Los crímenes de las cuatro estaciones

Muere el rey, última
A las exequias en la catedral, solamente se pretendía que acudieran los invitados regios y los nobles del país, pero el pueblo no quiso perderse la aventura funeraria. Los moradores de las casas por las que atravesó la macabra comitiva se fueron uniendo discretamente a ésta inmediatamente detrás de la nobleza, en principio mansamente pero arrollando mas tarde a los corchetes que trataban de cerrarles el paso, cuando se dieron cuenta de la intrusión. Por si no bastara, gentes del otro lado de la ciudad, viajando temerariamente en endebles chalupas que servían para pescar en medio del río en calma, pero que apenas resistían los envites del oleaje del mar enfurecido en que se habían convertido las calles, se sumaron al intempestivo cortejo penetrando como hordas por las casas, en vez de acudir directamente a la iglesia en sus balsas como hubiera sido más lógico. Muchos se ahogaron en el intento, al zozobrar las embarcaciones entre el proceloso oleaje y porque iban, además, con sobrepeso. Nadie quería perderse el funeral. Por ello, muchos madisboetas acompañaron a su rey al mas allá el día de sus exequias.
   Los que llegaron a buen puerto, penetraron en las casas, a través de boquetes y ventanas, pisoteando lo que encontraron por el camino, comiendo en las cocinas, probando los artilugios de los escusados, guardando aquello que llamaba su atención, tratando algunos de meterse en la cama de las señoras y algunas de los caballeros con desigual fortuna e intentando saquear la cámara de seguridad del banco hebreo Sefarat, por el que también discurrió la avalancha, tras el cortejo fúnebre. Ocurrieron graves altercados por este motivo con heridos e incluso muertos, tanto fuerzas del orden como asaltantes, amén de varios desaparecidos que cayeron a las aguas mas turbulentas, aun, que la multitud enardecida.
   En la catedral hubo que esperar a que la turbamulta se aposentara y guardara silencio para comenzar la ceremonia, lo cual supuso un retraso de dos horas. Don Fadrique observaba inquieto al nuevo rey, que a punto estuvo de bajar del túmulo y tomar el camino de Lisboa para embarcar sin retorno, esta vez sí,  hacia el Nuevo Mundo descubierto por Colón hacia más o menos un siglo. No lo hizo porque fue consciente de la imposibilidad del viaje en estos momentos en los que el país había sido tomado por los elementos.
   Hubiera sido más natural y por ende más práctico, celebrar el funeral en la capilla de palacio y esperar al escampe para enterrar al rey, que en su ataúd de plomo no hubiera despedido  ningún olor repulsivo ni degradante para lo que se puede esperar de un monarca, aunque esté muerto. Pero los hispatanos tenían, como los portugueses, bastante propensión a exagerar cumpliendo  a rajatabla con la máxima de: a grandes males, grandes remedios.
   Al termino de las honras fúnebres la comitiva de invitados y nobles se topó un autentico caos dentro de las casas en el camino de vuelta, porque los corchetes bastante tenían con controlar a la masa y nadie había tenido tiempo para limpiar los destrozos de la avalancha. Así mismo faltaban tablones en las pasarelas y trozos enteros de cuerda pasamanos, lo cual transformó el retorno en objetivo muy peligroso, cayendo a las aguas algunos de los encargados de transportar a los nobles, con el consiguiente sobresalto de estos que no tenían ni el más mínimo deseo de hacer compañía a Juan II, que en paz descanse. Si puede.
   Los visitantes se vieron imposibilitados por el diluvio a salir de la ciudad después del funeral ya que la lluvia cayó durante veinte días sin parar y luego además hubo que limpiar las calles, llenas de lodo y de despojos de todo tipo. Hasta esqueletos desenterrados y arrastrados sin piedad alguna fuera del cementerio que hubo que volver a enterrar a boleo, donde buenamente se pudo. Se supone que muchos de  ellos fueron arramblados en los momentos más álgidos de  la tormenta, porque el camposanto quedó arrasado, sin que hubieran sido vistos siquiera y por tanto no pudieron en modo alguno, engrosar la lista de desparecidos causados por la hecatombe.
   En todo ese tiempo don Pedro y sus invitados hablaron de política y de economía, de guerras y de paces, de negocios posibles e imposibles, de dios y del diablo. Se dieron noticias, se adelantaron acontecimientos y se hicieron confidencias más o menos personales y más o menos interesantes.
   La noche antes del día del fin del diluvio, don Nuño y el conde de Picos Erizados escucharon con creciente interés, noticias sobre la vida del Corregidor de la villa referidas por su padre quien, trasformada la fiebre que lo poseyó a causa del frío padecido, en locuacidad por mediación de los licores ingeridos para tratar de entrar en calor, relató para sorpresa de todos que no era su verdadero padre puesto que él y su esposa  no habían tenido descendencia, culpa de ella, porque él había engendrado dos hijos con una moza de su hacienda que habían fallecido prematuramente,  por lo cual pasado el tiempo y cuando ya eran casi viejos ocurrió aquella historia con uno de sus pastores, el mejor y el más fiel y movidos ambos por la compasión hacia el pobre huérfano lo habían acogido primero, para adoptarle después, una vez que le tomaron cariño.
   __Me he arrepentido con largueza__ afirmo el noble antes de que la cabeza le cayera sobre el pecho y se quedara dormido como un lirón en invierno.


   
   Llovía mansamente sobre la capital aquella noche, pero las aguas no se habían retirado, porque todavía bajaban arroyos de la montaña. Sin embargo el nivel había descendido más de la mitad.
En el palacio de Picos Erizados, el conde del Páramo tenía una crisis respiratoria aguda como consecuencia del frío y de la humedad. Estaba empapado en sudor y tiritando de frío en una cruel paradoja que no presagiaba un desenlace halagüeño para la vida del noble. Le había subido la fiebre y deliraba de vez en cuando. Don Pedro había enviado a dos sirvientes en busca del médico. El agua les llegaba por el sobaco, pero podían traer al galeno a hombros, o meterlo por los huecos de las casas que aun no se habían cerrado desde el entierro, aunque esto último podía resultar peligroso dado que los propietarios de las viviendas se habían armado haciendo guardias permanentes en prevención de nuevos asaltos. También mandó aviso al Corregidor que por el momento, no se había presentado. Quedó patente durante los actos que padre e hijo no mantenían una relación ni buena, ni fluida. El hijo, buen amigo por lo visto del príncipe, ahora rey, se alojó en palacio y no pasó a saludar al padre  ni lo recibió cuando este se presentó en la corte con los demás, antes del diluvio.
   El médico se demoraba y el conde leonés comenzó a pedir confesión. Don Pedro permanecía junto a él cogiéndole la mano mientras don Nuño entraba y salía de la habitación a la espera de novedades. Una de las veces que el marqués se aproximó a la cama de don Julián del Páramo este le tomó por sacerdote y alargó la mano implorante y agradecido.
   __Confesión, padre, se lo imploro…confesión.
   __Soy yo don Julián, soy Nuño.
   __Padre, confesión. Tengo un secreto terrible que me impide morir en paz…
   __No habléis de morir__ le cortó don Pedro
   __Se que la hora se acerca. Necesito hacer partícipe a Dios de un secreto terrible, terrible…y rogar su misericordia.
   __Yo no soy…
   Don Pedro envió a otros dos criados a buscar un cura de los muchos que había en la capital esos días. Al poco regresaron los  anteriores sin el médico dado que se lo había llevado la riada por la mañana cuando trataba de llegar al palacio del obispo, puesto que también al médico de palacio se lo había llevado la corriente hacía unos días. A don Nuño le pareció que el diluvio había hecho limpieza.
   __Esperemos que llegue por lo menos algún cura.
   Don Julián del Páramo empeoraba tan rápido que era imposible contar el tiempo, ni un segundo transcurría entre una crisis y la siguiente. A veces de palabra y las mas por señas no cejaba en pedir confesión agarrado a la mano de  don Nuño como a la vida.
   __Perdóneme don Julián es que yo…
   __¡Qué más da!__ Dijo don Pedro__ Fingid que sois un cura mientras yo voy a ver si hay noticias de alguno y del hijo.
   __¿Pero cómo voy yo a…?
   __No hacerlo sería faltar a la misericordia debida para con el prójimo cuando está en este trance.
   Don Nuño, renuente, se sentó en la cama mientras el conde sufría tratando de respirar con normalidad sin conseguirlo.
   __Señor, hasta morir es trabajoso__ musitó don Nuño.
   __Pa   dre. Per  dón.
   __Calmaros hijo. Respirad, sólo concentraros en respirar. Luego hablamos de todo lo que deseéis.
   __No viene el cura. Tantos como hay en la ciudad y ninguno está dispuesto a venir. Que lo harán mañana si descienden las aguas. ¡Sepulcros blanqueados! Confesadlo Nuño, por caridad, para que muera tranquilo. Dios nos perdonará.
   __Pero…
   __Mirad, si os sentís mejor os lo diré de otra manera. Dejad que descargue con vos la conciencia, Dios le escuchará y le dará la absolución. Sed tan sólo el intermediario.
   __Decidme hijo__ accedió por fin el marqués__ Contadme que es lo que os preocupa.
   El conde tardó un buen rato en poder hablar. Su laringe emitía un silbido penetrante como el de una culebra. Por fin logró proseguir con mucha dificultad.  El hijo no aparecía tampoco por ningún lado. Estaba visto que todo el mundo abandonaba sus obligaciones sin miramientos.
   __Fue un castigo por haber engañado a un alma noble como era el pastor. Dadme algo de beber y os lo contaré. Por piedad.
   Al cabo de una hora de escuchar el doloroso relato plagado de altos para que el conde pudiera coger aire, don Nuño reclamaba a gritos a Josefo por todo el palacio. Este se hallaba en los aposentos del hijo mayor de don Pedro hojeando absorto un tratado de astronomía de un tal Nicolás Copérnico que afirmaba que el sol es el centro del universo y no la tierra como se creía desde Tolomeo. El asturiano acudió alarmado a las voces del marqués. Este se había sentado fatigado y entrecortadamente repetía bajando la voz: “es él, es él.”
   __Don Nuño ¿Qué sucede?__ preguntó Josefo alarmado por el semblante del marqués.
   __Es él, es él, EL.
   __¿A qué se refiere vuestra merced?
   __Es nuestro asesino.
   __¿Quién , quien es nuestro asesino?
   Don Nuño apenas podía respirar. Josefo y Pedro, el hijo del conde, le introdujeron en la habitación y le tendieron encima de la cama. Don Pedro entró detrás. También venía exhausto.
   __¿Pero, que os ha pasado?__ preguntó su hijo__ ¿que ha contado el conde?
   __Hemos escuchado algo terrible. Atended a don Nuño, ha recibido una impresión muy fuerte.
   __Padre…
   __Yo estoy bien. El conde ha muerto. Hay que disponerlo todo. Volveremos a enviar recado al hijo.
   Don Nuño no soltaba la mano de  Josefo.
   __No se qué vamos a hacer con la información. Que días estamos teniendo, Dios, como esto continúe no lo contamos ninguno. En cuanto se despeje el camino nos vamos para casa, hay mucho por hacer. Tenemos que pensar el modo, Josefo ¿os dais cuenta?, vos que sois escritor pensad el modo…
   __¿El modo de qué? No entiendo lo queréis decirme…
   __¿A qué día de septiembre estamos?
   __Hoy es diecisiete
   __Ay Dios, sólo quedan cuatro días, no tenemos tiempo, no queda tiempo. Asesinará de nuevo. No sé cómo vamos a impedirlo. Y encima esta lluvia. Señor, ten misericordia de ellas. Inspírame algo por piedad.
   Josefo no terminaba de comprender. Don Nuño se llevaba la mano al corazón y no conseguía articular palabra. Por fin dejó de llover.



 Continuará...

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