La estrella errante






Faulkner, el dueño de la gasolinera, se disponía a cerrar; el mes estaba resultando muy poco productivo; hacía más de veinte días que nadie se había extraviado, (aparte de seis muchachos en una furgoneta, músicos parece ser, a los que indicó el desvío sin más porque eran demasiados), ni un solo cliente, nadie a quien poner en el buen camino. Por lo menos en lo que él y la señora Peel consideraban el buen camino. Tampoco se vendía mucho combustible; la autopista había dado al traste con el negocio de la gasolinera. De continuar así habría que echar el cierre y buscar nuevos aires.
   Pero esa noche había visto una estrella errante y eso era un buen presagio. Por eso, y porque no tenía sueño, decidió esperar un poco más.

   Laura vio también la estrella errante cuando se bajó del coche para leer mejor las señalizaciones: se había hecho de noche por aquella carretera de cuidado firme, pese al poco tránsito, tirada a regla, en la que solo había visto este cruce de caminos, que no era precisamente el que andaba buscando. O lo había dejado atrás o aun no había llegado, lo cual le parecía raro porque llevaba conduciendo por aquella línea recta más de una hora. ¡Más de una hora! ¡Qué barbaridad! Solamente se había cruzado con un par de coches en todo ese tiempo.  
        Verdaderamente, habiendo autopista para que conducir por el medio de la nada. A este paso no llegaría esa noche a la cantera. Estaba agotada. Había atravesado dos estados y ya necesitaba descanso con urgencia, sin embargo, pasar la noche dentro del auto en aquel erial no le parecía agradable ni aconsejable, además le habían contado no se qué historias sobre viajeros solitarios que desaparecían en la ruta cincuenta sin dejar rastro. Aunque estaba convencida que había sido idea del capataz de la cantera para amedrentarla. Seguro que la esperaban varias bromas pesadas hasta que les demostrara que era capaz de hacer su trabajo como cualquiera de ellos. Puro machismo. Eso era, ni más ni menos.
   Se metió en el coche, dudó unos segundos y decidió conducir un rato más. Su abuela decía que ver una estrella fugaz era un buen presagio. Pues vamos a comprobarlo, pensó Laura.
   Pocas millas más adelante y tras la única curva del camino, bendijo sorprendida a su abuela, una mujer enjuta, medio india, medio bruja también, que se había quedado pasmada esa misma mañana cuando Laura pasó a despedirse, de que su nieta, aquella chica delgaducha y bajita, fuera a conducir una excavadora en una cantera.
   —Hay que joderse muchacha, lo mismo que un hombre, quien lo diría.
   Pues si, quien lo diría. Delante de sus ojos había aparecido de sopetón una gasolinera con tienda y todo.
   —Hay que joderse abuela. Lo mismo hasta tienen donde dormir.
El dueño parecía estarla aguardando. Tal vez la abuela haya hecho magia y me haya puesto delante un sitio para descansar por arte de birle birloque.
   —Buenas noches, me he perdido.
   —Me lo imaginaba. Fíjese que iba a cerrar y no sé por qué me dije: espera un poco, quizá llegue alguien.
   —Que suerte he tenido. Verá voy a la cantera Springsteen. No he visto ninguna señal.
   —Solo hay una y es difícil de ver y más de noche. Será mejor que espere a mañana para continuar viaje.
   —¿Puedo dormir aquí?
   —Aquí no pero en casa de la señora Peel, sí que puede. La avisaré.    Mañana ella le conducirá al desvío para la cantera. Le serviré un café por cuenta de la casa mientras llamo a Emma. Póngase cómoda.

   Transcurridos unos diez minutos una camioneta Chevrolet de los años cincuenta, de un rechamante color rojo, aparcó delante del bar.   Una mujer octogenaria, de aspecto jovial y saludable, entró saludando alegremente al dueño. Este hizo las presentaciones.
   —Vivo a pocos minutos de aquí. Complemento mi pensión alquilando habitaciones a viajeros que desean descansar una noche. Ahora con la autopista el negocio está siendo ruinoso. Voy a poner una granja de pollos y venderlos al restaurante de la cantera. Lo digo en serio  —aclaró al escuchar la risa de Faulkner.
   —Puede dejar su coche aquí. Mañana Emma la acerca. Tienen que volver por aquí para coger el desvío.
   —Si no le importa a la señora prefiero llevármelo. Tengo dentro el equipaje, además del contrato y más papeleo que no quisiera extraviar.
   —Puede llevarse el equipaje y los papeles….
   —Déjelo señor Faulkner, que se traiga el auto, lo que sobra en mi casa es sitio para aparcar. Calma.

   En efecto, sobraba sitio. La casa era la típica construcción americana de madera precedida por un porche con su mecedora y su balaustrada blanca y rodeada de una inmensidad de terreno yermo. Los faros de ambos coches la iluminaron por completo en la oscuridad. Al lado había un invernadero cuyas plantas daban la impresión de estar exuberantes, en contraste con el exterior. La vieja seguro que las cuida bien.
La señora Peel le ofreció algo de cenar.
   —Prefiero ducharme, si es posible, y acostarme.
   —Puedo prepararle un sándwich. Se lo subiré mientras se baña. No es bueno acostarse con el estómago vacío, no se duerme bien.
   Cuando regresó de la ducha, un bocadillo de jamón cocido y queso estaba esperando sobre la mesa con un humeante tazón de leche y unas galletitas caseras de mantequilla, idénticas a las que preparaba su abuela, la bruja. Le dio confianza que tantas cosas se la recordaran.
Durmió bien. Por la mañana, el olor a café reciente invadía la casa. La mesa estaba dispuesta en la cocina para el desayuno. Tras las consabidas preguntas de cómo había dormido y que tal la cena, se sentaron a desayunar.
   —Tiene que decirme cuanto le debo por todo.
   —Son diez dólares.
   —Me parece poco. Demasiado poco.
   —Solo le cobro los gastos de la lavandería. Hoy en día podría dejar el alquiler de camas ya que apenas hay viajeros, pero me gusta la compañía de vez en cuando. Estoy encantada con usted.
   —Muchas gracias, señora. Está todo buenísimo. ¿Le gustan las plantas por lo que veo? —preguntó Laura señalando el invernadero y queriendo parecer amable.
   —Me encantan, me hacen compañía y además, vendo las flores a los hoteles de la ciudad.
   —Yo en casa tengo cactus. Me parecen muy curiosas esas plantas y tienen pocas necesidades.
   —Tengo algunos ejemplares raros. Se los mostraré encantada.
Laura dudó, quería llega a la cantera de una vez.
   —Ya está muy cerca. Apenas una hora. Luego le indicaré el camino y llegará sin mayores problemas.


   
  El invernadero estaba realmente exuberante. El verdor y la humedad le trajeron a la mente los bosques de su infancia. Se estaba bien allí. Un olor dulzón lo impregnaba todo. Le recordó el aroma de los membrillos maduros en la alacena de su abuela. Otra vez su abuela; era increíble que la recordara en tantas cosas. Sintió que la estaba acompañando y sonrió complacida. Sin embargo, la memoria asociada juega, a veces, malas pasadas.
   Su anfitriona le mostró plantas que jamás había visto y que le parecieron más curiosas aun, que los cactus. La señora Peel la tomó del brazo con suavidad y la encaminó hacia una realmente chocante. La flor o lo que fuera aquello era lo mismo que un saxofón gigantesco. Pendía graciosamente de una rama y mostraba un atrayente moteado carmesí sobre su color amarillo oro que la hacía destacar entre el follaje.
   —Si, no anda desencaminada, el señor Faulkner la apoda el saxo de Goliat. Párese delante y mire dentro. Verá que sorpresa.
   —¿No será peligrosa, verdad?
   —¿Cuando ha visto usted una flor peligrosa?
   La flor levantó una especie de tapa cuando Laura se acercó, para permitirle aspirar su aroma. La señora Peel se rió al comprobar el sobresalto de la joven.
   —Como verá es una flor muy bien educada. Agáchese más, huela, huela. Huele a miel.
   Laura metió la cabeza dentro del tubo para percibir mejor el aroma. Antes de que pudiera darse cuenta los estambres, convertidos en tentáculos, la rodearon por el cuello y tiraron de ella hacia dentro. La planta la succionó en menos de un segundo, pese a la resistencia que opuso. Laura sumergió por completo la cabeza en un caldo viscoso. Se notó encajada dentro de un tubo poderoso en el que era imposible darse la vuelta. Trató de gritar, pero no pudo. La boca se le llenaba de una salsa gelatinosa, dulzona y caliente que solo le permitía emitir borboteos y sonidos guturales.
   Qué asco, pensó. Golpeó con los puños contra las paredes. Se hizo daño. Aunque eran traslucidas estaban duras como piedras. Recordó el frágil tallo y trató de sacudirse a fin de lograr que se desprendiera. No pudo moverse. Daba la impresión que la planta se había adaptado a su cuerpo y la había aprisionado por completo. Vio, de reojo, acercarse a la señora Peel. Por fin, gracias a Dios.
   La vieja se puso en cuclillas con la cabeza a la altura de la de Laura.
   —Cuanto más te agites, más tardarás en morir. Es mejor que te serenes y permitas que ella te vaya digiriendo. Será bastante rápido, teniendo en cuenta que lleva semanas sin comer; ya te dije que no pasan viajeros por aquí. En otros tiempos tenía varias docenas. Pero esos eran otros tiempos, de seguir así, esta morirá también de hambre. Solo come carne humana. Habrás percibido que se ahorma como un guante a tu cuerpo. Han desarrollado una adaptación de siglos. Son unas plantas sorprendentes. Notarás como sus encimas te van disolviendo poco a poco, vivirás una nueva experiencia que pocos afortunados han tenido.
   La vieja se incorporó.
   —Claro que no podrás contarlo y entonces no te servirá de nada. ¡Qué pena!, ¿verdad? Te zampará en un par de días. Será mejor para ti que procures dejar el cerebro en blanco; cuanto menos pienses, menos te torturarás. Te lo hago notar, porque me has caído bien, ya lo sabes. Relájate y disfruta. Adiós Laura, ha sido un placer.
   Cuando ya estaba junto a la puerta, regresó sobre sus pasos hasta la planta. Volvió a ponerse en cuclillas. Laura pensó que todo era una broma de mal gusto y que la señora Peel la liberaría en cualquier momento.
   —Voy perdiendo facultades y sin ellas, los modales brillan por su ausencia. Olvidé presentarlas. La flor se llama Estrella Errante. Tu comida se llama Laura —le dijo a la flor—. ¡Buen provecho!

   Faulkner descolgó el teléfono. Era, como se imaginaba, la señora Peel.
   —Puede venir cuando quiera. El coche es viejo, ya lo ha visto ayer. En la cartera lleva cien dólares y en la guantera un sobre con quinientos mas. La ropa es toda usada. La maleta de plástico. No ha sido muy rentable. A ver cuando me envía algo más provechoso.
   —¿Qué quiere que haga, si no pasa nadie? Me acercaré por la tarde.
   —Hasta entonces. Tráigame un cartón de tabaco. No lo olvide.
   —Descuide.




 FIN

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