SEIS
García era un tipo
raro, “muy suyo” decían los compañeros. Inteligente, trabajador, buen poli,
pero difícil. Llevaba personalmente las investigaciones hasta el final, sin
delegar en nadie ni el más nimio detalle, exceptuando a Harry el sucio, cuando
necesitaba que el testigo cantara y no había otro remedio.
El asunto de la Torre sur le estaba dando
muchos quebraderos de cabeza, máxime porque sus superiores se habían puesto
nerviosos al moverse bruscamente el sillón bajo sus traseros, la mañana que
recibieron los apremios del propio ministro del interior al que acababa de dar
un toque al respecto el mismísimo presidente. “Quiero resultados ya, hoy mismo”,
le había dicho el comisario jefe. “Si no puede con el asunto dígalo de una vez
y le relevaré encantado. Tengo al FBI tocando los huevos. Hasta el mismo Obama
ha telefoneado al presidente, quieren echarle el guante al puto inglés ya
mismo. Nos lo sirven en bandeja y nosotros ¿qué hacemos? Le dejamos ir”.
“Pues si el FBI no le ha podido echarle el
guante en años vamos a detenerlo nosotros, pobres policías de provincias, que
no tenemos ni gasolina para los coches patrulla”.
García le dijo lo que sabía y que solamente
faltaba encontrar al autor de los secuestros “¿Solamente? Si sólo tienen
conjeturas, ni siquiera sabemos si el crimen del desgraciado ese, ¿Cómo se
llama?”—El comisario consultó unos papeles sobre su mesa; era enemigo del ordenador—
“El Jere, está relacionado en realidad. No me joda García. Tráigame algo más
tangible, por Dios. Le doy un día, uno solo.”
Era cierto, solo tenían conjeturas.
Poniendo comillas, sabían que detrás de todo estaba el famoso inglés
buscado por la Interpol y el FBI que, en efecto, se había escurrido como una
víbora después de tenerlo ante sus narices. Gracias a Aníbal, habían detenido a
los asesinos del Jere, que confesaron haber sido contratados por el abogado
Estrada hijo, que había desaparecido. Ellos no conocían al inglés
personalmente, aunque “sabían que había un guiri en las partidas, que apostaba
fuerte y mandaba mucho.”
García llevaba una mala racha. Su salud le
estaba dando problemas; desde hacía un tiempo, el malestar era continuo y, a
mayor abundamiento, como él diría, su hijo al que veía de uvas a peras, le
había dado una impresión desastrosa la última vez que se encontraron. Desde
entonces no se lo quitaba de la cabeza. Hacía tiempo que lo veía
desencarrilarse, tomar rumbo hacia nada bueno. Lo había hablado con su ex, pero
a ella le parecieron “paranoias tuyas”: “todo el que no es como tú se
descarría, a lo mejor eres tú el equivocado ¿nunca te has parado a pensarlo?”
Dijera lo que dijera su ex, el muchacho se había convertido en un gilipollas.
Había abandonado los estudios, iba vestido como el Dioni de Camela, con
tirabuzones asomando bajo el sombrero, reloj y cadenas de oro y un tatuaje con
la cara de Camarón sobre el corazón; “es Dios”, afirmaba poniendo el dedo
índice sobre el tatuaje, “este tío es Dios, papa,” cada vez hablaba más raro,
se metía coca, “aunque lo negara el muy cretino, no había más que verlo”, y se
dedicaba a tocar la guitarra en locales de dudosa catadura donde rulaba de
todo. Lo que en la jerga se llama un lolailo como una catedral. Un fracaso, una
pérdida de tiempo, una vida desperdiciada, porque por ahí se va directo y
rapidito a la nada, con parada y fonda en la cárcel, “más temprano que tarde,
sin remedio”.
Desde que se había separado, “hacía miles de
años”, su vida personal era la de un solitario. Tenía alguna relación
esporádica, siempre breve, porque no había quien lo aguantara. Además se había
avejentado notoriamente. Los mofletes se le descolgaron, la papada se volvió
flácida, la calvicie se expandió por su cabeza inexorable como una mancha de
aceite sobre un papel secante y su color había mudado del blanco roto al
amarillo cera. “Parezco un cirio”, se decía cuando se veía al espejo de cuerpo
entero. Las pocas veces que se miraba, total para qué.
La última vez que
salió por la noche había ido a un cabaret donde actuaba una pelirroja
impresionante que se anunciaba como Gilda. El era un cinéfilo y Rita Hayworth,
una sus actrices fetiche al igual que Lauren Bacall. Había pasado por delante
la mañana del día anterior, había visto el poster y había decidido venir.
Le interesó la chica, tenía algo magnético, aparte del parecido asombroso con
la Hayworth, así que decidió invitarla a una copa tras la actuación. Ella
aceptó, pero luego no se presentó. La esperó un buen rato inútilmente.
“Bueno, no se hizo la miel para la boca del asno. O de la burra, que da
lo mismo”.
Capitulo
siete
—Trae, yo las miro.
—Me sentaré con usted y las visionaré
yo también.
—Oye, esto
se debe estar poniendo feo, cuando tú te tomas tanto interés…
Aníbal asintió en silencio y se sentó al
lado de la abuela, seleccionó la grabación del día anterior y se dispuso a ver
qué pasaba. Cruzó los dedos rogando que “apareciera algo de una puta vez y no
me tengan aquí toda la tarde viendo cintas como un gilipollas”. La mujer del
joyero se había ido “¿Y qué? Para qué se casan con ese tipo de mujeres, de las
que se arriman al mejor postor. Busca algo más de fiar o quédate soltero, como
yo”.
La vio llegar al trabajo por la mañana
abriéndose paso entre los reporteros que aun merodeaban por allí, “además está
escuchimizada, no tiene ni culo; no sé cómo liga tanto. Bueno algo hará bien,
seguro”, salir al mediodía a comer algo al restaurante de la Torre Sur,
regresar, asomarse a la puerta para despedir a la que suponía sería una buena
clienta, cerrar, salir y esperar por alguien en la calle. “Vamos a ver bonita,
quién es el maromo”. Encendió un cigarrillo; aunque lo había dejado, la puta
Torre le había obligado a retomar el vicio. Lo bueno era que había conocido a
Isabel. Era lo único positivo hasta ahora. A Isabel y a su abuela que se habían
convertido no sabía cómo en su familia. La abuela le dio un codazo y reclamó un
cigarro.
—Isabel no quiere que fume.
—Me la suda. No va a mandar en mí.
Además ahora desde que folla, está más simpática.
Aníbal sonrió por vez primera en todo el día
mientras en la pantalla, la joyera saludaba con la mano a alguien que iba al
volante de un coche que aparcó en doble fila unos metros por delante. Parecía
una mujer…”no me digas que se volvió lesbiana”. En la grabación solamente se
veía la parte de atrás del coche. “Va a ser la cámara de la zapatería”.
—Abuela vamos a por otra. La de la
tienda de los manolos como dice usted.
Visionaron a cámara rápida el resto del día
hasta la hora del cierre. Entonces apareció el coche, un Volkswagen Cabrio
verde con capota negra del que descendió una tía alta, pelirroja, con gafas de
sol que se quitó, para verse bien, en el espejo que la tienda de los manolos
tenía en la esquina, justo debajo de la cámara, para que las clientas se vieran
al salir de cuerpo entero, tan altas sobre los tacones de aguja, lanzando un
beso de aprobación a la imagen que éste le devolvió.
—¡Coño, la Rita Hayward! —exclamó la
abuela— Andan por aquí de nuevo, como en los viejos tiempos.
Aníbal se disparó hacia arriba como si
hubiera saltado el muelle del asiento y llamó a García.
—Es ella.
—¿Quién es
ella?
—La tía que se llevó a la mujer del
joyero. Es la morena del ascensor. Aquí va de pelirroja y según la abuela de
Isabel tiene un look Rita no se que en Gilda, una película. Acabo de
verla con claridad. La vanidad le acaba de jugar una mala pasada.
Hubo una pausa al otro lado de la línea.
—Ahora mismo voy para allá.
García se quedó mirando la grabación en
silencio. Luego se volvió hacia Aníbal y le espetó:
—Sé donde trabaja.
Voy a organizar la operación. No se te ocurra intervenir. Te mantendré
informado, te doy mi palabra. Pero, como me arruines el operativo te dejo sin
licencia o mejor, te pego un tiro en los huevos, sin contemplaciones. Te lo
advierto.
Bosco Nieto había tenido un mal día, uno más
desde hacía demasiado tiempo. Paró el coche y trató de reflexionar. Había sido
un hombre de éxito ¿En qué momento todo lo conseguido se había venido abajo?
Tal vez cuando se auto convenció de que podía lograr todo lo que se propusiera.
Desde niño se había empeñado en destacar en la vida. Procedía de una
familia de clase media baja, en la que era el mayor de siete hermanos. Siempre
le había parecido excesivo el entusiasmo de sus padres por aumentar la
demografía, máxime cuando ello significaba descender unos grados en la escala
social y en el bienestar familiar aunque los dos progenitores se mataran a
trabajar. Su padre en una farmacia donde era dependiente y su madre, además de
las tareas de la casa, subiendo dobladillos y aumentando cinturas hasta la
saciedad para una tienda de ropa.
Si sólo hubieran sido dos hermanos (los dos
mayores, él y su hermana), otro gallo les hubiera cantado y no hubiera
necesitado endurecerse los codos estudiando para conseguir una beca y poder
acceder a la Universidad sin que los cinco pequeños dejaran de comer como
es debido. Sin ser demasiado inteligente, tuvo que destacar en el Instituto y
en la Facultad a fuerza de disciplina. Cuando terminó la carrera comenzó a
trabajar casi inmediatamente en su empresa actual, primero en la sección de
comercio exterior, en un puesto sin importancia, para luego ir ascendiendo
despacio pero sin pausa, hasta el lugar que ocupaba ahora: Jefe de proyectos
internacionales de la Compañía. Por el camino tuvo tiempo para formar una
familia: mujer y dos hijos, el número que consideraba suficiente, y tuvo tiempo
también para que se fuera al garete.
—¿Cuándo se estropeó todo?— volvió a pensar,
dentro del coche aparcado sobre la acera, aunque de sobra conocía la respuesta:
cuando comenzó a creerse dios. No era problema de conocer el por qué si no de
tratar de volver a la realidad, a recuperar la cordura. Sabía que, como todo en
su vida, era cuestión de disciplina, pero ¿sabes qué? se dijo a sí mismo, que
estoy harto de tanto método, harto de programar mi vida, harto de no tener vida
para poder tenerla. HARTO. Lo malo es que para financiar el hedonismo que le
había poseído se había metido en negocios ruinosos y para poder pagar las
deudas había contraído otras de juego y para poder pagar estas había recurrido
a prestamistas… y la cadena lo estaba ahogando.
Le habían dicho que los abogados del
edificio rojo frente a la Torre Sur organizaban timbas y que últimamente había
un inglés que perdía el dinero con mucha alegría. Se jugaba muy fuerte y hasta
el momento no había podido conseguir que lo admitieran, “no eres solvente tío”
le había dicho el abogado Estrada. El joven abogado Estrada que había sacado la
carrera gracias a los contactos de papá y que sabía de derecho lo que él de
física cuántica.
“No
eres solvente tío, no eres solvente tío”, le entraron ganas de darle una hostia
y saltarle los piños si no fuera que eso le cerraría la puerta definitivamente.
Mientras rebobinaba su vida y sus problemas, alcanzó a observar de reojo, por
el retrovisor, como se acercaba una patrulla; así que arrancó, se bajó de la
acera y salió a toda mecha. Sólo le faltaba un encontronazo con la policía para
completar la noche. Tras vagar sin rumbo por varias calles, casi ya en las afueras,
se tropezó con las luces de un cabaret que anunciaba a su estrella a
fachada completa “GILDA”.
—No está mal la tía. Tomaré la última. O
la penúltima, ya veremos.
Tal vez porque él estaba muy borracho o quizá
porque ella tenía un físico espectacular y mientras cantaba, su cuerpo
embutido en un vestido ajustado de escamas de lamé plateado, se mecía al compás
de la melodía con un balanceo extrañamente sensual, la tal Gilda le hechizó por
completo. Bosco se imaginó a una cobra erguida dentro del cesto, hipnotizada
por el sonido del pungi de su encantador y decidió asumir
el papel de éste utilizando como instrumento un billete de 500.
No recordaba
a ciencia cierta cómo, pero lo cierto es que estaban en su casa y en la cama,
el problema —siempre hay un problema— era que a su cosita no le daba la gana de
espabilar. Su cosita, no se llevaba bien con el estrés y sobre todo con
el whisky. A Gilda le pareció premonitorio.
—De
acuerdo amor, tranquilo que yo lo haré todo. Calma, calma, relájate, tú déjame
a mí. Yo haré el trabajo.
Y lo hizo y de qué manera. A pesar del
alcohol recordaría el polvo toda su vida. Además sin esfuerzo alguno, tendido
boca arriba y dejándose hacer. Y como lo hizo la tía. “Genial, divino”
—Pídeme
lo que quieras Gilda. Lo que sea.
—Bueno
amor, tranquilo, relájate, duerme si quieres, mañana hablamos.
—¿Te
quedarás?
—Claro,
mi amor. Duérmete anda. Así juntito a mí.
Mientras Bosco roncaba plácidamente, Gilda
recordó lo que le había contado durante el viaje. Que era un alto ejecutivo en
la Torre Sur y lo más interesante, como se mataba a trabajar y como salía
siempre tarde de su oficina, cuando ya no había nadie prácticamente en el
edificio. Bueno, algún rezagado también, pocos. El se retrasaba porque era el
trabajador perfecto, los otros tal vez tuvieran alguna razón oculta.
—¿Hay
muchos ejecutivos trabajando hasta muy tarde?
—No,
que va. Yo suelo coincidir, a veces, con uno o dos. Cruzamos el vestíbulo a la
vez o nos tropezamos en el parquin. Son gente rara.
“Interesante”, pensó Gilda primero en el
coche y más tarde en la cama. Por la mañana ya tenía listo el café cuando él se
despertó. Era sábado no tenía que ir a la Torre, así que disponían de toda la
mañana. Ella ya había urdido un plan. Era rápida pensando.
—Oye,
amor se me está ocurriendo algo. Si te ha gustado lo de anoche…
Bosco asintió con
un trozo de tostada en la boca.
—Podríamos
jugar a algo que se me acaba de ocurrir. ¿Hay cámaras en los ascensores?
—No
—negó un Bosco medio turbado—. La posibilidad de jugar con ella le hacía
cosquillas en la entrepierna.
—Se me
ocurre que si me facilitas los horarios de los rezagados para yo evitarlos y
trazar un plan, podría sorprenderte cuando menos te lo esperas dentro del
ascensor y…
—¿Y?
—¿Y tú
qué crees? Repreguntó Gilda acercándose y acariciándole la cosita que ya se
había despertado por completo.
Continuará...
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