UNO
Iñigo Méndez, se demoró más que de costumbre. La dichosa fusión le estaba
amargando la existencia. Consultó el reloj cuando se dirigía al ascensor, las
ocho y veinte, demasiado tarde. Necesitaba pasar por alguna tienda y comprar un
regalo para su madre. Al día siguiente cumplía ochenta y seis. Alguna pequeña
joya estaría bien. “Mamá continúa siendo una coqueta. No se me puede olvidar
llamarla a primera hora”. De no hacerlo, su madre no se lo perdonaría. El
continuaba siendo su hijito aunque rondara ya la cincuentena. Había sido un niño
tardío para la época, y su madre lo sobreprotegió hasta la paranoia. Incluso fue
ella quien le eligió esposa, una mujer temerosa de Dios, pusilánime y manejable
que entendía el matrimonio como un sacrificio y en coherencia, ajustó su vida a
los gustos, necesidades y caprichos del marido.
Iñigo
estaba acostumbrado desde la niñez a
tener una mujer siempre dispuesta a complacerle en todo, a la que él
correspondía, si no con amor propiamente,
si con una fidelidad absoluta, como la de los perros hacia sus amos, y no
concebía las cosas de otro modo.
Podría
comprar el regalo en la planta cuarenta y nueve, pero a su madre le gustaba una
determinada joyería de la milla de oro. Iría hasta allí. Cerraban tarde.
El
ascensor se detuvo en la décima planta para dar entrada a un sanitario con una
camilla. Méndez puso cara de sorpresa y de fastidio a la vez.
_Perdón
señor, es que es muy urgente y el ascensor de servicio no responde a la
llamada.
_
¿Vuelve a subir?
_No,
no, voy al sótano dos. Una persona de seguridad ha sufrido lo que parece un
ictus. Tanto gimnasio no puede ser bueno.
_
¿Es eso un fiambre?_, se preguntó el encargado de los monitores cuando vio
avanzar la camilla por el vestíbulo _Ya van unos cuantos este mes. Esta puta
Torre va a acabar con nosotros.
Capítulo II
Isabel
formaba parte del grupo de empleados encargados de la limpieza de la Torre. Desde que se había
separado del “hijoputa,” trabajaba para Limpissimo
y conocía, de vista, a dos de los ejecutivos que parecían haberse evaporado.
Les veía llegar, en ocasiones, muy
temprano. Uno de ellos jamás saludaba y parecía molesto con el hecho de que las
limpiadoras anduvieran aún por allí. El otro, más entrado en años, era un
hombre afable que siempre daba los buenos días con una sonrisa. Así se lo contaron
ella y su compañera a la policía, añadiendo que les daba pena la suerte que
pudiera haber corrido.
La
policía iba y venía interrogando a todo el mundo. Isabel les veía perdidos;
habían transcurrido varias semanas y parecían no tener ni una pista. En cuanto
comenzaban un itinerario medianamente aceptable, desaparecía el siguiente y
volvían a quedar con el culo al aire. Ya habían descartado un montón de
probabilidades. No faltaba dinero en ninguna de las empresas, ni en las cuentas
de los desaparecidos. Sus pasaportes estaban en sus domicilios, por lo cual era
improbable que hubieran salido del país y todos, excepto uno, llevaban una vida
ordenada y previsible, tanto, que eso les podía haber convertido en una presa
fácil para quien quiera que hubiera urdido o llevado a cabo las desapariciones,
caso de que así hubiera sido.
“Porque
es imposible que la Torre mate o haga desaparecer a la gente por sí sola.
Alguien tiene que estar detrás de todo esto y no creo que sean los demonios,
precisamente”, pensaba Isabel que era, de siempre, aficionada a los misterios.
No
participaba en las porras que la mayoría de sus compañeras hacían sobre cual
teoría de las que se barajaban en las tertulias televisivas sería la acertada o
la que más se aproximara. Tampoco lo hacía su compañera Celia. Ambas se
sorprendían de la ligereza y la familiaridad con la que el resto, trataba a los
cinco desaparecidos, refiriéndose a ellos por su nombre de pila y divulgando
bulos sobre su vida privada que tan solo obedecían a deducciones gratuitas,
dado que ninguna los conocía ni siquiera de vista.
“Hoy
en día todo vale, ya no hay respeto por nada”. “A mí no me educaron así y
supongo que a ellas tampoco, no se en que tramo del camino se perdió la
consideración hacia los demás”.
Transcurría
el tiempo sin resultados, por ello, algunos familiares junto con dos de las
empresas para las que trabajaban los cinco, decidieron -en contra de la opinión de la policía-
contratar un detective privado, tratando de encontrar un cabo que permitiera
desenmarañar la madeja de conjeturas y falsas pistas en la que se hallaban
sumidas.
Un
lunes a las siete de la mañana, Isabel y su compañera vieron aparecer por la Torre Sur, planta vigésima,
un par de elementos muy peculiares. Eran dos tipos dispares en todo lo que
podía percibirse a simple vista: estatura, edad, aspecto, modos y maneras. “Como un planeta y su satélite” -la
comparación se le ocurrió a Celia al ver al bajito dar vueltas alrededor del alto-
“formados hace milenios del mismo material cósmico y orbitando desde entonces juntos
por el espacio infinito” añadió imitando el tono de un conocido narrador de
espacios de divulgación y consiguiendo que Isabel se riera a carcajadas.
El
más joven era muy alto, con cierto aire
Richard Gere, el pelo gris y una sonrisa puesta en la cara de modo permanente.
Pero no era una sonrisa afable como la del desaparecido señor Guerrero. No era
de esa clase. Era la típica sonrisa arrogante del hombre que se sabe guapo y
mira con suficiencia a todos y en particular a las mujeres.
Se
llamaba Aníbal Manero, antiguo poli, conocido en la profesión por ser un
mujeriego sempiterno y por sus métodos poco ortodoxos las más de las veces.
Para Manero el resultado justificaba siempre los medios y como al fin y al
cabo, resultados eran lo que querían los clientes, tenía trabajo a porrillo,
incluso en tiempos de crisis como los presentes.
Su
ayudante, su sombra, su mano derecha y su opuesto irreconciliable se llamaba
Casimiro Desgracia. Era una albóndiga con piernas. Un tipo ordinario y
descuidado, fiel a Manero como un perro al que
cubría la retaguardia tanto en lo profesional como en lo personal. Se pasaba las normas por
el forro y, en consecuencia, andaba siempre al filo de perder la licencia; la
última había sido cuando le pegó varios tiros en la pierna derecha al novio,
diputado provincial, de la última conquista de su jefe: una rubia teñida, chica
tele tienda en la emisora pagada por la Comunidad. Aníbal se la había trabajado
para conseguir información acerca de la implicación del político en una trama
de extorsión a empresarios. El mencionado cornudo, tal vez por la sospecha de
que la rubia hubiera hablado, salió detrás de Aníbal, pegando tiros, sin ninguna
puntería, con una recortada. Mientras se ponía a cubierto, el detective no
salía de su asombro. “Cómo puede ser que, un individuo hasta ayer común y
corriente, de los que apenas sabe hacer la o con un canuto, entre en política y
de la noche a la mañana, espabile hasta igualar al más avezado de los mafiosos
de toda la vida. Lo mismo te pega un tiro con una lupara, que exhibe un muestrario de métodos y tácticas de extorsión
y amenazas con un desparpajo propio de un capo
di capi, que aprende a rodearse de asesores que le tejan una tupida
telaraña internacional de empresas interpuestas
diseminadas por el mundo, capaces de hacer perder el rastro al más
experimentado sabueso, y todo, sin haber
logrado aprender jamás la tabla del nueve. ¿Qué tendrá la política que vuelve
sabia a la gente cuando la toca? Es un misterio indescifrable.”
Casimiro,
que esperaba en el coche, entró al oír los tiros y no tuvo otra que poner al
mafioso-diputado, fuera de combate de varios tiros por la espalda, apuntando “porque
yo soy un hombre coherente” a la pierna derecha del político que era del
partido conservador.
El
diputado, cojo para siempre desde aquel negro día, juró por el honor de la
Camorra Napolitana de uno de cuyos capos se había hecho amigo, no cejar hasta ver hundidos en la mierda al
Manero de los cojones y sobre todo a la albóndiga que le disparó. Menos mal que
el partido le apartó del poder y sin
éste no hubo más influencias, ni mafias, ni menos aun favores.
“Tal
vez en la cárcel conozcas a alguien que por poco dinero te los quite de
delante” le había dicho, con mas sorna que consuelo, el que fuera hasta ese
momento su mano derecha.”Eso si no te quitan a ti primero”, le añadió, para
rematar.
Los
dos detectives, llegaron un lunes llamando la atención, como de costumbre. Era
su sello, a pesar de que sus nuevos clientes les hubieran pedido discreción.
Mientras subían al piso veinte, el elevador se había detenido en la
decimotercera planta y una morenaza despampanante, “demasiado para ser de
verdad,” pensó Casimiro, lo abordó, para deleite de Aníbal que no le quitó la
vista de encima. Ella le miraba de soslayo con sus penetrantes ojos verde
esmeralda. Manero salió del ascensor caminado de espaldas para no perder de
vista a la mujer y antes de que se cerrara la puerta le hizo una cortés,
rendida y teatral inclinación de cabeza.
_Ni
que fuera la reina_ se dijo Isabel que contemplaba la escena apoyada en la
fregona.
Al
darse la vuelta tropezó con el cubo que su compañera no había tenido tiempo de
retirar, - sobre todo debido a las vueltas y revueltas del más pequeño, que zumbaba
alrededor como un moscardón, obligándola a pasar la fregona, en círculos, una y
otra vez por el mismo sitio-, perdió el equilibrio y no se sentó en el suelo
mojado porque Isabel acudió al quite como el mejor subalterno, evitando que la
caballerosa despedida terminara en una culada y un ridículo igual de
contundentes.
Manero,
que era un mal educado, iba a ponerse como un energúmeno, pero el físico de la
joven, alto, rubio, de ojos azules y formas rotundas, le frenó. Aunque fuera la
limpiadora, “estaba muy buena, hostia”, y él ante un buen físico, no hacía ascos a ningún oficio. Al igual que don
Juan nunca había sido elitista.
Más
adelante descubriría muchas cosas interesantes acerca de ella.
Continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario