suficiente, y tuvo tiempo también para que se fuera al garete.
   —¿Cuándo se estropeó todo?— volvió a pensar, dentro del coche aparcado sobre la acera, aunque de sobra conocía la respuesta: cuando comenzó a creerse dios. No era problema de conocer el por qué si no de tratar de volver a la realidad, a recuperar la cordura. Sabía que, como todo en su vida, era cuestión de disciplina, pero ¿sabes qué? se dijo a sí mismo, que estoy harto de tanto método, harto de programar mi vida, harto de no tener vida para poder tenerla. HARTO. Lo malo es que para financiar el hedonismo que le había poseído se había metido en negocios ruinosos y para poder pagar las deudas había contraído otras de juego y para poder pagar estas había recurrido a prestamistas… y la cadena lo estaba ahogando.
   Le habían dicho que los abogados del edificio rojo frente a la Torre Sur organizaban timbas y que últimamente había un inglés que perdía el dinero con mucha alegría. Se jugaba muy fuerte y hasta el momento no había podido conseguir que lo admitieran, “no eres solvente tío” le había dicho el abogado Estrada. El joven abogado Estrada que había sacado la carrera gracias a los contactos de papá y que sabía de derecho lo que él de física cuántica.
   “No eres solvente tío, no eres solvente tío”, le entraron ganas de darle una hostia y saltarle los piños si no fuera que eso le cerraría la puerta definitivamente. Mientras rebobinaba su vida y sus problemas, alcanzó a observar de reojo, por el retrovisor, como se acercaba una patrulla; así que arrancó, se bajó de la acera y salió a toda mecha. Sólo le faltaba un encontronazo con la policía para completar la noche. Tras vagar sin rumbo por varias calles, casi ya en las afueras, se tropezó con las luces de un cabaret que anunciaba a su estrella a  fachada completa “GILDA”.
  —No está mal la tía. Tomaré la última. O la penúltima, ya veremos.
  Tal vez porque él estaba muy borracho o quizá porque ella tenía un físico espectacular y mientras  cantaba, su cuerpo embutido en un vestido ajustado de escamas de lamé plateado, se mecía al compás de la melodía con un balanceo extrañamente sensual, la tal Gilda le hechizó por completo. Bosco se imaginó a una cobra erguida dentro del cesto, hipnotizada por el sonido del pungi de su encantador y decidió asumir el papel de éste utilizando como instrumento un billete de 500.
  No recordaba a ciencia cierta cómo, pero lo cierto es que estaban en su casa y en la cama, el problema —siempre hay un problema— era que a su cosita no le daba la gana de espabilar. Su cosita, no se llevaba bien con el estrés y  sobre todo con el whisky. A Gilda le pareció premonitorio.
  —De acuerdo amor, tranquilo que yo lo haré todo. Calma, calma, relájate, tú déjame a mí. Yo haré el trabajo.
  Y lo hizo y de qué manera. A pesar del alcohol recordaría el polvo toda su vida. Además sin esfuerzo alguno, tendido boca arriba y dejándose hacer. Y como lo hizo la tía. “Genial, divino”
  —Pídeme lo que quieras Gilda. Lo que sea.
  —Bueno amor, tranquilo, relájate, duerme si quieres, mañana hablamos.
   —¿Te quedarás?
   —Claro, mi amor. Duérmete anda. Así juntito a mí.
   Mientras Bosco roncaba plácidamente, Gilda recordó lo que le había contado durante el viaje. Que era un alto ejecutivo en la Torre Sur y lo más interesante, como se mataba a trabajar y como salía siempre tarde de su oficina, cuando ya no había nadie prácticamente en el edificio. Bueno, algún rezagado también, pocos. El se retrasaba porque era el trabajador perfecto, los otros tal vez tuvieran alguna razón oculta.
  —¿Hay muchos ejecutivos trabajando hasta muy tarde?
  —No, que va. Yo suelo coincidir, a veces, con uno o dos. Cruzamos el vestíbulo a la vez o  nos tropezamos en el parquin. Son gente rara.
   “Interesante”, pensó Gilda primero en el coche y más tarde en la cama. Por la mañana ya tenía listo el café cuando él se despertó. Era sábado no tenía que ir a la Torre, así que disponían de toda la mañana. Ella ya había urdido un plan. Era rápida pensando.
  —Oye, amor se me está ocurriendo algo. Si te ha gustado lo de anoche…
Bosco asintió con un trozo de tostada en la boca.
  —Podríamos jugar a algo que se me acaba de ocurrir. ¿Hay cámaras en los ascensores?
  —No —negó un Bosco medio turbado—. La posibilidad de jugar con ella le hacía cosquillas en la entrepierna.
  —Se me ocurre que si me facilitas los horarios de los rezagados para yo evitarlos y trazar un plan, podría sorprenderte cuando menos te lo esperas dentro del ascensor y…
   —¿Y?
   —¿Y tú qué crees? Repreguntó Gilda acercándose y acariciándole la cosita que ya se había despertado por completo.



Continuará...








El misterio de la Torre Sur

CINCO



“¿Por qué te has muerto, hijo de puta? A ver de dónde consigo otro ahora de prisa y corriendo cuando la Torre está llena de polis.” Pensó en echar mano de su ayudante “total ya no lo necesito y me evito pegarle un tiro”, pero era demasiado vulgar, como no lo disfrazara de Rafaela Aparicio y ni aun así. “Además los clientes internacionales no saben quién es”. Se imaginaba la cara del jefe cuando viera un esperpento semejante. “No sé por qué me rio, no tiene gracia”. “Piensa, piensa, cabeza y déjate ya de chorradas”.
   Lo desató y sacudió la silla para que cayera al suelo. Lo arrastró cogido por los pies hasta sacarlo de escena. La muerte repentina del secuestrado le sacó de sus casillas. No le gustaba que las cosas no salieran según lo previsto. Llamó a su ayudante para que se deshiciera del muerto. Mientras llegaba se sirvió unas rayas. La cocaína hacía milagros, siempre lo supo, sin ella no sería ni la mitad de audaz. Tampoco esta vez le decepcionó: su cerebro comenzó a girar como el tambor de una lavadora. Podía sentirlo. Por delante de sus ojos cerrados pasaban imágenes a toda velocidad. De pronto el movimiento se detuvo y una figura permaneció inmóvil en su retina: “El metro sexual maricón de la veinticinco. Ahora mismo voy”.
   Dentro del furgón aparcado en el parquin de la Torre, se puso el mono de mantenimiento, cogió el contenedor y subió por el ascensor de servicio. El  ascensor se detuvo en el sótano dos y una limpiadora rubia lo abordó. Iba  a la veinte. No estaba mal. Podría hacer una Marilyn perfecta, aunque era un poco más alta…y era una tía. Necesitaba un tío.”No te distraigas”.
   Buscó a su víctima, fue fácil dar con él y más aun lograr que se viniera al lavabo sin ningún esfuerzo. Sólo tuvo que hacerle una seña. “Cuanto vicio.” Atrancó la puerta de acceso y colocó un cartel: “Cerrado por desinfección”. Cuando llegó donde le esperaba, ya se había bajado los pantalones. “Cuanta prisa.” Gimió de placer al ver las esposas. “Te vas a divertir” le dijo mientras lo esposaba, le daba la vuelta y le arrancaba el bóxer.







Capitulo seis




Aníbal tiró de contactos y localizó en dos segundos al dueño del Alfa Romeo rojo. Una buena pieza. Trabajaba siempre con su compinche. Eran una pareja de cuidado. Seguro que García los tenía fichados. Le contaron que a esa hora estaba comiendo en El Pez Espada un sitio donde servían las mejores langostas del litoral. “Hay que ser hortera, tanta langosta”. Lo levantó en volandas de la mesa, lo sacó a la terraza suspendida sobre el acantilado y le metió la pistola en la boca.
    —Dime quien te contrató o te vas ahora mismo al fondo del mar con un par de agujeros y sin sesos.
    —Ji e atas o as a jaber ada —le respondió mordiendo la pistola.
    —Y si te niegas a hablar tampoco, o sea que elige. Vivito y hablando o muerto y callado para siempre.
   El otro bizqueó los ojos mirando hacia la pistola que tenía en la boca. Aníbal retrocedió la mano.
   —Habla de una puta vez.
   —Me contrató el abogado Estrada, el hijo. Tenía que seguir a Jeremías y acabar con  él. Cuando me enteré que era amigo vuestro y le vi con tu socio pensé que sería bueno acabar con los dos, porque seguro que ya le había contado quiénes eran.
   —¿Y quiénes eran?
  Hubo un silencio. Aníbal volvió a meterle la pistola en la boca. El otro levantó las manos pidiendo calma.
  —¿Quiénes son los de la puta timba? —preguntó de nuevo el detective acercándole el arma al estómago.
  —Estrada, Juárez el narco, el dueño de la naviera Transmar y el inglés.
  —¿Quién es el inglés?
  —Yo te lo diré —respondió García.
  El dueño del Pez Espada había avisado a la policía.
—Yo me haré cargo de este, déjalo de mi cuenta. Luego nos vemos y te cuento más cosas. Tranquilo, eh, tranquilo. Guarda la pistola y vete de aquí.


   García y Aníbal se encontraron de nuevo el sitio de la cerveza. Fue el poli quien comenzó la conversación.
   —En el piso séptimo del edificio rojo de enfrente a la Torre se organizan timbas clandestinas los lunes a las diez en punto en la sala de juntas del bufete de los Estrada, padre e hijo. Organiza el niño, el padre tiene otros vicios más carnales. Los jugadores son casi siempre los mismos, buenas piezas, con algún invitado estrella ocasional. Lo que no se es que pintaba el Jere allí.
  —Parece ser que lo llevó Anselmo. Juárez, el narco, ya sabes. El estaba esa noche enfermo con fuertes dolores, tiene un cáncer de estómago, creo, y logró que admitieran a Jere jugando en su lugar con él presente para pagar, por supuesto, no iba a darle el dinero al Jeremías. Jere, que parece un infeliz —Aníbal aun hablaba de él en presente—, es muy bueno al póker y desplumó al inglés. Lo que no se es por qué lo mataron. Se me escapa.
   García se recostó en la silla y se dispuso a hablar como si fuera a impartir una lección magistral. Era buen poli, pero le podía la vanidad.
   —Verás: esto se va a poner interesante. Tengo la filiación del inglés. Lo busca la Interpol y el FBI. La policía inglesa se puso en contacto con la comisaría al detectarlo en España y en nuestra ciudad. Hace bastante tiempo que le siguen el rastro. Es un delincuente de altos vuelos. Maneja redes de ciber delincuencia a nivel mundial. Pederastia, prostitución y... —García bebió un largo sorbo de cerveza, mirando a Aníbal—: Snuff Movies.
   —¿Qué cosa?
   —Snuff Movies, como lo oyes. Torturan y matan a alguien mientras lo graban.
   —Sí, ya sé lo que es. Lo que no pensé que se hicieran todavía esa clase de cosas.
   Aníbal hizo el comentario ingenuamente. Al momento se arrepintió. Esta vez fue García quien se hizo el sordo.
  —Creo —prosiguió el inspector— que el inglés tiene mucho que ver con las desapariciones de la Torre. Esos pobres seguro que terminaron torturados hasta la muerte mientras eran grabados para la factoría on line del hijo de puta de la pérfida Albión, que ordenó matar al amigo de Casimiro.
   —¿Es él el que secuestra?
   — ¡Qué va! Se sirve de alguien que todavía no hemos descubierto. Por cierto, nuestro abogado está liado con la mujer del joyero de abajo y se rumorea que ha desaparecido. ¿Sabes tú algo?
    —Su marido me llamó. No regresó a casa y no sabe nada de ella. Sospecha que se fue con el abogado. Un viaje de novios o algo así…
   —El también anda desaparecido, pero no creo que sea asunto de amores. Mira a ver si descubres algo por ahí.
   Aníbal asintió.
   —¿Tienes localizado al inglés?
   —¿Qué dices? Se lo ha tragado la tierra. En cuanto notó policía cerca salió por patas, llevándose por delante a todo aquel susceptible de delatarlo, como al Jere. Mandó seguirlo y en cuanto vio que tenía amigos detectives que encima están investigando el asunto de la Torre ordenó darle matarile. Posiblemente a la novia del abogado también. Les había visto las caras y últimamente el niño bonito quería cortar con ella. Y una novia despechada, ya sabes.
   — ¿Cómo lo has sabido?
   — Es que…hay algo más. Los cuerpos una vez torturados, son vendidos a la Facultad de medicina de la Universidad Rey Alfonso. Aunque parezca increíble. La mujer de la primera víctima reconoció la pierna de su marido por una cicatriz. He cotejado el ADN con el de su sobrino y es él, no cabe duda. Supongo que los otros terminarían igual.
  —¡Que cosas tan raras hace la gente! —pensó Aníbal en voz alta—Los robos, los desfalcos, las extorsiones y hasta los homicidios, puedes encontrarles una justificación, si me apuras, que se yo ambición, envidia, celos, obsesión, venganza. Pero esto…parece sacado de una serie mala de terror.
  —La realidad supera la fantasía —sentenció García prosiguiendo con su costumbre—. Cuando fuimos a la universidad escuchamos las mismas tonterías de siempre: nadie sabe nada, todo es legal, etc. Pero tirando del hilo llegamos hasta un tipo al que llevé detenido a comisaría y le solté a Harry el sucio ¿comprendes? Al cabo de media hora el tipo cantó de plano. Se cagó encima primero y luego cantó. Así fue como supimos que bastantes cuerpos eran suministrados por un, llamémosle proveedor, si ya sé que suena fatal, pero así es. La cosa es cojonuda. Ese proveedor viene vendiendo despojos humanos desde hace tiempo. La primera oferta, se trató de unas africanas, posiblemente prostitutas, por las que nadie se interesó, así que en  la policía no tuvimos noticia de esas desapariciones. Nadie preguntó por ellas ni puso una denuncia. Luego parece ser que fueron tres marroquíes, Aquí, cotejando las fechas, coincide con una denuncia hecha por una organización de ayuda a los inmigrantes, donde unas madres musulmanas se interesan  por la suerte que han podido correr sus hijos embarcados hacia España a través de una mafia, que les cobró un pastizal, y de los que no han vuelto a tener noticias. En esos días la guardia civil asegura no haber recogido a nadie de las aguas ni tener noticias de ninguna desaparición en el mar. O sea que se subieron a un camión en Ceuta y desaparecieron. Pensamos que posiblemente los habría captado la yihad, por lo que pasamos el caso al CNI, pero ahora tenemos serias dudas de que no hayan terminado en la clase de anatomía de la puta facultad de los horrores. Este testigo no sabe cómo se llama el proveedor y tampoco tiene una dirección, puesto que es el otro el que contacta cuando tiene material. Un día se le escapó decir que tienen gente muy importante detrás, “gente del extranjero, tío.” Después de acompañarlo a casa para que se duchara y se cambiara lo tuve toda la tarde viendo fotografías en comisaría y no reconoció a nadie. Con la mala descripción que nos hizo logramos un retrato robot, pero no sé si tendrá algún parecido con la realidad.
   García se lo mostró a Aníbal. Era un rostro anodino, sin expresión que tenía razón García, podía ser nadie.
  —Así que sabemos lo del inglés, pero no quien le suministra la mercancía y le hace el trabajo.
   Los dos hombres estuvieron un rato en silencio. Fue Aníbal quien levantó el trasero.
   —¿Puedes conseguirme las grabaciones de las cámaras de la joyería y los demás locales de la zona? Eso me ahorraría tiempo. Yo mismo las visionaré —dijo recordando el buen trabajo de la abuela.
   García asintió.
   —Te las haré llegar en una hora.
   —Gracias.
   —Ya lo sabes cariño: “cada vez que  me necesites, silba”.
   Como si no hubiera dicho nada. Aníbal ni sabía de cine, ni entendía el sentido del humor de García. 



Continuará...


















El misterio de la Torre Sur






CUATRO



García atendió el teléfono donde una histérica señora de Méndez aseguraba haberlo visto.
    —¿A quién?
    —A mi marido.
    —¿Pero dónde? ¿Vivo?
    — ¡He visto una de sus piernas! ¡Qué horror, por Dios bendito. Hagan algo, se lo ruego!
   García se dirigió al domicilio de la mujer, lleno de curiosidad. Cuando entraba salía el médico, lo que no le hizo presagiar nada bueno.
    —¿No la habrá sedado?
    —Le he administrado un ansiolítico.
    —Mierda. Que mano más ligera tienen ustedes.
    —Yo hago mi trabajo.
    —Eso se lo dirá a todas. Tendré que darme prisa antes de que se duerma.
   La señora de Méndez le refirió entre suspiros lo que había acontecido.
    —Hoy por la mañana viendo la tele mientras desayunaba, la pongo para no pensar ¿entiende?
   García asintió.
    —Escuché una noticia asquerosa: la aparición de cadáveres apilados en el sótano de una facultad, después de haberlos utilizado para hacer prácticas. No quería mirar las imágenes, pero algo me impulsó a hacerlo y entonces fue cuando lo vi.
    —¿A su marido?
    —Vi una de sus piernas. La izquierda.
    —¿Pudo reconocer la pierna de su marido entre un montón de despojos?
    Ella lo miró con cara de reprobación.
    —Perdón…señora, continúe por favor.
    —Mi marido tenía una cicatriz de arriba a abajo de la pierna izquierda, secuela de un accidente de tráfico de hace un par de años. Le había atropellado una moto. Es una marca en forma de te mayúscula inconfundible. El decía que era su cruz particular.
Fue todo lo que le dijo antes de dormirse.
García revisó los videos en su despacho. Eran asquerosos. Parece mentira las universidades…Dona tu cuerpo a la ciencia para esto. En efecto, se veía una pierna con una gran cicatriz en forma de cruz.
    —Octavio, venga conmigo. Iremos a esa puta facultad.






Capitulo cinco






Casimiro se alegró cuando escuchó la voz de su amigo Jeremías. Hacía tiempo que no tenía noticias y se imaginaba lo peor.  Porque en este caso la falta de noticias no sería una buena noticia, en este caso, sería la única excepción que por lo visto tenía esta regla. Varias veces había pensado en llamarlo, pero con el trabajo en la dichosa Torre no tenía tiempo para nada
    —Ni siquiera para cagar_ se lamentaba, con su habitual desenfado, dado su estreñimiento crónico.
    —Tío_ la voz de Jeremías se escuchaba exultante _ ¡tengo una moto, tengo una moto!
   —¿Te has comprado una moto, con qué dinero?_ preguntó un sorprendido Casimiro, más que por la moto en sí, porque su amigo no le llamara para pedirle dinero precisamente.
   —He pillado mucha guita en el póquer anteanoche o ante anteanoche, no me acuerdo bien.
   —¿Y te lo has gastado en una moto? No estabas mejor pagando lo que debes, a mí, por ejemplo.
   —Nooo, tío. La moto se he ganado a un pardillo. He jugado en frente de tu torre en las oficinas de un pez gordo que organiza timbas. Me ha llevado Anselmo. Qué, ¿te recojo y la probamos?
   — ¡Qué dices! ¿Tienes permiso para conducir motos?
   — ¿Es que se necesita?
   —Anda, la virgen.

   Casimiro conocía a Jeremías del reformatorio en el que habían convivido: El Buen Pastor, que ostentaba el record de antiguos pupilos delincuentes; el Jere era uno de los más versátiles y escurridizos. Desgracia, que no se apellidaba así en realidad, salió rebautizado del centro por su facilidad para arruinar todo lo que tocaba, tenía debilidad por Jeremías. Le admiraba. Su inocencia y su osadía, su debilidad y su valentía, su tristeza intrínseca y su facilidad para alegrarse por cualquier cosa. Era un tipo muy peculiar el Jere y “muy buena gente.”   En su universo marginal servía lo mismo para un roto que para un descosido, tocaba todos los palos.”Pero ni pegar, ni menos aun matar, eh. Ya he recibido yo bastante leña”. Tampoco entró nunca por ser soplón de la pasma. “Policía ni de coña.” Sin embargo a ellos sí les proporcionaba toda la información que podía cada vez que lo requerían y se partía los cuernos por ayudar. Aníbal también lo apreciaba.
   Quedaron en bar del Julián, otro egresado, a las cinco. “Como si fuéramos pa los toros, tío”. El Jere no había olvidado su pasión juvenil por ser torero, ni sus noches de capeas clandestinas alumbradas por la luna,  en los cercados de las ganaderías, ni los revolcones de los morlacos, ni los palos inmisericordes de los mayorales. “Pobre Jeremías, cuanto había sufrido. Todos los caminos rectos que iba eligiendo se le iban truncando. No tuvo otra que delinquir para sobrevivir”. Por eso Casimiro lo quería tanto.
   El había tenido mejor suerte. Cuando regresó a casa, un hermano de su madre le empleó con él en su frutería. El día que cumplió los diecinueve quiso hacerse un buen regalo y robó un coche muy ostentoso que veía estacionado cerca y que le había gustado desde el principio. Era del apoderado del banco al que llevaba su tío la recaudación cada día y que les regalaba una agenda y un calendario por Navidad. “Ratas de mierda, ya le enseñaré yo al baranda ese”. Como era bajito “de nacimiento” no llegaba al volante y se le ocurrió utilizar como suplemento una caja de fruta de las de la tienda de su tío que llevaba impreso el rótulo publicitario: “Frutas Devesa: del árbol a la mesa”. Le detuvo el padre de Aníbal, conocido del barrio, al que saludaba a menudo por las mañanas, cuando salía de dormir con la Paqui, la dueña del bar de al lado. Casimiro le regalaba un plátano. “Pa reponer el potasio, jefe.”


  —Voy a hacer como que no sé quien robó el coche. Lo encontramos sin huellas y sin ningún indicio que nos lleve al ladrón. Lo encontramos y punto. No pongas tanta cara de alegría. A cambio quiero algo. Quiero que por las tardes, una vez que termines la jornada, vayas a una academia y te saques la EGB. No eres tonto ¿sabes? Y no se puede ir de ignorante por la vida. Primero eso y luego ya veremos.
   Eso le salvó de la delincuencia. Aníbal padre se ocupó de que continuara estudiando y más adelante le consiguió un empleo como pasante en el despacho de unos abogados amigos. De paso, lo apartó del barrio y de las malas influencias y de la Paqui, de quien Casimiro andaba enamorado desde niño.
   Cuando nació el niño de Paquita, Aníbal padre apenas tuvo tiempo para disfrutarlo. Un atracador le pegó un tiro casi a bocajarro. Casimiro llegó corriendo desde el despacho a tiempo para verlo morir. Agarrado a su mano lloró tanto que se quedó sin lágrimas. En su fuero interno le juró sin que él se lo pidiera ni se le pasara, siquiera, por la imaginación, cuidar de Aníbal como si fuera su hijo.
   Y así lo hizo durante toda su vida.
   Cuando su madre no podía, iba a recogerlo al colegio, no se perdía un cumpleaños, ni una función del cole, ni un partido, ni la comunión, ni nada relacionado con el chico, sin falta de que mediara invitación. Todos consideraban normal e imprescindible que estuviera Casimiro. El vigilaba sus estudios y la daba los mismos consejos que Aníbal padre le diera a él. El niño le escuchaba sin rechistar, incluso cuando hacía alguna trastada esperaba en casa a que viniera Casimiro a reprenderlo. Sabía que era como tenía que ser. Tenían una unión espiritual fuera de lo común.
   Cuando Aníbal hijo entró en la policía, Casimiro fue al cementerio a contárselo a Aníbal padre. La Paqui ya se había muerto para entonces; y cuando abandonó el cuerpo por aquella putada que le armaron y se hizo detective apareció una mañana por la oficina con todos sus bártulos. No hicieron falta palabras. Aníbal le tenía un despacho reservado y la puerta siempre abierta para verlo llegar.
   “Se lo debo a tu padre”, dijo y Aníbal asintió. No hizo falta más.

   La moto era una Harley Twin Cam 96_Las que usa la poli americana, tío, el baranda se puso pálido cuando me la entregó. Un inglés muy estirao y muy mal jugador, je, je.
   Casimiro se quedó sin palabras. Se encajó el casco que le tendió Jere, que no paraba de reírse y de asentir con su enorme cabezota embutida en aquel enorme casco, rojo intenso. Parecía un robot averiado llamado a descabezarse en cualquier momento.
   La Harley hacía un ruido divino, según el Jere que se había vuelto un experto en motos de repente. Casimiro se preguntaba que hacía él encima de una moto con el Jere como piloto por el medio de la ciudad. Se agarró bien y cerró los ojos. De ese modo no pudo ver el rumbo que tomó su amigo en dirección  a las afueras -quería llegarse al pueblo donde aún vivía su abuela nonagenaria- y tampoco pudo observar por el retrovisor al coche rojo como el casco del Jeremías que les venía siguiendo desde que habían arrancado.
   Luego de un trecho, Desgracia abrió un momento los ojos por simple curiosidad, para ver por dónde iban; el viaje ya se le antojaba demasiado largo. Jere había evitado la autopista y se dirigía a la primigenia carretera de circunvalación en dirección oeste. ” ¿Adónde carajos va éste?” Casimiro sopesó la idea de que su amigo se dirigiera al pueblo.”¿Pero, a que carajos va allí? No me digas que vive todavía la yaya”.
   En ese momento la Harley y sus dos jinetes enfilaron el viejo puente sobre las vías del ferrocarril. Afortunadamente la circulación era escasa a esa hora. Casimiro abrió de nuevo los ojos, cuando un estruendo le forzó a ello, para ver un coche que los adelantaba casi rozándolos.
   —¿Sonó un disparo? Hijo puta, échate a un lado, cabrón.
Jeremías pareció inclinarse a un costado, como si perdiera el equilibrio.
   —Jere, ¿Qué haces tío?, ¡que nos caemos!
   La moto, zigzagueó nerviosa y ya sin rienda atravesó la carretera en diagonal, se llevó por delante la barandilla y salto al vacío con los dos motoristas.
   Casimiro salió lanzado por la izquierda, mientras Jeremías, todavía agarrado al manillar, parecía un gallardete agitado por el viento.


   Cuando recobró el conocimiento, Casimiro sintió resquemores por todo el cuerpo. Al recuperar del todo la consciencia, se dio cuenta que estaba desplomado sobre una inmenso zarzal que le había amortiguado el golpe. Tras unos momentos de desconcierto, pudo ver la moto en medio de las vías y a Jeremías unos metros más allá inmóvil y en una postura imposible. Con mil apuros se dejó rodar sobre la maraña de zarzas y arbustos hasta que cayó al suelo. Con tanta confusión como dolor, logró ponerse en pie. Sabía que no debería, pero se quitó el casco y lo tiró al suelo. Cojeando, trató de llegar hasta donde se encontraba su amigo del alma. Un tren silbaba por su derecha. ¿Vendría por esta vía o por la otra? Medio aturdido, trató de correr, pero sólo alcanzó una especie de trote ridículo. Le daba la impresión de no avanzar, es más, parecía correr hacia atrás, dado lo que tardaba en llegar. Comenzó a llamar a voces al Jere.
   —¡Quítate de la vía!... ¡Quítate de la vía pedazo cabrón! Dios, estará muerto. Claro que está muerto, si parece un muñeco roto. ¡Jeremías, Jeremías! —Casimiro comenzó a sollozar.
   El tren silbaba muy cerca. No iba a poder llegar. Cuando se hallaba a unos quince metros del cuerpo de su amigo, comenzó a notar la vibración de las vías. Las vías en las que se hallaba inerte el Jere. Quiso correr más, pero no había manera. El cuerpo le pesaba como una armadura. De pronto, mezclado con el ruido del tren se oyó otro estruendo como si el convoy hubiera tropezado con algo.
   —La puta Harley. ¡Dios por qué nos haces esto! ¿Qué mal te había hecho Jeremías?
   El tren lo rebasó silbando, tratando inútilmente de frenar a tiempo de no partir por la mitad el cuerpo tirado en las vías unos metros por delante. Casimiro empujado violentamente por la estela del convoy cayó rodando por el terraplén hasta estrellarse contra el paredón de piedra que cercaba el pasto de la dehesa donde unos imponentes toros bravos, habían dejado de pastar para contemplar con indolencia lo que estaba sucediendo.


   Cuando abrió los ojos en el hospital, Aníbal estaba a su lado junto a la cama y al fondo creyó reconocer a Isabel. Parecía que la relación funcionaba. Miró a Aníbal en silencio. Su jefe le puso una mano en el brazo y lo apretó con cariño.

  —Ya estaba muerto cuando el tren lo arroyó.
  —La caída lo mató —afirmó preguntando, Casimiro. Era un débil consuelo.
  —Lo mató el disparo. Jere tenía un balazo con orificio de entrada y salida. Le entró por la axila izquierda, atravesando el pulmón y reventándole el corazón. Le dispararon casi a quemarropa, desde un coche que os adelantó. Muy profesional. Te libraste por los pelos, la bala te rozó el brazo.
    Casimiro cerró los ojos. Aníbal vio como las lágrimas trazaban rayas por el rostro de su compañero. Esperó un rato sin hablar.
    —¿De dónde habíais sacado la moto?
   —Era del Jere. Creo que la ganó en una timba. Me dijo que había jugado enfrente  de la torre.
   —¿Cuándo?
   —Hacía dos o tres noches.
   —Lo investigaré. Ahora descansa y procura no pensar demasiado. Al Jere se lo hubieran cargado igual.
   —¡Jefe!
   Aníbal se volvió cuando  estaba abriéndole la puerta a Isabel.
 —El tipo de la moto era un inglés. Al Jere lo llevó el Anselmo.




Continuará…









El misterio de la Torre Sur

TRES




Andrés Guerrero, llegó el lunes temprano como siempre. En el parking ya había un dispositivo policial discreto pero visible. Cuando se dirigía al ascensor, un sanitario con un contenedor se emparejó con él.
  —Disculpe señor, es que el montacargas no funciona, creo que la policía lo ha clausurado. Voy a la clínica ¿no le importa que suba con usted?
  —Por supuesto que no. Entre.
  —Usted primero, señor, por favor.
  —Un momento, un momento, espere. ¿Qué lleva en el contenedor?
No contaba con que el policía lo hubiera visto. La furgoneta estaba aparcada de modo estratégico para evitarlo.
  —Llevo ropa limpia para la clínica.
  —Ábralo.
El policía metió la mano entre la ropa y comprobó que todo estaba en orden. Le hizo un gesto con la mano de que continuara. Guerrero, amable como era, le había esperado con la puerta abierta.
El ascensor se detuvo en el sótano cuatro. Guerrero se sorprendió al notar un pinchazo en el brazo. La visión se le nubló enseguida y perdió la conciencia, antes de que su acompañante lo introdujera de cabeza dentro del contenedor sin miramientos.
Cuando despertó estaba sentado en una silla, atado de pies y manos. Miró alrededor aun con dificultad. Le dolía la cabeza. Levantó la vista en dirección al foco que, en su vertical, iluminaba la escena. El resto de la habitación estaba en semi penumbra
Se extrañó al ver una cámara enfrente. A su izquierda, en una mesa distinguió varios objetos. Un martillo, lo que parecía un bate metálico, un cuchillo de grandes dimensiones… No pudo ver nada más. La vista se le nubló. Algo le oprimía el pecho. Sintió que se ahogaba. En el brazo izquierdo el dolor era insoportable.











Capitulo cuatro




Aníbal había conseguido las grabaciones de los días de las desapariciones. El jefe de la empresa de seguridad le debía un favor. Le debía varios para ser exacto. Estaba poseído por las dependencias; era adicto a todo.
 —¿Vas a sacar a relucir aquello?
 —En absoluto, si me das lo que necesito.
 —Eres un cabrón ¿Lo sabías?
 —Si. Así aprenderás a tomarte las cosas en serio y a ser responsable y no tendré que volver yo a sacarte las castañas del fuego.

  A Aníbal le aburrían estos detalles. Pasarse horas visionando grabaciones donde a lo mejor no encontraba nada, no era lo suyo. Así que, igual que otras veces pensó una solución. No le llevo mucho encontrarla.
 —Isabel, tengo trabajo para tu abuela.
La abuela se alegró más que si hubiera cantado bingo en el club de jubilados.
 —Busque cosas que no le cuadren. Usted es una mujer perspicaz. Mire a ver si hay algo raro esos cuatro días. Algo que dé el cante.
 —La policía ya lo habría encontrado.
 —Puede, pero ellos son ellos y nosotros somos otra empresa. ¿Comprende?
 —Si, perfectamente. Oye, me gusta que hagamos equipo.
 Al segundo día la abuela ya tenía datos. Para sorpresa de Aníbal le había escrito un informe y todo. Menudo chollo eran las dos. La nieta guapa, espabilada, diligente en la cama y con más estudios que él. La abuela excelente cocinera, además de  avispada y con unas ganas inmensas de colaborar. Aparte era una mujer de hoy, pese a la edad.
“Oye que sólo tengo setenta y cinco. Soy una chavala,” le había respondido a Aníbal cuando éste le comentó una noche después de cenar, lo impresionado que estaba por lo bien que había aceptado su relación con Isabel y por no molestarle que se quedara a dormir cuando le parecía, o sea, a diario.
“Soy una open mind, muchacho.”
Según el informe de la abuela, el camillero que a última hora del primer día avanzó por el vestíbulo en dirección a los ascensores de acceso al aparcamiento, era la misma persona que la enfermera tetuda del segundo día y el sanitario del contenedor del garaje.
 —Abuela, vamos a ver. Este primero es gordo, con bigote…
 —Mas postizo que la dentadura de mi último pretendiente. Además no es gordo está un poco rollizo, solamente.
 —Vale y el segundo es delgado y saltarín y la enfermera es, es…vaya que no se parecen nada.
 —No, visto así a simple vista, pero si te hubieras fijado bien, tienen varias cosas en común.
 —Por ejemplo…
 La primera: la estatura. Son igual de altos. ¿Sabes porque lo sé?
 —Sorpréndame
 —Lo haré. Bien, fíjate. Los dos primeros salen del ascensor y avanzan por el vestíbulo. Aquí, ¡para la grabación! Tropieza con la planta que cuelga de la jardinera de la columna central. ¿Lo ves? Se la lleva con la cabeza. Instintivamente echa mano  al pelo por si se alteró la peluca. Al día siguiente la chica se acuerda y cuando está a punto de tropezar, gira a la derecha y la esquiva. Nadie lo hace. La gente pasa sin fijarse en ella. Casi nadie llega tan alto con la cabeza.
Además pasan por el mismo sitio, los dos por la derecha, y van tiesos como cañas. Otros camilleros, que hay varios, parece que en la Torre la gente se enferma mucho, se rascan, van mirando al tendido, se paran incluso. Estos no, estos van a lo suyo o sea a salir rápido y sin llamar la atención.
Aníbal estaba sorprendido.
 —¿Y el tercero?, ese no pasó por el vestíbulo.
 —No, pero espera. Todo a su debido tiempo, tengo que ir a orinar.
  Aníbal no se molestó en leer el informe y esperó a que volviera la anciana.
 —El tercero regresa al aparcamiento empujando el contenedor que pesa más que a la ida, cuando a la vuelta, se supone que está vacío. Fíjate bien en ello. Cuando sube lo empuja con una sola mano y cuando regresa el contenedor pesa bastante más. ¿Por qué? Muy sencillo, la tercera víctima va dentro. Subieron juntos en el ascensor y el señor Guerreo no se presentó a trabajar ese día. O sea, desapareció por la mañana. Lo estamos viendo. Además los tres tienen algo especial.
 —¿Sí?
 —Si. ¿No lo has notado? —Aníbal negó con la cabeza— Se ve claro que no eres aficionado al cine. Van disfrazados de actores. El primero es clavadito a John Wayne, hasta camina igual. Solamente le falta la pistola y el sombrero. La enfermera es Pamela Anderson, mas alta, eso sí. Y el del parquin es idéntico a Travolta en Fiebre del sábado noche. Es Tony Manero, ¿un pariente quizá? 
  Aníbal no comprendió.
 Hasta viene silbando la canción de esos hermanos australianos y medio bailando: niña canta tú que yo no domino tanto el inglés.
Isabel se levantó del sillón y se dirigió hacia ellos cantando y meneando las caderas y el trasero respingón como una bailarina profesional. O eso le pareció a Manero que estaba embobado con ella.
  
and we’re stayin’ alive, stayin’ alive.
Ah, ha, ha, ha, stayin´alive, stayin´alive
Ah, ha, ha ha, stayin´alive

Los dos cogidos del brazo, comprobaron punto por punto todo lo apuntado por la abuela, que feliz con el resultado se había ido a la cama.
 —Es cierto —apuntó Isabel— Fíjate que el primer sanitario tiene el mismo andar que Wayne y el del parquin va con la sonrisa y el peinado Manero y silbando el stayin´alive.
El detective miraba la pantalla en silencio.
 —¿No sabes quién es Tony Manero?
Aníbal no había vuelto al cine desde que de pequeño Casimiro le había llevado a ver Bambi. Fue el único espectador que no lloró.
 —¿Acaso no te gustó? —le había preguntado sorprendido.
Aníbal se encogió de hombros.
 —Entonces ¿qué te ha parecido?
 —Una mariconada.


A pesar de la ojeriza, Aníbal decidió compartir lo sabido con García estaba seguro de que el policía había llegado a la misma conclusión y además necesitaba que le dijera si sospechaba de algún travesti o actor o tenían fichado alguien así.
Le citó en un sitio donde se servía la mejor cerveza de la ciudad. García era un experto; según el mismo, claro.
El inspector le escuchó con una sonrisa.  En efecto, había llegado a la misma conclusión.
 —Coño, Aníbal me sorprendes. Buen observador. Además no sabía que te gustara tanto el cine. Así ha sido. Punto por punto. Hemos reconstruido los hechos y coincide al detalle. Estaba bien planificado.
 —¿Tienes idea de cómo fueron raptados los otros dos?
 —No. Hemos visionado las cámaras del martes 18 y no se aprecia nada diferente. Ese día no hubo camilleros, ni nada sospechoso. Además ese día el cuarto desaparecido salió un poco antes de lo acostumbrado, bajó al parquin y abandonó la Torre  y el quinto ni siquiera llegó  a salir. Se esfumó primero. El baño estuvo cerrado por fumigación o algo así y creemos que fue en ese tiempo cuando desapareció.
 —¿Crees que el asesino estuvo dentro de la planta con todo el operativo?
 —Si eso creo. Delante de nuestras narices y creo, además que con su aspecto normal. Ese día no utilizó disfraces. Además tuvo suerte en esa planta no funcionaban las cámaras desde hacía dos días. Así que no hay grabaciones. Aunque eso el no podía saberlo, pienso yo. Porque ya no estoy seguro de nada.
Hubo un silencio, más que valorativo, expectante. Los dos esperaban que el otro aportara alguna idea. Pero no sucedió así.
 —¿Tienes idea de quién puede ser el sujeto? ¿Tenéis a alguien fichado que responda a ese patrón?
 —No. Ni tenemos ninguna petición de búsqueda de nadie así, ni he encontrado casos similares en los últimos años.
 —O sea que andáis perdidos.
 —Tanto como tú.
 —Una amiga que trabaja en la Torre, coincidió en el  ascensor el día de la última desaparición, con un tío bastante inquietante. Podríamos hacer un retrato robot.
 —Perfecto. Llévala a comisaría. Cuanto primero mejor.

Ambos hombres se contemplaron pensativos en silencio; luego, dado lo enrevesado del caso, llegaron al acuerdo de intercambiarse cualquier información que obtuvieran. “A ver si avanzamos” dijo Aníbal con esperanza. “La unión hace la fuerza,” sentencio García, como siempre.




Continuará...