La viajera del agua


Esperando el final, segunda parte

Prácticas médicas del antiguo Egipto



Llegó el egipcio para cauterizar mis úlceras que supuraban, y me dolían. Me durmieron mediante unas hierbas para que no sintiera dolor físico, ya bastante dolor tenía mi alma. Brunilda no pudo resistir ver como quemaban mi carne, ni el olor que se desprendía y se desmayó. Cayo la llevó fuera de mi habitación y regresó junto a mí. Allí estaba a los pies de mi cama cuando desperté. Siempre presente junto a nosotros. En ese momento le quería casi tanto como quise a Sigebert.
   Livia, la esposa de Adriano, me lavaba y me ponía el ungüento para el dolor, porque Brunilda era incapaz de soportar la vista de las quemaduras. A pesar del mal aspecto que tomó mi piel, el tratamiento de fuego del egipcio resultó y mis llagas cicatrizaron, pero la enfermedad continuó su curso.
   El emisario de Toletum tardaba más de lo previsto en regresar; no había nuevas noticias; tal vez fuera mejor, porque después de lo sabido cualquier cosa podía acontecer. Cualquier cosa nada buena, estando Goswintha por medio. Cayo no imaginaba que podía haber sucedido, hasta que Adriano llegó semanas más tarde con la noticia. La nave que les traía de vuelta había naufragado por el temporal en medio de nuestro mar. Todos habían perecido.
   —Tenemos que volver a enviar emisarios. No sabemos lo que había respondido el rey.

   Volvieron a partir enviados a la corte. El tiempo pasaba inexorable. Los niños crecían y yo me acercaba a mi final. Ya casi no me importaba volver a ver a Recaredo. Me había decepcionado por completo. Pensar que, tras lo ocurrido en el reino, Goswintha continuara con todo su poder intacto, me sacaba de mis casillas. En mi fuero interior, pensaba que Recaredo no había estado a la altura que se esperaba, que yo esperaba. No lo discutía con nadie porque todos me quitaban la razón. Parecía que estuvieran aliados con Goswintha.
   Tras darle vueltas en mi cabeza convencí a Cayo para que hiciera caso omiso de la futura respuesta del rey y, fuera la que fuera, dejara conmigo a los niños hasta mi muerte. Luego, lo mejor hubiera sido entregar a Atanagildo a su abuela, la reina de Austrasia y a mi hija a mi familia en la Septimania. Allí crecería sana y a salvo y sería feliz como yo lo fui. Cayo me hizo notar que esto eran solamente deseos sin ningún fundamento. Discutimos un buen rato. Al final le hice prometer que él cuidaría de los niños. Escribí una carta para Recaredo suplicándole por nuestro amor, que permitiera a Cayo cuidar a los niños y velar por su seguridad que yo veía peligrar mientras Goswintha estuviera en la corte. Le hice participe de mi decepción por su decisión de convertir en madre suya a la reina y le recordé, una vez más, todo el daño que Goswintha había causado, no solo a nosotros, si no al reino.
   Mi cabeza ya no estaba clara. Algunos días confundía deseos y realidad y otros no encontraba las palabras para expresar lo que sentía. Entonces, pedía a Brunilda que me diera una pizarra para escribir y en vez de eso, hacía los dibujos de nuestra clave secreta, de aquella que inventamos el príncipe y yo, para expresar nuestro amor. Brunilda lloraba todo el día y Cayo tenía el semblante grave y andaba taciturno y poco comunicativo.
   Me olvidé de los niños. No recordaba ni sus nombres cuando Brunilda los mencionaba. Mi cabeza se vaciaba de recuerdos. La memoria estaba desapareciendo y su espacio lo ocupaba la imaginación, lo irreal, como creo que ocurre cuando somos incapaces de rememorarlo todo.
   No podía moverme de la cama. No comía y no recordaba por qué estaba triste y molesta con Recaredo y más tarde también me olvidé de él. Tras varios días ausente, perdida en mi nebulosa permanente por en medio de la cual deambulaba errante e inquieta sin saber ni quién era, una tarde ¡por fin! se hizo el milagro de la luz a mi alrededor y se abrieron postigos y puertas y dejé de sentir dolor y vi a mi príncipe, al rey Recaredo, entrar en mi alcoba y acercarse a mi cama y llamarme por mi nombre y abrazarme y decirme lo mucho que me amaba y le vi llorar y le vi confundirse con el resplandor que me cegaba y, mientras alargaba mi mano para retenerlo, vi aparecer a mi madre que me sonreía tan bella y tan joven y vi a Ingundis, muy pálida, dándome las gracias por haber cuidado de su hijo y vi a Sigebert que me tendía la mano con su cara dulce llena de amor y yo tuve entonces energías para incorporarme y me agarré con fuerza a su mano salvadora y sentí su calor y me volví segura y resuelta como antes, como siempre.
   Repentinamente, me sentí en paz y tranquila y volví a ver a Recaredo a lo lejos, muy lejos, lamentando la muerte de su hermano Hermenegildo asesinado por orden de la reina y vi a mi padre defendiendo con furia al príncipe y cayendo muerto al mar desde lo alto de una fortaleza y ¡por fin! vi a Recaredo ordenando ajusticiar a Goswintha y supe que había llegado el final.
Busqué el rostro de Sigebert que me esperaba y cogida de su mano, tranquila y confiada y segura me fui con él. En mi otra mano llevaba la carta que Recaredo me había enviado escrita en nuestra clave y que no había podido leer antes de partir. Ahora tendría tiempo para hacerlo. Ella me acompañaría hasta que volviéramos a vernos.
Algún día esto sería, por fin, posible.


Recaredo conviertiéndose al catolicismo



Epílogo



T
ras la rebelión de Hermenegildo, planificada e inducida por Goswintha y los suyos, y una vez iniciada la guerra, la princesa Ingundis salió con su hijo de Hispalis, ayudada por los bizantinos; partió desde Gades  bordeando la costa de África,  y parece ser que llegó hasta Sicilia donde se piensa que falleció puesto que allí se perdió su rastro por completo. Algunos historiadores afirman que murió en el norte de África. Pero nada de esto está comprobado.
   El pequeño Atanagildo, llegó a Bizancio —Existe constancia de misivas entre los reyes de Austrasia y el imperio, al respecto—, y allí se terminan las noticias sobre su existencia. Posiblemente fue entregado a sus abuelos los reyes austrasianos que lo habían reclamado al Imperio al conocer que estos lo habían sacado de Hispania, tratando de impedir que Goswintha, que había enviado sicarios tras ellos, se apoderara de él.
   Su otra abuela, la reina de Austrasia, falleció asesinada años más tarde, por su cuñado, el mismo que había matado a su hermana Galswintha y la guerra continuó por mucho tiempo entre los reinos de Austrasia y Neustria.

   El príncipe Hermenegildo falleció asesinado en Tarraco, se piensa que por orden de la reina Goswintha, a manos de un esbirro llamado Sisebuto que le abrió la cabeza con su hacha.
   Tras subir al trono a la muerte de su padre, Recaredo convocó un concilio y se convirtió al catolicismo; el rey Leovigildo se lo había aconsejado en el lecho de muerte. “Conviértete como Clodoveo para que la iglesia te ayude a conseguir la unidad”.  Goswintha urdió un complot para envenenarle, pero el príncipe y su gente lo descubrieron y la reina fue encarcelada y ejecutada.

   Recaredo nunca se casó oficialmente, se dice que lo estuvo en secreto, pero se desconoce con quien. Tuvo con su concubina un hijo varón que le sucedió en el trono con el nombre de Liuva II. La iglesia católica nunca le reconoció como rey al considerarlo bastardo. Recaredo continuó las reformas de Leovigildo y el reino hispano vivió una época de prosperidad.
   Recaredo fue un buen rey, como pensaba Jana, que nunca existió, que sepamos.











Bibliografía:

Domus romana/ Bonum cursum, viajar por las calzadas romanas.

Diccionario náutico: léxico marinero

“Corona gótica castellana y austríaca”/ Leovigildo y Goswintha: Don Diego de Saavedra y Faxardo, caballero de la Orden de Santiago, del Consejo de Su Majestad en el Supremo de las Indias y su Plenipotenciario para la Paz Universal / Año 1646

Historia Económica y Técnica del Mundo Antiguo.
 Profesora Dña. Carmen Alfaro Giner. Vicente Peris Boscá Facultad de Geografía e Historia. Universidad de Valencia. Valencia Enero de 2007.

Tecnología portuaria romana
Jose Manuel de la Peña 2001
Colegio de Ingenieros Caminos Canales y Puertos
Monográfico Ingeniería e Historia II

Puertos y comercio marítimo en la España visigoda
Salvador I. Mariezkurrena

“Los godos en España”:Thompson, Edward Arthur.
Alianza editorial, 1971

“Reinas de los godos”: Amancio Isla Frez, Universidad Rovira i Virgili/ (c) Consejo Superior de Investigaciones Científicas
Tiempo, religión y política
Tiempo, religión y política en el “Chronicon” de Ioannis Biclarensis: Fernando Álvarez García

 La antigua Septimania/ Real Academia e Instituto de estudios occitanos

Historia de Roma: Theodor Mommsen

Los gitanos en España: Agustín Vega Cortés.

Honderos de la Menor:  Pep Gómez Arbona










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