Había transcurrido un
año y poco desde el incidente de la fábrica de hielo. García no volvería a
caminar y Gilda se había esfumado. Manero no lo olvidaba.
Europa entera se
llenó de imágenes de Gilda, pelirroja o morena más un retrato robot del llamado
Gil. Se ofrecía incluso una generosa recompensa pagada por las empresas
afectadas, por una pista fiable que llevara a su detención.
Aníbal tenía una
relación de lo más estable con Isabel tanto que la abuela quiso mudarse de
nuevo a la Residencia, “ya no pinto nada aquí.” Ni Aníbal ni menos aun Isabel
se lo permitieron. Incluso Casimiro terció en el asunto. “Usted lo que quiere
es que yo muera de hambre. El piso es amplio no molestamos a los tortolitos.
Además usted se va a la cama nada mas cenar, no molesta, mujer.”
Isabel estaba muy a
gusto con su nuevo trabajo en la joyería donde se relacionaba con un sinfín de
señoras de la jet. Una tarde había entrado
la mismísima reina de Jordania, “tan guapa, tan elegante,” que se llevó
un aderezo carísimo de esmeraldas. Al principio sintió un poco de resquemor al
sustituir a la mujer del joyero asesinada por Gilda, pero el nuevo trabajo era
tan agradable que pronto lo olvidó. “Tú no te metas en líos, ya me entiendes,
con ningún cliente” le había dicho Aníbal completamente en serio “y no tendrás
problemas.” Sobre todo con él.
Aquel mediodía de
mayo, estaban comiendo los cuatro un cocido de garbanzos “esto es gloria
señora, que Ferrán Adriá, ni que estrellas Michelin, donde esté la cocina
tradicional que se quite todo lo demás,” mientras en el telediario daban
imágenes del festival de cine de Cannes. Se presentaba la película “Los
Mercenarios” y Antonio Banderas acudía sin Melanie de la que parecía haberse
separado. El elenco de actores protagonistas posaba para la prensa, tras haber
recorrido las calles a bordo de un tanque. Todo muy espectacular.
Estaba petado de
periodistas. Había cámaras y micrófonos de todas las nacionalidades por
doquier. Detrás de la valla de seguridad se apretujaban las fans gritando el
nombre de su favorito y levantando la mano cuando el aludido se giraba, para
que las pudiera localizar.
_ ¡Qué guapo Antonio! Es el que mejor está de
todo el grupo de viejas glorias de esta película_ opinó Isabel.
_Tampoco es tan viejo_ dijo Casimiro
sintiéndose aludido.
_Yo prefiero al “Chuache.”_añadió la abuela.
_Sayonara baby_ soltó Casimiro engolando la
voz. Lo mismo hubiera dicho García.
De pronto Isabel se
puso a gritar como una loca, señalando hacia la pantalla con el tenedor.
_¡Es el, es el, ES EL!_ Es Gilda. O sea Gil.
Bueno, ese. Ahí detrás de Harrison Ford. Míralo. AHÍ. Es el tipo del ascensor,
sin duda. Es él. Está en Cannes.
En Internet, en el
podcast del noticiario volvieron a ver las imágenes. Era él desde luego. Era
Gilda. Estaba en el festival de cine ¿donde mejor?
Aníbal se levantó de
un salto. Gilda se había vuelto a equivocar.
_Iré a por él. Ahora mismo.
Capitulo
diez
Después de dejar el hospital donde el médico le aseguró que el inspector García no volvería a caminar, Aníbal se fue derecho a su casa. Hacía mucho que no estaba por allí, pasaba todo el tiempo en la de Isabel. Incluso había trasladado su ropa y sus cosas más personales a casa de su novia. Olía a cerrado, por eso abrió las ventanas y dejó que el aire frío de la noche entrara a placer. Llamó a Isabel y le dijo que se quedaría en su casa “tengo mucho trabajo que necesito hacer a solas.” Ella no preguntó. Esa era una de las muchas cosas que a Aníbal le agradaban de su chica: la confianza que le demostraba y el respeto y la comprensión que tenía por su trabajo. Era una joya, desde luego. Lo mejor que le había deparado la vida y “este puto trabajo que me va a marcar.”
Fue incapaz de cenar,
el hambre parecía haberse esfumado de su vida para siempre. A pesar del relente
de la noche se sentó al lado de la ventana y abrió el cuaderno que había
recogido en la sala de torturas. Le había producido desasosiego llevarlo encima
el resto de la tarde.
Comenzó a leer. La
caligrafía era cuidada y fría como los ojos del criminal que la había escrito.
Aparentemente no había nada anormal. Ningún caracter sobresalía ni destacaba
por tener nada discordante. Era uniforme y metódica. Probablemente, hubiera
hecho las delicias de un experto en grafología que hubiera podido definir la
personalidad del asesino con todo lujo de detalles. Aníbal a simple vista
dedujo que esa era la letra de un hijo de puta, sin dudarlo. Meticulosa y
anodina y algo femenina, “parece letra de mujer.” Era clara, eso sí, podía
leerse perfectamente.
Para su asombro no
comenzaba con los crímenes de la Torre, si no que se remontaba a diez años
atrás. Todo parecía haber comenzado en Portugal. Jóvenes africanas de las ex
colonias que llegaban a la antigua metrópoli buscando una oportunidad y se
toparon con Gilda. En ese tiempo relataba trabajar en un cabaret de Lisboa
donde imitaba a Barbra Streisand. “Esta me suena de algo”. La primera víctima
trabajaba como camarera en el mismo local. Llegó de Cabo Verde esperando ganar
dinero y poder traer a su hijo. Fue fácil ganársela. La secuestró, junto con
otras cinco, para servir de juguete sexual a un grupo de depravados millonarios
que tenían un yate anclado en el puerto. Luego Gilda o Barbra las asfixió y las
arrojó, lastradas, al mar alejándolas de la costa a bordo de su barco
particular. “El mismo quizá que tenía fondeado en la fábrica de hielo.” Le
gustaba la muerte por asfixia, le producía placer. Relataba las sensaciones tan
excitantes que le provocaba la resistencia de las victimas primero, la renuncia
luego y después la nada. Sentir como pasaban de la lucha compulsiva y
aterrorizada al abandono absoluto, era una sensación de dominio tan
indescriptible y tan placentera que invitaba a probarla al que leyera esto por
el motivo que fuera. “De pantera a
muñeca de trapo, confiesa el muy hijo de puta” y como si lo adivinara, Gilda
había escrito a continuación: Antes de juzgarme, prueba.
Aníbal sintió ganas
de vomitar. Soltó el cuaderno que cayó al suelo. Si no fuera una prueba tan
importante lo quemaría ahora mismo sin leer ni una línea más.
Fue a la cocina y
bebió agua del grifo. Le dolía la cabeza. Rebuscó en la sanitaria del baño algo
para el dolor. Encontró paracetamol. Metió el comprimido en la boca y lo
masticó. No era capaz de tragar ninguna pastilla. Era algo que le ocurría desde
pequeño. Regresó a la salita, recogió el cuaderno y continuó leyendo. A pesar
del analgésico, el dolor de cabeza terminó por hacerse insoportable. Vomitó
varias veces, hasta que terminó los macabros relatos con el último asesinato:
el del ejecutivo metrosexual, al que torturó a placer hasta la muerte. Aguantó
seis horas el pobre infeliz.
Al abogado Estrada le
dedicaba solamente dos líneas. “Me duró poco, no resisten nada. Traté de
experimentar algo nuevo pero se ve que se me fue la mano y palmó en un tris.”
Se sorprendió de que
anotara la muerte de la mujer del joyero. Lo hizo deprisa y corriendo, sabiendo
que García le pisaba los talones. Sin muchos detalles. Simplemente había
puesto. “Asfixié a la puta.”
Aparte de los relatos
pormenorizados de los crímenes, cincuenta y seis en total, explicaba cómo al
principio trabajaba solo, luego conoció al que apodaba Johnny Farrell al que
contrató, era un modo de decirlo, cuando llegó a España, para que se deshiciera
de los cuerpos y más tarde como ayudante necesario para poder llevar a cabo
algunos de los raptos de la Torre.
Fue un error, pensó
Manero, Farrell no estuvo a la altura. El hallazgo de la pierna del primer
desaparecido de la Torre, comenzó a tirar del hilo.
También relataba cómo
le gustaba coleccionar objetos pertenecientes a los asesinados, “ya me
extrañaba a mí que no apareciera esto” y como regresó a la Torre a buscar algo
perteneciente al último raptado: el maricón de la veinticinco como ella o el o
lo que fuera lo llamaba con absoluto desprecio. “Ser homosexual es un delito,
ser un asesino en serie, por lo visto no. Puta ideología nazi.” Tenía que ser
algo tomado en su casa o en su lugar de trabajo; no servía lo que llevara
encima. “Cuanto morbo.” Cuenta como se divirtió burlando sin ningún esfuerzo
los controles de la policía, entrando como un visitante más en la torre,
después de que los polis ya hubieran visto las cámaras y ya hubiera
probablemente descubierto que el asesino actuaba disfrazado. Así y todo se
presentó como Lauren Bacall con su mismo vestido gris, ceñido, su collar de
perlas y su mirada felina y retadora y ni se inmutaron. Solo llamó la atención
de un gilipollas ridículo que subió con ella en el ascensor. Un don Juan de
cercanías que empleaba métodos de seducción tan cursis como los zapatos
italianos que llevaba junto con un traje de Emidio Tucci puro Corte Inglés. Por
su culpa tuve que marcar otro piso y perder el tiempo.
Aníbal sentía cada vez más ganas de tenerlo delante y pegarle un tiro. No, sentía ganas de tenerlo delante y torturarlo hasta la muerte y terminar metiéndole el cuaderno por el culo, mas la relación completa de todos los asesinos en serie del mundo desde que se inventó el modo de dejar constancia de los crímenes.
Aníbal sentía cada vez más ganas de tenerlo delante y pegarle un tiro. No, sentía ganas de tenerlo delante y torturarlo hasta la muerte y terminar metiéndole el cuaderno por el culo, mas la relación completa de todos los asesinos en serie del mundo desde que se inventó el modo de dejar constancia de los crímenes.
Dejó el cuaderno
sobre la mesa, se puso de pie y levantando la mano derecha, como haría un
detective de cine a toda pantalla, dijo a voz en grito delante de la ventana:
“Juro que te encontraré hija de puta.” El viento frío de la noche se llevó el
juramento junto con las hojas de los árboles y lo dejó agazapado en cada rincón
de la ciudad.
Después del desahogo
y ya dentro de la habitación añadió con esperanza “volverás a cometer un error.
Ese será tu último error. Ese día
desearás no haber nacido, desearás no haberte cruzado en nuestro camino. Hijo
de puta. Lo juro por mis cojones.”
Se sentó en la cocina
y se quedó pensativo. “No se cómo me ha salido este discurso tan raro, esto
debe ser cine, claro se me ha ido pegando. Hablo como ese que camina raro en la
película que me hizo ver la abuela: el autobús. No, coño: la diligencia. Eso.”
“Bueno, al fin y al
cabo ¿qué es la vida? Pues eso, cine.”
Volvió a visitar a
García. El inspector ya estaba en planta e iba haciéndose a la idea de que no
volvería a caminar. “Seré como Ironside,” le había comentado con su ironía
habitual. Aníbal desconocía el personaje, por supuesto.
Le mostró el cuaderno.
_Aquí está todo. Anotado con sumo cuidado sin
obviar nada. Le van los detalles.
_Te van a matar_ sentenció García con una
sonrisa. No esperaba otra cosa, en el fondo.
_Te juro que lo atraparé.
_ ¿Tienes un plan?
_No, pero estoy seguro de que volverá a meter
la pata y ese día será su ultimo día en libertad.
_Será difícil de atrapar. Luchará con uñas y
dientes. Cuando creas que lo tienes se te habrá escapado. Cuando le vayas a
echar el guante se escabullirá.
_Mejor. Así tendré excusa para pegarle un
tiro. Me alegrará el día.
_¡Coño! Estás
hablando como Harry el sucio. Acabarás aficionándote al cine.
“Lo dudo mucho” se
dijo para sus adentros Aníbal Viriato Manero Jiménez.
Continuará...
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