Asesinato en el Geriátrico


III
  




Julián el camarero, llegó tarde. Cuando apareció en el comedor ya habían comenzado a servir las comidas. Su compañero Pedro le había estado llamando al móvil sin fortuna.

  —¿Pero, que te ha pasado? Te va a caer una buena. ¿Sabes lo que ha sucedido? Han matado a don Felipe. ¿Qué te has hecho en la cara?
Julián le cogió del brazo y lo empujó al pasillo.
   —He tenido un a bronca con Paqui. Cree que me estoy viendo con mi anterior novia. Se puso echa una fiera y me arañó la cara. Yo le di un empujón. Me dijo que me denunciaría. Así que me fui de casa, no quería que me detuvieran. Cuando llegué esta mañana y vi coches de policía, creí que me estaban esperando. Me fui a casa de mi madre. Sobre las once Paqui se presentó allí y me dijo que no había puesto la denuncia, que lo había dicho para fastidiarme. Me lo juró. Entonces volví a venir para acá. Un policía gordo que esta abajo me contó lo que había pasado.
   —No sé si creerte.
   —Allá tú. Oye, yo tenía un negocio con don Felipe, me había prometido una cantidad de dinero. ¿Sabes si esta cerrada su habitación?.
   —Naturalmente. Esta precintada. Ni se te ocurra acercarte. Hay policías en el tercer piso.
   —Me dijo que tenía el dinero para mí… pero no terminaba de dármelo. Necesito esa pasta. Tendría que echar un vistazo.
   —No puedes. Esta aquí la policía. ¿No has hablado con uno de ellos?. Olvídalo.

   Rosa y Ofelia se fueron a su cuarto. Antes Rosa se había acercado a Manero y le había hecho una observación.
   —Oiga joven, verá. Yo no utilizo andador. Mi compañera si, pero soy testigo de que durmió toda la noche y le juro que, ni es capaz de matar una mosca, ni creo que sepa donde está la yugular…además es medio santa. ¿Me comprende? No tenemos porque estar encerradas toda la tarde.
   —Lo siento señora,  no hay más remedio. Pero voy a hacer algo por ustedes. Comenzaré la inspección por su cuarto. Así quedarán tranquilas el resto del día.
   —Bueno algo es algo. Muchas gracias joven —dijo doña Rosa mirándolo descaradamente de arriba abajo.


   Aníbal Manero cumplió su palabra e inspeccionó el taca-taca de doña Ofelia. Se entretuvo un buen rato mirando las ruedas. Había tiempo: toda la tarde. Era el único que iban a investigar Evidentemente no existía el rastro delator. Se le había ocurrido de pronto, como se le ocurrían otras soluciones, así sobre la marcha, con tal de no andar haciendo preguntas, que su espalda no estaba para bromas. A veces, resultaba.
   Manero esperaba que el criminal se deshiciera del andador esa misma noche a las doce. A esa hora pasaba el camión de la basura. Tenía la teoría de que el culpable arrojaría el artilugio chivato por la ventana del tercer piso, cuando el camión estuviera debajo. Se había informado y  averiguado que el camión  de recogida era muy moderno, con un sistema de carga lateral por lo cual el conductor, mediante un robot y un ordenador realizaba toda la operación. Sin más operarios. Por eso el criminal lo tenía fácil: No había nadie fuera del camión que pudiera verlo y el ruido de éste, ahogaría el estruendo de la caída.
   Desgracia y él estarían esperando.
   Pasaron el resto de la tarde en el salón del tercer piso, viendo baseball en la televisión por satélite de la Residencia.
   —Este sitio debe costar un pastón. Hay que ver que bien viven estos cabrones —comentó Desgracia mientras merendaba una hamburguesa que le habían preparado en la cocina y se manchaba de grasa la camisa.




   Transcurrió la tarde con los pobres residentes secuestrados en sus habitaciones y la tercera planta envuelta en un silencio de muerte, nunca mejor dicho. Para mayor seguridad de que nadie salía ni entraba apostaron un vigilante en el ascensor y otro en la escalera.
   Por la noche hubo que servir la cena en las habitaciones. Manero y Desgracia acompañaron uno a cada uno de los dos camareros, haciendo el paripé.
   Desgracia, que no estaba muy convencida de que la trampa diera resultados, se dedicó a preguntar a los ancianos sobre la vida de Felipe. Se enteró de algunas cosas interesantes.
   Supo que últimamente andaba detrás de una tal doña Isabel, una mujer muy guapa que había sido diseñadora de joyas, con tanta insistencia que ésta se había quejado a la dirección del centro, porque ya lo consideraba acoso; que hacía tratos con un camarero que había estado en la cárcel y que unos cuantos días atrás había discutido acaloradamente en el jardín con otro residente: don Jacinto Escobar. Desde ese día no se volvieron a hablar y don Jacinto lo evitaba de modo ostensible.
   —Bueno, posiblemente el criminal sea alguno de estos tres. Ya veremos.

   Las horas transcurrían lentamente. Los ancianos no eran capaces de conciliar el sueño. Esperaban que el policía guapo estuviera en lo cierto y el criminal se descubriera esa misma noche. No les hacía ninguna gracia que conviviera con ellos y menos que le diera por volver a matar. Aunque trataban de convencerse de que Felipe se lo había buscado y que el crimen había sido por motivos personales, no las tenían todas consigo.
—Lo mismo es un asesino de ancianos compulsivo —decía doña Rosa.
—Se dice en serie —corregía doña Ofelia.
—Pues eso. Mata ancianos en serie de modo compulsivo. Lo que yo digo.

   Manero y Desgracia estaban en sus puestos. La tercera planta permanecía a oscuras y en silencio. No se escuchaba ni un rumor. Hasta la brisa nocturna de poniente había cesado.
   El reloj de la torre de la cercana Iglesia de la Virgen de los Ojos Grandes, dio las doce. El ruido de un camión comenzó a escucharse cada vez mas cerca. Cuando rodeó el edificio y enfiló el callejón de los contenedores, a Juan Manero se le encogió el estómago.
   Atento como estaba, no escucho ni un rumor de pasos. Solamente percibió un ligero roce en el hombro. De un salto se dio la vuelta a al vez que  apuntaba con su pistola, hacia la sombra que le había rozado.
   —¡Quieto, quieto, no se mueva!
   Con la otra mano buscó el interruptor. Al encenderse la luz, comprobó que tenía delante a don Jacinto Escobar portando un andador que dejó en el suelo a los pies del sorprendido detective, antes subinspector.
   Desgracia que estaba en las escaleras, subió a toda prisa. Su compañero ya estaba trincando al culpable.
   —Lo siento caballero, queda usted detenido como sospechoso del asesinato de don Felipe Iglesias.
   —Pensaba entregarme antes, pero cuando vi la trampa que había ideado, no quise estropeársela…
   —Muy considerado de su parte.


    Doña Elisa, la vieja directora, les contó lo ocurrido. Doña Isabel y doña Luisa estaban presentes. Ambas corroboraron todo lo que ella afirmó. Se sentía culpable. Debería haber puesto en la calle a Felipe esa misma tarde. Pero le costaba enfrentarse a él. Aunque ni siquiera la había reconocido; pero ella no se olvidó jamás de su cara ni de su vileza.
   —Si le hubiera echado, nada de esto habría sucedido.
   —No se culpe señora. No hay razón para ello —la consoló Desgracia.
   —Dígame una cosa —inquirió Monero—. Por que don Felipe le pidió el favor a don Jacinto de que conquistara a doña Isabel. ¿Se conocían de antes?
   —Es una larga historia. Verán. Yo estuve a punto de casarme con Jacinto. Me dejo plantada ante el altar.
Los detectives se miraron.
   —Todo fue una burla que urdió Felipe despechado porque no quise nada con él. Había fallecido el padre de Jacinto y se llevó la llave de la despensa ¿entiende lo que le digo?
   Manero asintió.
     —Él quería terminar su carrera de medicina. Felipe le ofreció un buen dinero que le permitiría continuar los estudios. Aceptó y siguió adelante hasta las últimas consecuencias. Pasado el tiempo me pidió perdón…toda la vida tuvo remordimientos. Fue un buen cirujano. Uno de los mejores.
   —Eso explica la precisión del corte —terció Desgracia.
   —¿Que le ocurrirá ahora?
   —Con lo que ustedes me han  contado y un buen abogado dudo que vaya a al cárcel, teniendo en cuenta su edad…
   —Haremos por él todo lo que sea posible —terció doña Isabel.
   —Muy bien señoras, tenemos que irnos. Lo siento —dijo Manero dirigiéndose a las tres.
   Había acordado con la directora que ellos le llevarían hasta la comisaría. Doña Elisa no quería más policía por allí.
   Don Jacinto aguardaba en la salita contigua al despacho de la directora acompañado por Desgracia.
   La directora salió y le abrazó. Lo mismo hicieron Isabel y Luisa. Esta luchaba duramente por contener las lágrimas.
   —Te buscaremos el mejor abogado. No temas nada —le dijo su antigua novia—. Yo me ocuparé de todo —Y acercándose a su oído para que nadie pudiera escuchar, afirmó:
   —Has hecho lo que debías.
   —Dígame una cosa —inquirió Monero a don Jacinto cuando se iban
   —Usted dirá.
   —Porqué el andador si usted no lo necesita.
   —Cogí uno en la enfermería. Como en la tercera muchos lo utilizan se me ocurrió que nadie sospecharía si escuchaba un taca taca y tal vez  pensara que era Felipe que se iba de ronda, como hacía muchas noches. Estaba decidido a hacer lo que hice y no quería interrupciones. No me di cuenta del dichoso rastro, hasta que llegué a la ventana. De todos modos son cosas que uno hace sin saber bien el porqué… lo del andador me refiero.
   —Ya.



   Habían transcurrido varias semanas. Los ánimos se habían calmado, pero a los residentes que tenían memoria, les costaba olvidar.
   Aquella mañana corrió la noticia de que llegaban nuevos inquilinos para las habitaciones de Felipe y de Jacinto.

     —Supongo que serán tíos —dijo doña Rosa.
     —¿A ti que más te da?
     —Pues me da. Hemos perdido dos tíos, lo justo es que vengan otros dos.

   Efectivamente eso parecía lo justo. Por eso vivieron dos caballeros. El primero en llegar venía a ocupar la habitación de don Felipe. Era un hombre pálido, escuchimizado y verdoso.
   —Va a durar poco —sentenció doña Rosa perdiendo el interés —espero que el que falta tenga otra planta.
   —Puede ser una mujer.
   —¡Que aguafiestas eres Luisa, coño! Faltan dos hombres, lo justo es que vengan otros dos.
    Y eso fue lo que ocurrió, por suerte. La directora joven entró dando el brazo a un caballero.
   —¡Coño! Arturo Fernández, el hombre de mi vida.
   —¡Cállate Rosa!
   —No me da la gana. Siempre quise tener algo con él y mira por donde…
   —Señoras y señores, este es don Jenaro Puerta…
   —Lo ves, no es Arturo.
   —Pero se le parece muchísimo. Así que como si lo fuera. Te lo advierto Isabel, no me lo levantes.
   —No tengo la más mínima intención.
   —Bueno, hay que averiguar cómo está de la próstata. Si está bien, me lo pido. Coño Ofelia no me mires así. Qué culpa tengo yo de que seas una estrecha.
   —¡……!
   —Oye Isabel, cuando lo ligue, te pido prestada la habitación. Tú puedes pagarte un hotel por una noche…
   —Es más joven que tú —sentenció doña Ofelia, que era bastante aguafiestas.
   —Arturo es de mi edad.
   —Sí, pero este no es Arturo, es alguien que se le parece. Nada más.
   —¿Y que, si es más joven?
   —Pues que, evidentemente, no va ni siquiera a notar que existes.
   —Mierda Ofelia. Vete a la mierda y déjame en paz.
   —A lo mejor es homosexual —dijo doña Luisa con muy buena intención.
   —Sois unas impresentables y unas envidiosas, que no soportáis que yo ligue con Arturo Fernández —dijo Rosa puesta en pie, antes de abandonar la mesa y el comedor.
   Al salir pasó, sin necesidad ninguna, por delante del recién llegado, que como vaticinó Ofelia, ni siquiera se percató de su existencia fijo como estaba en ese momento, en el culo del camarero. Sus compañeras no se perdieron detalle.
   Doña Luisa se ruborizó cuando todas la miraron. Había acertado de pleno.
   —Menuda la que nos espera —sentenció Ofelia—. Aquí va a arder Troya. Dios nos pille confesadas y a ese pobre, también. Lo que hace la necesidad. Señor, Señor…



FIN

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